El uniformado funcionario encargado del control de pasaportes le recordó a Alex que el 11 de septiembre había dejado una profunda huella. Iba provisto de un arma, la gorra y una expresión imperturbable. Le examinó como si en él se concentrara toda la amenaza terrorista contra los Estados Unidos. Las luces se encendieron y un ordenador emitió un zumbido. El funcionario entrecerró los ojos con gesto de sospecha. Luego recuperó la benevolencia y depositó bruscamente el pasaporte en la mano de Alex, sin más comentario que el obligado «que tenga un buen día».
La atención del inmunólogo inglés estaba notoriamente en otra parte. Ya estaba concentrado en la clase sobre comunicación celular que daría a sus alumnos. Avanzó con paso distraído hacia los controles de seguridad, dejó el maletín en la cinta transportadora, se dirigió al escáner detrás de otro pasajero que realizaba el mismo ritual, apenas consciente de sus acciones. Algo estaba sonando. Un hombre impecablemente ataviado que estaba en la fila, detrás de otras tres o cuatro personas, no había apartado la vista de Alex. Ahora otras cabezas giraban hacia él.
Toda aquella secuencia de hechos se le antojaba como una ensoñación algo irreal. Tenía la mente y los músculos agarrotados por la fatiga. La áspera voz de la autoridad irrumpió bruscamente en la escena:
—Señor, vacíe los bolsillos —ordenó. Alex comprendió que se dirigía a él—. Deposite las monedas en la bandeja y vuelva a intentarlo —indicó, con un fingido humor neoyorquino, que no parecía propio de él.
Rebuscó con calma en los bolsillos del abrigo y extrajo de ellos un puñado de monedas y un libro envuelto en una pequeña bolsa de plástico. El funcionario cogió la bolsa, miró el contenido y mientras la mostraba a un colega señaló a Alex que dejara sus monedas en una bandeja, junto al libro. Él agregó su teléfono móvil.
—Un libro extraordinario[6] —murmuró el segundo funcionario, en tono casi inaudible.
Él dudó de que en realidad hubiera hablado. Le miró brevemente y por un segundo tuvo la impresión de que ambos compartían un secreto personal. Luego, sonaron las alarmas, un pitido sordo atravesó el aire y el primer funcionario, con el rostro repentinamente pétreo, le invitó a repetir todo el procedimiento. Alex volvió a pasar por el escáner y aún estaba observando al segundo funcionario con una sonrisa silenciosa cuando súbitamente comprendió qué ocurría y tomó la pluma estilográfica del bolsillo interior de la chaqueta.
—Aquí está el culpable —observó satisfecho el funcionario principal, con el aire de un agente del FBI que acaba de resolver un caso importante, que pone en peligro vidas humanas—. Me temo que tendremos que quedárnosla, señor.
Se estaba armando un alboroto en torno a los equipos de detección. Los demás pasajeros refunfuñaban por la demora. Desde una perspectiva totalmente objetiva, Alex tenía conciencia de que se encogía de hombros, y no precisamente a modo de disculpa. Su madre le había regalado esa pluma hacía años, cuando había ingresado en Cambridge y no se iría sin ella. Su mirada se dirigió a su interrogador y suavizó la creciente tensión.
—Le tengo mucho cariño. ¿Podríamos pedir a algún miembro de la tripulación que la lleve y me permita recogerla después de pasar el control?
El funcionario estaba perplejo. Observó el nombre de Alex grabado en la pluma.
—Es una petición poco convencional, señor, pero considero que es una sugerencia pacífica. Veremos qué puede hacerse —propuso, y le entregó el objeto infractor a su compañero, que sonreía impasible y sutilmente transmitía confianza a Alex. Luego tomó nota de los datos del vuelo para efectuar los arreglos pertinentes y le devolvió rápidamente los demás objetos, mirándolo abiertamente mientras le entregaba el libro.
—¿E’muy metafísico, verdad?[7]
Alex habría deseado que su castellano fuera más fluido. Al funcionario le halagó escuchar una frase en su idioma, la que fuera, y asintió suavemente.
—Es un viaje largo, ya he visto las películas. El libro será mejor compañía.
El funcionario no dejó constancia escrita sobre la pluma y con un gesto le indicó que pasara. Aquel incidente en realidad no había ocurrido. La singular humanidad que había caracterizado el episodio conmovió a Alex. Extrañamente, comprendió que todavía no había prestado demasiada atención al libro con el que había logrado forjar un efímero vínculo. En realidad, nunca se había preocupado por saber de qué se trataba. Verdaderamente extraordinario.
Todavía reflexionaba acerca del libro y la estilográfica cuando oyó la voz animada de la azafata. Alex cogió una manta para combatir el frío que le provocaba el cansancio y observó el pequeño libro en su bolsa de plástico. Lo había depositado en su mano una simpática médica sudamericana cuando él salía de la conferencia para ir a Jersey.
—Esto puede brindarle una visión acerca del desatino que implica tratar de descubrir la diferencia entre espiritualidad y realidad. Que tenga buen viaje y buena suerte.
Y desapareció tras darle una afectuosa palmada en el brazo.
Había guardado el libro con su correspondiente bolsa en el bolsillo del abrigo, sin detenerse a pensar en él, por el momento había cerrado la puerta a ese mundo. Ahora, mientras se hundía en el cómodo asiento, dirigía su atención a Cien años de soledad.
«Muchos años después, cuando se enfrentó a un pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía recordó la lejana tarde en la que su padre lo había llevado a conocer el hielo».
Los primeros renglones le hechizaron. Era tal el poder de Gabriel García Márquez que sentía al autor hablándole al oído. Jamás habría pensado en comprar ese libro. Qué circunstancia afortunada. Y allí estaba, un oyente cautivo con todo el tiempo disponible.
Cuando alcanzaron la altitud de crucero, la azafata le dedicó una sonrisa servicial mientras le ofrecía el menú y un trago.
—Guardo su pluma estilográfica, doctor Stafford. Según veo, tiene mucho apego por las tradiciones, ¡ya casi nadie sabe escribir con buena letra! —observó y rió, mostrando sus adorables dientes blancos—. Se la entregaré en cuanto lleguemos a Heathrow y los pasajeros abandonen el avión —afirmó, ofreciéndole champán como gesto de buena voluntad—. Me sorprende muchísimo que hayan aceptado su propuesta. Seguramente se debe a su aplomo inglés.
Él sonrió abiertamente, como un niño, no aceptó la copa de champán pero accedió a probar la truite amandine del menú. Regresó junto al pirata Francis Drake, que en el siglo XVI había destruido Riohacha, modificando involuntariamente la vida de las personas que Alex estaba a punto de conocer en esa página. Llegó la cena, comió y continuó con la lectura. Un colega roncaba suavemente detrás de él.
Había algo convincente en el estilo de ese escritor. La fatiga se alzó a su alrededor como una gran manta protectora. Dormitó, como lo hacía habitualmente, despertó y siguió leyendo, efectuando pausas para pensar en los detalles y complejidades del libro y establecer comparaciones con la historia de su propia familia: eran mundos completamente distintos, y sin embargo, había coincidencias. El galeón en medio de la selva tropical: Will, siempre en la búsqueda, sus travesías quijotescas. La mujer que era demasiado bella para ser sepultada en la tierra, y mágicamente se elevaba al cielo envuelta en la sábana que estaba tendiendo para que se secara: intangible como su madre. El estilo narrativo confería apariencia de realidad a un relato fabuloso. Alex no dudaba de que su hermano había leído ese libro, y que le había encantado. Lo había visto en su propio apartamento, entre los muchos objetos que su hermano amontonaba allí en los últimos tiempos. Will no tenía propiedades a su nombre. En cambio, contaba con numerosos estantes de bienes culturales: música —grabada y en partituras—, libros apilados hasta el techo, primeras ediciones de Penguin que a menudo despertaban en Siân el deseo de amenazarlo: «Esos libros horribles y mugrientos o yo», pero como no era una propuesta en absoluto conveniente para ella, se había resignado a amontonarlos en los estantes amarrados con lazos decorativos, para disimular su aspecto deslucido. Alex sabía mejor que ella cuál habría sido la elección. No obstante, ahora, al verlos proliferar en su casa, se solidarizaba con Siân. Ansiaba hablar con Will sobre el libro, en realidad habría deseado hacerlo en ese mismo momento: lo fantástico y la cruda emoción que expresaba sin duda le habrían atraído. Entonces comprendió algo. Si bien él y su hermano eran dos caras de una misma moneda —el hijo mayor de papá, el niño mimado de mamá—, Alex sabía que no había explorado verdaderamente el nivel más profundo de su propio ser y que había en Will una faceta seria que él no deseaba mostrar. Lamentó que los padres manifiesten la tendencia de asignar roles a sus hijos aun cuando los animen buenas intenciones. «Alex es tan constante, trabajador, una mente verdaderamente lógica. Será un médico excelente. Algo imposible para su hermano. Will es un soñador. No tiene buena ortografía aunque vive leyendo. Toca el piano como Chopin, pero sólo Dios sabe si alguna vez logrará algo, no se decide por nada». A Will siempre le habían causado gracia esa clase de comentarios, a los cuales respondía que «preferiría haber sido George Sand», pero en su fuero le herían, así como a Alex le irritaba que él se evadiera. Eran las dos facetas de una oposición binaria, totalmente correlacionadas, dependientes de una manera poco estimulante. Su madre los conocía mejor y combatía las opiniones familiares: «Los dos son hombres inteligentes y llenos de talento. Esperemos, ya se verá cómo aprovechan sus días en este mundo».
El médico advirtió que necesitaba dormir. Su mente divagaba. A esa idea le siguió otra, inquietante. ¿Todo estaba en orden? La angustia amenazó su descanso nocturno, pero la desestimó. Era sólo producto de su cansancio. Tal vez su padre y su hermano habían discutido después de la cena, y Alex habría debido estar allí para cumplir con su habitual rol de pacificador. El sol había salido mientras él leía. Ya asomaba por encima de la franja púrpura de una nube, que se esfumaba hasta tornarse blanca. Al mismo tiempo, la luna había palidecido y se había desvanecido en el cielo, al otro lado del mar. ¿Era sólo que el avión se desplazaba en dirección opuesta a la dirección del tiempo? Alex dormitó un poco. Volvió a leer y finalmente cerró la contraportada, donde decía que «… las razas condenadas a cien años de soledad no tienen una segunda oportunidad en la Tierra». Lo cual significaba que su redención quedaba en manos de Dios.
Alex y Will solían discutir sobre temas filosóficos cuando no polemizaban acerca de Ian Botham y Gary Sobers, tratando de discernir cuál era el jugador de criquet más completo. Había olvidado esa parte de la relación con su hermano, la profundidad de las ideas que intercambiaban cuando eran niños. Eran interesantes, aunque Alex advertía que no habían sido de mucha ayuda en el momento de la muerte de su madre. Acudió a su mente la imagen de Will después del funeral, con un cigarrillo entre los labios mientras hacía resonar furiosamente en el piano las notas de la emotiva Fantasía Impromptu de Chopin. Un eptoso hábito que había retomado cuando su madre estaba enferma y que afortunadamente había vuelto a abandonar después de su muerte. Y aparentemente, también la música.
¿Qué había cambiado? En realidad, sólo el tiempo. En el caso de Alex, especialmente, una escasez rayana en lo increíble. Will le había persuadido para que hablara sobre el dolor que le había causado el fracaso de su matrimonio con Anna y él a su vez, se había animado a hablar sobre la tristeza que sentía por haberse separado de Siân, pero Alex ya no podía encontrar tiempo para esas confidencias. Se eludían, cada uno a su manera. No obstante, la mera existencia del otro solía brindarles suficiente apoyo. Will, aunque sueles estar en el fin del mundo la mayor parte del tiempo, te he echado de menos, pensó Alex. Trató de que su cerebro regresara a la realidad. Estaba seguro de que la nostalgia por su hermano menor se desvanecería en cuanto volviera a desplazarse ruidosamente en el tranquilo apartamento de Alex en Chelsea. Will habría tomado posesión de la cocina en una semana, insistiría en ocuparse de las comidas y no dejaría una sola sartén limpia. Alex rió en silencio y observó la contraportada del libro.
—Personal de cabina, aterrizaremos en diez minutos.
La azafata le dio una palmada en el hombro, le ayudó a enderezar su asiento y recogió los vasos que quedaban en la cabina. Unos instantes más tarde se oyó el ruido sordo que habitualmente producían las ruedas al trabarse. Alex sintió que el enorme avión se balanceaba nerviosamente, como un caballo que se prepara para dar un salto, y luego rectificaba el rumbo para descender suavemente al suelo y galopar hacia la pista de aterrizaje. Al fin, el ruido de las turbinas rompió el hechizo.
Se hallaba en casa.
El control de pasaportes se realizó a un ritmo notablemente vivo y fue bastante civilizado debido a que a esa hora de la mañana los numerosos vuelos intercontinentales liberaban en el aeropuerto verdaderas riadas humanas.
—Buenos días. Gracias, señor. Bienvenido, doctor Stafford. —La azafata le encontró en la sala donde iba a recoger el equipaje—. Seguramente querrá tenerla. ¡Es más poderosa que una espada!
Al pasar junto a él, le dejó en la mano aquella pluma con la que había escrito buena parte de su historia. No tuvo tiempo de darle las gracias, ya que conectó el móvil mientras esperaba sus maletas y vio que tenía siete mensajes. Tenía acceso al despacho rápido en la aduana por haber viajado en clase preferente. Se dirigía con su equipaje hacia la salida cuando el mundo se detuvo: «Alex, me temo que le ha sucedido algo grave a Will. Más de lo que suponía en mi mensaje anterior. Por favor, llámame en cuanto recibas este. Necesito tu consejo», imploraba su padre con voz ronca.
Alex oyó dos mensajes más antes de interrumpir la secuencia, inversa al transcurso de las horas, que le obligaba a viajar hacia atrás en el tiempo. Salió a toda prisa de la terminal con el semblante desencajado.
—Son las 16:43. ¿Quieres cerrar?
—¡Por supuesto! —exclamó Jane Cook.
Hizo clic en el botón «sí» y cerró el ordenador portátil. Sentada frente a su escritorio, levantó el teléfono, luego dejó nuevamente el auricular en su lugar. Estaba demorando el momento de llamar a su hijita. Se había retrasado tanto que no era capaz de dar una disculpa. Pensó que al menos alguien iba a beneficiarse de sus horas de trabajo extra.
Buena parte de su singular ocupación se basaba en la hipótesis de que el donante no iba a recuperarse, y aunque a veces eso le hacía trabajar en vano, otras conseguía reducir sustancialmente el tiempo entre el óbito y la recepción, lo cual era de vital importancia. La segunda fase de su cometido podía seguir su curso normal si todo sucedía conforme a lo planificado. La pobre Lucy ya había sufrido una decepción en las últimas cuarenta y ocho horas. Todos se habían puesto en marcha sólo para descubrir que el corazón no era inadecuado, un órgano de segunda categoría, que, aparentemente, serviría, pero que finalmente no reunió los requisitos necesarios. No quería que se llevara otro chasco.
Cuarenta personas estaban involucradas en el proceso previo a la intervención quirúrgica. En ese momento eran en su mayoría desconocidos. El aluvión de llamadas telefónicas y mensajes de correo electrónico había permitido saber a la jefa de enfermeras Cook que el tiempo estimado de llegada del helicóptero con el corazón para el trasplante era de unos diez minutos. Al pulsar otra tecla de su teléfono, confirmó que el corazón estaría allí en otros quince o veinte minutos después del aterrizaje.
La coordinadora de trasplantes de corazón consultó el reloj. Había transcurrido poco más de una hora y veinte minutos desde que el cirujano extrajera el corazón del donante y lo depositara en un contenedor especial que lo transportaría hasta Harefield. No estaba mal a tenor de las circunstancias. En rigor, no era la mejor manera de organizar el traslado de un órgano, pero no habían contado con un equipo móvil que permitiera transportar al donante, por lo cual la ablación del corazón se había realizado in situ y luego lo habían trasladado a Londres. El equipo se había desempeñado con minuciosa dedicación, como siempre. Jane pensaba que no era la primera vez que la gente acudía al Servicio Nacional de Salud. ¿En algún otro lugar del mundo obtendrían tanto de un servicio de salud?
Por ser domingo, los veinte minutos previstos desde el aeropuerto de Heathrow se reducirían a quince.
—Casi perfecto —fue el único comentario del director del equipo, el experto cirujano Amel Azziz, cuando revisó el órgano para hacer las comprobaciones pertinentes—. No está mal —había agregado con expresión satisfecha.
«Dios», como lo apodaba su equipo en sus conversaciones en privado, había declarado de esa lacónica manera que él estaba en su reino celestial y en la tierra todo estaba en orden. Jane sabía que Lucy King estaría a salvo en sus manos.
—La compatibilidad de los tejidos y el grupo sanguíneo parece mucho mejor de lo que tendríamos derecho a pedir. Supongo que todo está listo, de modo que puedo ocuparme de mi higiene —afirmó—. Salvo que tengas algún problema del que deba estar al tanto —agregó mirando a Jane por encima de sus gafas. Ella se sintió feliz de haberle complacido.
—En absoluto. Todo está en orden, señor.
El calificativo de «señor» era algo burlón. Hacía tiempo que se había ganado el derecho de llamarle por su nombre, pero le gustaba decir «señor» o «él mismo» cuando se refería afectuosamente a él en presencia de otras personas.
—Por supuesto, Jane, no lo dudo —dijo, y le guiñó el ojo.
Y así era, por supuesto. Después de todo, ¿no era ella la mejor coordinadora de equipo? Por ese motivo trabajaba para «Dios», y aunque pensaba mucho en él —con un interés profesional— nunca iba a permitir que lo supiera. Y a su vez, el cirujano tenía la certeza de que ella jamás le decepcionaría. Se habían considerado todos los detalles, desde el momento en que el donante había sido declarado muerto a causa de una hemorragia cerebral. El escáner indicaba una ausencia total de actividad cardiaca y el equipo de animación asistida quedó en silenciosa sinfonía con el espíritu, cualquiera que fuera el significado de esa expresión. Habían transcurrido unas horas desde entonces. El donante tenía una credencial que le identificaba como tal, de modo que no había obstáculos para seguir adelante. De todos modos, un familiar cercano se hallaba presente en la clínica cuando murió y había firmado el formulario de consentimiento. Las copias de toda la documentación ya estaban en los archivos y en el ordenador.
El teléfono volvió a sonar, requiriendo la atención de Jane, que regresó al escritorio. Esta vez la llamada la había cogido por sorpresa. Había movilizado todos los recursos y había convocado a todos los miembros del equipo. Todo se había confirmado una y otra vez. Debía de ser una simple demora. El doctor Azziz le dedicó una mirada interrogativa, pero ella asintió para darle confianza, ocultando su verdadera sensación.
—Maldición —dijo en voz alta. La palabra había escapado involuntariamente de su boca y se reprochó por haber utilizado ese lenguaje delante del médico.
Esa noche no cenaría con su familia. Por la mañana, cuando ella le había anunciado a su hija que debía ir a trabajar, la pequeña Sarah, mientras le rodeaba el cuello con los brazos para impedirle que se marchara, le había reprochado:
—Otro fin de semana en el trabajo. ¿Cuándo podré estar realmente contigo?
Jane no pudo evitar decirse que las personas con responsabilidades familiares no deberían encargarse de ese tipo de trabajo. Luego, reanudó su tarea con total profesionalidad en un abrir y cerrar de ojos.
Pulsó una tecla para cortar la llamada y marcó un número en cuanto obtuvo línea.
—Hola, James. ¿Puedes hacer una sustitución ahora mismo? —preguntó, y asintió varias veces para sí misma y una más mirando al señor Azziz—. ¡Genial! —dijo, colgó el auricular y puso los ojos en blanco—. Habría preferido que esta llamada no fuera necesaria —le explicó a «Dios». Su acento irlandés contribuía a darle a su voz un matiz optimista—. Su inmunólogo preferido estaba disponible de acuerdo con la información de que dispongo, pero al final no hemos logrado ponernos en contacto. Viajó para impartir una conferencia y al parecer, llega con un día de retraso. La secretaría no puede encontrarlo, aunque insiste en que tenía previsto estar aquí hoy para celebrar su cumpleaños. De todos modos, le reemplazará el doctor Novell, que sigue en el edificio, vendrá en cinco minutos y no lo demoraremos demasiado.
Jane era la eficiencia personificada y su aplomo infundió seguridad al cirujano encargado del trasplante. Ahora bien, en su fuero interno estaba muy molesta, ya que ella trabajaba durante el fin de semana y no iba a volver a su casa para disfrutar de un almuerzo distendido con su familia. Nadie podía ignorar a un paciente aunque fuera su día libre o el día de su cumpleaños. No hay excusas si se está en la lista. Jane imaginó una escena en un elegante pub campestre donde la familia del doctor Stafford se había reunido ante una botella de buen vino, y este tenía el teléfono móvil negligentemente apagado, pero sonrió ante el mundo y se felicitó porque todos los integrantes de su equipo eran excelentes profesionales.
Azziz adivinó el pensamiento que le empañaba la frente del mismo modo que las nubes velaban la luna.
—Creo que podríamos disculpar al doctor Stafford en las fechas especiales y los días festivos, ¿no te parece? Estas dificultades sólo cogen desprevenidos a los vulgares mortales, no a ti, Jane. Tú nunca te desorientas.
El encanto de Azziz y la confianza depositada en ella la serenaron por completo. En realidad, no había motivo para preocuparse. James Lovell era un médico de primera y estaba disponible. Basta con informar a la paciente acerca de esa modificación, seguramente no habría problemas. Ella comprendía que tal vez el señor Azziz no se sintiera plenamente dichoso con la situación, pero podría sobrellevarla. Le gustaba estar rodeado de las personas que conocía, en las cuales confiaba y depender un poco de Alexander Stafford. Le apodaba La Esfinge.
—Tal vez no hable mucho, pero ve absolutamente todo y sabe más de lo que está dispuesto a mostrar —le había dicho sobre él a Jane en alguna oportunidad, a pesar de que sabía que se habría sentido más cómoda con ese médico si hubiera sido más exuberante y más fácil de entender. Era propensa a confundir su reserva con una crítica silenciosa hacia los demás, lo cual era injustificado, y el señor Azziz lo sabía—. Es un joven sobrio y racional pero jamás condena las ideas y las debilidades de los demás. Me agrada.
De todos modos, en esa ocasión deberá operar sin su Esfinge sabelotodo, pensó Jane. Estaba perdido en un avión o había quedado incomunicado por su cumpleaños. Durante las próximas doce horas ella no podía hacer más. Comería algo y descansaría un poco. Estaría disponible si la necesitaban. Sin embargo, no podía irse.
—No te preocupes, Jane. Yo mismo hablaré con la paciente. Se decepcionará, sólo él puede saber cuánto.
Azziz se desvió brevemente de su camino al quirófano.
—Lucy, hoy estás especialmente bella. Ahora y durante las próximas horas, estás en mis manos y en las de Alá.
Ella sonrió a través de la bruma de los sedantes. Parecía rodearla un halo, y su cabello azabache enmarcaba su rostro pálido, clásico. No había luces o sombras, sus rasgos parecían casi borrados. El señor Azziz pensó que su apariencia era demasiado etérea para alguien que había estado luchando contra una enfermedad traicionera y estaba a punto de someterse a una intervención quirúrgica que le cambiaría la vida.
—Estoy dispuesta a recibir su protección, y la de Alá, por unas horas —repuso ella con sorprendente fortaleza.
Sin embargo, el cirujano advirtió un deje de temor detrás de la aparente seguridad.
—Todos juntos iremos a un lugar mágico —afirmó, mirando a Lucy como si fuera una niña inteligente—. Lamento mucho decirte que el doctor Stafford no podrá estar con nosotros hoy. Parece que es su día libre y no es posible localizarle en ningún lugar. Tal vez no haya regresado de su viaje. Sé que tenía la intención de venir a brindarte su apoyo y que desearía hacerlo. En esta ocasión he controlado yo mismo la compatibilidad de los tejidos y además contamos hoy con el doctor Lovell. El doctor Stafford estará de regreso a lo sumo pasado mañana y hasta entonces no estarás demasiado al tanto de lo que ocurra.
Lucy se sintió completamente abatida al oír esas noticias. Respetaba mucho al doctor Stafford y durante esa semana había descubierto que se había acostumbrado a contar con su proximidad. Era el ser más noble que había conocido. Y ella habría preferido no emprender semejante viaje hacia la ignota oscuridad sin su luminosa presencia. Todos, salvo el señor Azziz, confundían el delgado velo de energía que emanaba de ella con los efectos de los sedantes. Para él, al igual que para el doctor Stafford, ninguna sutileza pasaba desapercibida. Sonrió y le dio una palmada en la delgada mano.
A jane Cook le pareció asombroso que él, casi imperceptiblemente, aplacara cualquier duda que Lucy pudiera albergar sobre la operación. Su actitud aparentemente serena brindaba tanta confianza al equipo como a los pacientes. Les hacía creer que nada de lo que él hiciera podía salir mal, a pesar de las terribles advertencias que recibía cada paciente antes de dar la conformidad. Amel era especial, más que cualquiera de los cirujanos con los que ella había trabajado.
Jane llamó a Sarah después de la hora del té. Esa tarde su papá la había llevado al parque. Afuera, el atardecer se veía encantador. La lluvia de la semana anterior había cesado. Tomó la pila de carpetas de su escritorio y fue hacia las salas.
Mientras apretaban su cabello en una gorra y la colocaban en la camilla, Lucy miró, sin enfocar verdaderamente, los desvaídos colores de su colcha de retales. La había cosido a lo largo de los últimos meses, desde que llegó de Colombia, donde había contraído el Mal de Chagas. Tenía veintiocho años y aunque debido a su enfermedad aparentaba diecinueve, vivía cada día con la sabiduría de una vieja bruja. Había formado una historia cosiendo durante semanas, de acuerdo con los dictados de su estado de ánimo, trozos de colores brillantes o pasteles. Sus enormes ojos fatigados se posaron brevemente en la parte que había terminado recientemente: un corazón que volaba por un cielo nocturno hacia una minúscula y delgada luna plateada. Era una evocación de su madre, que se alejó volando cuando ella era pequeña, un vuelo del que nunca regresó, y al cual ella nunca se sobrepuso. Fue un profundo cambio en su vida. Pero en aquel momento, en el nebuloso espacio que ocupaba mientras la anestesia se apoderaba de ella, veía al corazón alado de otra manera, nueva, era el suyo, nunca antes lo había visto así. Los párpados le pesaron y al final se rindió para luego sumirse en un maravilloso sueño.