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El canto del mirlo interrumpió su sueño inquieto a pesar de que las contraventanas de la casa de campo seguían cerradas a cal y canto.

La luz de un sol equinoccial se filtró entre el espeso follaje y dio de lleno en los ojos a Lucy, haciéndole parpadear. Estaba sentada bajo una morera de impecable linaje en el Chelsea Physic Garden, contenta tan sólo por estar allí. El árbol tenía frutos cuyo penetrante aroma impregnaba el aire. Esa mañana se había sentido mejor y sus médicos habían accedido cautelosamente a que hiciera una «tranquila caminata» para ocupar parte del tiempo que a ella le parecía extrañamente en suspenso, con la condición de que hiciera también frecuentes descansos. En realidad, había recorrido un trayecto bastante largo, pero no tenía intención de decirlo. Era muy bueno atravesar los límites de ese edificio donde los sentimientos y las emociones eran patrimonio común, y gozar de un rato de intimidad para estar a solas con sus pensamientos. Esas oportunidades eran una especie de milagro y tenía previsto aprovecharlas, estar fuera el máximo tiempo posible.

Esperaba pacientemente una compleja y peligrosa operación cardiaca, demasiado para detenerse a pensar en ella. Estaba lista para ser transferida a Harefield en cuanto hubiera el primer indicio de que era posible realizarla. La belleza de la estación la emocionó y ese día volvió a sentirse viva. Keats tenía razón: el otoño era la mejor estación del año inglés. La arrullaron las abejas, las cortadoras de césped y la voz de un niño procedente de algún lugar cercano, y en especial, la ausencia de los ruidos que produce el tráfico.

Esa brillante mañana de septiembre, arrobada y asombrosamente esperanzada, leía en un gastado volumen de poemas de John Donne:

Mientras los hombres virtuosos mueren de forma apacible

Y susurran a sus almas; para partir luego

Mientras algún triste amigo dice

Que aún respira, y otros dicen que no:

Vamos a fundirnos, en silencio…

Un anciano agoniza en una lujosa casa señorial a orillas del Támesis. Ha seguido con ansiedad los acontecimientos que marcaron el sino del Signor Bruno, el también filósofo y erudito es un amigo, un hombre de amplios conocimientos y sabiduría. Además de Bruno, es el único ser, entre los vivos, que ha tenido acceso a los mismos extraordinarios secretos. La reina había muerto hacía poco. Isabel, la gran soberana, había sido para él como una ahijada, había depositado su confianza en aquel hombre a lo largo de muchos años: solía decir de él que era «sus ojos». También la reina había muerto, poco antes. Su sucesor es el adusto rey escocés que cree fervientemente en fantasmas y espíritus malignos y teme de todo aquel que, de cualquier manera, pueda desafiar su autoridad. El anciano vive aislado del mundo en esta casa, una propiedad heredada de su madre, desde hace varios años.

La noche siguiente al equinoccio de marzo es singularmente neblinosa. La bruma rebota en los faroles mientras la chalana remonta decididamente el río desde Chelsea hacia Mortlake en plena marea alta. En la penumbra, una figura envuelta en una capa tropieza con un pilar y se encamina hacia la puerta, donde una mujer pequeña y erguida, de edad incierta le hace pasar. El joven se dirige a la alcoba de su viejo maestro a toda velocidad, haciendo parpadear la luz de las velas, que parecen estar a punto de apagarse.

—Oh, maestro Saunders, sabía que vendríais a verme —dice suavemente el anciano—. Dudé sobre la pertinencia de encargaros esta tarea, mas ¡ay!, en ninguna otra persona puedo confiar.

—Su Ilustrísima, lamento veros en estas circunstancias. ¿Deseáis que os ayude a prepararos para este último y largo viaje, que los ángeles os han anunciado?

El anciano logra esbozar una sonrisa pesimista, irónica.

—¿Viaje? Sí, he vivido suficiente, a decir verdad, ya debería estar en camino. Escuchadme atentamente, Patrick. Sin duda estoy muriendo, mi tiempo es escaso. No puedo responder las preguntas que, bien lo sé, desearéis formular, pero os pido encarecidamente que me escuchéis.

Los jadeos van en aumento a medida que el anciano pronuncia sus palabras. Su espiración entrecortada revela sólo en parte el esfuerzo que debe hacer para hablar con claridad.

—Hay una carta escrita de mi puño y letra junto a los tres cofres que veis aquí a mi lado —prosiguió lentamente—. Encontraréis en ella explicación para todo aquello que ahora no pudierais comprender. En cualquier momento recibiremos a tres visitantes que, a mi pedido, realizarán una operación. Os ruego que no temáis por mí, y que estéis presente mientas ellos permanezcan aquí. Cuando todo haya concluido, os entregarán estos tres ataúdes. Seguid entonces las instrucciones de mi carta. No os apartéis de ellas, os lo imploro. Este es mi último deseo, y semejante tarea excede las posibilidades de Kate, mi querida hija. Sabéis que en ese deseo están involucradas las ideas de toda una vida.

Tres figuras silenciosas, envueltas en sendos capotes, ingresan en el aposento y rodean al hombre. Traen consigo un estuche de cuero enrollado, que despliegan dejando a la vista los instrumentos quirúrgicos que contiene. Una mano finamente enguantada toma la muñeca del anciano para medirle el pulso. Esperan. Por fin, ella asiente.

Sin torrentes de lágrimas ni tempestuosos suspiros…

La delicada mano enguantada, ahora ensangrentada, guarda el corazón aún caliente del doctor John Dee en el cofre recubierto de plomo. Recogen los restantes instrumentos, uno de oro y el otro de plata, que son entregados al ahora perplejo Patrick Saunders, quien los toma rápidamente junto con la carta y el preciado regalo de unos libros, y se marcha profundamente conmovido.

Lucy miró hacia arriba al oír el ruido de un avión con el vestigio de una sonrisa en los labios y abandonó sus ensoñaciones. El tiempo había cambiado de forma imprevista, y lo que en principio no era más que un chubasco se transformó en lluvia intensa. Se alejó del árbol cubriéndose inútilmente la cabeza con el libro de poesía. No obstante, confiaba en que las musas la protegerían. Su cuerpo, cubierto por una camisa de seda color carne y una falda con puntilla del mismo tono, se movía en el aire saturado de humedad como si fuera parte de la escena un cuadro impresionista a punto de desvanecerse.

Oyó la señal del busca: era un mensaje del hospital Brompton. Debía volver de inmediato.