Las grandes cadenas chirriaron y las puertas se abrieron con lentitud. El enorme interior blanco del Mont St. Michel aún estaba lleno de una variedad de vehículos, a pesar de que septiembre llegaba a su fin y la mayoría de las familias de turistas ya habían cruzado el canal para regresar a las escuelas, los trabajos y la rutina de la vida cotidiana. Las habituales hordas de visitantes, dudosos vendedores de antigüedades y evasores de impuestos, unas parejas de franceses y algunos estudiantes universitarios que aún no habían reanudado el año académico iban hacia Portsmouth para pasar le weekend, por lo que se veía gran cantidad de automóviles caros, con y sin perros. El inmaculado Lancia Fulvia azul oscuro atrajo la atención de Will. Había visto algunos en el continente, una elegante versión del modelo de los años sesenta. Le impresionó su belleza clásica, con los cristales ligeramente tintados y las líneas ondulantes. Y era rápido, realmente veloz, la clase de automóvil que a Will posiblemente le encantaría tener cuando cumpliera unos años más. Por el momento, la Ducati le llevaría rápidamente desde la última escala del viaje de regreso al hogar, donde tanto ansiaba estar.
El aire frío de la mañana le sugirió que en Bretaña el otoño parecía llegar más temprano que en Normandía. Un sol desvaído asomaba entre la bruma marina, pero la temperatura aún era desalentadora. Sacó los guantes de la mochila y verificó que llevaba el pasaporte en el interior de la cazadora de cuero. Apartó la motocicleta de donde la había aparcado y encendió el motor. Metió primera con el pie y soltó suavemente el embrague. Estaba un poco cansado. No solía dormir bien durante los viajes nocturnos, ni siquiera cuando lo hacía en un camarote de primera clase, como en esa oportunidad. Su mente había estado activa toda la noche, incluso desde Chartres, y no lograba poner en orden los pensamientos, descubrimientos e ideas inquietantes que había concebido. En ese momento no podía volver a pensar en todo aquello. Esperaría hasta que pudiera hablar con Alex. Albergaba la esperanza de que entonces pudiera comprenderlo todo mejor.
Con delicadeza, Claudia, pronto estaremos en casa, pensó casi en voz alta, mientras maniobraba la vigorosa máquina sobre la superficie resbaladiza e irregular de la pasarela y se dirigía a la oficina de la aduana. El oficial de vigilancia alzó la mano para indicarle que se detuviera. Will abrió la cremallera de la chaqueta, buscó el pasaporte y se quitó el casco al tiempo que se lo entregaba al agente, quien verificó su parecido con el hombre de la fotografía de un vistazo rápido y asintió.
Will se apoyó en el asiento y pensó qué camino elegiría: la autopista A34 norte, que pasa por Southampton y va hacia Winchester. Saldría cerca de Kings Worthy, seguiría por carreteras comarcales hasta Barton Stacey, dejaría atrás la colina y cruzaría el puente sobre el Test, junto al vivero de truchas, y desde allí continuaría hasta Longparish. Sopesó por un momento la posibilidad de efectuar todo el recorrido por la autopista, hasta Tufton y luego Whitchurch, pero los automovilistas imprudentes de los sábados provocaban demasiados accidentes en ese trayecto. Las carreteras secundarias le recordaban en cambio que Inglaterra tenía su propia hermosura, tanto como los girasoles y amapolas de la Toscana, las hileras de lavanda de Provenza y las granjas y los edificios con ornamentos de yeso del Pays d’Auge. Sin duda, en esa época del año habría niebla a lo largo del río de los valles hasta que el sol lograra disiparla, lo cual sucedería en pocas horas. Se sintió repentinamente nostálgico. Añoraba ver a su padre y a su sobrino, abrazarlos, compartir serenamente su tiempo con Alex. Podrían disfrutar de un trago en el pub después del almuerzo.
Faltaba un poco más de una hora para que eso fuera posible. Podía ir a más velocidad sin que la policía lo molestara si elegía la ruta pintoresca. Había un paso para el ganado un poco antes de llegar a la casa, pero no tenía prisa. Sólo Dios sabía a qué hora llegaría su hermano, quizá no lo hiciera hasta tarde. Dejó escapar un profundo suspiro: sería conveniente que alguien serenara a su padre.
Se detuvo de forma inopinada e intentó una vez más llamar a su hermano al teléfono móvil.
—Sandy, ¿dónde demonios estáis? Por Dios, es sábado. ¿Ha surgido algún imprevisto de última hora? Supongo que seguís ocupados, porque el teléfono está apagado. He dejado mensajes en todas partes. —Will se sintió desilusionado. Cuando pensó en las llamadas y los mensajes de texto sin respuesta consideró la posibilidad de que, mientras él estaba impaciente por hablarle, algo hubiera retenido a Alex en el hospital—. Ahora voy camino a The Chantry. —Trató de no sonar tan exigente—. Papá no me ha respondido, tal vez no esté levantado, o quizá se haya ido a buscar el periódico. ¿Podemos reunimos sin él, en el pub, un poco más tarde? No podrás creer lo que tengo que contarte y no puedo decirlo delante de papá. Por favor, ven hoy, necesito hablar contigo a solas, y si no es hoy… —Se detuvo. No quería considerar esa opción—. Por favor, llámame en cuanto escuches este mensaje —pidió, y luego recordó algo—: ¿Sabes dónde está la Biblia de mamá, la que es realmente antigua? Bueno, hablaremos más tarde.
Los rayos del sol atravesaban el manto de niebla helada y pesada como si fueran dedos para luego arrancar destellos sobre el curso del río, que culebreaba entre los árboles despertando el lado romántico de Will, cuya mente era un hervidero de ideas desde el mediodía anterior. Necesitaba la calma del río. Advirtió que detrás de él un automóvil había seguido ese camino cuando cruzó la A30. Se alejó sin esfuerzo. Pasó por debajo de la A303. El camino volvió a subir, luego bajó a lo largo de una suave curva hacia el fondo del valle y le llevó directamente a casa.
En ese momento, más que nunca, sintió que era su hogar. Aún no tenía apartamento nuevo en Londres, había estado de acuerdo en que Siân siguiera ocupando el anterior, después de haber pagado tres meses de renta por adelantado cuando se separaron, unos meses antes. Todavía quedaban allí muchas de sus pertenencias. Debería llevárselas y establecerse de nuevo en Londres. No podía seguir hospedándose en casa de Alex. Sin embargo, su residencia estaba en Hampshire, siempre había estado allí, con su habitación oscura, sus libros y la mayoría de sus discos de música. Henry, su padre, no se había recuperado desde la muerte de su madre. Will había partido en junio, huyendo de Henry y de Siân; ahora debía hacer frente a esa realidad y poner en orden sus relaciones.
Si bien el sol otoñal ya estaba alto, ligeramente por encima del hombro derecho, hacia el sureste, cuando subió por la colina divisó a sus pies el valle cubierto por una espesa capa de niebla, aún intacta. Pensó que no bastaba con decir que era la «época de la niebla»; hablar de «manto de niebla», si bien era un lugar común, daba una idea más acabada de lo que sucedía. Desde su motocicleta podía ver que el camino caía en una pendiente empinada mientras describía una suave curva antes de desaparecer tras un muro blanco, con matices amarillos en la parte superior, donde le alcanzaban los rayos del sol. Will cambió rápidamente la marcha para disminuir la velocidad. Al hacerlo, el manto blanco le envolvió en una luz brillante que redujo su visibilidad a unos pocos metros en cuestión de segundos. Sintió que se hallaba otra vez en el laberinto de Chartres y sonrió para sus adentros mientras a través de su casco observaba la calígine. Conocía el camino como la palma de su mano: cruzaría un puente al final de la colina y luego seguiría en línea recta hasta dejar atrás el lago de pesca y atravesar un segundo puente, después, pasaría delante de algunas cabañas dispersas y al llegar a una intersección de tres caminos, elegiría la dirección que lo llevaría al pueblo. Iría hacia la derecha, recorrería los cinco kilómetros a lo largo de los cuales se extendía Longparish y llegaría a la casa que había pertenecido a su familia materna durante siglos.
Deseó estar cerca de los libros y del jardín de su madre. La atmósfera del lugar hacía que la sintiera cerca. Ella solía decir que las brumas eran los «espíritus del río». Recordó que cuando era más joven, al finalizar la temporada de criquet, la densa niebla bajaba súbitamente, a veces, en cuestión de pocos minutos, en cuanto anochecía. Sucedía con tanta rapidez que el bateador podía ver aparecer de pronto la bola como si surgiera de la niebla por arte de magia. Esos días terminaban temprano, con una sesión más prolongada de lo habitual en el pub The Cricketers, dado que resultaba casi imposible conducir hasta que se disipara la niebla. Los compañeros solían quedarse a cenar en casa y luego su madre desplegaba sacos de dormir en el ático.
El rugido de un motor y un destello de luz le devolvieron bruscamente a la realidad. Un vehículo situado detrás de él aceleraba en dirección al puente. Sintió que algo le arrebataba el manillar de las manos. La motocicleta describió un brusco giro hacia la izquierda, llevando la rueda delantera hacia la barandilla de hierro que flanqueaba la cabecera del puente, tal como había previsto. El carenado de protección de la rodilla se rompió tras un brusco tirón y él salió despedido por encima del manillar, sufriendo una grave raspadura cuando voló por encima de la barandilla y cayó de cabeza a las aguas del río Test, cuatro metros más abajo. Estaba relajado a pesar del dolor abrasador de la pierna, más preocupado por la Ducati que por sus propias heridas. El sol atravesaba la niebla y proyectaba sorprendentes escamas de luz de diferentes colores mientras caía, al parecer sin fin.
Un idiota le había rebasado en el puente. Tal vez no le había visto. Él no había visto u oído a nadie. Se había salvado gracias a que el instinto le había impulsado a lanzarse hacia adelante en cuanto comprendió que perdía el dominio de la moto. Se precipitó de espaldas hacia el río, sobre cuyas aguas cristalinas se golpeó en la nuca y los hombros. Permaneció consciente y sereno, lo cual era casi un milagro. Registró por un instante la belleza del lecho pedregoso donde yacía mientras corría el agua terriblemente fría. El murmullo de la corriente resultaba sorprendentemente alto y el río era bastante profundo a pesar de ser relativamente pequeño. Estaba muy aliviado a pesar del sobresalto, ya que era capaz de sentir las extremidades. Evidentemente, sus heridas no eran graves, sólo le latía el muslo, entumecido por el agua helada. El casco no se había salido por completo, lo cual era una bendición, y estaba lo suficientemente consciente para comprender que debía impulsarse rápidamente hacia la orilla. El agua era profunda, y de lo contrario se ahogaría allí mismo. La fuerza del río, que siempre lo había inspirado, movilizó una vez más sus últimas reservas de energía, con las que se arrastró, sacó del agua parte del cuerpo y lo apoyó en la suave pendiente de la orilla. Tuvo lucidez suficiente para advertir que se hallaba sólo a un kilómetro y medio de su casa antes de sentir vértigo y náuseas. Cayó hacia adelante, totalmente desmayado. En un sueño distante, oyó la voz de una chica estadounidense que le decía «Ve a buscarlo» y la voz de Alex «Por favor, deje un mensaje después de la señal». Luego se oyó el chillido del motor de su motocicleta, similar al gemido de un adorador del demonio.
El Lancia azul le esperaba a la salida del puente. La puerta se abrió. Se encendió una minúscula luz rubí. Un fino par de zapatos hechos a mano, que remataban un pantalón de franela gris, bajaron del automóvil, junto con la figura de un hombre con un abrigo de color marrón. La silueta avanzó hacia la motocicleta gimiente. Una mano enguantada apartó el pedal de los hierros del puente y jugueteó con la llave. En medio del profundo silencio posterior a esa acción, el crujido de la mochila pareció ensordecedor. El hombre la abrió y examinó su contenido. El perro de alguna granja contigua a la carretera rompió a ladrar con furia. Él ignoró ese sonido, avanzó en dirección al puente, caminó junto a la barandilla de protección hacia el lugar donde estaba tendido Will, aún parcialmente inmerso en su gélido sueño. Había una capa de vapor sobre el río, allí donde el agua y el aire se encontraban. La visibilidad era muy limitada. El hombre giró el cuerpo inerte de Will con el pie hasta dejarle boca arriba y comenzó a inclinarse hacia él. Sabiéndose a salvo, porque la niebla le mantenía oculto a los ojos de cualquier observador, ignoró el sonido de alguien que se movía en una casa, tal vez a unos doscientos metros de distancia. Luego, las voces se oyeron más cerca, por encima de los ladridos.
El hombre se incorporó bruscamente y regresó hacia el Lancia. El motor ronroneó suavemente, el rojo brillante del faro trasero parpadeó un instante y luego el automóvil se fundió en el denso velo de niebla.