Tengo la voluntad de ser lo que soy, y lo que seré es sólo lo que soy.[1]
El hermano menor había recibido el misterioso escrito y la sencilla llave de plata en una carta adjunta al testamento materno. La tradición familiar establecía que dichos objetos debían pasar de madre a hija pero, dado que ella tenía dos hijos varones, durante sus últimas semanas se había devanado los sesos con verdadera angustia en un intento de dilucidar el destino de esos objetos peculiares, aparentemente sin valor, que habían sido legados a lo largo de tantas generaciones. En ausencia de una hija, tal vez habría debido recibirlos Alex, el hermano mayor, pero Will y ella eran, en cierto modo, una sola persona. Y si bien quería por igual a sus dos hijos, sentía que Will era el destinatario correcto. La carta parecía decir precisamente eso.
Ella había alentado la esperanza de tener una nieta cuando Alex se casó, pues esa habría sido la solución, pero debido a las exigencias y presiones desmedidas de su trabajo, él rara vez estaba en casa, lo que había provocado el fracaso de su matrimonio, sin que hubiera tenido una hija. Y Will… Ella le conocía lo suficiente para no esperar que formara una familia. Era inteligente, cariñoso, bondadoso e irascible. Su hijo menor, con un aspecto desaliñado y la sensualidad a flor de piel, atraía inevitablemente a las mujeres. Sus dos hijos eran buenos deportistas. Ambos jugaban al criquet en el equipo local. Will habría podido representar al condado si tal hubiera sido su deseo. Era un bateador medio bastante versátil, lanzaba con precisión para apuntarse las cuatro carreras y mandaba la pelota fuera del campo para lograr las seis con un estilo tan poco elegante como efectivo. Además, era un experto consumado en el arte de desviar la trayectoria cuando lanzaba la bola hacia la última línea de bateadores, y reía al ver a sus adversarios correr en la dirección equivocada. Ese talento no había pasado desapercibido, pero en más de una ocasión él se había negado a dedicar el debido tiempo al entrenamiento, porque no estaba dispuesto a sacrificar sus vacaciones de verano. Jugaba por placer, en su tiempo libre, jamás lo haría por dinero, por lo cual nadie podría depender de él. Ese era Will.
Ella había imaginado que finalmente Siân lograría el objetivo de llevarle al altar. Era apasionada, atractiva, decidida y se proponía sentar cabeza. Acababa de cumplir treinta años, no esperaría eternamente. Quizá algún día Will tendría una hijita. Su madre presentía que engendrarían una niña a causa de la sensibilidad que se escondía detrás de su masculinidad. Esa llave —sin importar adonde permitiera acceder— sin duda estaba destinada a la hija de Will. Él se la entregaría. Sí, confiaría en lo que podían lograr el transcurso del tiempo y la firme determinación de Siân. La llave sería para Will. La introdujo en un enorme sobre, junto con la nota que escribió y el antiguo pergamino:
Para Will, cuando sea algo o alguien que no es ahora.
Y no dijo ni una palabra más sobre el asunto, ni siquiera en sus últimos momentos, cuando ella y su hijo se despidieron.
Will había contemplado su talismán como si fuera una joya. Lo había examinado a la luz, lo había observado en escenarios diversos: en un puerto, de madrugada; bajo el demoniaco resplandor de su triste habitación; expuesto al viento helado de enero, inmediatamente después del funeral de su madre; en el Valle de los Templos, en Agrigento; y una vez más, en el diminuto espacio del que disponía en la sala de lectura de la biblioteca vaticana, donde había pasado días investigando los archivos, en busca de la oscura historia de Campo dei Fiori. Una llave, un objeto extremadamente simbólico. ¿Qué cerradura abriría? Aquella a la cual correspondía aparentemente se había esfumado con el paso de los años, había desaparecido en la vorágine del tiempo. Advirtió que ni siquiera sabía quién había sido su primer dueño. En realidad, nada sabía acerca de su familia materna y su imperturbable padre se negaba de plano a hablar sobre el tema.
Soy lo que soy, y lo que soy es lo que verás.[2]
Su mente repetía otra vez esas enigmáticas palabras mientras recorría los últimos kilómetros de la carretera comarcal que le conducía a Chartres. Se sabía el camino al dedillo y lograba fácilmente la proeza de no descuidar la conducción mientras observaba el texto del antiguo pergamino, que había fotocopiado para llevarlo consigo en la cazadora de cuero durante todo el verano. Había preferido aferrarse a la prenda en lugar de separarse del precioso legado aun en el caluroso clima de Sicilia. La pequeña llave encontró su lugar en una cadena que le rodeaba el cuello, donde permanecería hasta su muerte, si fuera necesario.
Había intentado explicarse por qué necesitaba saber mucho más sobre la manera en que esa llave había sido legada a otras personas. Sabía que incluso Alex consideraba que su interés se estaba convirtiendo en una preocupante obsesión. Su hermano mayor habría tratado de resolver el acertijo de una manera muy diferente, por supuesto. Habría reservado para hacer sus conjeturas los momentos libres que le dejaban el trabajo, su trabajo de investigación y la estrecha relación con su hijo pequeño. Las responsabilidades le habrían impedido perderse de vista para pasar el verano en Europa, pero Will estaba hecho de otra pasta, le consumía el deseo de saber qué significaba todo aquello, sería incapaz de prestar atención a otra cosa hasta que resolviera este «enigma de la esfinge» y encontrara la cerradura que coincidiera con la misteriosa llave. Su propia identidad parecía comprometida en ese enigma. No eran los rumores que aseguraban que la llave era «el tesoro más preciado de nuestra familia» los que daban sustento a su búsqueda. No le interesaba el oro o las joyas, se preguntaba qué secreto podía ser tan importante para que la familia conservara ese objeto a lo largo de los siglos.
Will trabajaba como reportero gráfico independiente y estaba bien relacionado. Tomando una cerveza, había comentado el tema con un colega con quien había trabado una gran amistad tras muchos años de trabajo y este le había ofrecido la posibilidad de llevar un fragmento del pergamino a un primo suyo que trabajaba en Oxford a fin de determinar la antigüedad gracias al carbono radiactivo. De ese modo, al menos sabría a qué época pertenecía de forma aproximada.
Will se había entretenido tomando fotografías en el teatro griego de Taormina aquel sofocante día de mediados de julio cuando, de pronto, en su móvil apareció el siguiente mensaje:
Muestras examinadas para ti. Ambas coinciden en que probablemente sea del siglo 16. ¿Te interesa? Te veo. Simon
¡Verdaderamente interesante! ¿Qué sucedió en Campo dei Fiori, el «campo de las flores», a finales del siglo XVI? Esa era apenas la primera referencia del documento, pero no se le ocurría cuál podía ser su relación con la llave a pesar de que era hábil en la resolución de crucigramas y anagramas. Comenzaba a hilvanar algunas ideas tras varias semanas de viaje e investigación, pero en su mente aún se arremolinaban miles de datos que tenían la misma probabilidad de ser importantes como de ser irrelevantes. Dedicó su último día en Roma a enviarse a sí mismo por correo electrónico las fotografías de todos los lugares que parecían tener cierta relevancia, y páginas web con datos acerca de la situación política en esa ciudad durante el siglo XVI. Había encargado en Amazon una lista de libros que estarían esperándole en casa de Alex. Quería saber acerca de los Cenci, de Bruno y de Galileo. Debía volver a leer los datos que tenía sobre ellos, atentamente, sin prisa, aun cuando esa información le llevara hacia extraños callejones por donde pasaban siniestras figuras encapuchadas que parecían bailar una danza elegante. Más de una vez había creído que se trataba de una danza «alegre» y sentía un extraño desasosiego cuando descubría que las callejuelas no tenían salida. Roma solía tentarlo a mirar sobre el hombro, para descubrir que detrás sólo había paranoia.
A pesar de que la visera del casco le limitaba bastante la visibilidad, atisbo a lo lejos la catedral de Chames, que sobresalía en medio de la planicie a varios kilómetros, como si fuera un impactante espejismo. Se dirigió hacia allí a toda velocidad y de pronto apareció frente a él, imponente y magnífica. Supuso que un peregrino medieval se habría sentido insignificante al verla y comprendió que la sorprendente imagen de la gran catedral dominando el paisaje —y las múltiples ideas con las cuales la asociaba— siempre sería algo mágico para él.
Will giró en una esquina y disminuyó la velocidad. La moto recuperó instantáneamente su peso y él se concentró en conducir suavemente a través del laberinto de senderos medievales. El motor se apagó dos veces mientras estudiaba las características del terreno; se irritaba si no le prestaban la debida atención. Will se escabulló por las zonas de acceso restringido como si fuera un lugareño, ignoró las invitaciones para aparcar en los lugares indicados y se deslizó hacia las agujas de la catedral. Al pasar por Place Billard y la Rué des Changes, el ruido sordo del motor Testastretta interrumpió el silencio monástico de la ciudad. Se dirigió furtivamente al borde de la acera del lado sur de la catedral y fijó el estribo de apoyo de la motocicleta en un área para aparcar con terminales de pago electrónico. Era mediodía, a juzgar por el poderoso aroma de los moules marinières y sopa de cebolla procedente de un restaurante situado justo enfrente. Pensó que quizá debería almorzar después de su visita, pues hacía tiempo que no disfrutaba de una buena comida.
Echó un vistazo al panorama familiar de las dos torres desiguales, rematadas con chapiteles. Se quitó el casco en un gesto caballeresco mientras caminaba bajo la sombra del imponente portal del oeste. Sus ojos intentaron adaptarse a esa oscuridad casi hermética. Desde distintos ángulos llegaban a sus oídos susurros en diferentes idiomas: bandadas de turistas observaban boquiabiertas la belleza de la vidriera situada sobre sus cabezas. Will creía que estaba allí para ver lo mismo que ellos, pero atrajo su mirada algo que no recordaba haber notado en ninguna de sus anteriores visitas a la catedral, y eso que habían sido cerca de una docena a lo largo de los años. Habían quitado muchos de los asientos y sus ojos se fijaron, absortos, en el enorme círculo de mármol negro y blanco incrustado en el piso de la gran nave gótica, entre las columnas. Salpicado por el extraño brillo coloreado de los cristales del vitral, el laberinto dominaba todo el ámbito de la enorme iglesia. Pudo distinguir claramente el diseño de la flor, en el centro, a pesar de la chica que estaba allí con los ojos cerrados. Seguramente lo había cruzado, camino al altar, más de una vez, y nunca había mirado hacia abajo.
Cerca de allí, una joven francesa proporcionaba información a un grupo de turistas, en correcto inglés y con tono respetuoso. Will esbozó una sonrisa; sin duda, era una estudiante que hacía ese trabajo durante las vacaciones de verano.
—Este es el famoso laberinto de Chartres, y como ustedes saben, los laberintos son muy antiguos. Los hay en muchos países, pero cuando vemos uno de ellos desde el interior de una catedral medieval como la de Chartres, el símbolo pagano adquiere obviamente un claro significado cristiano. También había dédalos en las catedrales de Auxerre, Amiens, Reims, Sens y Arras. Todos ellos fueron eliminados en los siglos XVII y XVIII. Resulta comprensible que para el clero fuera molesto ver a la gente recorriéndolos. Este es el que mejor se ha conservado…
Will se sintió atraído y se acercó un poco más. Ella le sonrió en medio de una frase, aun a sabiendas de que no formaba parte de su grupo. Probablemente, él logró transmitir al devolverle la sonrisa que valoraba verdaderamente sus conocimientos y ella continuó sin interrupciones.
—… y este data aproximadamente del año 1200. Observen otra vez el rosetón que acabamos de ver, el que mira al oeste y tiene detrás la escena del Juicio Final. Fue realizado alrededor del año 1215, ¿se acuerdan? Como pueden apreciar, el laberinto refleja el tamaño de la puerta, la distancia desde la puerta hasta el suelo, y al mismo tiempo la altura desde la puerta hasta el rosetón. Esto concuerda con la idea de que recorrer el laberinto en la tierra equivale a ascender una escalera hacia el mundo celestial. El ancho máximo entre los pilares es de 16,4 metros y como recordarán, esta es la nave gótica más grande de Francia. Es necesario caminar más de 260 metros para recorrer toda su longitud, como lo hacían los peregrinos medievales. El trayecto recibía el nombre de «Viaje a Jerusalén» y posiblemente los peregrinos iban de rodillas, lo cual constituía una especie de penitencia. Jerusalén era el centro del mundo en los mapas de aquella época y para muchos creyentes, aun hoy en día, el Juicio Final está fuertemente ligado a las profecías sobre la Ciudad Santa y el Gran Templo. Ahora, si tienen la amabilidad de seguirme, veremos el vitral de Adán y Eva.
Cuando ella giró con la mano en alto para indicar a su grupo que la siguiera, Will le tocó suavemente el brazo.
—Mademoiselle, s’il vous plaît; je n’ai jamáis vu le labyrinth comme ça, je ne l’ai aperçu jusque ce jour… Comment est-ce que c’est possible?
Ella no se ofendió por la intrusión.
—Les vendredis, seule! Chaque vendredi entre avril et octobre. Vous avez de la chance aujourd’hui n’est-ce pas? —contestó y se echó a reír cordialmente antes de marcharse junto a su rebaño.
Una joven salió del centro del laberinto con los ojos abiertos como platos una vez hubo completado el recorrido. Parecía un poco desasosegada. Era la misma que había visto antes.
—Disculpa, ella dijo que está abierto sólo los viernes, ¿verdad? ¡Vaya! Entonces, tuve suerte. Acudí hoy porque es el equinoccio de otoño. Desde este día, la energía femenina vuelve a ser dominante hasta la primavera.
La muchacha era estadounidense, espontánea y franca; y le devolvió la sonrisa a Will.
—Deberías recorrerlo, es increíble. Este es un buen momento y la luz, perfecta. Tuve que esperar muchísimo hasta que el laberinto estuvo vacío. Te recomiendo hacerlo ahora.
Will asintió.
—De acuerdo, gracias.
Se sintió extrañamente tímido. No era un hombre religioso, al menos no a la manera convencional. Tenía algunas ideas sobre la espiritualidad, sentía que los seres humanos no abarcaban la vastedad de los enigmas del universo, pero fundamentalmente no aceptaba aquello de la inmaculada concepción y, por cierto, no era una persona dispuesta a dar a conocer lo que pensaba sobre el alma. Sin embargo, descubrió que los pies le llevaban hacia el punto de partida.
De acuerdo, yo también lo haré. Sólo los viernes…, pensó y sonrió para sus adentros. Además, es el equinoccio, se dijo con ironía. Aunque no mantenía una actitud crítica hacia esa chica tan amable, le divertía que aquel día tuviera un significado especial para ella.
Echó a andar hacia la única entrada y dio tres pasos hacia el altar para luego girar a la izquierda por un hermoso sendero curvo que describía un círculo completo. Tuvo que mirar atentamente al suelo durante los primeros instantes para poder seguir la dirección elegida, ya que los tramos no eran demasiado extensos. Advirtió que estaba recorriendo el sendero coloreado por la luz, delimitado por la franja oscura. Simbólicamente, caminaba por la luz y evitaba la oscuridad.
Apretó el casco contra el cuerpo, entornó levemente los ojos, y echó a caminar sin prestar demasiada atención en dónde ponía el pie. El segundo círculo le llevó casi hasta el centro del dédalo y él pensó que terminaría en la flor casi de inmediato, pero el maravilloso sendero se enroscó sobre sí mismo en una breve sucesión de curvas, como una hermosa serpiente, hasta que apareció otra vez una gran curva pronunciada que le acercó al centro y luego le alejó de allí, llevándole hacia otro cuadrante. Se entregó a sus sensaciones: sus ojos se detuvieron en los intensos colores procedentes de la ventana del este que le moteaban las facciones. Al hacer una pausa, vio la escena: un hombre salía por el portal de una ciudad amurallada sobre un fondo azul cobalto; detrás de él, se distinguía un círculo donde acechaba un hombre, que desenvainaba una espada, sobre un fondo de magnífico color rubí. El acechador vestía un espléndido atavío verde mientras que el hombre del primer plano usaba una toga azul y llevaba sobre el hombro un capote amarillo.
El rayo oblicuo de luz equinoccial de mediodía se filtraba por los cristales: el rojo, el azul y el amarillo incidían sobre el rostro de Will. Se sintió un poco mareado. La experiencia resultaba inesperadamente intensa y conmovedora. Rió con cierta suficiencia y se dijo que no debía emprender el «camino a Damasco».
Únicamente él recorría el laberinto. Todo indicaba que le habían cedido generosamente el lugar. No obstante, distinguió vagamente algunos semblantes que seguían sus movimientos con sorpresa. No les prestó atención. Se dedicó a disfrutar de las sensaciones fluctuantes en su rostro cuando pasaba de la luz a la oscuridad y nuevamente a la luz; en los pies, cuando recorrían cortos senderos para seguir después por otros más largos, adelantando y retrocediendo en una sofisticada versión del juego de la gallina ciega. En su mente volvió a aparecer la misteriosa frase del documento…
ENTONCES, NUESTRAS DOS ALMAS,
¡Todo aquello fue quemado en el Campo de las Flores! Arranca un pimpollo y piensa en lo que ha sido; en siglos de traición, sufrimiento y disputas…
Los pies de Will avanzaban a ciegas. Solamente pensaba en aquella hoja de papel y no dejaba de palparse la chaqueta mientras seguía caminando por el laberinto, con pasos cortos y rítmicos.
Soy lo que soy y lo que soy es lo que soy. Deseo ser lo que soy y lo que seré es sólo lo que soy. Si tengo la voluntad de ser, no seré más que aquello que he sido. Si soy lo que deseo ser, siempre se preguntarán qué soy o qué he sido. Quiero cambiar el Muro y realizar mi Deseo.[3]
Soy el muro mismo, esa es la verdad
Y esta es la grieta recta y siniestra
A través de la cual susurrarán los temerosos amantes.
Cada par se suma a todas las piezas unidas; la de abajo a la izquierda es un cuadrado; la de abajo a la derecha es un cuadrado; la de arriba a la izquierda es un cuadrado; la de arriba a la derecha es un cuadrado. El corazón también es un cuadrado.
QUE SON UNA…
Y yo estoy a mitad de camino a través de la órbita. Y si tú tomas la mitad del todo y formas pares para igualarme, pronto habrás agotado todos los pares.
Ahora, no mires más allá del día. Mi alfa y mi omega. Haz de estas dos mitades un todo. Toma el canto del mismo número en el antiguo libro del rey. El mismo número de pasos hacia adelante desde el principio. El mismo número de pasos hacia atrás desde el final, omitiendo sólo la última palabra. Amén.
Soy lo que soy, y lo que soy es lo que verás.[4]
Considérame muy atentamente.
NO SUFRÍS UNA RUPTURA, SINO UNA EXPANSIÓN
Will había sentido la cabeza pesada en un principio, pero luego la notó cada vez más despejada. No era consciente de que atraía la mirada de los demás: la de un niño tomado de la mano de su madre, una señora que se quitaba las gafas para observar sus pasos sin el menor atisbo de brusquedad o alarma; la de un pelirrojo vivaz que se había detenido para conversar con su novia y descubría que la había cautivado ese hombre endemoniadamente apuesto. Un sacerdote le observaba, asintiendo con aprobación. Y un hombre situado detrás de la columna del norte, que también parecía hipnotizado por la experiencia que vivía Will, tomó una fotografía digital del hombre del laberinto.
Los pies de Will danzaban, ligeros; sus palabras sonaban como un rosario: I have a will to be what I am… If I was what I am willed to be…
Había llegado al centro del laberinto, y miraba de lleno hacia el oeste, hacia el Gran Rosetón que estaba justo encima de él. Ocho ángeles brillantes le observaban desde los pétalos mayores de la rosa central, sentados por parejas entre un águila, un hombre alado, un buey y un león. Will estaba dichoso. No se había transformado súbitamente en un hombre de fe, pero le maravillaba el efecto de los pasos, la luz, los sonidos que poblaban la gran catedral y su propia mente, en éxtasis. Y, más asombroso aún, comprendía parte del mensaje escrito en la hoja de papel que guardaba junto a su corazón, veía algo que antes no había advertido. Él era Will. Su destino era descubrir qué abría esa llave y ser iniciado en su significado y su valor. Eso sucedería sin necesidad de que él interviniera, podía ser incluso un elemento bastante pasivo.
Con seis pasos decididos se alejó del centro, donde alguna vez —aún se veían los pernos— se había colocado una placa que mostraba a Teseo y al derrotado Minotauro. Giró hacia la izquierda y sintió el inconfundible perfume de las rosas, una fragancia que le pareció exótica. Sus pies giraron en un ángulo de ciento ochenta grados y siguió caminando con la esperanza de ver quién o qué había rociado ese aroma, pero nada ni nadie apareció ante sus ojos. Distinguió de nuevo el perfume cuando volvió a girar hacia el este, y le pareció ver una tela flameante, pero era sólo fruto de una ilusión óptica y de su propio vértigo. Logró completar el recorrido del laberinto sin interferencias.
Salió desde el centro del laberinto casi sin aliento, caminó por la nave principal hasta dejar atrás el altar y llegó a la Capilla de la Virgen, donde encendió un cirio. Costaba dos euros con cincuenta céntimos, pero valía la pena. Sintió que su madre estaba allí, junto a él, que le protegía.
—«Ahora soy lo que entonces no era[5]» —dijo con voz serena.
Abandonó la catedral por el atrio del norte dando grandes zancadas. No sentía el contacto de sus pies con el suelo. Tampoco advirtió que una sombra surgida desde detrás de la columna se deslizaba en la luz mortecina.