Will rió. Sentía la cabeza hueca, pero se veía a sí mismo como Dante mientras pasaba del Purgatorio al Paraíso. La celestial criatura acuclillada junto a él tenía una voz tan clara y penetrante como la del ángel de Dante. «Cantava in voce assai piú che la nostra vita», pensó.
—¿Will? —repitió ella.
Melissa trató de no ponerse histérica aunque al principio creyó que estaba muerto. Se enfrentaba a un dilema: ¿debía moverlo, corriendo el riesgo de dañar su columna, o dejarlo en el agua helada?
Gritó frenéticamente en dirección al sendero que, a sus espaldas, conducía a su casa de campo. Él tenía la mirada perdida y reía de manera incoherente. La señal del teléfono móvil disminuía a causa de la maldita niebla. Ella se comunicó con el 999, pidió una ambulancia, escuchó los consejos acerca de la posición de la víctima, respondió preguntas sobre el cuello del accidentado, describió la pérdida de sangre, la gravedad de la herida en la pierna. No podía controlar su voz, temía hacer algo incorrecto, pero se esforzó por dominar la situación: le cubrió con su abrigo y procuró simular serenidad.
¿Por qué está tan preocupada?, se preguntó Will en su fuero interno. Observó atentamente los detalles de su rostro algo parecido a un querubín de Rafael, una especie de ángel adulto. Percibió la suavidad de sus manos y el calor que se desprendía de su abrigo. Escuchó palabras como «tendones», «torniquete», «hipotermia», y lo más extraño de todo, «herida en la cabeza», lo cual era totalmente ajeno a su propia experiencia. Él flotaba libremente, vagamente consciente de que el pequeño charco de agua formado a su lado se teñía de rojo, como si se hubiera derramado una botella de clarete. No sentía dolor ni estaba preocupado, por el contrario, se sentía alegre y sereno. Destellos coloridos viajaban por su mente en un recorrido extraordinario y caleidoscópico, como en la infancia lo hacían las esmeraldas y los rubíes del collar de su madre.
Sonaron las sirenas. Instintivamente se encogió al oírlas. De pronto, sintió que no quería estar en ese lugar. Pensó en dejar otro mensaje después de la señal.
Casi podía decirse que la silueta vestida con una chaqueta verde oliva y unos vaqueros descoloridos estaba distendida mientras dejaba un portafolios y una bolsa de FAO Schwarz en el piso y un abrigo sobre la mesa baja, para deslizarse luego hacia el asiento situado junto a ella. Si bien el salón VIP estaba sorprendentemente lleno, Alex había encontrado un lugar desde donde hacer algunas llamadas sin molestar a aquellos que estaban concentrados en sus portátiles.
Miró su reloj. Era un poco tarde para telefonear a Inglaterra y confirmar con Anna que, como estaba previsto, pasaría a buscar a su hijo a la mañana siguiente. No obstante, a pesar de la hora, quería llamar a su padre. Lo intentó una vez más. Pulsó la tecla de marcado rápido y esperó. Después de una breve incertidumbre, nuevamente oyó la grabación del contestador automático. Era sábado por la noche, Alex habría esperado que su padre todavía estuviera despierto y de charla con Will.
Frunció ligeramente el ceño y dejó un segundo mensaje.
—Papá, no sé si recibiste el mensaje anterior —aventuró con voz pausada—. Mi teléfono no funciona del todo bien aquí y no logro escuchar los mensajes de voz que me llegan, pero si lo recibiste, sabrás que anoche la conferencia se prolongó y no cogimos el avión. Algunos de nosotros nos hospedamos en Nueva Jersey, en la casa de un colega. Ahora estoy en el aeropuerto Kennedy y el vuelo saldrá en el horario previsto. Te pido disculpas por el cambio de planes. De todos modos, podremos almorzar mañana. Recibí una llamada de mi secretaria y tendré que desviarme un poco de la ruta para pasar por Harefield, pero tengo el coche en Heathrow y en el camino pasaré a buscar a Max por casa de Anna. Estaremos allí a mediodía. —Alex se detuvo abruptamente. Habría preferido hablar con una persona en lugar de una máquina. Sonrió y cambió levemente el tono de su voz—. Hola, Will, tengo entendido que regresabas ayer u hoy. Imagino que probablemente habréis salido los dos a cenar. Max y yo te echamos de menos. ¡Reservadme una copa de buen vino! Que durmáis bien.
Alex había permanecido despierto con la esperanza de mantener un breve diálogo con su hermano, pero el cansancio comenzaba a abrumarle tras cuatro días de constante actividad y sus respectivas noches de eventos sociales que se prolongaban hasta la madrugada. Además, tenía pavor a los vuelos nocturnos. No podía dormir en los aviones, ya que tenía un sueño muy ligero debido a su trabajo. Largos años de guardias nocturnas y dieciocho horas diarias como médico interno le habían acostumbrado a no dormir profundamente, sólo dormitaba con el oído atento a cualquier sonido. De todos modos, agradecía la comodidad de su asiento en clase preferente, donde la comida y las películas reemplazarían en parte el verdadero descanso.
Tampoco había gozado del día libre para poder relajarse. Un afamado bioquímico le había llevado, junto con los demás médicos, a recorrer Ridgewood para apreciar la belleza del otoño. Aún no estaba en todo su esplendor pero de todos modos era encantador y después de pasar tres días en una sala de conferencias, sin luz ni ventilación natural, entre cuadernos, botellas de agua y proyecciones de clips, el grupo lo agradeció. Los árboles y la compañía habían sido realmente agradables e incluso había tenido tiempo de tomar un taxi hasta la Quinta Avenida y comprar un regalo para Max en la legendaria tienda de juguetes Schwarz. Al día siguiente podría distenderse, caminar por el pueblo tranquilo, dejar atrás el campo de criquet, la sede del club con el techo de paja, y dirigirse al pub preferido de su madre, donde celebraría su trigésimo cuarto cumpleaños.
Por primera vez en muchos años iba a ser un grupo exclusivamente masculino. Había considerado la posibilidad de que Siân quisiera celebrarlo con ellos, se preguntaba si debía alentar todavía alguna esperanza con respecto a Will, pero su padre había dicho, de un modo algo extraño, que Siân no había respondido a su invitación. Habitualmente, ella no era tan descortés, seguramente esperaba que el mismo Will la llamara para invitarla, y eso no sucedería. Alex también había pensado que Anna podría unirse al festejo. Se habían divorciado dos años antes, pero aún conservaban un vínculo bastante estrecho y mantenían una relación armoniosa por el bien de Max, pero, por sus propios motivos, tampoco ella los acompañaría.
Lo peor, sin duda, era la ausencia de su madre. Bondadosa, ecuánime, sólida como una roca, los había mantenido unidos en medio de las penas y los conflictos sin tomar partido.
Su padre afrontaba la pena silenciosamente, trabajando más que nunca: era un abogado respetado por todos que ejercía en un medio rural, un hombre de buen corazón, pero evitaba hablar sobre la vida solitaria que debía acostumbrarse a llevar. Al principio, Alex y Will habían tratado de visitarle más a menudo, aunque, si eso significaba algo para él, jamás lo dijo. Una persona del pueblo se ocupaba de la limpieza. Él cuidaba el jardín durante los fines de semana, pero el fuego del hogar estaba apagado. Una parte del fuego que nos animaba a todos se ha consumido, caviló Alex.
Al día siguiente habría risas. Su hermano estaría de regreso, eso era por sí solo una alegría. Aunque, sin dramas, por favor, Will. Alex rió para sus adentros ante esa idea, mientras recogía sus bolsas y el abrigo para dirigirse hacia los controles de seguridad. Él y Max se habían acostumbrado a ver a Will en su apartamento durante un par de meses, sería muy bueno gozar de una jornada distendida.
Debía de haberse quedado dormido. Cuando despertó, vio figuras que bailaban a su alrededor una danza sombría, como aquellas tragedias que se interpretaban en el Globe Theatre y concluían con una macabra bergamasca. Pensó en el capote del ángel: como en el vitral de Chartres, el personaje es atacado, luego le dan un manto. Deseaba recordar qué significaba, pero, salvo aquellos que tenían importancia en la historia del arte, había olvidado la mayoría de los relatos bíblicos. Estaba más versado en la antigüedad clásica que en la infinidad de cuentos que inspiraban los adornos de tantas diminutas iglesias.
Recordaba la historia de Santa Fina en San Gimignano, la de Santa Lucía en Sicilia, pero los samaritanos e hijos pródigos se le mezclaban con ruiseñores y campos de maíz. Por alguna razón, en ese momento todas esas disparatadas imágenes adquirían significado para él.
La luz entró al abrirse la puerta. Oyó de nuevo la voz del ángel. Le hablaba a otra persona cuya voz era suave, masculina, vacilante, tal vez con cierto acento. Todo quedó en silencio cuando la puerta se cerró. Cuánto revuelo, todos andan de puntillas a mi alrededor, pensó Will. Quiso tocar la llave que llevaba colgada para asegurarse de que estaba a salvo. Le extrañó que el brazo no respondiera a su orden hasta que comprendió que le habían sedado y se despreocupó. Trató de hablar con la silueta que se movía en silencio en torno a él para preguntarle dónde estaba y qué había ocurrido, pero las palabras se desvanecieron en sus labios, que no emitieron sonido alguno. La frustración no le perturbó. Estaba despreocupado y perezoso, de modo que simplemente dejó que su cuerpo se hundiera en la nube de sábanas blancas y que su mente vagara libremente.
Reconoció la voz de su padre.
—¿Cuándo sucedió? —preguntó este con voz queda.
Will rió para sus adentros al oír la pregunta. Su progenitor hablaba con la otra persona presente en la habitación, sin advertir que él lo escuchaba atentamente, a pesar de que podía atribuir escaso significado a sus palabras. Era incapaz de concentrarse en las palabras paternas, pues aún pensaba en italiano o en francés, y seguía inmerso en las impresiones que le habían causado el sol siciliano, el aroma a limón, el sabor del delicioso vino elaborado en las faldas del Etna. Y lo más placentero: el viaje en barco a Fonte Ciane, los tallos de los exuberantes papiros que surgían del agua. Una hermosa muchacha siciliana, no, era de la Toscana, estaba con él, eran los únicos que esperaban el barco aunque era temporada alta. El día era sofocante. Habían compartido su provisión de agua, pan y frutas y habían convidado al barquero. Los cabellos de la chica —negros, espesos y ondulados, con aroma a azahares— caían por debajo de su cintura. El viento cálido los hacía ondear, paralelos al agua. Él le dijo, en un italiano sumamente precario, que podía imaginar delfines nadando en su cabello ondulado. Ella entremezcló italiano e inglés para contarle la historia de una ninfa atrapada por Alph, el antiguo afluente. Escapó a su pasión gracias a la ayuda de Artemisa, que la convirtió en un manantial, pero el río logró atraparla en un último abrazo y el agua se tornó salada a causa de esa unión. «Ocurrió aquí mismo», le aseguró. Will dudó, ¿se trataba de una invitación a un abrazo salobre o de una advertencia para que no provocara la ira de la diosa? El día era perfecto para ambas cosas. Él llevaría consigo, hasta la muerte, su aroma, su espontaneidad y su casta sensualidad.
Los largos dedos de Henry Stafford se movieron involuntariamente y buscaron refugio en su cabello gris pero aún abundante, como si quisiera ocultarse.
—Discutimos. Qué absurdo.
—Señor Stafford, no piense en cosas negativas —le sugirió la mujer de uniforme blanco que estaba junto a él—. Es inútil para todos ustedes, de veras. Limítese a hablar con él. Nunca sabemos cuánto perciben en estado de coma, pero creemos que la audición es lo último que se pierde. Él tiene conciencia de cosas que usted y yo no podemos comprender, que superan ampliamente nuestra capacidad. Creo firmemente en ello.
—Él quería saber sobre la familia de su madre y esa estúpida llave —mencionó el señor Stafford mirando la palma de su mano—. Nunca me gustó hablar sobre eso. Creo decididamente en el raciocinio. Pasó el verano lejos, partió impulsado por la pasión, no se sentía feliz conmigo. Hoy regresaba a casa. Esta noche quería hablar con él acerca de su madre. Era una mujer extraordinaria, más sabia que cualquiera de nosotros. Y, por supuesto, él la echa de menos. Todos lo hacemos. ¿Por qué no pude, sencillamente, decirle lo que deseaba saber?
Podía afirmarse que Ruth Martin era la más sabia entre sus colegas. Largos años de trabajo en la Unidad de Cuidados Intensivos le habían enseñado a escuchar a los familiares. Ellos necesitaban toda la confianza que ella fuera capaz de brindarles, mucho más que los pacientes. La última tomografía computarizada no presagiaba nada bueno, pero deseaba ofrecer a ese padre algo que le ayudara a sobrellevar las próximas horas de oscura incertidumbre.
—Dígale lo que sea, ahora. Es un oyente cautivo, y la suya es la voz que más desea oír.
Pero la única voz que Will oía era la propia, a un volumen tan alto que creía estar gritándole a su hermano: «Sandy, quel Age auras tu demain? Eres un Virgo, ¿a que sí? Como Astrea. Entre las divinidades, la última en abandonar la tierra…». Will no podía compaginar la información pero seguía adelante, subiendo la montaña. Un penacho de humo aureolaba el cráter. Aunque era una tarea agotadora, quería ver el panorama desde la cima, anhelaba palpar el poder del volcán. Pensó en Deméter mientras recorría el Etna en busca de su hija: debía decirle que la había encontrado. «Si tu alma quiere estar en India, cruzar el océano, ¿puede hacerlo en un instante?». ¿Dónde lo había leído? No conseguía recordarlo. Su mente buscaba en el enorme disco duro de su memoria. Era Bruno, vio su rostro. Will estaba cerca de la cima, la atmósfera no era sulfurosa, como había previsto, por el contrario, era limpia y olía a limas y a vides. Y a rosa.
¡Shh! Su padre le hablaba. Por un instante las palabras adquirían forma, luego se desvanecían, ahogadas por las de otra persona.
Los seres vivos no morirán. Son cuerpos compuestos que sencillamente se disgregan en lugar de morir, tal como sucede con una disolución. Al disolverse no se destruyen, se reaniman. Después de todo, ¿qué es la energía vital?
Henry Stafford siguió hablando a pesar de que no creía que su hijo pudiera oírle.
—No hay duda de su valía. Su interés por la metafísica no era lo único digno de mención en su vida. Fue un gran matemático, un científico, un traductor, y también un espía que habría podido trabajar para Walsingham, se ha dicho que fue el primero en denominarse 007. Tenía la mejor biblioteca de toda Inglaterra, pero se le recuerda como el astrólogo de la reina Isabel, un hombre que conversaba con los espíritus, o intentaba hacerlo. Y yo no soy muy tolerante con esas cosas, pero tu madre era más flexible. Nosotros simplemente no hablábamos sobre el tema. Esa era mi voluntad, y ella accedía. En la combinación genética, sin duda John Dee ha contribuido en buena medida a tu riqueza, tu inteligencia y tal vez a tu misticismo, Will. Creo que la llave abre alguna pertenencia de Dee.
Henry ignoró el equipo que mantenía a Will lejos de su alcance y le aferró la mano que descansaba sobre la colcha. El joven tenía pelo corto y bien arreglado. El rostro bronceado conservaba el atractivo, pero aun así estaba alarmantemente pálido.
Tal vez su hijo le había escuchado. No podía asegurarlo.
Will se halló de pronto en el centro del laberinto, donde el aroma de las rosas le colmaba de dicha y la luz fluía sobre él, y en el mismo momento, en un tiempo paralelo, se hallaba bajo una luz intensa en la cima del Etna, donde hacía un calor sofocante y el aire estaba impregnado de aroma a cítricos. Kennst du das Land, wo die Zitronen blühn? (¿Conoces la tierra donde florecen los limoneros?), pensó. Había cometido un gran error. Había perdido mucho tiempo, no había aprendido debidamente ningún idioma, sólo un poco de cada uno, nunca lo suficiente para mantener una conversación de nivel intelectual con una persona de otra época y otra cultura. ¿Cómo podía ver el mundo desde la perspectiva de otro si no era capaz de completar una oración significativa? Comprendió que todo residía en la palabra.
«Dodone, Delhi, Délos».
En su mente distinguió un triángulo. Luego, miró de cerca el diseño del mango de la llavecita. Había una perla en el centro de un espiral. ¿Por qué nunca antes la había visto? Miró sus manos, que aferraban algo tibio y curtido. Un libro triste y viejo. Le dio la vuelta. Le costaba mucho enfocar el título, grabado en letras doradas: «Ah. El viejo libro del rey». Se leía un nombre encima del dibujo de la portada, «Diana Stafford».
Una lágrima escapó de los ojos de su padre, que no se disculpó.
Will flotaba en un perfumado mar de luz. Conservaba su sentido del humor. Era como el paraíso, pero diseñado por Muji: blanco, despejado, bonito. Deseaba apoyar su mano en el hombro de su padre, y mentalmente lo hizo. Aunque sus labios parecían petrificados, habló: «¡Ah!, pero esas lágrimas son perlas que derrama tu amor. Son valiosas, redimen todas las acciones erradas».
Henry Stafford tomó el gran sobre que estaba junto a la cama, cerró el puño en torno a la llave y salió de la habitación donde se oían las suaves exhalaciones de los aparatos.
—Melissa, permítame que la lleve a casa. Ha sido una noche larga y fue muy amable al quedarse aquí…
La voz de Henry se apagó. La joven apoyó una mano firme sobre el hombro.
—Gracias.
No dijo más. Era casi medianoche y ambos estaban exhaustos en el pleno sentido de la palabra. Ella no conocía demasiado al señor Stafford. Su madre había trabajado ocasionalmente como dactilógrafa para él. No obstante, esa noche habían recorrido juntos un largo camino. Acababan de convertirse en viejos amigos.
Henry recorrió el camino desde el hospital Winchester, donde habían nacido sus hijos y había muerto su esposa, hasta su casa en unos veinte minutos. Los dos tenían sueño, y Henry agradecía la silenciosa compañía de Melissa.
Únicamente había dos vehículos en el área reservada a las visitas. Aunque pareciera increíble, alguien había aparcado el BMW gris de Henry. Un Lancia azul se había detenido a mitad de camino, frente a la puerta de entrada. Obviamente se trataba de una emergencia. Henry prefirió dar marcha atrás y avanzar después, para no encontrarse con otra persona que estuviera sufriendo, por lo que transcurrieron varios minutos antes de que abandonaran el hospital.