Harriet y David se conocieron en una fiesta de empresa a la que ninguno de los dos había ido con gran entusiasmo; y ambos supieron de inmediato que aquello era lo que habían estado esperando. Una persona conservadora, anticuada, por no decir pasada; timorata, exigente… ésta era la opinión que tenía la gente de ellos, aunque eran infinitos los calificativos despectivos que les aplicaban. Ambos defendían una opinión tercamente fija de sí mismos, la de que eran personas corrientes y que hacían muy bien siéndolo y nadie tenía por qué criticarlos por ser emocionalmente escrupulosos y sobrios, sólo porque estas cualidades no estaban de moda.
Asistieron a esta famosa fiesta unas doscientas personas muy apiñadas en una habitación grande, solemne, engalanada, que durante trescientos treinta y cuatro días al año era sala de juntas. Celebraban la fiesta de fin de año tres empresas asociadas, relacionadas con la construcción de edificios.
Todo era bullicio. El ritmo machacón de una pequeña orquesta estremecía las paredes y el suelo. Casi todos los asistentes bailaban, apretados en el reducido espacio; las parejas saltaban o daban vueltas sobre un mismo punto como si estuvieran en plataformas giratorias invisibles. Las mujeres iban de punta en blanco, teatrales, estrafalarias, llenas de color: ¡Miradme! ¡Miradme! Algunos hombres exigían la misma atención. Los pocos que no bailaban estaban pegados a la pared; entre ellos se contaban Harriet y David, solos ambos, con una copa en la mano los dos, observando… Ambos se habían hecho la reflexión de que los rostros de los que bailaban, los de las mujeres más que los de los hombres, pero también los de los hombres, lo mismo podrían estar crispados por gritos de dolor que contorsionados por el gozo. Una agitación forzada impregnaba la escena… Pero ni David ni Harriet esperaban compartir con alguien estas ni otras muchas consideraciones que se hacían.
Desde el otro extremo de la sala, si es que uno podía distinguirla entre tantas personas llamativas, Harriet era una mancha color pastel. Parecía una chica fundida en el entorno, como en un cuadro impresionista o por obra de un truco fotográfico. Estaba junto a un gran jarrón de hojas y plantas secas y llevaba un vestido estampado de flores. Fijándose bien, podía distinguirse su cabello oscuro rizado, anticuado, los ojos azules, suaves, pensativos… y los labios, tal vez demasiado apretados. En realidad, todos sus rasgos eran regulares y firmes y poseía una sólida constitución. Una mujer joven saludable, pero, ¿no se sentiría más a gusto en un jardín?
David llevaba una hora clavado en el mismo sitio, bebiendo con cierta prudencia, observando tranquilamente con sus ojos grisazulados de expresión seria a esta persona, a aquella pareja, fijándose en cómo se unía y se separaba la gente, como si rebotaran unos en otros. Harriet pensó que David no tenía aspecto de persona firmemente asentada, casi parecía vacilar, balanceándose sobre las plantas de los pies. Un joven menudo (aparentaba menos años de los que tenía), de rostro redondo y franco y suave cabello castaño por el que las chicas deseaban pasar los dedos; pero aquella mirada suya fija y contemplativa imponía y las hacía desistir. Las hacía sentirse incómodas. A Harriet no. Ella vio en aquella expresión de distanciamiento vigilante un reflejo de la suya propia. Su aire festivo le pareció forzado.
Él estaba haciéndose mentalmente las mismas consideraciones sobre ella: parecía que le desagradaran aquellas fiestas tanto como a él. Ambos habían descubierto quién era el otro. Harriet trabajaba en el departamento de ventas de una empresa que diseñaba y suministraba materiales de construcción; David era arquitecto.
¿Pero qué tenían aquellas dos personas que las hiciera tan extrañas y raras? ¡Su actitud hacia el sexo! ¡Hablamos de los años sesenta! David había tenido una relación larga y complicada con una chica de la que se enamoró a su pesar: era justamente el tipo de chica que él no quería. Bromeaban sobre la atracción de los contrarios. Ella le decía que pensaba reformarla: «¡Creo que tú te imaginas que vas a retrasar el reloj, empezando conmigo!» David calculaba que desde que habían roto, bastante desdichadamente, ella se había acostado con todo el personal de Sissons Blend & Co. No le extrañaría que con las chicas también. Y había ido a la fiesta; allí estaba, con un vestido rojo con encaje negro, una ingeniosa parodia de traje flamenco. Su cabeza emergía asombrosamente de aquel batiburrillo. Era puros años veinte: llevaba el pelo negro liso terminado en una punta por detrás, con dos puntas negras brillantes sobre las orejas y un rizo negro en la frente. Lanzó saludos y besos frenéticos a David desde el otro extremo de la sala, donde giraba con su pareja; él le sonrió cordial, sin resentimiento. En cuanto a Harriet, era virgen. «Virgen hoy —gritaban sus amigas—, ¿estás loca?» Ella no se consideraba virgen en el sentido de condición fisiológica que hubiera que defender, sino más bien como una especie de regalo bien envuelto en precioso papel, que entregaría discretamente a la persona adecuada. Hasta sus hermanas se reían de ella. Las chicas de la oficina la miraban con deliberada ironía cuando ella porfiaba: «Lo siento, no me gusta eso de andar por ahí acostándose, no es para mí.» Sabía que constituía un tema de conversación siempre interesante y, en general, criticable. Con el mismo frío desdén que las buenas mujeres de la generación de su abuela habrían empleado para decir: «Es bastante inmoral, sabéis», o «No es como tendría que ser», o «No tiene precisamente fama de virtuosa»; y luego, la generación de su madre: «La vuelven loca los hombres», o «Es ninfómana»… así comentaban entre ellas las chicas ilustradas modernas: «Pobrecilla, algo tuvo que pasarle en la infancia para que sea así.»
Y en realidad a veces se había sentido desdichada o deficiente de algún modo porque los hombres con los que salía a comer, o al cine, solían considerar su negativa como prueba de un criterio no sólo patológico, sino mezquino. Había salido durante un tiempo con una amiga más joven que las demás, pero luego también ella se había vuelto «como las otras», según su propio comentario, que la definía a la vez a ella como inadaptada. Se pasaba muchas tardes sola y a menudo iba a pasar los fines de semana con su madre. Ésta le decía: «Bueno, sencillamente eres anticuada, eso es todo. Y a muchísimas chicas les gustaría serlo si pudieran.»
Estos dos excéntricos, Harriet y David, dejaron sus respectivos rincones y se encaminaron el uno hacia el otro en el mismo instante (dato éste que sería importante para ellos cuando la famosa fiesta de la empresa pasara a formar parte de su propia historia). «Sí, exactamente al mismo tiempo…» Tuvieron que empujar al pasar a la gente apretujada ya contra las paredes; avanzaron con las copas alzadas sobre la cabeza para impedir que los bailarines se las tiraran. Y así, llegaron al fin a encontrarse, sonriendo (quizá con cierto nerviosismo); él la tomó de la mano y ambos se abrieron paso hasta la habitación contigua, la del buffet, tan llena y estruendosa como la anterior, y salieron al pasillo, donde se veía alguna que otra pareja abrazada; y luego consiguieron abrir la primera puerta cuyo tirador cedió. Era un despacho con un escritorio y sillas duras y también un sofá. Silencio… bueno, casi. Suspiraron. Dejaron las copas. Se sentaron frente a frente, para poder ver todo lo que deseaban ver, y empezaron a hablar. Hablaron como si el hablar les hubiera sido negado a ambos, como si se estuvieran muriendo por hablar. Y siguieron allí sentados, juntos, hablando, hasta que el bullicio de las salas del otro lado del pasillo empezó a apagarse; y entonces, salieron tranquilamente de allí y fueron al piso de él, que quedaba cerca. Se acostaron, cogidos de la mano, y hablaron, besándose de vez en cuando, y luego se durmieron. Ella se trasladó casi de inmediato al piso de él, dejando su habitación en un piso compartido, que era cuanto había podido permitirse. Ya habían decidido casarse en la primavera. ¿Por qué esperar? Estaban hechos el uno para el otro.
Harriet era la mayor de tres hermanas. Hasta que no dejó el hogar paterno, a los dieciocho años, no supo cuánto debía a su infancia, pues muchas amigas suyas cuyos padres se habían divorciado, llevaron vidas extrañas y azarosas y estaban, como suele decirse, desequilibradas. Harriet no era una persona desequilibrada y siempre había sabido lo que quería. Había sido bastante buena estudiante; había estudiado diseño gráfico en la escuela de arte porque le había parecido una forma agradable de pasar el tiempo hasta que se casara. El problema de ser o no ser una profesional nunca le había quitado el sueño, aunque estaba dispuesta a analizarlo, pues no quería parecer más excéntrica de lo necesario. Su madre era una mujer satisfecha que tenía todo cuanto razonablemente podía desear; así lo creían ella y sus hijas. Los padres de Harriet habían dado por supuesto que la vida familiar era la base de una vida feliz.
La experiencia de David era completamente distinta. Sus padres se habían divorciado cuando él tenía siete años. Bromeaba con demasiada frecuencia diciendo que tenía dos juegos de padres; él había sido uno de esos niños con habitación en dos hogares y todos muy pendientes de los problemas psicológicos. No había habido aspectos desagradables ni rencor, aunque sí mucha incomodidad, sufrimiento incluso… es decir, para los niños. El segundo esposo de su madre, el otro padre de David, era un intelectual, un historiador, y tenía una casa grande y destartalada en Oxford. A David le gustaba aquel hombre, Frederick Burke, que era amable, aunque distante, como su madre, que era amable y distante. Su verdadero hogar había sido aquella casa… y seguía siéndolo mentalmente todavía, aunque pronto crearía junto con Harriet otro que sería una continuación y ampliación del anterior. Aquel hogar suyo era un amplio dormitorio en la parte de atrás de la casa que daba al descuidado jardín; una habitación destartalada, que contenía su niñez, bastante fría, al estilo inglés. Su verdadero padre volvió a casarse con una mujer de su tipo: una mujer bulliciosa, amable, competente, con ese buen humor cínico de los ricos. James Lovatt era constructor de barcos, y cuando David aceptaba ir a verle, su sitio podía ser tanto el camarote de un yate como una habitación en una villa del sur de Francia o de las Antillas («¡Ésta es tu habitación, David!»). Pero él prefería su vieja habitación de Oxford. Había ido forjándose una fiera exigencia personal de cara al futuro: para sus hijos todo sería distinto. Sabía muy bien lo que quería y el tipo de mujer que necesitaba. Si Harriet había visto su futuro al viejo estilo, que un hombre le entregaría las llaves de su reino y que allí hallaría todo cuanto exigía su naturaleza, y esto como un derecho innato, algo hacia lo que ella (primero sin saberlo y luego con toda resolución) había estado avanzando, rechazando cualquier embrollo y drama, él concebía el suyo como algo que tenía que proteger y por lo que tenía que luchar. En esto su esposa debía de ser como él: tenía que saber en qué estriba la felicidad y cómo conservarla. David tenía treinta años cuando conoció a Harriet y había estado trabajando de la forma disciplinada y tenaz del individuo ambicioso: pero él trabajaba por un hogar.
Era imposible encontrar en Londres el tipo de casa que ellos querían, para el tipo de vida que deseaban. De todos modos, no estaban seguros de que Londres fuera lo que necesitaban… no, no lo era, era mejor un pueblecito, con su ambiente propio. Dedicaron los fines de semana a visitar los pueblecitos próximos a Londres y no tardaron en encontrar una gran casa victoriana que se alzaba en un jardín cubierto de maleza. ¡Perfecto! Claro que para una pareja joven era absurdo; era una casa de tres plantas, con desván y un montón de habitaciones, pasillos, rellanos… Espacio abundante para los niños, en realidad.
Pero ellos querían tener muchos hijos. Ambos habían proclamado, un tanto desafiantes por la enormidad de lo que le pedían al futuro, que «no les importaría» tener muchos hijos. «Hasta cuatro o cinco…» «O seis», dijo David. «¡O seis!», dijo Harriet, riéndose aliviada hasta que se le saltaron las lágrimas. Y se habían reído y habían rodado por la cama y se habían besado y estaban entusiasmados porque resultaba que precisamente en aquel asunto, en el que ambos habían esperado rechazo, e incluso se habían preparado para aceptarlo o para tener que llegar a un compromiso, resultaba que no había ningún problema. Pero aunque Harriet podía decírselo a David, y David a Harriet («Seis niños por lo menos») no se lo podían decir a nadie más. Aun con el sueldo bastante decente de David, más el de Harriet, la hipoteca de aquella casa no estaba a su alcance. Pero ya se arreglarían. Ella trabajaría dos años, iría todos los días con David a Londres, y luego…
La tarde en que compraron la casa, se quedaron parados cogidos de la mano en el pequeño porche; los pájaros cantaban en el jardín, las ramas estaban oscuras y brillantes aún por la fría lluvia de principios de primavera. El corazón les brincaba de dicha cuando abrieron su puerta principal y se encontraron en una estancia muy grande que daba a unas escaleras amplias. Algún propietario anterior había tenido la misma idea de hogar que ellos. Habían tirado los tabiques para que aquella habitación ocupara casi toda la planta baja. La mitad correspondía a la cocina, separada del resto sólo por un tabique bajo que serviría para poner libros; la otra mitad era una estancia muy espaciosa, con cabida para sofás, butacas, y toda la comodidad y el bienestar de un salón para la familia. Siguieron suave, delicadamente, casi sin respirar, sonriendo y mirándose y riéndose aún más porque los dos tenían lágrimas en los ojos… caminando sobre la madera desnuda que estaría muy pronto cubierta de alfombras, y subieron luego despacio las escaleras con varillas de latón para la alfombra. En el rellano, se volvieron a admirar maravillados aquella gran estancia que sería el corazón de su reino. Siguieron subiendo. La primera planta tenía un dormitorio grande (el suyo), que daba a una habitación más pequeña, que se reservaría para el bebé de la casa. En la misma planta había otras cuatro habitaciones bastante espaciosas. Subieron por otro tramo de escaleras, más estrechas pero suficientemente amplias, a la planta siguiente, que tenía cuatro habitaciones, por cuyas ventanas, como por las de abajo, se veían árboles, huertos, prados… todas las vistas de una agradable zona suburbana. Y sobre aquella planta había un desván enorme, perfecto para cuando los niños llegaran a la edad de los juegos mágicos secretos.
Bajaron despacio las escaleras, un tramo, dos, pasando habitaciones y habitaciones, imaginándolas llenas de niños, de parientes, de invitados; y llegaron de nuevo a su dormitorio. Habían dejado en él una cama grande. Una cama hecha de encargo para la pareja a la que le habían comprado la casa. El agente les había explicado que para sacarla habrían tenido que desmontarla, y que, además, los propietarios de la cama se iban a ir a vivir al extranjero. David y Harriet se echaron en ella y contemplaron su habitación. Guardaron silencio, sobrecogidos por lo que estaban asumiendo. Las sombras de un lilo con el sol de lluvia detrás parecían bosquejar seductoramente en los amplios espacios del techo los años que vivirían en aquella casa. Volvieron la cabeza hacia las ventanas, donde la copa del viejo lilo mostraba sus vigorosos capullos que no tardarían en abrirse. Luego se miraron. Y vieron cada uno las lágrimas del otro rodarle por las mejillas. Hicieron el amor, allí, en su cama. Harriet estuvo a punto de gritar «¡No, para! ¿Qué estamos haciendo?». ¿No habían decidido acaso esperar dos años para tener hijos? Pero se sintió abrumada por la resolución de él… sí, eso era, él le hacía el amor con una intensidad tan deliberada, concentrada, mirándola a los ojos, que la obligó a aceptarle, a aceptar que tomara en ella posesión del futuro. Harriet no tenía anticonceptivos. (Por supuesto, ambos desconfiaban de la píldora.) Ella estaba en el período de máxima fertilidad. Pero hicieron el amor. Y lo hicieron con deliberación solemne. Una vez. Dos. Y luego, cuando la habitación ya estaba a oscuras, volvieron a hacerlo.
—Bien —dijo Harriet, en voz baja, pues estaba asustada y decidida a no demostrarlo—, bien, ya está hecho, estoy segura.
Él se echó a reír. Una risa fuerte, desconsiderada, sin escrúpulos, totalmente impropia del modesto, alegre y sensato David. La habitación, completamente a oscuras ya, parecía ahora inmensa, como una caverna negra sin fin. Les llegaba próximo el roce de una rama en el muro. Olía a tierra mojada fría y a sexo. David estaba echado riendo para sí, y cuando sintió que le miraba, volvió ligeramente la cabeza y su sonrisa la incluyó también a ella. Pero en sus propios términos; le brillaban los ojos con pensamientos que ella no podía adivinar. Tuvo la sensación de que no le conocía…
—David —se apresuró a decir, para romper el hechizo; pero él la estrechó con un brazo y le sujetó el antebrazo con una mano cuya fuerza e insistencia la extrañó. Aquel apretón quería decir: calla.
Permanecieron así juntos, echados, mientras la normalidad volvía lentamente; y luego pudieron al fin volverse de frente, e intercambiar tranquilizadores besos diurnos. Se levantaron y se vistieron en la fría oscuridad (todavía no habían conectado la luz). Bajaron en silencio las escaleras de su casa, de la que ya habían tomado posesión absoluta, hasta el gran salón familiar, y salieron al jardín, que se mantenía secreto y misterioso, ajeno aún a ellos.
—¿Bien? —dijo Harriet irónicamente cuando subían al coche de David para regresar a Londres—. ¿Y cómo vamos a pagarlo todo ahora si quedo embarazada?
Exacto. ¿Cómo? Harriet quedó realmente embarazada aquella tarde lluviosa en su dormitorio. Pasaron muy malos ratos pensando en la escasez de sus recursos y en su propia flaqueza. Pues en esos momentos, cuando la base material no es suficiente, es como si nos estuvieran juzgando: Harriet y David se consideraban pobres e ineptos, sin nada a que aferrarse más que a las tercas ideas que los demás habían considerado siempre erróneas.
David nunca había aceptado dinero de su acaudalado padre y de su madrastra, que se habían limitado a pagarle los estudios (como a su hermana Deborah; pero ella había preferido el estilo de vida de su padre, igual que él había preferido el de su madre, y por eso los hermanos se habían visto poco y la diferencia entre ellos se resumía para él precisamente en que ella había elegido la vida de los ricos). No quería pedir dinero. Sus padres ingleses (así consideraba ahora a su madre y su marido) tenían poco dinero, pues eran intelectuales sin ambiciones.
Una tarde, estaban los cuatro (David y Harriet, Molly, la madre de David, y Frederick) en el salón junto a las escaleras examinando los nuevos dominios. Ahora en la parte de la cocina había ya una gran mesa, con espacio suficiente para quince o veinte personas. Había también un par de sofás inmensos y unos amplios sillones comprados de segunda mano en una subasta local. David y Harriet estaban de pie uno junto al otro; comparados con aquellas dos personas mayores que les juzgaban, se sentían todavía más ridículamente excéntricos y demasiado jóvenes. Frederick y Molly eran grandes y desgarbados, con cabello canoso abundante, vestían ropa cómoda que menospreciaba complaciente la moda. Parecían benévolos almiares pero no se miraban uno a otro de aquel modo que David conocía tan bien.
—Bueno, está bien —dijo jocosamente, sin poder aguantar ya la tensión—, podéis decirlo.
Y rodeó con un brazo a Harriet, que estaba pálida y tensa por las náuseas matinales y porque se había pasado la semana fregando suelos y limpiando cristales.
—¿Vais a montar un hotel? —inquirió razonablemente Frederick, decidido a no emitir juicios.
—¿Cuantos niños pensáis tener? —preguntó Molly, con una risilla que indicaba que no tenía sentido protestar.
—Muchos —dijo suavemente David.
—Sí —dijo Harriet—. Sí.
Ella realmente no se daba cuenta como David de lo contrariados que estaban aquellos dos padres.
Como todos los de su clase, pese a su apariencia de inconformismo, en realidad eran la esencia misma de lo convencional y detestaban cualquier muestra de exageración, de exceso. Y la casa lo era.
—Vamos, os invitaremos a cenar, si es que hay un hotel decente —dijo la madre de David.
Durante la cena, hablaron de otros temas hasta que, mientras tomaban café, Molly comentó:
—Supongo que te das cuenta de que tendrás que pedir ayuda a tu padre…
David hizo una mueca de disgusto; pero tenía que afrontarlo: lo importante era la casa y la vida que se viviría en ella.
Una vida que (ambos padres lo supieron por la expresión resuelta de David, que les pareció llena de fatuidad juvenil) anularía, exculparía y compensaría todas las deficiencias de la vida de ellos, de Molly y de Frederick; y también de la de James y Jessica.
Cuando se despidieron en el oscuro aparcamiento del hotel, Frederick dijo:
—Desde luego me parece que estáis los dos bastante locos. En fin, digamos que, como mínimo, creo que os equivocáis.
—Sí —dijo Molly—. En realidad no lo habéis pensado bien. Hijos… quien no los haya tenido no puede saber el trabajo que dan.
David se echó a reír e hizo un comentario (un viejo comentario, que Molly reconoció y afrontó con una risa intencionada).
—Tú no eres maternal, madre —dijo David—. No lo eres. En cambio, Harriet es maternal por naturaleza.
—Muy bien —dijo Molly—. Al fin y al cabo, se trata de vuestra vida.
Llamó por teléfono a James, su primer marido, que estaba en un yate cerca de la isla de Wight. Su conversación terminó así:
—Creo que tienes que venir y verlo por ti mismo.
—Muy bien, lo haré —dijo él, aceptando tanto lo que no se había dicho como lo que sí. Su dificultad para seguir los lenguajes no expresos de su esposa había sido la razón principal de que le hubiera complacido dejarla.
Poco después de esta conversación, David y Harriet estaban de nuevo viendo la casa con los padres de David (con los otros). Esta vez desde fuera. Jessica, plantada en medio del prado, cubierto aún de la broza leñosa del invierno y de una primavera ventosa, inspeccionaba crítica la casa. Le parecía lóbrega y detestable, como la propia Inglaterra. Jessica tenía la misma edad que Molly y parecía veinte años más joven; era delgada y morena y el cutis le brillaba siempre como si acabara de darse una loción solar aunque no se la hubiera dado. Tenía el cabello amarillo y corto y brillante y vestía ropas de colores vivos. Con los tacones de unos zapatos verde jade clavados en la hierba, miraba a su marido, James.
Él, que ya había visto la casa, dijo exactamente lo que David esperaba que dijera:
—Es una buena inversión.
—Sí —dijo David.
—Y el precio no es excesivo. Tal vez porque resulta demasiado grande para la mayoría de la gente. Supongo que el informe del técnico fue positivo, ¿no?
—Sí —dijo David.
—En tal caso me haré cargo de la hipoteca. ¿En cuanto tiempo hay que pagarla?
—En treinta años —dijo David.
—Para entonces ya me habré muerto, supongo. Bueno, no os di mucho de regalo de boda.
—Tendrás que hacer lo mismo por Deborah —dijo Jessica.
—Ya hemos hecho mucho más por Deborah que por David —dijo James—. De todos modos, podemos permitírnoslo.
Ella se echó a reír y se encogió de hombros; gran parte del dinero era suyo. Esta desenvoltura con el dinero caracterizaba su vida en común, que David había probado y rechazado furioso, prefiriendo la frugalidad de la casa de Oxford (aunque nunca lo había dicho en voz alta). Ostentosa y demasiado fácil, así era la vida de los ricos; pero ahora tendría que estarles agradecido.
—¿Y cuántos chicos pensáis tener, si se me permite la pregunta? —inquirió Jessica, que parecía un periquito allí de pie sobre la hierba húmeda.
—Muchos —dijo David.
—Muchos —dijo Harriet.
—Pues mejor vosotros que yo —dijo Jessica; y con esto, los otros padres de David abandonaron con alivio el jardín y también Inglaterra.
Luego entró en escena Dorothy, la madre de Harriet. Ni a Harriet ni a David se les ocurría pensar ni decir: «Santo cielo, qué espanto tener a tu madre siempre alrededor»; porque si habían elegido la vida familiar, resultaba que Dorothy debía quedarse por tiempo indefinido para ayudar a Harriet, aunque insistiendo en que tenía una vida propia a la que había de volver. Dorothy era viuda, y esta vida suya propia consistía esencialmente en visitar a sus hijas. Había vendido la casa familiar y tenía un piso pequeño, no muy bonito, pero ella no era de las que se quejan. Cuando se percató del tamaño y potencial de la nueva casa, estuvo algunos días más taciturna de lo habitual. A ella no le había sido fácil criar tres hijas. Su marido era químico industrial, tenía un buen sueldo, pero nunca les había sobrado el dinero. Ella sabía bien lo que costaba, en todos los sentidos, una familia, incluso una pequeña.
Una noche durante la cena hizo algunas observaciones en este sentido. David, Harriet, Dorothy. David había vuelto a casa tarde, acababa de llegar, el tren se había atrasado. Los viajes diarios a Londres no resultarían muy agradables, serían lo peor para todos aunque, por supuesto, en especial para David, pues tardaría casi dos horas dos veces al día en ir al trabajo y volver.
Ésta sería una de sus aportaciones más interesantes a su sueño.
La cocina ya estaba casi como tenía que estar: la gran mesa, con sólidas sillas de madera alrededor (ahora sólo cuatro, pero había más colocadas en hilera junto a la pared, a la espera de los invitados y de los niños aún por nacer). Había un gran fogón, un Aga, y un aparador antiguo con tazas y jarras colgadas. Había floreros llenos de flores del jardín, donde el verano había dado profusión de rosas y lirios. Estaban tomando un budín inglés tradicional preparado por Dorothy; fuera, el otoño se manifestaba en las hojas volanderas que tocaban a veces las ventanas con leves golpes y roces y en el sonido del viento cada vez más fuerte. Pero estaban echadas las cortinas, unas cortinas estampadas cálidas y gruesas.
—Veréis —dijo Dorothy—. He estado pensando en vosotros dos.
David posó la cuchara para escuchar, como nunca lo habría hecho por su padre, que era tan mundano, ni por su madre, tan poco realista.
—Me parece que no tenéis por qué precipitarlo todo… no, dejadme hablar. Harriet sólo tiene veinticuatro años… todavía no ha cumplido los veinticinco. Y tú, David, sólo tienes treinta. Y cualquiera diría que creéis que si no lo agarráis todo enseguida, lo vais a perder. Bueno, ésa es la impresión que he sacado yo oyéndoos hablar.
David y Harriet la escuchaban atentos; sus ojos se encontraron, fruncieron el entrecejo, pensativos. No podían ignorar a Dorothy, aquella mujer grande, sana, sencilla, con su actitud decidida y sus modales considerados; reconocían sus méritos.
—Es lo que siento —dijo Harriet.
—Sí, hija, ya lo sé. Ayer estabais hablando de tener otro niño enseguida. Creo que lo lamentaréis.
—Podría perderse todo perfectamente —dijo David, obstinado. Lo terrible de esto, que le salió de lo más hondo, como sabían las dos mujeres, no quedaba amortiguado por las Noticias que pregonaba la radio. Malas noticias de todas partes, nada comparado con lo que serían pronto las Noticias, pero bastante amenazador de todas formas.
—Pensad en ello —dijo Dorothy—. Quiero que lo hagáis. A veces me dais miedo. La verdad es que no sé por qué.
—Quizá debiéramos haber nacido en otro país —dijo Harriet indignada—. ¿Sabes que en otras partes del mundo sería normal, no tendría nada de extraño… no les hacen sentirse delincuentes?
—Los anormales somos nosotros, los europeos —dijo David.
—No lo sé —dijo Dorothy, tan terca como cualquiera de ellos—. Pero si tuvieseis seis hijos (u ocho o diez), no, sé lo que estás pensando, Harriet, te conozco, ¿no?… y estuvierais en otra parte del mundo, como Egipto o la India, o cualquier otro sitio, entonces, la mitad de ellos se morirían y no tendríais que darles una educación. Vosotros lo queréis todo. La aristocracia… sí, ésos pueden tener hijos como conejos y cuentan con ello, pero tienen dinero. Y los pobres pueden tener hijos y la mitad de ellos mueren, y cuentan con ello. Pero la gente como nosotros, que estamos en el medio, hemos de mirar mucho los hijos que tenemos para poder velar por ellos y sacarlos adelante. Y creo que vosotros no lo habéis pensado con detenimiento… no, voy a preparar el café yo, vosotros id a sentaros.
David y Harriet cruzaron el amplio espacio del tabique que separaba la cocina del sofá de la sala de estar; se sentaron, cogidos de la mano: un hombre joven menudo, obstinado, algo alterado, y una mujer enorme, ruborosa, que se movía con torpeza. Harriet estaba embarazada de ocho meses; no había sido un embarazo fácil. Nada grave, pero se había encontrado mal con frecuencia; dormía mal porque no hacía bien la digestión y se sentía descontenta consigo misma. Se preguntaban por qué les criticaría siempre la gente. Dorothy trajo el café, lo dejó sobre la mesa; dijo:
—Recogeré la cocina… no, vosotros quedaos sentados, por favor.
Y volvió al fregadero.
—Pero es lo que siento —dijo Harriet, apesadumbrada.
—Sí.
—Debemos tener hijos mientras podamos —dijo Harriet.
Dorothy dijo desde el fregadero:
—Al principio de la última guerra, la gente decía que era irresponsable tener hijos, pero los tuvimos, ¿no es así? —se echó a reír.
—Pues ahí lo tienes —dijo David.
—Y los sacamos adelante —dijo Dorothy.
—Bueno, desde luego aquí estoy yo —dijo Harriet.
Harriet dio a luz a su primer hijo, Luke, en la cama de matrimonio, asistida por la comadrona, aunque también estaba presente el doctor Brett. David y Dorothy le daban la mano a Harriet. Huelga decir que el médico hubiera preferido que el niño naciera en el hospital. Ella se había mantenido inflexible; lo desaprobaba… él.
Fue una noche fría y ventosa, justo después de Navidad. La habitación estaba caliente y maravillosa. David lloraba. Dorothy lloraba. Harriet reía y lloraba. La comadrona y el médico tenían un vago aire de festejo y de triunfo. Todos bebieron champán y le echaron un poquito en la cabeza al pequeño Luke. Era 1966.
Luke era un niño muy bueno. Dormía pacíficamente en el cuartito que daba al dormitorio de matrimonio y se alimentaba satisfactoriamente al pecho materno. ¡Felicidad! Cuando David iba a tomar el tren para Londres por las mañanas, Harriet se quedaba sentada en la cama dando de mamar al niño y tomando el té que él había subido. Al inclinarse para darle el beso de despedida y acariciar la cabecita a Luke, le embargaba una intensa sensación de posesión, que Harriet comprendía y que le agradaba, pues no era posesión respecto a ella o al niño, sino de la felicidad. De la de ambos.
Aquella Semana Santa celebraron la primera de las reuniones familiares. Habían amueblado las habitaciones lo imprescindible para acomodar a las dos hermanas de Harriet, Sarah y Angela, y a sus maridos e hijos; y Dorothy, en su elemento; y también les hicieron una breve visita Molly y Frederick, que admitieron que lo estaban pasando bien pero que la vida familiar a aquella escala no era para ellos.
Los conocedores del medio inglés ya habrán advertido a estas alturas que, conforme a ese patrón poderoso, si bien no registrado, del sistema de clases inglés, Harriet ocupaba un lugar inferior a David. Esto se evidenciaba, aunque por supuesto sin comentarios, verbales al menos, a los cinco segundos de que uno de los Lovatt o los Burke se encontraran con cualquiera de las Walker. A las Walker no les extrañó que Molly y Frederick dijeran que se quedarían sólo dos días; ni que cambiaran de idea cuando llegó James Lovatt. Como muchos maridos y esposas forzados a separarse por incompatibilidad, a Molly y a James les gustaba verse cuando sabían que tenían que separarse enseguida. En realidad, todos lo pasaron bien y coincidieron en que la casa contribuía a ello. En torno a la gran mesa familiar, donde podían acomodarse con holgura tantas sillas, la gente estaba a gusto sentada durante las prolongadas y agradables comidas, o se acomodaba allí entre horas a tomar café o té y a charlar. Y reír… Cuando Harriet y David (en su dormitorio o al bajar las escaleras) oían las risas, las voces, la charla, el bullicio de los niños jugando, buscaban el uno la mano del otro y sonreían, y respiraban dicha. Nadie sabía, ni siquiera Dorothy (seguro que Dorothy no) que Harriet estaba embarazada otra vez. Luke tenía tres meses. No se lo habían propuesto… pensaban esperar un año. Pero estaba embarazada.
—Este dormitorio tiene algo especial. Estoy seguro —decía David, riéndose.
Se sentían agradablemente culpables. Echados en la cama, escuchando los ruidos infantiles que emitía Luke en su habitación, decidieron no decir una palabra hasta que se hubieran ido todos.
Cuando se lo comunicaron a Dorothy, ella volvió a quedarse muy callada, y luego dijo:
—Bueno, me necesitaréis, ¿verdad?
La necesitaron. Este embarazo, como el anterior, fue normal, pero Harriet se sentía molesta y mareada y se dijo que, aunque seguía pensando lo mismo en cuanto a lo de tener seis hijos (u ocho o diez), se aseguraría bien de que hubiera un buen intervalo entre aquél y el siguiente.
Fue agradable tener a Dorothy por la casa el resto del año; ayudó a cuidar de Luke y a hacer cortinas para las habitaciones de la tercera planta.
Aquellas Navidades, Harriet estaba otra vez enorme, en el octavo mes de embarazo, y se reía de sí misma, por su tamaño y voluminosidad. La casa se llenó. Volvieron todos los que habían estado en Semana Santa. Reconocían que Harriet y David tenían un don para las cosas de aquel tipo. Acudió también una prima de Harriet con tres niños, pues se había enterado de la maravillosa reunión de Pascua que había durado una semana. Y fue también un compañero de David, con su esposa. Las Navidades duraron diez días y fueron un festejo tras otro. Luke estaba abajo, en su cochecito, y todos le hacían fiestas; los niños mayores le paseaban como si fuera un muñeco. También fue la hermana de David, Deborah, una chica fríamente atractiva que más parecía hija de Jessica que de Molly. No se había casado, aunque según ella, había estado a punto varias veces. En cuanto a estilo, era tan distinta a todos los demás de la casa, todos británicos auténticos (según se calificaban comparados con ella) que las diferencias se convirtieron en una broma común. Había vivido siempre como los ricos, le irritaba la arrogancia destartalada de la casa de su madre, no soportaba mucha gente junta, pero reconoció que aquella reunión le parecía interesante.
Eran doce adultos y diez niños. Aparecieron algunos vecinos invitados, pero el sentido de la unidad familiar era tan fuerte que les hizo sentirse excluidos. Y Harriet y David se alborozaban de que ellos, con aquella obstinación suya que todos habían criticado y ridiculizado, hubieran conseguido aquel milagro: eran capaces de reunir a todas aquellas personas tan distintas y hacer que lo pasaran bien juntas.
El segundo hijo de los Lovatt, Helen, nació como Luke en la cama matrimonial, y al parto asistieron las mismas personas; y otra vez tomaron champán y ungieron con él la cabeza de la niña; y todos lloraron. Desalojaron a Luke del cuarto del bebé para dejar sitio a Helen, y le pasaron a la siguiente habitación del pasillo.
Aunque Harriet estaba cansada (en realidad, extenuada), celebraron la Semana Santa. Dorothy protestó.
—Estás cansada, hija. Estás completamente agotada —le dijo. Y luego, al ver la expresión de Harriet, añadió—: Muy bien, de acuerdo, pero tú no harás nada, tenlo en cuenta.
Las dos hermanas y Dorothy se encargaron de la compra y las comidas, el trabajo más pesado.
Abajo, entre todos los demás (pues la casa volvía a estar llena) estaban las dos criaturas pequeñas, Helen y Luke, todos delicado cabello rubio y ojos azules y mejillas sonrosadas. Luke caminaba tambaleante, siempre con la ayuda de alguien, y Helen estaba en su cochecito.
Aquel verano de 1968 la casa se llenó hasta el desván, casi todo familia. La casa estaba muy bien situada en relación a Londres: la gente iba con David para pasar el día y regresaba con él. Había bonitos paseos a veinte minutos de coche.
La gente llegaba y se iba, decían que iban a pasar un par de días y se quedaban una semana. ¿Y quién lo pagaba todo? Bien, en realidad todo el mundo contribuía; claro que no era suficiente, pero la gente sabía que el padre de David era rico. Si él no se hubiera hecho cargo de la hipoteca, todo aquello no habría sido posible. Andaban siempre justos de dinero. Se hacían economías: se compró de segunda mano un congelador inmenso tamaño hotel que se llenó de fruta y de verduras de verano. Dorothy y Sarah y Angela enlataron fruta y mermeladas. Hacían pan y toda la casa olía a pan recién hecho. Era la felicidad, al viejo estilo.
Pero había una nube. Sarah y su marido, William, no eran felices en su matrimonio y se peleaban y se reconciliaban; pero ella estaba embarazada del cuarto hijo y el divorcio era imposible.
Las maravillosas vacaciones de Navidad llegaron y pasaron. Y luego las de Semana Santa… todos se preguntaban a veces dónde iba a meterse tanta gente.
La nube que amenazaba la felicidad familiar, las discordias de William y Sarah, desapareció borrada por algo peor. El nuevo bebé de Sarah, una niña, nació con el síndrome de Down, y no podía plantearse ya siquiera una separación. Dorothy comentaba a veces que era una lástima que ella no pudiera partirse en dos, ya que Sarah la necesitaba tanto o más que Harriet. Y de hecho se fue a visitar a su Sarah que estaba muy afligida, mientras que Harriet no lo estaba.
Jane nació en 1970, cuando Helen tenía dos años. Demasiado rápido, protestaba Dorothy, ¿a qué tanta prisa? Trasladaron a Helen a la habitación de Luke y a Luke a la siguiente. Jane emitía sus ronroneos satisfechos en el cuarto del bebé y los dos pequeños iban al dormitorio de los padres y les hacían caricias y jugaban o iban a la habitación de Dorothy y jugaban allí.
Felicidad. Una familia feliz. Los Lovatt eran una familia feliz. Era lo que habían elegido y lo que merecían. A veces, cuando David y Harriet estaban echados frente a frente, parecían abrírseles las puertas del pecho de par en par y lo que salía por ellas era un raudal de intenso alivio y gratitud que seguía asombrándoles: aquella paciencia durante lo que parecía ahora tantísimo tiempo no había resultado fácil, en realidad. Había sido duro conservar la fe en sí mismos cuando el espíritu de la época, los voraces y egoístas sesenta, había estado siempre presto a condenarles, a aislarles, a degradar lo mejor de ellos mismos. Y, bueno, habían tenido razón al insistir en mantener aquella individualidad obstinada que había elegido, y muy tercamente, lo mejor: aquello.
Fuera de aquel hogar afortunado, su familia, batían y golpeaban las tormentas del mundo. Habían pasado ya los buenos tiempos. La empresa de David se había visto afectada por la crisis y no había conseguido el ascenso que esperaba; pero otros se habían quedado sin trabajo, así que después de todo él tenía suerte. El marido de Sarah estaba sin trabajo. Sarah bromeaba lúgubremente diciendo que William y ella atraían toda la mala suerte del clan.
Harriet le dijo a David, a solas, que no creía que fuera mala suerte: seguro que las peleas de William y Sarah, su desventura, eran la causa de la niña mongólica… sí, sí, ya sabía que no debían llamarla mongólica. Pero la verdad es que la niñita se parecía bastante a Gengis Kan, ¿o no? Un Gengis Kan bebé con la carita aplastada y los ojos rasgados. A David no le gustó este aspecto de Harriet, un fatalismo que parecía totalmente ajeno al resto de su persona. Le dijo que le parecía que aquél era un razonamiento estúpidamente histérico. Harriet se enfurruñó y tuvieron que reconciliarse.
En los cinco años que llevaban viviendo allí, el pueblecito había cambiado. Sucesos y delitos brutales, que en tiempos escandalizaban a todos, estaban ahora a la orden del día. En determinados cafés y cruces de calles se concentraban bandas de jóvenes que no respetaban a nadie. En la casa de al lado habían robado tres veces. En la suya todavía no, claro que allí siempre había gente. La cabina telefónica del final de su calle había sido destrozada tantas veces que las autoridades habían renunciado a volver a arreglarla. A Harriet ya ni se le ocurría salir a pasear sola por la noche, aunque en tiempos no hubiera pensado siquiera no ir a algún sitio al que le apeteciera a cualquier hora del día o de la noche. Los sucesos tenían un efecto desagradable: cada vez era más fuerte la impresión de que en Inglaterra vivían dos pueblos en vez de uno. Dos tipos distintos de personas, que eran enemigos entre sí, que se odiaban, que no podían oír ninguno de los dos lo que el otro decía. Los jóvenes Lovatt se obligaban a leer los periódicos y a ver las noticias de la televisión, aunque su instinto les impulsase a no hacerlo. Tenían que saber al menos lo que ocurría fuera de su fortaleza, fuera de aquel reino en el que crecían tres niños preciosos y a donde llegaba mucha gente para sumergirse en la seguridad, la comodidad y la amabilidad.
El cuarto bebé, Paul, nació en 1973, entre Navidad y Semana Santa. Harriet no se encontraba muy bien; sus embarazos seguían siendo desagradables y llenos de pequeñas molestias; nada grave, pero estaba cansada.
Las vacaciones de Semana Santa eran siempre las mejores; y aquel año fue el mejor de todos; pensándolo después, todo el año parecía haber sido una celebración, renovada desde una primavera de amorosa hospitalidad cuyos guardianes fueron Harriet y David, que empezó en Navidad, cuando Harriet estaba tan adelantada en su embarazo que todo el mundo la cuidaba, compartiendo el trabajo de preparar excelentes comidas, preocupándose por el niño que estaba a punto de llegar… sabiendo que llegaría Semana Santa, y el largo verano después, y luego otra vez las Navidades…
La Semana Santa se prolongó tres semanas, todas las vacaciones escolares. La casa estaba atestada. Los tres niños pequeños tenían cada uno su propia habitación, pero como necesitaban camas les pusieron juntos en una. Lo cual les encantó, claro. «¿Por qué no les dejáis dormir juntos siempre? —preguntaron los demás, la propia Dorothy—. ¡Una habitación para cada uno de estos renacuajos!»
—Es importante que cada uno tenga su propia habitación —dijo David ardorosamente.
La familia intercambió miradas como suelen hacer las familias cuando tropiezan con algún escollo de uno de sus miembros. Y Molly, que se sentía apreciada y a la vez criticada de forma indirecta, dijo, procurando adoptar un tono burlón:
—¡Todos! ¡Todo el mundo!
Esta escena se desarrollaba durante el desayuno o más bien, a media mañana, en la estancia familiar, donde el desayuno se prolongaba indefinidamente. Todos los adultos, quince para ser exactos, estaban aún en torno a la mesa. Los niños jugaban entre los sofás y las butacas de la zona de estar. Molly y Frederick se sentaban juntos, como siempre, con aquel aire suyo de medirlo todo por los criterios de Oxford, por lo que les tomaban el pelo, aunque no parecía importarles y se mantenían animosamente a la defensiva. El padre de David, James, había vuelto a recibir carta de Molly, diciéndole que tendría que «aflojar» más dinero, porque sencillamente la joven pareja no podía mantener a toda la patulea. Así que James había enviado un cheque generoso y después había ido a verles. Estaba sentado frente a su ex esposa y el marido de ésta y, como siempre, aquellos dos tipos de personas se observaban maravillándose de que pudieran haber estado juntos alguna vez. Él parecía ataviado para algún acontecimiento deportivo: en realidad pronto iría a esquiar, como Deborah, que estaba también allí con su aspecto de pájaro exótico caído en un lugar extraño en el que se hubiera quedado por curiosidad: desde luego no admitiría que sentía admiración. También estaba allí Dorothy, sirviendo té y café. Y Angela, sentada con su marido; sus tres hijos jugaban con los otros niños. Angela, eficiente, vivaz (que «se las arregla sola», como decía Dorothy, guardándose el «gracias a Dios»), hacía notar que creía que sus dos hermanas acaparaban completamente a Dorothy y no dejaban nada para ella. Parecía una linda zorrilla inteligente. Sarah, el marido de Sarah, primos, amigos… en la gran casa había gente en todos los rincones, hasta en los sofás de abajo. Hacía mucho que el desván se había convertido en una especie de dormitorio comunal lleno de colchones y sacos de dormir en el que podía acomodarse cualquier número de niños. Y mientras todos ellos permanecían allí sentados en la gran sala cálida y confortable, en cuyo hogar ardía la leña recogida por todos el día anterior en su paseo por el bosque, las habitaciones de arriba resonaban con el estruendo de las voces y la música. Alguno de los niños mayores ensayaba una canción. En aquella casa (y esto la definía para todos, que admiraban lo que ellos mismos no podían conseguir) apenas se veía la televisión.
El marido de Sarah, William, no estaba sentado a la mesa como los demás, sino apoyado en el tabique divisorio; y aquella pequeña distancia expresaba lo que opinaba de su relación con la familia. Había dejado dos veces a Sarah para volver después. Sin duda, era un proceso que continuaría. Había conseguido trabajo, un trabajo malo, en la construcción; el problema era que le angustiaba la incapacidad física, y que le consternaba su nueva hija, la niña que padecía el síndrome de Down. Sin embargo estaba muy unido a Sarah. Hacían buena pareja: los dos eran altos, de constitución fuerte, morenos como dos gitanos, siempre con ropas de colores. Pero la niñita estaba en los brazos de Sarah, completamente tapada para que no molestara a nadie y William miraba a todas partes menos a su mujer. Se quedó mirando a Harriet, que en aquel momento daba de mamar a Paul, de dos meses, sentada en la butaca grande que le pertenecía porque era cómoda para aquella función. Parecía agotada. Jane había pasado la noche despierta porque le estaban saliendo los dientes y había reclamado a su mamá, no a la abuelita.
Harriet no había cambiado mucho por haber obsequiado al mundo con cuatro seres humanos. Estaba sentada a la cabecera de la mesa, con el cuello de la blusa azul hacia un lado mostrando parte de su blanco pecho con venillas azules y la cabecita de Paul moviéndose vigorosamente. Tenía los labios cerrados con firmeza en un gesto muy suyo, y lo observaba todo: era una joven saludable, atractiva, llena de vida. Pero cansada… Los niños entraron corriendo para reclamar su atención y súbitamente se irritó y les gritó:
—¿Por qué no os vais todos a jugar arriba?
Esto era impropio de ella (los adultos volvieron a intercambiar miradas y se ocuparon de quitar de en medio a los niños alborotadores. Al final se los llevó Angela).
Harriet estaba muy disgustada por haber perdido el control.
—Es que estuve levantada toda la noche… —empezó a decir; pero William la interrumpió, haciéndose cargo de la situación, expresando lo que pensaban todos, cosa que Harriet sabía; incluso comprendía por qué tenía que ser William, el padre y marido delincuente.
—De eso se trata, cuñada Harriet —proclamó, separándose del tabique, alzando una mano como un director de orquesta—. ¿Cuántos años tienes? No, no me lo digas, ya lo sé, y has tenido cuatro hijos en seis años…
Miró a todos los presentes para comprobar que le apoyaban.
Así era, y Harriet podía verlo. Sonrió burlona.
—Una delincuente —dijo—, eso es lo que soy.
—Tómate un descanso, Harriet, es lo único que te pedimos —siguió diciendo él, cada vez más jocoso, a su modo histriónico.
—Lo dice el padre de cuatro hijos —dijo Sarah, abrazando con vehemencia a su pobrecita Amy, desafiándoles a decir en voz alta lo que debían estar pensando: que estaba haciendo un esfuerzo para apoyar a su poco satisfactorio marido delante de todos. Él le dirigió una mirada agradecida, evitando posar los ojos en el patético bulto que ella protegía.
—Sí, pero al menos nosotros lo repartimos en diez años —dijo él.
—Vamos a tomarnos un descanso —anunció Harriet. Y añadió en tono desafiante—: Al menos tres años.
Todos intercambiaron miradas; a ella le parecieron reprobatorias.
—Ya te lo dije —dijo William—. Estos locos se proponen seguir.
—Los muy locos seguro que lo harán.
—Ya te lo dije —dijo Dorothy—. Cuando a Harriet se le mete una idea en la cabeza, más vale dejarla.
—Exactamente igual que su madre —dijo Sarah acongojada; lo decía por la decisión de Dorothy de que Harriet la necesitaba más que Sarah, pese a su niñita disminuida.
«Tú eres mucho más fuerte que ella, Sarah —le había dicho Dorothy—. El problema con Harriet es que siempre come más con los ojos que con la boca.»
Dorothy estaba sentada junto a Harriet con la pequeña Jane, que, agotada por la mala noche anterior, dormitaba en sus brazos. Erguida, sólida; con los labios apretados; no se perdía detalle.
—¿Por qué no? —dijo Harriet. Dirigió una sonrisa a su madre—: ¿Cómo me iría mejor?
—Van a tener otros cuatro hijos —dijo Dorothy apelando a los demás,
—Santo cielo —dijo James, admirado pero asustado—. En fin, menos mal que gano tanto dinero.
A David no le gustó esto; enrojeció y procuró no mirar a nadie.
—Oh, no seas así, David —dijo Sarah, procurando disimular su amargura; ella necesitaba dinero, desesperadamente, pero era David, que tenía un buen trabajo, quien conseguía ayuda extra—. No iréis a tener de verdad otros cuatro hijos, ¿verdad? —preguntó Sarah, suspirando (y todos sabían exactamente lo que quería decir: otros cuatro desafíos al destino). Puso suavemente la mano sobre la cabeza de Amy, que seguía dormida, cubierta con una toquilla que la protegía del mundo.
—Sí, los tendremos —dijo David.
—Sí, por supuesto —dijo Harriet—. En realidad, es lo que quiere todo el mundo; pero nos han lavado el cerebro para que lo olvidemos. Es así como quiere vivir la gente, en realidad.
—Familias felices —dijo Molly en tono crítico; ella era partidaria de una vida en la que lo doméstico se mantuviera en su lugar, como base de lo realmente importante.
—Nosotros somos el centro de esta familia —dijo David—. Somos nosotros… Harriet y yo. No tú, madre.
—Dios me libre —dijo Molly, la cara grande, colorada siempre, más ruborosa todavía; estaba enojada.
—Pues claro —dijo su hijo—. Nunca ha sido tu estilo.
—Desde luego nunca ha sido el mío —dijo James— y te aseguro que no voy a disculparme por ello.
—Pero tú has sido siempre un padre maravilloso, excelente —gorjeó Deborah—. Y Jessica ha sido una madre excelente.
Su auténtica madre arqueó las tupidas cejas.
—La verdad, no recuerdo que le dieras muchas oportunidades a Molly —dijo Frederick.
—Es que en Inglaterra hace tanto frí-i-i-o —se quejó Deborah.
James, con su atuendo chillón, un caballero guapo y bien conservado, vestido para el verano meridional, se permitió el desdén burlón de los mayores hacia la falta de delicadeza juvenil y su mirada a su esposa y al marido de ésta disculpaba a Deborah.
—Y de todas formas —insistió— no es mi estilo. Estás muy equivocada, Harriet. Lo cierto es lo contrario. A la gente le han lavado el cerebro para convencerla de que lo mejor es la vida de familia. Pero eso es parte del pasado.
—Pues no sé por qué venís si no os gusta —exclamó Harriet demasiado agresivamente para una escena matinal tan agradable como ésta. Luego se ruborizó y exclamó—: ¡Oh, no, no quería decir eso!
—No, claro que no querías decirlo —dijo Dorothy—. Estás demasiado agotada.
—Venimos porque es maravilloso —dijo una colegiala, prima de David. Ella pertenecía a una familia desgraciada, o al menos con problemas, y había decidido pasar allí las vacaciones; sus padres estaban encantados de que tuviera una ración de auténtica vida familiar. Se llamaba Bridget.
Según su costumbre, David y Harriet estaban intercambiando largas miradas burlonas de apoyo, y no oyeron a la colegiala, que les miraba patética.
—Vamos, vosotros dos —dijo William—, decidle a Bridget que os agrada que esté aquí.
—¿Qué? ¿Cómo? —preguntó Harriet.
William dijo:
—Bridget necesita que le digáis que estáis contentos de que haya venido. Bueno, todos lo necesitamos de vez en cuando —añadió, en su tono jocoso, sin poder reprimir una mirada a su mujer.
—Bueno, pues claro que estamos contentos de tenerte aquí, Bridget —dijo David.
Y miró a Harriet, que se apresuró a decir:
—Pues claro.
Quería decir: No hace falta decirlo; y el peso de unas mil discusiones conyugales estaba detrás y obligó a Bridget a mirar a David y luego a Harriet y de nuevo a David y luego a toda la familia, mientras decía:
—Cuando yo me case haré lo mismo. Seré como Harriet y David y tendré una casa grande y muchos niños… y todos vosotros seréis bien recibidos.
Tenía quince años; era una muchachita feúcha, morena y regordeta y todos sabían que pronto florecería y sería guapísima. Así se lo dijeron.
—Es natural —dijo Dorothy con calma—. En realidad no has tenido un hogar, por eso lo valoras.
—Hay algo erróneo en ese razonamiento —dijo Molly.
Desconcertada, la colegiala recorrió con la mirada a todos los que se sentaban a la mesa.
—Mi madre quiere decir que sólo puedes apreciar algo si lo has experimentado —dijo David—. Pero yo soy la prueba viviente de que no es así.
—Si lo que quieres decir es que no tuviste un hogar como es debido —dijo Molly—, es totalmente absurdo.
—Tuviste dos —dijo James.
—Tuve mi habitación —dijo David—. El hogar era… mi habitación.
—Bien, supongo que hemos de estar agradecidos por esa concesión. No sabía que te sintieras despojado —dijo Frederick.
—No me sentí despojado, nunca… tenía mi habitación.
Decidieron encogerse de hombros y reír.
—Y ni siquiera habéis pensado en el problema de educarlos a todos —dijo Molly—. Al menos no parece que lo hayáis tenido en cuenta.
Y aquí surgía ahora aquel punto de diferencia que la vida en aquella casa suavizaba. David había asistido a colegios privados, claro está.
—Luke empezará a ir a la escuela del pueblo este curso —dijo Harriet—. Y al que viene empezará Helen.
—Bien, si os parece suficiente —dijo Molly.
—Mis tres hijas fueron a escuelas públicas —dijo Dorothy, sin dejar pasar esto; pero Molly no aceptó el desafío.
—Bueno, a menos que James os eche una mano… —comentó, dejando así claro que Frederick y ella no podían o no querían.
James guardó silencio. Ni siquiera se permitió mostrarse irónico.
—Faltan cinco, seis años, para que tengamos que preocuparnos por la próxima etapa de la enseñanza de Luke y Helen —dijo Harriet, otra vez en un tono demasiado crispado.
—Nosotros apuntamos a David en los colegios en cuanto nació —insistió Molly—. Y lo mismo hicimos con Deborah.
—Bien —dijo Deborah—, ¿acaso soy yo mejor por mis colegios elegantes que Harriet… o que cualquier otra persona?
—Es un argumento —dijo James, que había pagado los colegios elegantes.
—No un gran argumento —dijo Molly.
William suspiró, y dijo bufonescamente:
—Todos los demás estamos despojados. El pobre William. La pobre Sarah. La pobre Bridget. La pobre Harriet. Dime, Molly, ¿si hubiera asistido a colegios de lujo tendría ahora un trabajo decente?
—No es eso —dijo Molly.
—Quiere decir que serías más feliz en el paro o haciendo un trabajo asqueroso con una buena educación que con una mala —dijo Sarah.
—Lo siento —dijo Molly—. La enseñanza pública es pésima. Y cada vez es peor. Harriet y David tienen cuatro hijos que educar. Y por lo que parece, más que vendrán. ¿Cómo sabéis que James podrá ayudaros siempre? En este mundo puede suceder cualquier cosa.
—Y sucede. Continuamente —dijo William con amargura, aunque después se echó a reír para quitarle importancia.
Harriet se revolvió inquieta en su asiento, retiró el pecho a Paul, con una habilidad para ocultarse que todos admiraron y dijo:
—No quiero seguir con esta conversación. Hace una mañana preciosa…
—Os ayudaré, por supuesto, dentro de unos límites —dijo James.
—Oh, James… —dijo Harriet—, gracias… gracias. Oh, vaya… ¿por qué no vamos al bosque…? Podríamos hacer una excursión y comer en el campo.
Había pasado la mañana sin que se dieran cuenta. Era mediodía. El sol daba en los bordes de las alegres cortinas rojas, bañándolas de un intenso tono naranja y proyectando rombos anaranjados que brillaban en la mesa entre las tazas, los platillos, el frutero. Los niños habían bajado de la parte alta de la casa y jugaban en el jardín. Los adultos se acercaron a mirarlos desde las ventanas. El jardín seguía abandonado; nunca había tiempo para atenderlo. La hierba estaba irregularmente crecida y había juguetes esparcidos por todo el prado. Los pájaros cantaban en los arbustos, ignorando a los chiquillos. La pequeña Jane, que estaba sentada junto a Dorothy, se incorporó tambaleante para irse con los otros. Había unos cuantos niños que jugaban juntos con gran bullicio, pero ella era demasiado pequeña y entraba y salía del juego, en su mundo privado de dos años. Adaptaban hábilmente el juego a ella. La semana anterior, el domingo de Resurrección, había huevos pintados en el jardín por todas partes. Fue un día maravilloso, los niños sacando de aquí y allá huevos mágicos que Harriet y Dorothy y Bridget, la colegiala, se habían pasado media noche decorando.
Harriet y David estaban juntos en la ventana. Harriet tenía al bebé en brazos. Él le pasó un brazo por los hombros. Intercambiaron una mirada rápida, casi culpable, por las irreprimibles sonrisas de sus rostros, que creían que irritarían a los demás.
—Vosotros dos sois incorregibles —dijo William—. Son incurables —dijo a los demás—. Bueno, ¿quién se queja? ¡Yo no! ¿Por qué no nos vamos todos a esa excursión?
Se repartieron en cinco coches, los niños apretujados o en el regazo de los mayores.
El verano fue igual: dos meses de verano y llegó de nuevo la familia y se fue y volvió. La colegiala estaba siempre allí, pobre Bridget, aferrándose a aquel milagro de familia. Como Harriet y David, en gran medida. Más de una vez, al ver el rostro de la niña, reverente, temeroso incluso, vigilante siempre, como si temiera perderse alguna revelación de bondad o de gracia si se permitía un momento de distracción, se veían a sí mismos. Se veían con inquietud, incluso. Era demasiado… excesivo… Quizá tuvieran que decirle: «Mira, Bridget, no esperes demasiado. ¡La vida no es así!» Pero la vida es así si sabes elegir. Entonces, ¿por qué creerían ellos que Bridget no podría tener lo que ellos tenían en abundancia?
Antes incluso de que volvieran a verse todos en las Navidades de 1973, Harriet estaba encinta otra vez. Para su propia consternación y la de David. ¿Cómo podía haber sucedido? Habían tenido cuidado, sobre todo porque habían decidido no tener más hijos hasta que transcurriera un tiempo. David procuró bromear:
—¡Es esta habitación, estoy seguro, es una fábrica de niños!
Habían aplazado el decírselo a Dorothy. De todos modos, no estaba allí, porque Sarah había dicho que no era justo que sólo ayudara a Harriet. Harriet no podía arreglárselas sola. Una tras otra, pasaron por la casa tres chicas para ayudarla. Acababan de terminar los estudios y no les era fácil encontrar trabajo. No eran muy buenas. Harriet creía que las cuidaba a ellas más que ellas a ella. Se presentaban o no, según les daba, y se pasaban el rato sentadas por allí con sus amigas tomando té mientras Harriet trabajaba duro. Estaba frenética, agotada… y crispada; perdía el control, se echaba a llorar… David la sorprendió sentada a la mesa de la cocina, con la cabeza apoyada en las manos, murmurando que aquel nuevo feto la estaba envenenando; Paul lloriqueaba abandonado en su cochecito. David se tomó quince días libres en el trabajo para quedarse en casa y ayudarla. Aunque ya antes sabían todo lo que le debían a Dorothy, ahora lo supieron mejor… y sabían también que cuando se enterara de que Harriet estaba otra vez embarazada se enfadaría. Mucho. Y con razón.
—Todo será más fácil cuando llegue Navidad —dijo Harriet llorando.
—No lo dirás en serio —dijo David irritado—. Desde luego estas Navidades no pueden venir.
—Pero si cuando la gente está aquí es más fácil… Todos me ayudan.
—Pues sólo por una vez seremos nosotros los que vayamos a casa de alguno de ellos —dijo David; pero esta idea no duró más de cinco minutos; los otros no tenían espacio en casa para seis personas más.
Harriet lloraba en la cama.
—Tienen que venir, no les desanimes… oh, David, por favor… por lo menos así dejaré de pensar en ello.
Se sentó a su lado en la cama, contemplándola preocupado, crítico, procurando contenerse. En realidad prefería no tener la casa llena de gente durante tres semanas, un mes: costaba mucho, y siempre andaban cortos de dinero. Él había aceptado trabajo extra y allí estaba en casa, haciendo de niñera.
—Sólo tienes que encontrar alguien que te ayude, Harriet. Tienes que intentar que alguna chica se quede.
—¡Eso no es justo! —estalló ella indignada por la crítica—. Tú no tienes que quedarte aquí con ellas… no sirven para nada. Creo que ninguna de ellas debe haber trabajado ni una hora en su vida.
—Algo te han ayudado, aunque sólo haya sido fregando los platos.
Dorothy telefoneó para decir que las dos, Sarah y Harriet, tendrían que arreglárselas solas porque ella, Dorothy, necesitaba un descanso. Iba a irse a su casa, a su piso, para hacer lo que le apeteciera unas semanas. Harriet se echó a llorar, apenas podía hablar. Dorothy no consiguió sacarle qué pasaba. Y le dijo:
—Muy bien, ya veo que tendré que ir.
Se sentó a la gran mesa con David, Harriet, y los cuatro niños, y miró con severidad a Harriet. A la media hora de llegar, ya se había dado cuenta de que su hija estaba otra vez embarazada. Comprendieron por su expresión indignada que iba a decirles cosas espantosas:
«Soy vuestra criada, hago el trabajo de una criada en esta casa», o «Sois muy egoístas, los dos. Sois unos irresponsables». Estas frases estaban en el aire, pero no se formularon: sabían que si se permitía empezar, no se pararía en esto.
Estaba a la cabecera de la mesa (su puesto, cerca del fogón) revolviendo su té, con un ojo en el pequeño Paul, que estaba inquieto en su sillita y quería que le hicieran mimos. También Dorothy parecía cansada, tenía el cabello canoso revuelto; había subido a su habitación para arreglarse y se había encontrado con Luke y Helen y Jane que la habían devorado a abrazos, pues la habían echado de menos y sabían que con su llegada desaparecerían el mal humor y la impaciencia que habían imperado en la casa.
—Sabréis que todos cuentan con venir a pasar aquí la Navidad —dijo cansinamente, sin mirarles.
—Oh sí, sí, sí —vociferaron Luke y Helen, cantando y bailando y correteando por la cocina—. Oh, sí, ¿cuándo vendrán? ¿Vendrá Tommy? ¿Vendrá Robin? ¿Vendrá Anne?
—Sentaos —dijo David, severo y distante, y los niños le miraron extrañados y dolidos y se sentaron.
—Es demencial —dijo Dorothy. Estaba acalorada por el té caliente y por todo lo que se forzaba a callar.
—Claro que vendrán todos —dijo Harriet llorando… y se fue a su habitación corriendo.
—Es muy importante para ella —dijo David en tono exculpatorio.
—¿Y para ti no? —dijo Dorothy sarcásticamente.
—Verás, es como si Harriet no fuera ella misma —dijo David, y clavó la mirada en Dorothy para obligarla a mirarle. Pero no lo consiguió.
—¿Qué quiere decir que mi mamá no es ella misma? —preguntó Luke, de seis años, dispuesto a hacer un juego de palabras. Incluso quizás un acertijo. Pero estaba desconcertado. David le tendió un brazo y Luke se acercó a su padre, se acurrucó a su lado y alzó la cara hacia él.
—No pasa nada, Luke —dijo David.
—Tenéis que buscar alguien que os ayude —dijo Dorothy.
—Ya lo hemos intentado. —David le explicó lo que había pasado con las tres chicas amables y despreocupadas.
—No me extraña. ¿Quién quiere un trabajo honrado en estos tiempos? —dijo Dorothy—. Pero tenéis que encontrar a alguien. Y te diré que no pensaba acabar mis días como criada vuestra y de Sarah.
Luke y Helen miraron a su abuela incrédulos y se echaron a llorar. Dorothy se calmó tras una pausa y trató de consolarlos.
—Vamos, vamos, no pasa nada —dijo—. Ahora voy a acostar a Jane y a Paul. Vosotros dos, Luke y Helen, podéis acostaros solos. Yo subiré a daros las buenas noches. Y luego la abuelita se acostará también. Estoy cansada.
Los niños subieron las escaleras sumisos.
Harriet no volvió a bajar aquella noche; su marido y su madre sabían que se encontraba mal. Ya estaban acostumbrados a ello… pero no estaban acostumbrados al mal humor, las lágrimas, la crispación.
Cuando los niños estuvieron acostados, David hizo parte del trabajo que se había llevado a casa y se preparó un bocadillo; Dorothy bajó a prepararse té. Esta vez no intercambiaron su irritación; permanecieron en afable silencio, como dos viejos luchadores que afrontan juntos pruebas y dificultades.
David subió luego al gran dormitorio oscuro; las luces de una ventana de arriba de una casa vecina que quedaba a unos treinta metros proyectaba reflejos y sombras en el techo. Se quedó mirando la gran cama en la que descansaba Harriet. ¿Dormida? El pequeño Paul dormía junto a ella, destapado. David se inclinó cautelosamente, envolvió a Paul en su toquilla y lo llevó a su cuarto. Vio los ojos de Harriet brillar siguiendo sus movimientos.
Se metió en la cama y, como siempre, tendió el brazo para que ella apoyara en él la cabeza y para estrecharla.
Pero ella dijo:
—Mira —y le llevó la mano hacia su vientre.
Estaba casi en el tercer mes de embarazo.
El nuevo bebé aún no había dado señales de vida independiente, pero David sintió bajo la mano una sacudida, un movimiento bastante fuerte.
—¿No estarás de más tiempo del que creías? —Volvió a sentir otra vez el empuje; no podía creerlo.
Harriet se echó a llorar otra vez y él pensó, sabiendo que seguramente era injusto, que ella no respetaba las normas del pacto tácito que había entre ellos. ¡Las lágrimas y la pesadumbre nunca habían figurado en su programa!
Ella se sentía rechazada por él. Siempre habían disfrutado quedándose echados allí sintiendo la nueva vida, saludándola. Ella había esperado cuatro veces los primeros leves aleteos, fácilmente equívocos, luego ya seguros; la sensación era como si un pez soltara una burbuja; las leves respuestas a sus movimientos, su contacto e incluso —estaba convencida— sus pensamientos.
Aquella mañana, echada en la oscuridad antes de que los niños despertaran, había sentido en el vientre un golpeteo reclamando atención. Se había incorporado incrédula y se había quedado mirándose el vientre, todavía liso, aunque fláccido, y sintió un repiqueteo imperativo, como el de un tambor pequeño. Había procurado no parar en todo el día para no sentir aquellas llamadas del nuevo ser, distintas a todo cuanto había sentido las otras veces.
—Más vale que vayas a que el doctor Brett compruebe las fechas —dijo David.
Harriet no dijo nada, pensando que no hacía al caso; no sabía por qué.
Pero fue al médico.
—Bueno, quizá me equivocara en un mes —dijo el doctor Brett—. Pero si es así, has sido muy descuidada, Harriet.
No recibía más que reprimendas de todo el mundo; Harriet estalló:
—Cualquiera puede equivocarse.
El médico frunció el entrecejo al sentir los firmes movimientos del vientre de Harriet y comentó:
—Bueno, eso no es nada malo, ¿verdad?
Pero parecía indeciso. El doctor era un hombre atormentado; ya no era joven y, según había oído Harriet, tenía problemas matrimoniales. Ella siempre se había sentido bastante superior a él. Y hoy se sentía a su merced y, echada allí, bajo sus manos, miraba aquel rostro profesionalmente reticente deseando que le dijera algo más. ¿Qué? Que le diera una explicación.
—Tienes que tomártelo con calma —dijo, dándose la vuelta.
«Tómeselo con calma usted», murmuró ella a su espalda, y se reprendió: Vaca irascible.
A todo el que llegaba a pasar las Navidades le decían que Harriet estaba embarazada, que había sido un error, pero que ahora en realidad estaban contentos… Pero Dorothy dijo: «A mí no me incluyáis.» Todos tendrían que ayudar más que otras veces. Harriet no cocinaría, ni haría el trabajo de la casa, ni nada. Había que cuidarla.
En principio, todos se sorprendían al enterarse; luego bromeaban. Cuando David y Harriet entraban en las habitaciones llenas de familiares charlando, se hacía el silencio. Estaban criticándoles. Se atribuía a Dorothy todo el mérito de mantener la casa en funcionamiento. Se hablaba de la carga que supondría para el sueldo de David, que no era tan grande, en realidad. Se bromeaba sobre la probable reacción de James cuando se enterara. Luego empezaban las chanzas. Se alababa a David y a Harriet por su fertilidad y se hacían chistes sobre la influencia en la misma de su dormitorio. Ellos respondían a las bromas con alivio. Pero toda esta guasa tenía su filo y la gente miraba a los Lovatt de forma distinta. La paciente y firme virtud que les había unido, que había hecho que su casa se convirtiera en lo que era y convocara a toda aquella gente distinta de diversas partes de Inglaterra y también del mundo (James venía de las Bermudas, Deborah de Estados Unidos, y hasta Jessica había prometido hacer una breve aparición), esta virtud, fuera cual fuese, esta exigencia a la vida, que en el pasado se había recibido con respeto (reacio o generoso), mostraba ahora la otra cara: Harriet tendida en la cama, pálida y huraña, y luego bajando decidida a participar en la reunión sin conseguirlo, y volviéndose arriba; la ceñuda paciencia de Dorothy, que trabajaba de la mañana a la noche y a veces de noche también; y las quejas y las exigencias de atención de los niños, sobre todo del pequeño Paul.
El doctor Brett les mandó a otra chica del pueblo. Era, como las tres anteriores, agradable y perezosa, no se le ocurría hacer nada a menos que se lo mandaran, le ofendía la cantidad de trabajo que exigían cuatro niños. Pero le gustaban las tertulias y el ambiente de sociabilidad, y no tardó en compartir sus comidas y sentarse a la mesa con ellos; le parecía bastante normal que la sirvieran. Todos sabían que encontraría una excusa para marcharse en cuanto se fueran los agradables invitados.
Lo hicieron antes de lo habitual. No fue sólo Jessica (con sus chillones vestidos de verano, sin la menor concesión al invierno inglés, aparte de una fina chaqueta de punto) quien recordó que había prometido visitar a otras personas. Partió Jessica, y Deborah con ella. Las siguió James. Frederick tenía que acabar un libro. Bridget, la extasiada colegiala, encontró a Harriet echada apretándose el vientre con las manos, las lágrimas rodándole por las mejillas, quejándose de algún dolor impreciso, y le impresionó tanto que también ella se echó a llorar y dijo que siempre había sabido que todo aquello era demasiado bueno para que durara, y regresó con su madre, que había vuelto a casarse otra vez y que en realidad no quería tenerla en casa.
La chica que había ido a ayudar se marchó también y David buscó una niñera diplomada en Londres. Él no podía pagarla, pero James le había dicho que la pagaría él. Hasta que Harriet estuviera mejor, dijo. Estaba dejando bien claro, con irritación impropia de él, que Harriet había elegido aquella vida y que no debía esperar ahora que todos pagaran el pato.
Pero no pudieron encontrar niñera: todas querían irse al extranjero con familias de un hijo, o como mucho dos; o quedarse en Londres. Aquel pueblecito, los cuatro niños y otro en camino, las espantaba.
Así que fue a ayudar a Dorothy una prima de Frederick, una viuda venida a menos, Alice. Era rápida, minuciosa, nerviosa como un pequeño terrier gris. Tenía tres hijos mayores y nietos, pero decía que no quería ser una molestia para ellos, comentario que provocó secos comentarios de Dorothy que Harriet tomó como acusaciones. A Dorothy no le hacía gracia tener que compartir la autoridad con una mujer de su propia edad, pero no había más remedio. Al parecer, Harriet no podía hacer mucho.
Volvió al médico porque no podía dormir ni descansar debido a la energía del bebé, que parecía que se propusiera abrirse paso a través del vientre materno.
—Fíjese en esto —le dijo al médico mientras su vientre se alzaba, se agitaba, se calmaba—. Cinco meses.
El médico le hizo la revisión habitual y dijo:
—Es grande para cinco meses, pero no de una manera que pueda considerarse anormal.
—¿Ha visto usted antes algún caso como éste? —preguntó Harriet en un tono estridente, perentorio, y el médico la miró molesto.
—Pues claro que he visto niños vigorosos antes —dijo escuetamente.
—¿A los cinco meses? ¿Como éste? —insistió ella. Y él procuró escurrir el bulto, lo cual no era honrado, pensó Harriet.
—Te daré un calmante —le dijo. Para ella. Pero ella pensó que sería algo para calmar al bebé.
Y ahora, temiendo pedírselos al médico, pedía tranquilizantes a las amigas y a sus hermanas. No le dijo a David cuántos tomaba; era la primera vez que le ocultaba algo. La criatura estaba tranquila aproximadamente una hora después de medicarse, lo cual le concedía un descanso en aquella lucha y en aquel golpeteo incesantes. Era tan terrible que podría haber llorado de dolor. Por la noche, David la oía gemir, o llorar, pero ya no intentaba consolarla porque al parecer ya no le servía de nada que la rodeara con sus brazos.
—Dios mío —decía, o gruñía, o se quejaba y se sentaba de golpe, o se bajaba a gatas de la cama y salía de la habitación doblada, de prisa, huyendo del dolor.
Él no le ponía ya la mano en el vientre, como lo había hecho siempre afablemente, pues estaba ya fuera de su alcance controlar lo que sentía. No era posible que una criatura tan pequeña tuviera una fuerza tan alarmante; y sin embargo así era. Y Harriet parecía no atender a lo que le decía y daba la impresión de estar poseída, de haberse alejado de él en aquella batalla con el feto que él no podía compartir.
A veces, se despertaba y la veía recorriendo la habitación a oscuras, hora tras hora. Cuando al fin se acostaba, regulando la respiración, solía levantarse de nuevo, con una exclamación, y cuando se daba cuenta de que él estaba despierto bajaba al salón, donde podía pasear de un lado a otro, maldiciendo, gimiendo, llorando, sin que nadie estuviera mirándola.
Al acercarse las vacaciones de Semana Santa, las dos mujeres mayores hablaron de preparar la casa. Y Harriet dijo:
—No pueden venir. Es imposible que vengan.
—Contarán con ello —dijo Dorothy.
—Podemos arreglárnoslas —dijo Alice.
—No —dijo Harriet.
Lamentaciones y protestas de los niños; pero Harriet no se ablandó. Esto irritó aún más a Dorothy. Allí estaban ella y Alice, dos mujeres capacitadas, que hacían todo el trabajo, y lo menos que podría hacer Harriet…
—¿Estás segura de que no quieres que vengan? —preguntó David (los niños le habían suplicado que la convenciera).
—Oh, haz lo que quieras —dijo Harriet.
Pero cuando llegó la Semana Santa, se demostró que Harriet tenía razón. No fue un éxito. Su expresión tensa y absorta, allí sentada a la mesa, rígida, preparada para el golpe o la punzada siguiente, interrumpía la conversación, impedía que los demás lo pasaran bien, que se divirtieran.
—¿Pero qué es lo que tienes ahí? —preguntó William, jocoso pero preocupado, viendo agitarse el vientre de Harriet—. ¿Un luchador?
—Sabe Dios —dijo Harriet con amargura; no bromeaba—. ¿Cómo voy a poder llegar a julio? —preguntó, consternada, en voz baja—. ¡No puedo! ¡Sencillamente no puedo!
Todos (también David) pensaban que sólo estaba agotada porque aquel nuevo hijo llegaba demasiado pronto. Había que animarla. Sola con su padecimiento (y tenía que estarlo, lo sabía, y no culpaba a su familia por no aceptar lo que ella se veía poco a poco obligada a aceptar), se sumió en el silencio, el mal humor, recelosa de todos ellos y de lo que pensaban de ella. Lo único que la aliviaba era mantenerse en movimiento.
Si una dosis de algún calmante mantenía quieto al enemigo (así consideraba ahora a aquella criatura salvaje que llevaba dentro) durante una hora, entonces aprovechaba al máximo el tiempo y dormía, un sueño rápido, aferrándolo, absorbiéndolo, antes de saltar de la cama cuando despertaba con un empujón y un estirón que la ponía enferma. Entonces fregaba la cocina, la sala de estar, las escaleras; limpiaba los cristales, rechazando enérgicamente con todo su cuerpo el dolor. Insistía en que su madre y Alice la dejaran trabajar y cuando le decían que no hacía falta volver a fregar la cocina, ella decía: «Por la cocina no, por mí sí.» A la hora del desayuno podía llevar trabajando ya tres o cuatro horas y parecía extenuada. Llevaba a David a la estación, y a los dos niños mayores al colegio, luego aparcaba el coche en cualquier sitio y caminaba. Corría casi por las calles que apenas veía, hora tras hora, hasta que se daba cuenta de que llamaba la atención. Entonces se iba fuera del pueblo, y caminaba de prisa, o corría por los caminos rurales. La gente que pasaba en coche se volvía, extrañada al ver a aquella mujer apresurada, pálida, con el cabello flotando, la boca abierta, jadeante, los brazos apretados delante. Si se paraban para ofrecerle ayuda, sacudía la cabeza y seguía corriendo.
Pasó el tiempo. Pasó, aunque ella vivía en un orden temporal distinto de quienes la rodeaban… y diferente también del de la mujer embarazada, que es lento, que es un calendario del crecimiento del nuevo ser oculto. Su tiempo era aguantar, reprimir el dolor. Fantasmas y espectros habitaban su mente. Solía pensar: «Supongo que esto es lo que siente la pobre madre cuando los científicos hacen experimentos uniendo dos tipos diferentes de animales, de tamaño distinto.» Imaginaba patéticas criaturas deformes, espantosamente reales para ella, fruto de un dogo alemán o un barzoi y un perrito de aguas; de un caballo de tiro y un burrito; de un tigre y una cabra. En ocasiones, le parecía sentir unas pezuñas rasgando la tierna carne de su interior, a veces eran garras.
Por la tarde iba a buscar a los niños al colegio y luego a esperar a David a la estación. Daba vueltas por la cocina mientras los demás cenaban, aconsejaba a los niños que vieran la televisión y luego subía a la tercera planta, donde recorría de prisa el pasillo de un lado a otro.
Los familiares oían sus pisadas rápidas y pesadas allá arriba y evitaban mirarse.
Pasó el tiempo. Pasó realmente. El séptimo mes fue mejor debido a la cantidad de medicamentos que tomaba. Asustada por la distancia que había interpuesto entre ella y su marido, entre ella y los niños, su madre, Alice, ahora planificaba el día con un objetivo: parecer normal desde las cuatro, hora a la que Helen y Luke salían del colegio, hasta las ocho o las nueve en que se acostaban. No parecía que los medicamentos la afectaran mucho; estaba deseando que la dejaran sola para comunicarse con el bebé, el feto: aquella criatura con la que estaba encerrada en una lucha por la supervivencia. Y durante aquellas horas el bebé estaba tranquilo, y si daba muestras de despertar, tomaba más calmantes.
Oh, qué ganas tenían todos de darle de nuevo la bienvenida al seno de la familia, de que volviera a ser normal, a ser ella misma; ellos ignoraban, porque ella quería que lo ignoraran, su tensión, su fatiga.
A veces, David la rodeaba con los brazos y le decía:
—Oh, Harriet, ¿estás bien?
Faltan dos meses.
—Sí, sí, estoy bien. De verdad.
Y se dirigía en silencio a aquel ser interior que se acurrucaba en su vientre: «Estate quieto o tomo otra pastilla.» Y le parecía que la oía y la entendía.
Una escena en la cocina: la cena de la familia. David y Harriet presidiendo ambos extremos de la mesa. Luke y Helen juntos a un lado. El pequeño Paul, siempre ansioso de mimos (su madre le daba tan pocos), en brazos de Alice. Jane sentada junto al sitio de Dorothy, que estaba ante el fogón, con el cucharón en la mano. Harriet miraba a su madre, una mujer grande y saludable de cincuenta y tantos años, con su mata de rizos gris hierro, la cara ruborosa, los ojos azules grandes «como chupa-chups» (una broma familiar) y pensaba: «Soy tan fuerte como ella. Sobreviviré.» Y sonreía a Alice, delgada, nervuda, resistente, vigorosa, y volvía a pensar: «Estas mujeres mayores, míralas, lo han superado todo.»
Dorothy sirvió la sopa de verduras. Se sentó cómodamente ante su plato. Circuló por la mesa la gran panera con el pan.
La dicha había vuelto y se sentaba con ellos a la mesa (y por debajo de la mesa, sin que se viera, Harriet tenía la mano sobre el enemigo: Cállate).
—Un cuento —pidió Luke—. Anda, papi, un cuento.
Cuando había colegio al día siguiente, los niños cenaban pronto y se iban a la cama. Pero los viernes y los sábados cenaban con los mayores y durante la cena les contaban un cuento.
Allí, en la cocina acogedora, cálida, impregnada del olor de la sopa, estaban a salvo. La noche desapacible quedaba fuera. Mayo. No estaban echadas las cortinas. Una rama cruzaba la ventana, una rama primaveral, llena de brotes prístinos, pálida a la luz crepuscular, pero el viento que daba en los cristales había sido empujado hacia el sur desde algún iceberg o algún campo nevado. Harriet tomaba la sopa a grandes cucharadas y migaba pan en ella. Tenía un apetito inmenso, insaciable, tanto que se avergonzaba y hacía incursiones a la nevera cuando no la veían. Solía hacer un alto en sus peregrinaciones nocturnas para atracarse con lo que encontrara. Hasta tenía escondrijos secretos como los alcohólicos, sólo que ella escondía comida: chocolate, pan, pasteles. David empezó:
—Dos niños, un niño y una niña, fueron un día al bosque a correr una aventura. Se adentraron mucho en el bosque. Era un día caluroso, pero bajo los árboles hacía fresco. Vieron un ciervo que estaba tumbado, descansando. Los pájaros revoloteaban a su alrededor y cantaban para ellos.
Se interrumpió para tomar la sopa. Helen y Luke estaban inmóviles, con la mirada fija en él. Jane también escuchaba, pero de otra forma: miraba a sus hermanos para ver cómo acogían el cuento y les imitaba, clavando los ojos en su padre.
—¿Cantan para nosotros los pájaros? —preguntó Luke vacilante, ceñudo. Tenía una expresión firme, severa; y, como siempre, pedía la verdad—. Cuando estamos en el jardín y cantan los pájaros, ¿lo hacen para nosotros?
—Claro que no, tonto —le dijo Helen—. Era un bosque encantado.
—Claro que cantan para vosotros —dijo Dorothy con firmeza.
Los niños, calmada un poco el hambre, permanecían sentados con la cuchara en la mano y los ojos muy abiertos fijos en su padre. Harriet sentía opresión en el pecho: era aquella absoluta confianza, aquel desvalimiento de los niños lo que la agobiaba. La televisión estaba puesta; una voz informaba en tono indiferente de profesional de unos asesinatos cometidos en un suburbio londinense. Fue con paso torpe a apagarla, volvió a su sitio laboriosamente, se sirvió más sopa, migó en ella más pan… Oía la voz de David, que aquella noche era la voz del narrador que con tanta frecuencia se escuchaba allí en la cocina, la suya, la de Dorothy…
—Y cuando los niños sintieron hambre, encontraron un arbusto cargado de bombones. Encontraron luego una charca de zumo de naranja. Sintieron sueño y se echaron bajo un arbusto cerca del ciervo. Y cuando despertaron, dieron las gracias al ciervo y siguieron su camino.
»De pronto, la niñita descubrió que estaba sola. Ella y su hermano se habían extraviado. Y quería volver a casa. Pero no sabía qué camino tomar. Buscó entonces otro ciervo amigo o un gorrión o cualquier pájaro que le dijera dónde estaba y le enseñara el camino para salir, del bosque. Vagó perdida durante mucho tiempo y luego volvió a sentir sed. Se inclinó para beber en una charca, preguntándose si sería de zumo de naranja; pero era de agua, agua pura y cristalina del bosque, que sabía a hierbas y a piedras. Se llevó el agua a la boca con las manos.
Los niños cogieron los vasos y bebieron. Jane entrelazó los dedos para formar un cuenco.
—Se sentó junto a la charca. Pronto oscurecería. Se inclinó hacia la charca para ver si había algún pez que le enseñara el camino para salir del bosque y entonces vio algo que no esperaba. La cara de una niña que la miraba fijamente. Ella nunca había visto aquella cara. Y aquella niña extraña sonreía, pero era una sonrisa desagradable, no era una sonrisa amistosa, y la niñita pensó entonces que aquella otra niña iba a salir del agua y a tirarla a la charca…
Un hondo suspiro de disgusto, de Dorothy, a quien el cuento le parecía demasiado aterrador para la hora de acostarse.
Pero los niños escuchaban con tensa atención. El pequeño Paul, que lloriqueaba en el regazo de Alice, se ganó un «Calla, cierra la boca» de Helen.
—Phyllis… que así se llamaba la niña… nunca había visto unos ojos tan espantosos.
—¿Es la Phyllis de mi colegio? —preguntó Jane.
—No —dijo Luke.
—No —dijo Helen.
David se había interrumpido. Al parecer, para inspirarse. Estaba ceñudo, tenía una expresión absorta, como si le doliera la cabeza. En cuanto a Harriet, tenía ganas de gritar: «¡Cállate, no sigas! Estás hablando de mí… ¡eso es lo que piensas de mí!» No podía creer que David no se diera cuenta.
—¿Y qué pasó? —preguntó Luke—. ¿Qué pasó exactamente?
—Espera —dijo David—. Espera, mi sopa… —Se puso a comer.
—Yo sé lo que pasó —dijo Dorothy con decisión—. Phyllis decidió alejarse de aquella desagradable charca de inmediato. Y echó a correr por un sendero a toda prisa hasta que tropezó con su hermano. Él la estaba buscando. Se cogieron de la mano y salieron corriendo del bosque y llegaron sanos y salvos a su casa.
—Así fue, exactamente —dijo David. Sonreía pesaroso, pero parecía absorto.
—¿Fue eso lo que de verdad de verdad pasó, papi? —preguntó Luke, anhelante.
—Desde luego —dijo David.
—¿Quién era la chica de la charca, quién era? —preguntó Helen mirando primero a su padre y luego a su madre.
—Ah, sólo una chica encantada —dijo David en un tono indiferente—. No tengo ni idea. Sencillamente se materializó allí en la charca.
—¿Qué es materializarse? —preguntó Luke, pronunciando la palabra con dificultad.
—Es hora de acostarse —dijo Dorothy.
—¿Pero qué es materializarse? —insistió Luke.
—¡No hemos tomado pastel! —gritó Jane.
—No hay pastel, hay fruta —dijo Dorothy.
—¿Qué es materializarse, papi? —insistió Luke anhelante.
—Pues materializarse es cuando algo que no está ahí, de repente está ahí.
—¿Pero por qué, por qué pasa? —gimió Jane, acongojada.
—Vamos, niños, arriba —dijo Dorothy.
Helen tomó una manzana, Luke otra y Jane sacó un poco de pan del plato de su madre con una sonrisa rápida, intencionada, maliciosa. A ella no le había impresionado el cuento.
Los tres niños subieron las escaleras alborotando, el pequeño Paul les siguió con la mirada, excluido, haciendo pucheros, a punto de echarse a llorar. Alice se levantó con él rápidamente y siguió a los niños, diciendo:
—¡A mí nadie me contaba cuentos cuando yo era pequeña!
Resultaba difícil saber si se trataba de una queja o quería decir: «Y fue una suerte.»
Luke apareció de pronto en el descansillo:
—¿Vendrán todos en las vacaciones de verano?
David miró preocupado a Harriet. Luego desvió la vista. Dorothy miró fijamente a su hija.
—Sí —dijo Harriet débilmente—. Claro.
—¡Ha dicho que claro! —gritó Luke escaleras arriba.
—Hará muy poco que habrás dado a luz —dijo Dorothy.
—Es cosa tuya y de Alice —dijo Harriet—. Si os parece que no podréis arreglaros, tenéis que decirlo.
—A mí me parece que puedo —dijo Dorothy secamente.
—Sí, ya lo sé —se apresuró a decir David—. Eres maravillosa.
—Y tú no sabes lo que harías…
—No —dijo David. Y añadió dirigiéndose a Harriet—: Será mucho mejor que pospongamos las cosas y que vengan todos en Navidad.
—Los niños se llevarán un gran disgusto —dijo Harriet.
No parecía su vieja obstinación, su tono era liso e indiferente.
Su marido y su madre la miraron extrañados, tanto que Harriet se dio cuenta de que la observaban, distantes, duros.
—Bueno, a lo mejor este niño nace antes. Seguramente lo hará —dijo lúgubremente. Sonrió con esfuerzo y de pronto se incorporó, y exclamó: «¡Tengo que moverme, he de hacerlo!», e inició su persistente y laborioso caminar a un lado y a otro, arriba y abajo.
A los ocho meses fue al médico y le pidió que le provocara el parto.
El doctor Brett la miró con expresión crítica y le dijo:
—Creía que no eras partidaria de eso.
—No lo soy. Pero esto es distinto.
—No veo en qué.
—Porque no quiere verlo. No es usted quien carga con este… —se guardó monstruo, temiendo contrariarlo—. Mire —añadió, procurando mostrarse tranquila, pero el tono de voz era irritado y acusador—, ¿diría usted que soy una mujer irracional? ¿Histérica? ¿Problemática? ¿Sencillamente una pobre histérica?
—Yo diría que estás absolutamente agotada. Exhausta. Nunca te resultaron fáciles los embarazos, ¿verdad? ¿O es que lo has olvidado? Te he visto ahí sentada durante los embarazos anteriores con todo tipo de problemas, y lo afrontaste y lo aguantaste todo perfectamente, con gran mérito, desde luego.
—Pero no es lo mismo, doctor; esto es absolutamente distinto. No entiendo cómo no se da cuenta. ¿Pero cómo no lo puede ver?
Le indicó el vientre, que subía y bajaba y bullía (así lo sentía ella) mientras permanecía allí sentada.
El médico miró el vientre, indeciso; suspiró, y le extendió una receta de calmantes.
No, no podía verlo. Más bien no quería… ésa era la cuestión. Y no sólo él sino todos los demás… no querían ver lo diferente que era aquello.
Y mientras caminaba, se apresuraba, corría por los senderos, Harriet imaginaba que cogía el cuchillo grande de cocina, se abría el vientre, sacaba al niño… y cuando los ojos de ambos se encontraran realmente, después de aquella lucha ciega… ¿qué vería?
Los dolores empezaron antes de tiempo, casi un mes antes. Los partos de Harriet, en cuanto empezaban, siempre habían sido rápidos. Dorothy telefoneó a David a Londres y llevó inmediatamente a Harriet al hospital. Harriet había sorprendido a todos insistiendo, por primera vez, en ir al hospital.
Cuando llegó al hospital, los dolores eran fuertes, intensos, mucho más que los que había sufrido en los partos anteriores, estaba segura. Parecía que el niño luchaba por abrirse camino. Estaba magullada… lo sabía. Debía de tener una gran magulladura negra interna… y nadie lo sabría nunca.
Cuando llegó por fin el momento en que podía olvidarse ya de todo, gritó:
—¡Gracias a Dios, gracias a Dios, al final ha pasado!
Oyó decir a una enfermera:
—Vaya un bandido, mírenle.
Luego, una voz de mujer le decía:
—Señora Lovatt, señora Lovatt, ¿está usted despierta? ¡Vamos, despierte! Está aquí su marido, querida. Tiene usted un chico sano.
—Un verdadero luchador —dijo el doctor Brett—. Ha salido luchando contra todo el mundo.
Se incorporó con dificultad, porque sentía la mitad inferior del cuerpo demasiado dolorida para moverse. Le pusieron el niño en los brazos. Cuatro kilos y medio. Ninguno de los otros había pesado más de tres kilos. Era musculoso, amarillento, largo. Parecía que quisiera ponerse de pie clavándole los pies en el costado.
—Es un chavalín simpático —dijo David, en tono consternado.
No era un bebé guapo. No parecía en absoluto un bebé. Parecía jorobado, echado allí, como encogido. La frente le subía desde las cejas hasta la coronilla. El pelo le crecía de una forma extraña desde la doble coronilla en que se iniciaba una cuña o triángulo que le bajaba hasta la frente, echado hacia delante en un tupido rastrojo amarillento, mientras que por los lados y por detrás, le crecía hacia abajo. Tenía las manos gruesas y fuertes, de palmas musculosas. Abrió los ojos y miró a su madre directamente a la cara. Eran unos ojos fijos, verdeamarillentos, como trozos de esteatita. Cuánto había deseado Harriet mirar cara a cara a aquella criatura que creía que había estado intentando hacerle daño… Pero no vio ningún signo de reconocimiento en aquella mirada. Y le dio una gran lástima; pobre bestezuela, que tanto le disgustaba a su madre… pero se oyó decir con nerviosismo, procurando sonreír:
—Parece un gnomo, o un duende o algo así —y le abrazó, para compensar. Pero le sintió tenso y rígido.
—Vamos, Harriet —dijo el doctor Brett, disgustado con ella. Y ella se dijo: «He pasado por esto con el doctor Brett cuatro veces y siempre fue maravilloso; y ahora él parece un maestro de escuela.»
Se descubrió un seno y ofreció el pezón al niño. Las enfermeras, el médico, su madre y su marido miraban atentos, sonriendo como exigía la ocasión. Pero no había ambiente festivo, triunfal, ni champán; al contrario, estaban todos tensos, recelosos. Tras un firme movimiento reflejo de succión, el bebé cerró con fuerza las encías sobre el pezón; Harriet se encogió. El niño la miró y mordió, con fuerza.
—Vaya —dijo Harriet, procurando sonreír, retirándole del pecho.
—Pruebe un poco más —dijo la enfermera.
El pequeño no lloraba. Harriet lo mantuvo a distancia, desafiando con la mirada a la enfermera para que lo cogiera. La enfermera lo cogió con los labios fruncidos y le acostó sin que protestara en la cuna. Desde que había nacido no había llorado, aparte del primer gemido de protesta, o de sorpresa quizá.
Llevaron a los cuatro niños a ver a su nuevo hermanito al hospital. Las otras dos mujeres que compartían la habitación con Harriet se habían levantado y se habían llevado a sus bebés a la sala de día. Harriet se había negado a levantarse de la cama. Dijo a los médicos y enfermeras que necesitaba tiempo para que curaran sus heridas internas; lo dijo en un tono casi desafiante, indiferente y ajena a las miradas críticas.
David estaba a los pies de la cama, con el pequeño Paul en brazos. Harriet añoraba a aquel niñito, su bebé, del que se había visto separada tan pronto. Le gustaba su aspecto, su carita cómica y delicada, los delicados ojos azules (como campanillas, pensaba ella) y aquellas piernas y aquellos bracitos… era como si estuviera acariciándole y le apretara luego los piececitos. Un bebé real, un niñito real…
Los tres niños mayores contemplaban al recién llegado, tan distinto a todos ellos, como de una sustancia diferente, le parecía a Harriet. Esto se debía en parte a que aún estaba reaccionando al aspecto del niño basándose en lo distinto que había sido el embarazo, pero también en parte a su pesadez cetrina y torpe. Y luego aquella extraña cabeza que tenía, en declive desde los bordes de las cejas.
—Le pondremos Ben —dijo Harriet.
—¿De veras? —dijo David.
—Sí, le va bien.
Luke a un lado y Helen al otro, cogieron las manitas de Ben y dijeron: «Hola, Ben, Hola, Ben.» Pero el bebé no les miró.
Jane, la niña de cuatro años, le cogió un pie con la mano, luego con las dos manos, pero él pataleó vigorosamente para que le soltara.
Harriet se sorprendió preguntándose cómo sería la madre, la que diera la bienvenida a aquel… ser extraño.
Se quedó una semana en la cama, es decir, hasta que creyó que podía afrontar lo que le aguardaba, y entonces se fue a casa con su nuevo hijo.
Aquella noche, se sentó en el lecho conyugal, apoyada en un montón de almohadones, a dar de mamar al bebé. David les contemplaba.
Ben mamaba tan vigorosamente que vació el primer pecho en menos de un minuto. Siempre cerraba con fuerza las encías cuando el pecho, estaba ya casi vacío, así que tenía que retirarle antes de que lo hiciera. Era como si le privara cruelmente del pecho; sintió que la respiración de David cambiaba. Ben gruñó furioso, aferrándose como una sanguijuela al otro pecho, y mamó tan fuerte que ella tenía la sensación de que iba a tragarse el pecho entero. Esta vez le dejó seguir hasta que el niño cerró bien fuerte las encías y entonces Harriet dio un grito y le retiró del pecho.
—Es extraordinario —dijo David, dándole el apoyo que necesitaba.
—Sí, lo es. No tiene absolutamente nada de ordinario.
—Pero está perfectamente. No es más que…
—Un bebé sano y normal —dijo Harriet, con amargura, citando lo que habían dicho en el hospital.
David guardó silencio; no podía soportar aquella irritación, aquella acritud de Harriet.
Ella alzó en el aire al bebé, que forcejeaba, pataleaba, lloraba de aquella forma peculiar, consistente en una especie de rugido o bramido, mientras se ponía blancoamarillento de rabia, en vez de colorado como un bebé normal.
Cuando la madre le sostenía para que eructara, parecía como si estuviera de pie en sus brazos y ella se sentía débil y amedrentada pensando que había estado a merced de aquella fuerza en su interior hasta hacía tan poco. Había luchado durante meses por salir, igual que ahora que le tenía sujeto luchaba por soltarse, para ser independiente.
Cuando le acostó, aliviada, como siempre, pues le dolían muchísimo los brazos, chilló furioso; no se durmió pero se calló enseguida y se quedó bien despierto, con la mirada atenta y encogiendo y estirando todo el cuerpo en aquel firme movimiento impulsor de los talones y de la cabeza que tan bien conocía Harriet: aquello era lo que durante el embarazo le producía la sensación de que iba a rasgarla.
Volvió a la cama junto a David. Él estiró el brazo para que se echara a su lado, apoyada en él, pero ella se sentía traidora y falsa, porque si él hubiera sabido lo que estaba pensando no le habría gustado.
Se cansó enseguida de dar el pecho a Ben. No era que no medrara, que sí lo hacía. Al mes de nacer (cuando habría tenido menos de una semana si no hubiera nacido antes de tiempo) había engordado kilo y medio.
Harriet sentía los pechos doloridos. Al tener que producir más leche que nunca, se le hinchaban como dos globos blancos rebosantes mucho antes de la siguiente toma. Pero Ben ya gruñía pidiéndola, así que le daba de mamar; y extraía hasta la última gota en dos o tres minutos. Era como si le extrajeran la leche a chorros. Ben había empezado a hacer algo nuevo: interrumpía la frenética succión varias veces durante una toma y cerraba las encías con aquel firme movimiento triturador que la hacía gritar de dolor. Sus ojillos fríos le parecían malévolos.
—Voy a empezar a darle biberón —le dijo a Dorothy, que observaba esta lucha con la misma expresión, pensó Harriet, que ponían todos cuando miraban a Ben. Estaba absolutamente callada y absorta, fascinada, hipnotizada casi, pero también había en su mirada repulsión. ¿Y quizá miedo?
Harriet esperaba que su madre protestara diciendo «¡Pero si sólo tiene cinco semanas!»; pero Dorothy dijo:
—Sí, tienes que hacerlo o acabarás enfermando.
Algo más tarde, viendo a Ben gruñir y retorcerse y forcejear, comentó:
—Pronto vendrán todos a pasar el verano. —Hablaba de una forma distinta, como atenta a lo que decía y temerosa de lo que pudiera decir. Harriet se dio cuenta porque era así exactamente como se sentía ella cuando hacía algún comentario. Así habla la gente cuyos pensamientos fluyen ocultos por caminos secretos que prefieren que los demás ignoren.
Aquel mismo día, Dorothy entró en la habitación en que Harriet daba de mamar a Ben y la vio retirando al niño de los pechos, completamente amoratados alrededor de los pezones. Le dijo:
—Tienes que hacerlo. Inmediatamente. He comprado la leche y los biberones. Se están esterilizando.
—Sí, quítale el pecho —dijo David, aceptándolo de inmediato, aunque a los otros cuatro les había dado el pecho durante meses y nunca habían usado biberón.
Los adultos, Harriet y David, Dorothy y Alice, estaban sentados alrededor de la mesa grande, los niños se habían ido a la cama, y Harriet probó a dar el biberón a Ben. Lo vació en un momento, mientras se encogía y estiraba, poniendo las rodillas sobre el estómago y estirándolas luego como un resorte. Gruñó al biberón vacío.
—Dale otro —dijo Dorothy y se puso a prepararlo.
—Vaya apetito —dijo Alice animosa, esforzándose por ser amable, aunque parecía aterrada.
Ben vació el segundo biberón. Lo sujetaba con ambos puños. Casi no hacía falta que Harriet lo aguantara.
—Niño de Neanderthal —dijo Harriet.
—Oh, vamos, pobre chavalín —dijo David, molesto.
—Por amor de Dios, David —dijo Harriet—, sería más razonable que dijeras pobre Harriet.
—De acuerdo, de acuerdo… esta vez los genes nos han salido con algo especial.
—Pero con qué, ésa es la cuestión —dijo Harriet—. Qué es.
Todos guardaron silencio; bueno, en realidad, su silencio decía que preferían no afrontar las implicaciones de aquello.
—Muy bien —dijo Harriet—. Digamos que tiene un saludable apetito, si es que eso contenta a todo el mundo.
Dorothy cogió la forcejeante criatura de los brazos de Harriet, que se recostó exhausta en la butaca. La expresión de Dorothy cambió al sentir el incómodo peso del niño, la intransigencia, y cambió de postura para que Ben no pudiera alcanzarla con las piernas pataleantes.
Al poco tiempo Ben tomaba diez o más biberones diarios, el doble de lo recomendado para su edad.
Cogió una infección láctea y Harriet le llevó al doctor Brett.
—Un niño alimentado con la leche materna no debe coger infecciones —dijo.
—Es que ya no le doy el pecho.
—¡Eso no es propio de ti, Harriet! ¿Qué tiempo tiene ahora?
—Dos meses —dijo Harriet. Se abrió el vestido y le enseñó los senos, todavía repletos de leche, como si respondieran al insaciable apetito de Ben. Estaban llenos de cardenales alrededor de los pezones.
El doctor Brett contempló en silencio aquellos pobres pechos y Harriet observó su expresión sincera y preocupada de médico ante algo que se le escapaba.
—Mal chico —admitió, y Harriet se echó a reír a carcajadas, perpleja.
El doctor Brett se ruborizó, la miró a los ojos un momento aceptando su reproche y desvió la vista.
—Lo único que necesito es que me recete algo para la diarrea —dijo Harriet. Y añadió con deliberación, mirándole, deseando que él la mirara—. Después de todo, no quiero matar a ese pequeño bruto.
El médico suspiró, se quitó las gafas y las limpió despacio. Estaba ceñudo, pero no la censuraba a ella.
—No es nada anormal coger aversión a un hijo —dijo—. Por desgracia, es algo que veo todos los días.
Harriet guardó silencio, pero sonreía desagradablemente, y lo sabía.
—Déjame echarle un vistazo.
Harriet sacó a Ben del cochecito y lo colocó en la camilla. Él se volvió inmediatamente boca abajo e intentó gatear. En realidad, lo consiguió un momento antes de derrumbarse.
Harriet miraba fijamente al doctor Brett, pero éste volvió a su escritorio a extender la receta.
—Desde luego es evidente que no le pasa nada grave —dijo, con el mismo tono desconcertado y ofendido que despertaba Ben en todo el mundo.
—¿Ha visto usted alguna vez hacer eso a un bebé de dos meses? —insistió ella.
—No, he de admitir que no. Bueno, tenme al corriente de cómo le va.
Se comunicó a la familia que el nuevo bebé había nacido sin problema y que todo iba bien. Con lo cual se indicaba que Harriet estaba bien. Recibieron muchas cartas y llamadas telefónicas, diciéndoles que tenían muchas ganas de que llegara el verano. Decían: «Estamos deseando ver al nuevo bebé.» Decían: «¿Sigue el pequeño Paul tan encantador?» Llegaron con vino y productos de todo el país y diferentes personas estuvieron haciendo conservas de fruta y mermeladas y salsas con Alice y Dorothy. Todo un enjambre de niños jugaba en el jardín o iba de excursión al bosque. El pequeño Paul, tan cariñoso y encantador, siempre estaba en brazos de alguien y su risa se oía en todas partes: aquél era su verdadero carácter, ensombrecido por Ben y sus exigencias.
Como la casa estaba tan llena, habían puesto a los niños mayores en una misma habitación. Ben estaba ya en una cuna con altos laterales de barrotes, donde pasaba el tiempo incorporándose hasta alcanzar la posición de sentado, cayéndose, dando vueltas, incorporándose… Llevaron la cuna a la habitación de los niños mayores, con la esperanza de que junto a sus hermanos y primos Ben se hiciera sociable y cariñoso. No dio resultado. Les ignoraba, no reaccionaba a sus requerimientos y sus voces (o más bien, bramidos) hicieron gritar a Luke: «¡Oye, cierra el pico!» Y luego se echó a llorar por su grosería. Helen, que estaba en edad de dar mimos a un bebé, intentó coger a Ben, pero el niño era demasiado fuerte. Instalaron en el desván a todos los demás niños que había en la casa; allí podían hacer todo el ruido que quisieran y Ben volvió a su habitación, «el cuarto del bebé», y desde allí oían sus gruñidos y resuellos y gritos de frustración cuando intentaba realizar alguna proeza de fuerza y fallaba.
Cuando lo preguntaban, se decía a todos que podían coger en brazos al nuevo bebé, pero resultaba penoso verles cambiar de expresión ante semejante fenómeno. Lo devolvían en seguida. Un día, al entrar en la cocina, Harriet oyó a su hermana Sarah que le decía a una de sus primas:
—Ben me pone carne de gallina. Parece un trasgo o un pigmeo o algo así. Prefiero a mi pobrecita Amy.
Esto torturó a Harriet de remordimientos; pobre Ben, nadie podía quererle. ¡Ella desde luego no podía! Y David, el buen padre, apenas le tocaba. Sacó a Ben de aquella cuna tan parecida a una jaula, y lo llevó a la cama grande y se sentó con él.
—Pobre Ben, pobre Ben —canturreó, acariciándole. Él le agarró la blusa con ambas manos, estiró y se puso de pie apoyándose en su cadera. Los piececitos duros le hacían daño. Intentó abrazarle, convencerle de que se echara suavemente en sus brazos… pronto renunció y volvió a ponerle en su corralito o jaula… soltó un rugido de frustración porque le habían echado y ella le tendió los brazos, «Pobre Ben, pobre Ben», y él le agarró las manos y se incorporó y se quedó de pie gruñendo y gritando triunfal. Cuatro meses… Era como un pequeño gnomo colérico y hostil.
Se propuso ir a verle todos los días cuando los otros niños no estaban en casa y llevarle a su cama para jugar con él y acariciarle un rato, como había hecho con todos los demás. Nunca, ni una sola vez, se entregó él un instante al cariño. Se resistía, pugnaba, forcejeaba… y luego volvió la cabeza y cerró las mandíbulas sobre el pulgar de su madre. Pero no como lo haría un bebé normal, mordiendo para aliviar el dolor de la dentición o explorar las posibilidades de la boca, de la lengua. Harriet sintió que le doblaba el hueso y advirtió su fría mueca de triunfo.
Se oyó decir: «No acabarás conmigo. No te lo permitiré.»
Pero siguió intentando durante un tiempo convertirle en un niño corriente. Le bajaba al salón donde estaba toda la familia y le colocaba allí en el corralito… hasta que su presencia afectaba a la gente, que procuraba marcharse. O le llevaba a la mesa en brazos, como había hecho con los otros… pero no podía sujetarle, era demasiado fuerte.
A pesar de Ben, las vacaciones de verano fueron maravillosas. Duraron de nuevo dos meses. Y de nuevo el padre de David, en una breve visita, les dio un cheque sin el cual no habrían salido adelante.
—Estar en esta casa es como estar en medio de un gran pastel de frutas —dijo James—. Sólo Dios sabe cómo lo conseguís.
Pero luego, cuando Harriet pensaba en aquellos días, recordaba cómo miraban todos a Ben. Solían dedicarle una larga mirada atenta, perpleja, inquieta incluso; y luego aparecía el miedo, aunque todos procuraban disimularlo. Y también el horror. Que era exactamente lo que sentía la propia Harriet, cada vez con mayor intensidad. Empezó a dejar a Ben en su habitación, lejos de todo el mundo. No parecía que a él le importara, ni que reparara en ello siquiera. Era difícil saber lo que pensaba de los demás.
Harriet yacía en los brazos de David una noche antes de dormirse, hablando del día, como hacían siempre, y comentó, entre un flujo de pensamientos sobre el verano:
—¿Sabes para qué está bien esta casa? ¿Por qué viene la gente? Por pasar un rato agradable, sólo por eso.
A él le sorprendió esto. Harriet advirtió que le asombraba incluso.
—¿Pero por qué otra cosa lo hacemos? —le preguntó.
—No sé —dijo ella; parecía desolada. Luego se dio la vuelta y él la oyó llorar. Todavía no habían vuelto a hacer el amor. Lo cual nunca había ocurrido antes. Hacer el amor durante el embarazo y casi inmediatamente después del parto nunca había constituido un problema en su caso. Pero ahora ambos pensaban: ésa criatura llegó a pesar de que hicimos todo lo que sabíamos. Supongamos que llega otro igual. Pues ambos creían (en secreto, se avergonzaban de lo que pensaban de Ben) que había querido nacer él mismo, que había invadido su normalidad por decisión propia, que no tenían defensas contra él ni contra ninguna otra criatura como él. El no hacer el amor no sólo creaba tensión en ambos, sino también una barrera, porque tenían que recordarse continuamente la amenaza que pesaba sobre ellos.
Luego ocurrió algo grave. Justo después de que se marchara la familia y de que empezara el colegio, Paul fue solo a la habitación de Ben. De todos los hermanos, era él al que más fascinaba Ben. Harriet había ido a llevar a los mayores al colegio y Dorothy y Alice oyeron los gritos desde la cocina. Subieron corriendo y se encontraron con que Paul había metido la mano entre los barrotes de la cuna de Ben, que se la había agarrado y se la apretaba fuerte contra los barrotes, doblándole deliberadamente el brazo hacia atrás. Las dos mujeres liberaron a Paul. No se molestaron en reñir a Ben, que gritaba encantado con lo que había hecho. Paul tenía el brazo gravemente dislocado.
Nadie se atrevía a decirle a los niños: «Tened cuidado con Ben.» Pero después del brazo dislocado de Paul, ya no hizo falta. Aquella noche, los niños se enteraron de lo ocurrido, pero no miraban a sus padres ni a Dorothy y a Alice. Ni se miraban entre ellos. Estaban cabizbajos, silenciosos. Esto indicó a los adultos que ya se habían formado una opinión sobre Ben, que habían hablado de él y sabían a qué atenerse. Luke, Helen y Jane subieron a acostarse en silencio; fue un mal momento para los padres.
—Pobrecitos —dijo Alice, mirándoles.
—Es una vergüenza —dijo Dorothy.
Harriet tuvo la sensación de que aquellas dos mujeres, aquellas dos personas mayores, fuertes, supervivientes avezadas, la condenaban directamente a ella, a Harriet, desde su gran experiencia de la vida.
Miró a David y comprendió que él pensaba lo mismo. Condena y crítica y desaprobación: Ben parecía despertar estos sentimientos, provocarlos en la gente, hacerlos aflorar…
Un día después de este incidente, Alice anunció que creía que ya no la necesitaban en la casa, así que volvería a su propia vida; estaba segura de que Dorothy podía arreglárselas sola. Después de todo, Jane también iba ya al colegio. Jane no tendría que haber ido al colegio, un verdadero colegio, durante todo el día, hasta el curso siguiente; la habían enviado antes de tiempo. Precisamente por Ben, aunque nadie lo había dicho. Alice se marchó, sin la menor alusión a que la razón fuera Ben. Pero le había dicho a Dorothy, que a su vez se lo había contado a los padres, que Ben la espantaba. Tenía que ser un cambio, les habían cambiado el niño en el hospital, estaba segura… Dorothy, siempre sensata, tranquila, natural, se había reído de ella.
—Sí, me reí de ella —informó. Y añadió, sombría—: ¿Pero por qué?
David y Harriet se consultaban en el tono bajo, casi culpable, que parecía imponerles Ben. El bebé aún no había cumplido los seis meses… iba a destruir la vida familiar. Estaba destruyéndola ya. Tendrían que procurar que pasara en su cuarto las horas de las comidas y cuando los niños estaban abajo con los adultos. Es decir, los ratos que pasaban en familia.
Ben se quedaba ahora casi todo el tiempo en su cuarto, como un prisionero. A los nueve meses, sobrepasaba los barrotes de la cuna. Un día Harriet le sorprendió justo cuando estaba a punto de saltar por encima. Le pusieron en la habitación una cama pequeña, corriente. Caminaba sin problema, apoyándose en las paredes o en una silla. Nunca anduvo a gatas, se había puesto directamente de pie. Todo el suelo de su cuarto estaba lleno de juguetes…, mejor dicho, de fragmentos de juguetes. No jugaba, aporreaba con ellos el suelo o las paredes hasta que los rompía. El primer día que se sostuvo de pie solo, sin apoyarse en ningún sitio, lanzó un alarido triunfal. Al llegar a este momento de triunfo, todos los demás niños habían reído y farfullado jubilosos reclamando cariño, admiración, alabanzas. Pero Ben no. Era un triunfo frío; caminó vacilante, con un brillo de intenso placer en los ojos, ignorando a su madre. Harriet se preguntaba a menudo qué vería cuando la miraba: nada en sus gestos ni en su expresión parecía indicar nunca «ésta es mi madre».
Una mañana temprano, algo impulsó a Harriet a saltar de la cama y correr al cuarto del bebé, y allí estaba Ben en el alféizar de la ventana. Quedaba alto… ¡sólo Dios sabía cómo había conseguido subirse! La ventana estaba abierta. Se habría caído de un momento a otro. Harriet pensó: «Qué lástima que viniera…» y se negó a escandalizarse por ello. Instalaron gruesas rejas y Ben se subía al alféizar, y agarraba las rejas y las meneaba e inspeccionaba desde allí el mundo exterior, lanzando aquellos gritos suyos, roncos y fuertes. Pasó las vacaciones de Navidad en su cuarto. Era curioso que la gente, tras preguntar con cautela «¿Qué tal Ben?» y escuchar la respuesta: «Ah, muy bien», no volviera a nombrarle. A veces gritaba tan fuerte que le oían desde abajo y todos callaban. Luego afloraba a los rostros de todos aquella expresión de disgusto que Harriet temía y esperaba a la vez; sabía que ocultaba un comentario o idea inconfesable.
Y así, su casa ya no era la misma; todos se sentían tensos, recelosos. Harriet sabía que a veces, cuando ella no andaba por allí, la gente subía a ver a Ben, por la inquietante y espantosa curiosidad que despertaba. Y sabía cuándo le habían visto por la forma de mirarla después. ¡Como a una delincuente!, se decía, indignada. Pasaba demasiado tiempo en una agitación silenciosa, parecía incapaz de parar. Creía que incluso David la condenaba. Le dijo:
—Supongo que así trataban a la mujer que daba a luz a un monstruo antiguamente, en las sociedades primitivas. Como si fuera culpa de ella. ¡Pero nosotros somos civilizados! ¿No?
—Lo exageras todo —le contestó él, en el tono paciente y vigilante que empleaba ahora con ella.
—¡Una buena palabra… para esta situación! ¡Enhorabuena! ¡Exagerar!
—¡Válgame Dios, Harriet! —dijo él, en un tono distinto, desolado—, no discutamos… si nosotros no estamos unidos, entonces…
En Semana Santa, la colegiala Bridget, que había vuelto para ver si aún existía aquel milagroso reino de vida cotidiana, preguntó:
—¿Qué le pasa? ¿Es mongólico?
—Ahora ya no se dice mongólico. Se dice síndrome de Down —dijo Harriet—. Pero no, no lo es.
—Pues entonces, ¿qué es lo que le pasa?
—Absolutamente nada —dijo Harriet en tono ligero—. Puedes verlo tú misma.
Bridget se marchó y no volvió nunca.
Llegaron otra vez las vacaciones de verano. Era 1975. Fueron menos invitados; algunos escribieron o telefonearon para decir que no podían permitirse el viaje en tren, o la gasolina. Dorothy comentó:
—Cualquier excusa es mejor que ninguna.
—Es que la gente no tiene un céntimo —dijo David.
—Pues antes tenían suficiente para venir y pasarse aquí semanas enteras viviendo a tu costa.
Ben tenía ya más de un año. Aún no había dicho ni una palabra, pero en los otros aspectos era más normal. Ahora era más difícil conseguir que se quedara en su cuarto. Los niños que jugaban en el jardín oían sus gritos roncos y furiosos y le veían en el alféizar intentando pasar entre las rejas.
Así que le sacaron de su pequeña cárcel y le bajaron con los demás. Parecía saber que tenía que ser como ellos. Se quedaba de pie con la cabeza baja viéndoles hablar y reír, sentados alrededor de la mesa grande; o charlando en el salón mientras los niños entraban y salían corriendo. Se quedaba mirando fijamente a uno, luego a otro. Y aquél al que estuviera observando notaba su mirada fija insistente y dejaba de hablar; o se volvía de espalda para no verle. Sólo con su presencia, Ben imponía el silencio en una habitación llena de gente; o conseguía que se disolviera la reunión; todos se excusaban y se iban.
Hacia el final de las vacaciones, llegó alguien con un perro, un terrier pequeño. Ben no le dejaba en paz. Le seguía a todas partes. Pero no le abrazaba ni le acariciaba. Sólo le miraba fijamente. Una mañana, Harriet bajó a la cocina a preparar el desayuno para los niños, y se encontró al perro muerto en el suelo. ¿Le habría dado un ataque cardíaco? Sobrecogida de pronto por la sospecha, corrió a ver si Ben estaba en su cuarto; allí estaba, acurrucado en la cama; y cuando la vio entrar, alzó la vista y se echó a reír, pero en silencio, a su modo, con una especie de mueca, enseñando los dientes. Había abierto la puerta, había pasado en silencio junto a sus padres dormidos, había bajado las escaleras, había buscado al perro, lo había matado y había vuelto a subir, sigilosamente, a su habitación, y había cerrado la puerta… todo esto él solo. Le encerró con llave. Si podía matar a un perro, ¿por qué no a un niño?
Cuando volvió a bajar a la cocina, los niños estaban alrededor del perro muerto. Y luego llegaron los mayores. Era evidente lo que pensaban todos.
Claro que era imposible (cómo iba a matar un niño pequeño a un perro vigoroso). Pero la muerte del perro siguió siendo oficialmente un misterio; el veterinario dijo que le habían estrangulado. El asunto del perro estropeó los días que quedaban de vacaciones y la gente se marchó antes de tiempo.
—Se lo pensarán dos veces antes de volver —dijo Dorothy.
Tres meses después murió del mismo modo Mister McGregor, el viejo gato gris. Siempre había temido a Ben y procurado mantenerse fuera de su alcance. Pero debía de haberle pillado desprevenido o le habría sorprendido dormido.
En Navidad, la casa estaba medio vacía.
Fue el peor año de su vida para Harriet y no podía preocuparse de que la gente les eludiera. Cada día era una larga pesadilla. Cuando se despertaba por la mañana no podía creer que consiguiera llegar hasta la noche. Ben siempre estaba levantado y había que estar constantemente pendiente de él. Dormía muy poco. Se pasaba casi toda la noche de pie en el alféizar de la ventana, mirando el jardín y, cuando entraba Harriet, se volvía y le dirigía una larga mirada fija, extraña, paralizante: allí agazapado, en la semipenumbra del cuarto, parecía realmente un pequeño gnomo o un duende. Si le dejaba encerrado en su cuarto durante el día, gritaba y vociferaba hasta que sus alaridos retumbaban en toda la casa y temían que apareciera la policía a ver qué pasaba. O repentinamente, sin ningún motivo que Harriet pudiera apreciar, salía corriendo al jardín y cruzaba la cancela e irrumpía en la calle. Un día Harriet corrió tras él casi dos kilómetros, viendo únicamente aquella pequeña figura achaparrada saltándose los semáforos, ignorando los coches que tocaban la bocina y a la gente que le gritaba avisándole. Ella iba detrás llorando, jadeante, desquiciada, sin esperanza de alcanzarle antes de que ocurriera algo terrible y al mismo tiempo rogando: «Que le atropellen, por favor…» Le alcanzó al borde de una carretera; le agarró con todas sus fuerzas. Él escupía y farfullaba y forcejeaba convulso en sus brazos. Pasó un taxi. Harriet lo llamó, empujó al niño dentro y subió ella, sujetándole con fuerza del brazo, que parecía que iba a romperse con tantos forcejeos y sacudidas.
¿Qué podían hacer? Volvió a llevarle al doctor Brett, que le examinó y dijo que era un niño físicamente sano. Harriet explicó al médico el comportamiento del niño. El médico escuchaba.
De vez en cuando, asomaba a su rostro una incredulidad bien controlada y bajaba los ojos y manoseaba inquieto los lapiceros.
—Pregúnteselo a David si quiere; pregúntele a mi madre —dijo Harriet.
—Es un niño hiperactivo… creo que ahora les llaman así —dijo el anticuado doctor Brett. Ella iba a él precisamente porque era anticuado.
Al fin la miró directamente.
—¿Qué esperas que haga yo, Harriet? ¿Atontarle con medicinas? Bueno, ya sabes que me opongo a hacerlo.
Ella gritaba en su interior: «¡Sí, sí, sí, eso es exactamente lo que quiero que haga!» Pero le dijo:
—No, claro que no.
—Es un niño físicamente normal para sus dieciocho meses. Es muy fuerte y muy vital, desde luego. Pero siempre lo ha sido. ¿Dices que no habla? Bueno, eso no tiene nada de raro. ¿No fue Helen la que tardó tanto en hablar? Fue ella, ¿no?
—Sí —dijo Harriet.
Llevó a Ben a casa. Ahora le encerraban en su cuarto todas las noches y pusieron rejas también en la puerta. No le dejaban solo un minuto mientras estaba despierto. Harriet le vigilaba mientras su madre se ocupaba de todo lo demás.
—¿Qué sentido tiene darte las gracias, Dorothy? —dijo David—. Parece que todo ha sobrepasado ya con creces los agradecimientos.
—Todo ha llegado demasiado lejos. Sí —dijo Dorothy.
Harriet estaba delgada, demacrada, tenía enrojecidos los ojos. Volvía a llorar sin motivo alguno. Los niños la eludían. ¿Por discreción? ¿Porque les daba miedo? Dorothy propuso quedarse sola con Ben una semana en agosto y que se fueran todos a algún sitio.
Ni Harriet ni David habrían aceptado normalmente ir a otro sitio, porque les encantaba su casa. ¿Y qué harían con la familia que iría en el verano?
—No he notado que tengan ninguna prisa por anunciarnos su llegada —dijo Dorothy.
Se fueron a Francia, en coche. Para Harriet todo era gozoso. Sentía que había recuperado a sus hijos. No se cansaba de ellos, ni ellos de ella. Y Paul, el bebé del que Ben la había despojado, el precioso niñito de tres años, encantador, un tesoro… volvió a ser su bebecito. ¡Todavía eran una familia! Felicidad… casi no podían creer que Ben les hubiera robado tanto.
Cuando volvieron a casa, Dorothy estaba cansadísima y tenía un gran cardenal en el antebrazo y otro en la mejilla. No explicó lo que había pasado. Pero cuando los niños se fueron a la cama la primera noche, les dijo a Harriet y a David:
—Tengo que hablaros… No, sentaos y escuchadme.
Se sentaron con ella a la mesa de la cocina.
—Vais a tener que afrontarlo. Ben tiene que ingresar en una institución.
—Pero si es normal —dijo Harriet, ceñuda—. El médico dice que lo es.
—Quizá sea normal para lo que es él. Pero no es normal para lo que somos nosotros.
—¿Pero qué clase de institución le admitiría?
—Tiene que haber alguna —dijo Dorothy; y se echó a llorar.
Empezó entonces un período en que David y Harriet permanecían todas las noches mucho tiempo despiertos en la cama hablando de qué se podía hacer. Habían vuelto a hacer el amor, pero ya no era lo mismo.
—Así debían de sentirse las mujeres antes de que existiera el control de la natalidad —dijo Harriet—. Aterrorizadas. Esperaban cada período y cuando llegaba significaba que podían respirar durante un mes. Pero no tenían miedo a dar a luz a un gnomo.
Mientras hablaban, siempre estaban atentos a los sonidos procedentes de la habitación del bebé, aunque ya no empleaban estas palabras nunca porque les resultaba doloroso. ¿Estaría haciendo Ben algo de lo que no le hubieran creído capaz? ¿Estaría separando las rejas?
—El problema es que acabas acostumbrándote al infierno —dijo Harriet—. Después de un día entero con Ben, tengo la sensación de que no existe otra cosa. Sólo él. Es como si no hubiera existido nada nunca. De pronto me doy cuenta de que no he pensado en los otros niños en muchas horas. Ayer se me olvidó hacerles la cena. Dorothy se fue al cine y bajé y me encontré a Helen preparando la cena.
—No les hizo ningún daño.
—Tiene sólo ocho años.
Al haber recordado, gracias a la semana que habían pasado en Francia, cómo era realmente, cómo podía ser, su vida familiar, Harriet había decidido no permitir que se perdiera todo. Descubrió que estaba otra vez dirigiéndose mentalmente a Ben: «No te permitiré que nos destruyas, no me destruirás…»
Decidió organizar otra vez unas auténticas Navidades y escribió y telefoneó a todos. Puso buen cuidado en decirles que Ben estaba «mucho mejor ya».
Sarah preguntó si sería «adecuado» que llevara a Amy. Lo cual significaba que se había enterado (todos lo sabían) de lo del perro, y de lo del gato.
—No pasará nada si tenemos cuidado y no dejamos nunca a Amy sola con Ben —dijo Harriet.
Tras un largo silencio, Sarah dijo:
—Dios mío, Harriet, nos tocaron malas cartas, ¿verdad?
—Supongo que sí —dijo Harriet; pero no estaba dispuesta a considerarse una víctima del destino. Sarah sí lo era; con sus problemas matrimoniales y su hija mongólica… sí, sin duda ¿Pero estaba ella, Harriet, en el mismo barco?
Dijo a sus hijos:
—Por favor, cuidad de Amy. No la dejéis nunca sola con Ben.
—¿Le haría daño a Amy igual que a Mister McGregor? —preguntó Jane.
—Él fue quien mató a Mister McGregor —dijo Luke furioso—. Él le mató.
—Y al perrito —dijo Helen. En realidad, los dos niños acusaban a Harriet.
—Sí —dijo Harriet—. Podría hacerlo. Por eso tenemos que cuidar a Amy.
Los niños se miraron (habían cogido la costumbre de hacerlo) con una connivencia que excluía a Harriet.
Las Navidades, aunque con menos invitados, fueron alegres y bulliciosas, un éxito; pero Harriet se dio cuenta de pronto de que estaba deseando que acabaran. Era demasiada tensión, vigilar a Ben, vigilar a Amy… que era el centro de todo. Tenía la cabeza demasiado grande, el cuerpo demasiado regordete, pero la colmaban de cariño y de besos y todos la adoraban. Helen, a quien le hubiera encantado mimar a Ben, ahora podía consagrarse a Amy. Ben lo observaba todo en silencio y Harriet no podía descifrar la expresión de aquellos fríos ojos suyos verdeamarillentos. Claro que nunca lo había podido hacer. A veces le parecía que se pasaba la vida tratando de entender lo que sentía, lo que pensaba Ben. Amy, que esperaba que todos la quisieran, se acercaba a Ben, sonriendo, riendo, con los brazos abiertos. Le doblaba la edad, pero parecía a la inversa; y aquella pobre niñita, radiante de amor, de repente se quedaba en silencio; ponía cara de pena y retrocedía, mirándole fijamente. Exactamente igual que el pobre Mister McGregor. Luego empezó a llorar en cuanto le veía. Ben no apartaba nunca la vista de aquella otra criatura desdichada a la que todos los de la casa adoraban. ¿Pero se consideraba él mismo desdichado? ¿Lo era, en realidad? ¿Qué era él?
Pasaron las Navidades; Ben tenía ya dos años y unos meses. Enviaron a Paul a una guardería próxima para separarle de él. Paul era un niño cariñoso y alegre por naturaleza y se estaba volviendo arisco e irritable. Le daban llantinas y rabietas y se tiraba llorando al suelo o aporreaba las rodillas de Harriet, tratando de atraer su atención, que parecía fija sólo en Ben.
Dorothy se fue a visitar a Sarah y a su familia.
Harriet se pasaba el día sola con Ben. Procuraba estar con él como lo había hecho con los otros. Se sentaba en el suelo con juegos y cubos para hacer construcciones. Le enseñaba dibujos de colores. Le cantaba canciones infantiles. Pero Ben al parecer no establecía relación con los juguetes ni con los cubos. Se sentaba entre aquel revoltillo de objetos brillantes y podía colocar un cubo sobre otro, mirando a Harriet para ver si era aquello lo que tenía que hacer.
Miraba fijamente los dibujos que le enseñaba, tratando de descifrar su lenguaje. No se sentaba nunca en las rodillas de Harriet; se acurrucaba a su lado, y cuando le decía: «Esto es un pájaro, Ben, mira… como el pájaro de aquel árbol. Y esto es una flor», él miraba y luego apartaba la vista. Al parecer, no era que no comprendiera cómo encajaba un cubo en otro o cómo se hacía una figura con ellos, sino más bien que no podía entender qué sentido tenía todo ello, ni el sentido de la flor ni el del pájaro. ¿No sería demasiado precoz para aquel tipo de juegos? Harriet pensaba a veces que sí. Su reacción ante los dibujos infantiles que le enseñó fue salir al jardín y acechar a un tordo por el prado, agachado, avanzando con rapidez… estuvo a punto de atraparlo. Y entonces arrancó unas prímulas y se quedó con ellas en la mano, mirándolas con interés. Luego las estrujó entre sus fuertes puñitos y las tiró. Se volvió y vio a Harriet mirándole. Parecía pensar que ella quería que hiciera algo, ¿pero qué? Contempló las flores primaverales, alzó la vista hacia un mirlo que había en una rama y volvió despacio a la casa.
Un día, habló. De repente. No dijo «mamá» ni «papá», ni su propio nombre. Dijo: «Quiero pastel.» Harriet al principio casi no se fijó en que estaba hablando. Luego sí; y se lo dijo a todos:
—Ben habla. Dice frases.
Como era propio de ellos, los otros niños le animaron:
—Está muy bien, Ben. ¡Chico listo, Ben!
Pero él les ignoraba.
A partir de entonces, proclamaba sus necesidades: «Quiero eso.» «Dame aquello.» «Ahora vamos a pasear.» Tenía una voz ronca y vacilante, separaba mucho las palabras, como si su mente fuera un almacén de ideas objetos y tuviera que irlos identificando de uno en uno.
Los niños estaban contentos de que hablara de un modo normal.
—Hola, Ben —le decía uno.
—Hola —contestaba Ben, repitiendo cautelosamente lo que le habían dicho.
—¿Cómo estás, Ben? —le preguntó Helen.
—¿Cómo estás? —contestó él.
—No —le dijo Helen—. Ahora tú tienes que decir «Muy bien, gracias». O «Bien».
Ben la miró desorbitando los ojos mientras rumiaba lo que le había dicho. Luego, dijo con torpeza:
—Muy bien.
Observaba continuamente a sus hermanos, sobre todo a Luke y a Helen. Estudiaba su forma de moverse, su forma de sentarse, su forma de ponerse de pie; imitaba su forma de comer. Había comprendido que aquellos dos, los dos mayores, eran más desenvueltos y hábiles que Jane; ignoraba totalmente a Paul. Cuando los niños veían la televisión, se acurrucaba junto a ellos y miraba primero la pantalla y luego a sus hermanos, a la cara, porque necesitaba saber cuáles eran las reacciones apropiadas. Si se reían, entonces, un momento después, él soltaba una risotada extrañamente sonora. Parecía que lo propio de él para indicar que le divertía algo era aquella mueca agresiva en que enseñaba los dientes, como con hostilidad. Cuando había un momento emocionante y se quedaban todos callados, inmóviles y atentos, él tensaba los músculos, como ellos, y parecía absorto en la pantalla… pero en realidad estaba mirándoles.
En conjunto era más dócil. Harriet pensaba: «Bueno todos los niños suelen portarse mal durante un año o así después de empezar a caminar. No tienen instinto de conservación, ni sensación de peligro; se tiran de la cama y de las sillas, se lanzan al vacío, irrumpen en la calle, hay que vigilarles siempre… Y también son, añadió, absolutamente encantadores y deliciosos y tiernos y graciosos. Y luego, poco a poco, se vuelven sensatos y la vida es más agradable.»
La vida resultaba más fácil… pero era sólo una impresión suya, como le hizo notar Dorothy.
Dorothy volvió después de lo que ella llamaba «un descanso» de unas semanas, y Harriet se dio cuenta de que su madre se disponía a tener una «charla seria» con ella.
—Vamos a ver, hija, ¿tú dirías que soy una entrometida? ¿Que no hago más que dar consejos que nadie me ha pedido?
Estaban sentadas a la mesa grande, a media mañana, tomando café. Ben estaba donde podían verle, como siempre. Dorothy intentaba dar un tono irónico a sus palabras, pero Harriet se sentía amenazada. La turbación encendía aún más las francas mejillas sonrosadas de su madre; y sus ojos azules parecían inquietos.
—No —dijo Harriet—. No lo eres. Tú no.
—Bien, pues ahora voy a decirte algunas cosas.
Pero se había interrumpido. Ben empezó a aporrear una bandeja metálica con una piedra. Lo hacía con todas sus fuerzas. El ruido era espantoso, pero ambas mujeres esperaron que parara; si le interrumpían, se pondría a farfullar y a escupir furioso.
—Tenéis cinco hijos —dijo Dorothy—. No uno. ¿Te das cuenta de que es como si yo fuese la madre de los otros cuando estoy aquí? No, creo que no te das cuenta. Has estado tan absorbida por…
Ben empezó a aporrear de nuevo la bandeja con la piedra en un frenesí de triunfo jubiloso. Parecía creer que estaba martillando metal, forjando algo: era fácil imaginarle en las minas de las profundidades de la tierra… con los suyos… Volvieron a esperar que cesara el ruido.
—No está bien —dijo Dorothy.
Y Harriet recordó aquellos «No está bien» maternos que habían regido su infancia.
—Tengo que decirlo —dijo Dorothy—. No puedo seguir así o caeré enferma.
Sí, Dorothy estaba muy delgada, demacrada incluso. Sí, pensaba Harriet, sintiéndose muy culpable, como siempre, tendría que haberse dado cuenta.
—Y tienes también un marido —dijo Dorothy, sin saber, al parecer, cuánto hundía el cuchillo en el corazón de su hija—. Es muy bueno, ya lo sabes, Harriet. No sé cómo lo aguanta.
Las Navidades siguientes a que Ben cumpliera tres años, la casa sólo se llenó en parte. Un primo de David dijo:
—Me has inspirado, Harriet. Al fin y al cabo, yo también tengo un hogar. No es tan grande como el vuestro, pero es una hermosa casita.
Algunos familiares fueron a pasar allí las vacaciones. Pero otros dijeron que vendrían; Harriet comprendió que creían que debían hacerlo. Se trataba de los más próximos.
Trajeron de nuevo un animalito. Esta vez un perro grande, alegre y bullicioso, un cruce de razas, amigo de los hijos de Sarah, y en especial de Amy. Todos los niños le querían, por supuesto, pero Paul más que ninguno y esto volvió a doler profundamente a Harriet, pues ellos no podían tener ni un perro ni un gato en casa. Llegó a pensar incluso: «Bueno, ahora Ben es más sensato, quizá…» Pero sabía que era imposible. Observaba al gran perro, que parecía saber que Amy, la criatura cariñosa de cuerpo grande y feo, necesitaba ternura; con ella moderaba su exuberancia. Amy se sentaba junto al perro rodeándole el cuello con un brazo y, si se ponía pesada y le molestaba, el animal alzaba el hocico y la apartaba suavemente un poco, o emitía una breve advertencia que indicaba: «Ten cuidado.»
Sarah decía que aquel perro era como una niñera para Amy.
—Igual que Nana en Peter Pan —dijeron los niños.
Pero cuando Ben estaba en la misma habitación, el perro le miraba atentamente y se iba a acurrucar en un rincón, con la cabeza sobre las patas, tenso y alerta. Una mañana, cuando todos estaban sentados a la mesa del desayuno, por alguna razón, Harriet volvió la cabeza y vio a Ben acercándose sigilosamente con las manos extendidas al perro dormido…
—¡Ben! —le gritó severa. Y vio aquellos ojos fríos volverse hacia ella; captó un destello de pura maldad.
Alertado, el perro dio un brinco y se le erizaron los pelos. Gimoteó nervioso y fue donde estaban todos y se echó debajo de la mesa.
Todos lo habían visto y todos guardaron silencio mientras Ben se acercó a Dorothy y dijo:
—Quiero leche.
Le sirvió un poco; se la bebió de un trago. Luego les miró.
Todos le miraban. Parecía de nuevo intentar comprenderles. Se fue al jardín; le vieron golpear la tierra con un palo; parecía un duendecillo achaparrado. Los otros niños estaban arriba, en algún sitio.
En torno a la mesa se sentaban Dorothy, con Amy en el regazo, Sarah, Molly, Frederick, James y David. Y también Angela, la hermana afortunada, «la que se las arreglaba sola», que tenía todos los hijos normales.
La atmósfera que se respiraba obligó a Harriet a decir en tono desafiante:
—Muy bien, vamos, decidlo ya.
Pensó que era significativo, como dicen, que fuera Frederick quien dijera:
—Vamos, Harriet, has de afrontarlo, tiene que ingresar en una institución.
—Entonces tendremos que encontrar un médico que diga que es anormal —dijo Harriet—. Y desde luego el doctor Brett no lo hará.
—Pues buscad otro médico —dijo Molly—. Estas cosas se arreglan.
Aquellas dos personas grandes como almiares, con sus caras rojas y bien alimentadas, coincidían en la decisión, nada era vago en ellos ahora que habían decidido que existía una crisis, una crisis que les amenazaba aunque fuera indirectamente. Parecían un par de jueces después de un buen almuerzo, pensó Harriet, y miró a David para ver si podía compartir con él esta opinión crítica. Pero David tenía la vista baja, los labios apretados. Estaba de acuerdo con ellos.
—Típica crueldad de clase alta —dijo Angela, riéndose.
Nadie recordaba que se hubiera rozado antes aquel tema en aquella mesa, al menos nunca tan frontal e incisivamente. Silencio; luego, Angela añadió para suavizar su comentario:
—No quiero decir que no esté de acuerdo.
—Claro que lo estás —dijo Molly—. Cualquier persona sensata pensaría lo mismo.
—Fue la forma de decirlo —dijo Angela.
—¿Qué importa cómo se diga? —preguntó Frederick.
—¿Y quién va a pagarlo? —preguntó David—. Yo no puedo. Llego justo a cubrir gastos, y eso con la ayuda de James.
—Bueno, pues James tendrá que cargar con esto —dijo Frederick—. Pero nosotros contribuiremos.
Era la primera vez que aquella pareja ofrecía ayuda económica.
«Tacaños, como todos los de su clase», había convenido el resto de la familia; y ahora lo recordaron, recordaron aquel juicio. Podían ir a pasar diez días y aportar un par de faisanes y un par de botellas de excelente vino. Todos sabían que sus «contribuciones» no serían demasiado elevadas.
Totalmente desunida, la familia guardaba silencio.
—Haré lo que pueda —dijo James luego—. Pero las cosas no van tan bien como antes. Los barcos no son esenciales para nadie en tiempos difíciles.
De nuevo el silencio; todos miraban a Harriet.
—Sois curiosos —dijo, situándose aparte—. Habéis estado aquí mucho y sabéis… quiero decir que vosotros sabéis realmente cuál es el problema. ¿Qué les diremos a los encargados de la institución?
—Depende de la institución —dijo Molly, y parecía, con su alta estatura, llena de energía, de convicción, como si hubiera engullido a Ben completamente y lo estuviera digiriendo, pensó Harriet. Dijo, bastante suavemente, aunque temblaba:
—¿Quieres decir que tendremos que buscar uno de esos sitios que hay para los niños de los que las familias sencillamente quieren deshacerse?
—Las familias ricas —dijo Angela, con desafiante tono despectivo.
Afrontando la impertinencia, Molly dijo con firmeza:
—Sí. Si no hay otro sitio. Pero desde luego lo que es indudable es que si no se hace algo será catastrófico.
—Es catastrófico —dijo Dorothy, adoptando una postura resuelta—. Los otros niños… están sufriendo. Tú estás tan ocupada con él, hija, que no lo ves.
—Mirad —dijo David, impaciente e irritado porque no podía soportarlo, las fibras que le unían con Harriet, con sus padres, tensándose y rompiéndose—. Mirad, yo estoy de acuerdo. Y llegará un momento en que Harriet tendrá que aceptarlo. Por lo que a mí respecta, ahora es el momento. Creo que no puedo soportarlo más.
Y miró a su mujer, una mirada dolorida, suplicante. Por favor, le decía a Harriet. Por favor.
—Muy bien —dijo Harriet—. Si puede encontrarse algún sitio que… —y se echó a llorar.
Ben entró del jardín y se quedó mirándoles, en su posición habitual, apartado de todos. Llevaba un mono y una camisa color castaño, ambas de un tejido fuerte. Toda su ropa tenía que ser fuerte porque la rompía en seguida, la destrozaba. Con el pelo corto amarillento, aquellos ojos pétreos de mirada fija, encorvado, los pies separados y las rodillas torcidas, los puños apretados hacia adelante, parecía más que nunca un gnomo.
—Está llorando —comentó, refiriéndose a su madre. Cogió un trozo de pan de la mesa y se fue.
—Muy bien —dijo Harriet—, ¿qué vais a decirles?
—Déjalo de nuestra cuenta —respondió Frederick.
—Sí —dijo Molly.
—Dios mío —dijo Angela, en una especie de amargo juicio sobre ellos—. Estando con vosotros, a veces entiendo todo lo que pasa en este país.
—Gracias —dijo Molly.
—Gracias —dijo Frederick.
—No eres justa, hija —dijo Dorothy.
—Justa —dijo Angela, y Harriet y Sarah, sus hijas, casi al unísono.
Y todos menos Harriet se echaron a reír. Y así quedó decidido el destino de Ben.
Unos días después, Frederick telefoneó para decir que habían encontrado un sitio y que iría un coche a recoger a Ben. En seguida. Mañana.
Harriet estaba frenética; la precipitación, la… ¡sí, la crueldad! ¿Y el médico que lo había autorizado? ¿O que lo autorizaría? ¿Un médico que ni siquiera había visto a Ben? Se lo dijo así a David y se dio cuenta por su actitud de que en gran parte lo habían hecho todo a sus espaldas. Sus padres habían hablado con él en su despacho. Cuando Molly (a quien Harriet le había cogido un odio súbito) había dicho: «Tendrás que ser firme con Harriet», David había contestado algo como: «Sí, lo haré.»
—Se trata de él o nosotros —le dijo David. Y añadió, con un tono que indicaba un frío desprecio hacia Ben—: Debe de haber caído de Marte. Volverá a informar de lo que ha descubierto aquí abajo.
Se echó a reír, con crueldad, pensó Harriet, que empezaba a hacerse en silencio a la idea, algo que ya casi sabía, de que no se esperaba que Ben viviera mucho en la institución, fuera cual fuese.
—Es un niño pequeño —dijo—. Es nuestro hijo.
—No, no lo es —dijo David por último—. Bueno, desde luego mío no.
Estaban en el salón. Las voces de los niños les llegaban agudas y remotas del jardín invernal a oscuras. Arrastrados por el mismo impulso, David y Harriet se acercaron a la ventana y corrieron los cortinones. Se veían en el jardín las formas oscuras de los arbustos y los árboles, pero la luz de la cálida estancia iluminó el prado hasta un arbusto rigurosamente negro de invierno, iluminó brotes de ramitas que mostraban un destello de agua, e iluminó el tronco blanco de un abedul. Dos figuras pequeñas de sexo indiferenciable con chaquetas guateadas de colores, pantalones, gorros de lana, surgieron de la sombra de un matorral de acebo y avanzaron. Eran Helen y Luke, en alguna aventura. Los dos llevaban palos que iban clavando aquí y allá en las hojas del año pasado.
—¡Aquí está! —la voz de Helen se elevó triunfal; y sus padres vieron aparecer al extremo del palo la pelota de plástico roja y amarilla que habían perdido en el verano. Estaba sucia y aplastada, pero entera. Los dos niños iniciaron una danza rápida golpeando el suelo con los pies, dando vueltas y vueltas, alzando triunfalmente la pelota rescatada. Luego, sin motivo aparente, echaron a correr hasta las puertaventanas. Los padres se sentaron en un sofá, de cara a las puertas, que se abrieron de golpe, y aparecieron ellos, dos criaturitas elegantes, flacas, con las mejillas quemadas por el frío, color rojo encendido, los ojos anegados por las emociones del bosque oscuro del que habían formado parte. Se quedaron allí de pie, respirando pesadamente, mientras adaptaban lentamente la vista a la realidad: el salón cálido e iluminado y sus padres allí sentados mirándoles. Por un momento, fue aquél el encuentro de dos formas de vida extrañas: los niños habían formado parte de algún antiguo salvajismo y su sangre aún latía ferozmente con él; pero ahora debían abandonar sus yos salvajes para estar con su familia. Harriet y David compartían esto con ellos, estaban con ellos en la imaginación y el recuerdo, desde sus propias infancias: podían verse a sí mismos, dos adultos, allí sentados, mansos, dóciles, lastimosos incluso en su distanciamiento del frenesí y la libertad.
Al ver a sus padres allí solos, sin otros niños cerca y sobre todo sin Ben, Helen se acercó a su padre, Luke a su madre, y Harriet y David abrazaron a sus dos pequeños aventureros, sus hijos, estrechándoles fuerte.
A la mañana siguiente, llegó a buscar a Ben el coche, una pequeña furgoneta negra. Harriet sabía que llegaría porque David no había ido a trabajar. ¡Se había quedado para «manejarla»! David subió y bajó maletas y maletines que había preparado rápidamente mientras ella daba el desayuno a los niños. Los echó en la furgoneta. Luego, puso una expresión dura, tanto que Harriet apenas le reconocía, sacó a Ben de donde estaba sentado en el salón, le llevó a la furgoneta y le metió dentro. Y volvió en seguida con Harriet, con la misma expresión dura, y la rodeó con un brazo, haciéndola volverse para que no pudiera ver la furgoneta, que ya se alejaba (ella oía los gritos y alaridos procedentes de su interior) y la llevó al sofá, donde, sin soltarla aún, le dijo y le repitió una y otra vez: «Tenemos que hacerlo, Harriet. Tenemos que hacerlo.»
Ella lloraba, conmocionada por todo ello y aliviada, y agradecida a David, que asumía toda la responsabilidad.
Cuando los niños volvieron a casa, les dijeron que Ben se había ido para quedarse con alguien.
—¿Con la abuelita? —preguntó Helen, anhelante.
—No.
Cuatro pares de ojos suspicaces, recelosos, se relajaron aliviados repentinamente. Alivio histérico. Sin poder contenerse, los niños se pusieron a bailar, y luego simularon que era un juego que se habían inventado en el momento.
En la cena estuvieron exageradamente animados, soltando risillas, histéricos. Pero en un momento de silencio, Jane preguntó con voz chillona:
—¿Vais a echarnos de casa a nosotros también?
Era una niñita tranquila, imperturbable, una Dorothy en miniatura, que nunca decía nada innecesario. Pero ahora tenía los grandes ojos azules clavados, petrificados, en el rostro de su madre.
—No, por supuesto que no —dijo David, en un tono lacónico.
—A Ben le han echado porque en realidad no es de los nuestros —explicó Luke.
En los días que siguieron, la familia se esponjó como las flores de papel en el agua. Harriet comprendía la carga que había sido Ben, hasta qué punto les había oprimido a todos, cuánto habían sufrido los niños; supo que habían hablado de ello mucho más de lo que sus padres habían querido saber, que habían intentado aceptar a Ben. Pero ahora que Ben se había ido, les brillaban los ojos, estaban animadísimos y se acercaban a Harriet con pequeños obsequios, un caramelo, un juguete… «Esto es para ti, mami.» O corrían a besarla, o le hacían una caricia en la cara o le frotaban la nariz como ternerillos o potrillos dichosos. Y David se tomó unos días de vacaciones en el trabajo para estar con ellos… para estar con ella. Era delicado con ella, tierno. Como si estuviera enferma, se dijo Harriet con rebeldía. Naturalmente, ella no dejaba de pensar en Ben, que estaba encarcelado en algún sitio. ¿En cuál? Recordaba la furgoneta negra, recordaba sus gritos de furia cuando se lo llevaban.
Pasaron los días y pronto la normalidad llenó la casa. Harriet oyó a los niños hablar de las vacaciones de Semana Santa.
—Será perfecto ahora que Ben no está —dijo Helen.
Siempre habían entendido mucho más de lo que Harriet había querido reconocer.
Aunque ella participaba del alivio general y casi no podía creer que hubiera llegado a soportar tanta tensión y durante tanto tiempo, le era imposible borrar a Ben de su mente. No pensaba en él con amor, ni siquiera con afecto. Se odiaba por no ser capaz de encontrar una pequeña chispa de sentimiento normal; la culpabilidad y el terror la mantenían de noche en vela. Aunque ella procuraba ocultarlo, David se daba cuenta de que estaba despierta.
Y una mañana, despertó de una pesadilla, no sabía cuál, y dijo:
—Voy a ver qué le están haciendo a Ben.
David, que estaba dormitando, no dormido, abrió los ojos y se quedó callado, mirando por encima del brazo la ventana. Sabía que él temía aquello y algo en su actitud le decía: bueno, ya está bien, ya basta.
—David, tengo que ir.
—No —dijo él.
—No tengo más remedio que hacerlo.
Supo de nuevo, por la forma en que él se quedaba echado, sin mirarla, sin decir más que aquella única sílaba, que aquello la perjudicaría, que su marido estaba tomando decisiones, allí echado. Siguió unos minutos donde estaba y luego se levantó y salió de la habitación y bajó.
En cuanto se vistió, Harriet telefoneó a Molly, que se puso furiosísima nada más oírla.
—No, no te lo diré. Ahora que lo habéis hecho, hecho está.
Pero acabó dándole la dirección.
Harriet se preguntó de nuevo por qué la trataban siempre como a una delincuente. Desde que había nacido Ben siempre había sido así, pensó. Ahora le parecía que ésa era la verdad, que todos la habían condenado en silencio. He sufrido una desgracia, se dijo; no he cometido un delito.
Habían llevado a Ben a un lugar del norte de Inglaterra; sería un viaje de cuatro o cinco horas en coche… quizá más si el tráfico estaba mal. Lo estaba, y Harriet condujo a través de una lluvia invernal gris. A primera hora de la tarde llegó a un edificio grande y sólido de piedra oscura, en un alto valle entre páramos, que apenas podía ver por la lluvia. El edificio se alzaba cuadrado entre lúgubres árboles goteantes; había rejas en las ventanas uniformes, tres hileras.
Entró en un pequeño vestíbulo en cuya puerta interior había clavada una tarjeta escrita a mano: «Llamen al timbre.» Llamó y esperó. Y no pasó nada. El corazón le latía con fuerza. Aún estaba agitada por la adrenalina que le había dado la fuerza suficiente para ir, aunque el largo viaje la había apaciguado algo, y aquel edificio deprimente indicaba a sus nervios, si no a su inteligencia (pues, en realidad no tenía datos en que basarse) que sus temores eran ciertos. Aunque no sabía exactamente cuáles eran. Volvió a llamar. El edificio estaba en silencio; oyó un timbre muy lejos, en el interior. Ninguna respuesta. Y estaba a punto de rodear hasta la parte de atrás, cuando la puerta se abrió bruscamente y vio ante sí a una chica desaliñada que vestía jersey, chaqueta y una gruesa bufanda. Tenía la cara pequeña y pálida bajo una mata de cabello amarillo rizado recogido con una cinta azul en una cola como un rabo de oveja. Parecía cansada.
—¿Sí? —preguntó.
Harriet se dio cuenta, comprendiendo lo que significaba, que allí sencillamente no iba nadie.
—Soy la señora Lovatt y vengo a ver a mi hijo —dijo, con obstinación ya.
Era evidente que en aquella institución, fuera lo que fuese, no esperaban oír tales palabras.
La chica la miró fijamente, hizo un gesto leve e involuntario con la cabeza, que indicaba impotencia, y dijo:
—El doctor MacPherson no está aquí esta semana.
Era escocesa, también, y tenía un acento muy fuerte.
—Alguien ocupará su puesto —dijo Harriet en tono terminante.
La chica retrocedió, sonriendo indecisa y muy preocupada ante la actitud de Harriet.
—Bueno, espere aquí —susurró, y se fue dentro.
Harriet la siguió antes de que la gran puerta se cerrara excluyéndola. La chica miró entonces a su alrededor, como si fuera a decir: «Tiene usted que esperar fuera.» Pero en vez de eso, dijo:
—Voy a buscar a alguien —y desapareció en las oscuras cavernas de un pasillo que tenía a todo lo largo del techo pequeñas luces que apenas disipaban la penumbra. Olía a desinfectante. Silencio absoluto. No, al cabo de un rato, Harriet percibió un grito fino y agudo que empezaba, cesaba y seguía, procedente de la parte de atrás del edificio.
No ocurrió nada. Harriet salió al vestíbulo, a oscuras ya, por la noche inminente. Ahora la lluvia era un frío aguacero, silencioso y regular. Los páramos habían desaparecido.
Llamó de nuevo, con firmeza, y volvió al pasillo.
A lo lejos, bajo los puntitos de las luces del techo, aparecieron dos figuras que avanzaron hacia ella. Un hombre joven, con una bata blanca nada limpia, seguido por la chica, que ahora llevaba un cigarrillo en la boca y entrecerraba los ojos por el humo. Ambos parecían cansados e inseguros.
Él era un joven corriente, aunque parecía ajado en un sentido general. Examinado por partes, las manos, la cara, los ojos, era corriente; pero tenía un algo de desesperado, como si estuviera conteniendo la ira, o la desesperación.
—No puede estar usted aquí —le dijo, en tono vacilante y agitado—. Aquí no hay días de visita.
Tenía un acento liso y nasal, del sur de Londres.
—Pero estoy aquí —dijo Harriet—. Y he venido a ver a mi hijo Ben Lovatt.
Y súbitamente él dio un suspiro y miró a la chica, que frunció los labios y arqueó las cejas.
—Escuche —dijo Harriet—. Creo que no me entiende. No voy a irme sin más. He venido a ver a mi hijo y eso es exactamente lo que voy a hacer.
Él sabía que hablaba en serio. Asintió lentamente, como diciendo: Sí, pero no es ésa la cuestión. La miraba con dureza. Le estaban haciendo una advertencia y se la hacía alguien que estaba asumiendo la responsabilidad de ella. Podría ser un joven bastante lastimoso y desde luego cansado y precariamente alimentado, que hiciera aquel trabajo porque no podía encontrar otro, pero el peso de su posición (el desdichado peso de la misma) hablaba por él, y su expresión y sus ojos enrojecidos y cansados por el humo eran severos, autoritarios, para tomarlos en serio.
—Cuando la gente abandona aquí a sus hijos, no vienen luego a verlos —dijo.
—¿Ve?, no entiende usted nada —dijo la chica.
Harriet se oyó explotar:
—Estoy harta de que me digan que no entiendo esto y lo otro. Soy la madre del niño. Soy la madre de Ben Lovatt. ¿Entiende usted eso?
Súbitamente, los tres estaban unidos en el entendimiento, incluso en la desesperada aceptación de algún tipo de fatalidad general.
El joven asintió y dijo:
—Bien, iré a ver…
—Yo también voy —dijo Harriet.
Esto lo asustó de veras.
—¡Oh, no! —exclamó—. ¡Usted no!
Le dijo algo a la chica, que echó a correr de pronto a toda prisa pasillo adelante.
—Quédese aquí —le dijo luego a Harriet, y corrió tras la chica.
Harriet vio a la chica torcer a la derecha y desaparecer y, sin pensarlo, abrió la puerta que quedaba a su derecha. Vio al joven alzar el brazo en un ademán de imprecación, o advertencia, mientras lo que había al otro lado de aquella puerta llegaba a ella.
Se encontraba en un extremo de un pabellón largo que tenía una serie de camas y cunas junto a las paredes. En las cunas había… monstruos. Mientras corría a toda prisa por el pabellón hacia la puerta del otro extremo, pudo ver que en cada una de las camas o cunas había un bebé o un niño pequeño en quien el modelo humano se había desviado del patrón, espantosamente en unos casos y sólo ligeramente en otros. Un bebé como una coma, con una inmensa cabeza que colgaba del cuerpo, como un tallo… una especie de insecto de enormes ojos saltones entre las rígidas y fragilísimas extremidades… una niñita completamente borrosa, con la piel derretida y fundida… una muñeca de gredosas extremidades entumecidas, los ojos inmensos y vacíos, como charcas azules, y la boca abierta mostrando una pequeña lengua hinchada. Un niño larguirucho retorcido, una mitad del cuerpo escurriéndose de la otra. Un niño le pareció a primera vista completamente normal, pero luego vio que le faltaba la parte posterior de la cabeza; era sólo cara, y parecía gritarle. Hileras de monstruos deformes, casi todos dormidos, y todos callados. Estaban drogados literalmente hasta la inconsciencia. Bueno, casi callados; se oía un gemido seco procedente de una cuna cuyos costados estaban cubiertos con mantas. El grito agudo e intermitente, más próximo ahora, seguía crispándole los nervios. Olía más a excremento que a desinfectante. Luego se encontró fuera del pabellón de pesadilla en otro pasillo, paralelo al que había visto primero, e idéntico. Vio al fondo a la chica, seguida por el joven, que avanzaron un breve trecho hacia ella y luego volvieron a torcer a la derecha… Harriet echó a correr, oía sus pisadas en las tablas, y torció donde lo habían hecho ellos y se encontró en un cuarto pequeño lleno de medicinas y carritos de medicamentos. Pasó entre ellos y llegó a un largo pasadizo de suelo de cemento en el que había puertas con mirillas a todo lo largo de la pared de enfrente. El joven y la chica estaban abriendo una de aquellas puertas en el momento en que les alcanzó. Los tres respiraban con dificultad.
—Mierda —dijo el joven, refiriéndose al hecho de que ella estuviera allí.
—Literalmente —dijo Harriet cuando se abrió la puerta de una habitación cuadrada con las paredes de plástico blanco brillante, con botones aquí y allá, que parecía imitar una tapicería de cuero cara. En el suelo, en un colchón de espuma verde, estaba Ben. Estaba inconsciente. Y sólo llevaba una camisa de fuerza. La lengua amarillenta le colgaba de la boca. Tenía la piel mortalmente pálida, cetrina. Todo (paredes, techo, Ben) estaba embadurnado de excrementos. Un charco de orina amarillo oscuro manaba del camastro, que estaba empapado.
—¡Le dije que no viniera! —gritó el joven. Agarró a Ben por los hombros y la chica por los pies. Por la forma de manejarlo, Harriet comprendió que no eran brutales; no era ésa la cuestión, ni mucho menos. De esta forma sacaron a Ben de la habitación (pues así apenas tenían que tocarle). Les siguió y se quedó mirando. Estaban ahora en una habitación con lavabos a lo largo de una de sus paredes, un baño inmenso, y una plataforma de cemento inclinada con una hilera de grifos. Colocaron a Ben en aquella plataforma, le quitaron la camisa de fuerza y, tras graduar la temperatura del agua, empezaron a lavarle con una manguera conectada a uno de los grifos. Harriet se apoyó en la pared, contemplándoles. Estaba tan impresionada que no sentía nada en absoluto. Ben no se movía. Yacía como un pez ahogado sobre aquella losa, la chica le dio la vuelta varias veces, cuando el joven interrumpía el proceso de lavado para que lo hiciera, y finalmente ambos le llevaron a otra losa, donde le secaron y le pusieron una camisa de fuerza limpia que cogieron de un montón.
—¿Por qué? —preguntó Harriet, furiosa. No le contestaron.
Sacaron de la habitación al niño (atado, inconsciente, la lengua colgando) y le llevaron pasillo adelante hasta otra habitación en la que había una losa de cemento por cama. Le colocaron allí y se irguieron los dos y suspiraron aliviados.
—Bien, ahí lo tiene —dijo el joven. Se quedó un momento con los ojos cerrados, recuperándose del penoso trabajo, y encendió un cigarrillo. La chica tendió la mano para que le diera otro. Se quedaron allí fumando, contemplando a Harriet con aire cansado, vencido.
Ella no sabía qué decir; le dolía el corazón como si se tratara de uno de sus propios hijos reales, pues Ben parecía más normal que nunca, con los ojos fríos, duros y extraños, cerrados. Patético. Nunca le había parecido tan patético.
—Creo que me lo llevaré a casa —dijo.
—Allá usted —se limitó a decir el joven.
La chica observaba a Harriet con curiosidad, como si ella formara parte del fenómeno que era Ben, como si fuera de la misma naturaleza.
—¿Qué va a hacer con él? —le preguntó. Y luego añadió—: Es tan fuerte… nunca he visto nada igual.
Harriet notó el temor en su voz.
—Ninguno de nosotros ha visto nunca nada igual —dijo el joven.
—¿Dónde está su ropa?
El joven sonrió ahora despectivo, y dijo:
—¿Va a vestirle y a llevárselo a casa así?
—¿Por qué no? Cuando vino traía ropa.
Los dos encargados (enfermeros, asistentes o lo que fueran) intercambiaron miradas. Los dos dieron una chupada a sus cigarrillos.
—Creo que no entiende usted, señora Lovatt. En primer lugar, ¿hasta dónde tiene que ir?
—Es un viaje de cuatro o cinco horas.
El joven volvió a reírse, ahora de la imposibilidad de que lo consiguiera (de ella, de Harriet) y dijo:
—Volverá en sí durante el viaje. Y entonces, ¿qué?
—Bueno, me verá —dijo ella; y por la expresión de ambos comprendió que estaba actuando como una estúpida—. Muy bien, de acuerdo; entonces, ¿qué me aconsejan?
—Envolverle en un par de mantas, sobre la camisa de fuerza —dijo la chica.
—Y luego conducir a toda velocidad —dijo él.
Los tres se miraron en silencio; una mirada larga y solemne.
—Intente hacer este trabajo —dijo la chica de pronto, furiosa contra el destino—. Sólo inténtelo. En fin, yo me iré a finales de este mes.
—Y yo también, nadie aguanta más de unas semanas —dijo el hombre.
—Muy bien —dijo Harriet—. No voy a quejarme ni nada por el estilo.
—Tendrá que firmar un impreso. Tenemos que protegernos —dijo él.
Pero no les resultó fácil encontrarlo. Por fin, tras mucho revolver en un archivador, sacaron una hoja de papel mimeografiada hacía años, en la que Harriet exoneraba al centro de toda responsabilidad.
Luego cogió en brazos a Ben, tocándole por primera vez. Estaba mortalmente frío. Lo sintió pesado en sus brazos y comprendió la expresión «peso muerto».
Salió al pasillo, diciendo:
—No volveré a pasar por ese pabellón.
—¿Quién podría reprochárselo? —dijo el joven, cansinamente sarcástico.
Había cogido unas mantas, y envolvieron a Ben en dos, le llevaron hasta el coche, le echaron en el asiento de atrás y le pusieron otra manta encima. Sólo se le veía la cara.
Harriet estaba con los dos jóvenes junto al coche. Casi no podían verse. Aparte de las luces del coche y de las luces del edificio, todo estaba a oscuras. El agua chapoteaba bajo los pies. El joven sacó del bolsillo de la bata un paquete de plástico que contenía una jeringuilla, un par de agujas y unas ampollas.
—Será mejor que se lleve esto —le dijo.
Harriet vaciló y la chica le dijo:
—Señora Lovatt, creo que no entiende usted…
Asintió, cogió el paquete y subió al coche.
—Puede ponerle un máximo de cuatro inyecciones diarias —le dijo el joven.
Cuando estaba a punto de soltar el pedal del embrague, preguntó:
—Díganme, ¿cuánto creen que habría durado?
Sus rostros eran parches claros en la oscuridad, pero pudo ver que él movía la cabeza al volverse. Luego oyó la voz de la chica:
—Ninguno dura mucho. Pero éste… es muy fuerte. Es el más fuerte que hemos visto.
—¿Significa eso que habría durado más?
—No —dijo él—. En absoluto. Como es tan fuerte, lucha continuamente y por eso hay que ponerle inyecciones más grandes. Eso les mata.
—Sí, claro —dijo Harriet—. Bueno, gracias a los dos.
Se quedaron viéndola alejarse, pero se perdió en la húmeda oscuridad casi inmediatamente. Al girar en el camino, les vio a ambos de pie en el porche escasamente iluminado, juntos, como reacios a entrar.
Condujo todo lo de prisa que podía entre la lluvia invernal, evitando las carreteras principales, pendiente del bulto de mantas de atrás. A medio camino, vio que las mantas se agitaban y se alzaban y Ben se despertó con un grito furioso y se revolvió, y se cayó al suelo del coche, donde empezó a llorar. No era aquel llanto agudo y fino, maquinal, que ella había oído en el centro sino gritos asustados que vibraban atravesándola. Siguió media hora, sintiendo los golpes de Ben en el coche. Buscaba una zona de parada en la que no hubiera ningún coche; cuando vio una, paró, dejó el motor en marcha y sacó la jeringa. Sabía usarla, de cuando los otros niños habían estado enfermos. Rompió la cápsula, en la que no figuraba nombre de marca, y llenó la jeringa. Se inclinó luego sobre el respaldo del asiento. Ben, desnudo salvo por la camisa de fuerza, y amoratado de frío, se debatía y se revolvía y se agitaba. Alzó los ojos hacia ella con una mirada de odio. No me reconoce, pensó Harriet. No se atrevió a quitarle la camisa. Tenía miedo de inyectarle cerca del cuello. Al final consiguió agarrarle y sujetarle un tobillo, le clavó la aguja en la parte inferior de la pantorrilla y esperó a que le hiciera efecto. Tardó unos minutos. ¿Qué sería aquella inyección?
Le colocó de nuevo en el asiento y le tapó y volvió a casa por la carretera general. Llegó hacia las ocho. Los niños estarían sentados en torno a la mesa de la cocina. Y David estaría con ellos: no habría ido a trabajar.
Con Ben como un montón de mantas en brazos, la cara tapada, entró en el salón y miró por encima del tabique bajo hacia la cocina, donde se sentaban todos. Luke, Helen, Jane. El pequeño Paul. Y David, con una expresión obstinada y colérica. Y muy cansado.
—Estaban matándole —comentó ella. Y comprendió de inmediato que David no le perdonaría haberlo dicho delante de los niños. Todos parecían atemorizados.
Subió directamente al dormitorio grande y pasó al «cuarto del bebé» y echó a Ben en la cama. Estaba despertando. Y entonces empezaron la agitación, el forcejeo, el llanto. Y otra vez estaba en el suelo, rodando por él; y de nuevo se flexionó y se dobló y se estiró con fuerza y su mirada era odio puro.
No podía quitarle la camisa de fuerza.
Bajó a la cocina y cogió leche y galletas mientras su familia permanecía sentada y la observaba en silencio.
Los gritos y forcejeos de Ben estremecían la casa.
—Vendrá la policía —dijo David.
—Pues tranquilízales —ordenó ella, y subió con la comida.
Cuando Ben vio lo que llevaba, se calmó y se calló, con expresión ávida. Le alzó como a un muñeco, le acercó el vaso de leche a los labios; casi se atraganta; estaba muriéndose de hambre. Le dio trocitos de galleta, procurando no tocarle los dientes con los dedos. Cuando acabó lo que le había llevado, empezó a gruñir y a agitarse otra vez. Le puso otra inyección.
Los niños estaban frente a la televisión pero no la veían. Jane y Paul estaban llorando. David seguía sentado a la mesa con la cabeza entre las manos. Ella dijo con suavidad, para que él la oyera:
—De acuerdo. Soy una delincuente. Pero ellos estaban asesinándole.
Él no se movió. Ella le daba la espalda. No quería verle la cara.
—Se habría muerto en unos meses. Seguramente en unas semanas —dijo ella. Silencio. Al final se volvió. Casi no podía mirarle. Parecía enfermo. Pero no era eso…—. No pude soportarlo —dijo.
—Creía que ésa era la idea —dijo él con deliberación.
—¡Sí, pero tú no lo viste, no lo viste! —gritó ella.
—Procuré no verlo —dijo él—. ¿Qué creías que iba a pasar? ¿Que iban a convertirle en un miembro de la sociedad bien adaptado y que luego todo sería maravilloso? —Se burlaba de ella, pero era porque tenía la garganta agarrotada por las lágrimas.
Se miraron largo rato con dureza y cada uno de ellos lo vio todo en el otro. Ella pensó: muy bien. Él tenía razón y yo estaba equivocada. Pero ya está hecho.
—Muy bien, pero ya está hecho —dijo en voz alta.
—Creo que es el mot juste.
Se sentó con los niños en el sofá. Se dio cuenta de que todos tenían lágrimas en los ojos. No podía acariciarles para consolarles, porque ella era la causa de su llanto.
Cuando al final dijo «A la cama», se levantaron todos a la vez y subieron a sus habitaciones sin mirarla.
Se aprovisionó de comida para Ben y subió al dormitorio grande. David había trasladado sus cosas a otra habitación.
Ben despertó poco antes del amanecer y empezó a gemir; Harriet le dió de comer y le puso la inyección.
Dio el desayuno a los niños como siempre y procuró actuar con normalidad. También los niños. Nadie mencionó a Ben.
Cuando bajó David, ella le dijo:
—Llévalos tú al colegio, por favor.
Y se quedaron Ben y ella solos en la casa. Cuando despertó, le dio de comer, pero no le drogó. Él gritó y forcejeó, pero mucho menos, pensó ella. En un intervalo de silencio, en que él parecía agotado, le dijo:
—Ben, estás en casa, no en aquel sitio.
La escuchaba.
—Cuando dejes de alborotar de esa forma, te quitaré lo que llevas puesto.
Era demasiado pronto, empezó a forcejear otra vez. Entre los gritos de él, ella oyó voces y se asomó a la barandilla. David no había ido a trabajar, se había quedado en casa para ayudarla. Estaba hablando con dos policías jóvenes. Se marcharon.
¿Qué les habría dicho? No se lo preguntó.
Cuando los niños iban a volver a casa, le dijo a Ben:
—Quiero que estés callado ahora, Ben. Llegarán los otros niños y si gritas de ese modo les asustarás.
Se quedó callado. Era el agotamiento.
Estaba en el suelo, por entonces salpicado de excrementos. Le llevó al cuarto de baño, le quitó la camisa de fuerza, le metió en la bañera y le lavó y vio que temblaba de terror. No siempre había estado inconsciente cuando le lavaban en aquel sitio. Volvió a llevarle a la cama y le dijo:
—Si empiezas otra vez, tendré que volver a ponerte lo que llevabas puesto.
La miró rechinando los dientes con los ojos llameantes. Pero también tenía miedo. Tendría que controlarle por el miedo.
Mientras limpiaba el cuarto, él movía los brazos como si hubiera olvidado cómo se hacía. Seguramente estaba en aquella prisión de tela desde que había ingresado en el centro.
Luego se acurrucó en la cama, moviendo los brazos y mirando fijamente la habitación, su habitación, reconociéndola, y mirándola al fin a ella.
—Abre la puerta —le dijo entonces.
—No, no hasta que no esté segura de que te portarás bien —le contestó.
Estaba a punto de empezar a gritar otra vez, pero ella le gritó:
—¡Te lo digo en serio, Ben! Si gritas y chillas te ataré.
Él se contuvo. Le dio emparedados y se los fue embutiendo en la boca hasta que no pudo más.
Había olvidado todos los conocimientos de urbanidad básica que tanto había costado enseñarle.
Le habló con suavidad mientras comía:
—Y ahora escúchame, Ben. Tienes que escucharme. Tú te portas bien y todo estará bien. Tienes que comer como es debido. Tienes que usar el orinal o ir al retrete. Y no puedes gritar y forcejear.
No estaba segura de que escuchara. Se lo repitió. Y volvió a repetírselo.
Aquella noche se quedó con Ben y no vio a los otros niños para nada. David subió a la otra habitación. Ella creía y sentía que estaba protegiéndoles de Ben mientras le reeducaba para la vida familiar. Pero sabía que ellos creían que les había dado la espalda a todos y que había decidido irse a un país extraño, con Ben.
Aquella noche cerró la puerta de Ben con llave y echó el cerrojo; no le puso la inyección y esperó que se durmiera. Lo hizo, pero se despertó gritando asustado. Fue a verle y le encontró pegado a la pared a los pies de la cama, con un brazo sobre la cara, no podía oírla mientras ella le hablaba y le hablaba, empleando palabras persuasivas, razonables, contra aquella tempestad de terror. Por fin se tranquilizó. Le dio de comer. Nunca le parecía comida suficiente. Había estado realmente muriéndose de hambre. Habían tenido que mantenerle drogado, y drogado no podía comer.
En cuanto comió, volvió a apoyarse en la pared, acurrucado en la cama, y a mirar la puerta, por donde entrarían sus carceleros. No había entendido en realidad que estaba en casa.
Luego cabeceó… despertó con un grito; dormitó… despertó. Ella le tranquilizaba y volvía a adormecerse.
Pasaron los días; pasaron las noches.
Ben comprendió al final que estaba en casa y a salvo. Y poco a poco, dejó de comer como si cada bocado fuera el último. Y poco a poco, se acostumbró a usar el orinal y luego se dejó llevar de la mano por el pasillo al retrete. Y luego bajó, lanzando miradas a su alrededor para localizar al enemigo antes de que volviera a capturarle. Para él era en aquella casa donde le habían capturado. Y lo había hecho su padre. Cuando posó por primera vez la mirada en David, retrocedió siseando.
David no intentó calmarle; en lo que a él concernía, Ben era responsabilidad de Harriet, la suya eran los niños… sus verdaderos hijos.
Ben ocupó su puesto en la mesa grande, entre los otros niños. Tenía la mirada fija en su padre, que le había traicionado. Helen le dijo: «Hola, Ben.» Y luego, Luke: «Hola, Ben». Y luego, Jane. Paul no, porque le disgustaba que Ben estuviera allí otra vez y se levantó y se dejó caer pesadamente en un sillón, simulando ver la tele.
—Hola —dijo al fin Ben, recorriendo con la mirada a uno tras otro; ¿amigos o enemigos?
Comía, les observaba. Cuando fueron a sentarse a ver la televisión, él hizo lo mismo, imitándoles, para asegurarse, y mirando luego la pantalla porque lo hacían ellos.
Y así, las cosas volvieron a la normalidad, si es que podía emplearse tal palabra.
Pero Ben no confiaba en su padre; nunca volvió a confiar en él.
David no podía ni acercarse a él sin que Ben se quedara quieto y retrocediera; y, si se le acercaba demasiado, gruñía.
Cuando Harriet estuvo segura de que Ben se había recuperado, puso en práctica una idea que había estado fraguando. El jardín había quedado completamente abandonado el verano anterior y fue a arreglarlo un joven llamado John. No tenía empleo y hacía los trabajos que le salían.
Durante unos días podó los setos, arrancó un par de arbustos enfermos, serró una rama muerta, segó el prado. Ben no se apartaba de su lado. Se acurrucaba en las puertaventanas esperando que llegara John; luego le seguía a todas partes como un perrillo. A John no le molestaba lo más mínimo Ben. Era un joven afable, grandón, tosco, alegre, paciente; trataba a Ben con una rudeza eficaz, como si de verdad fuera un cachorrillo que necesitara adiestramiento: «No, ahora tienes que sentarte ahí y esperar a que acabe.» «Aguántame estas tijeras, así, muy bien.» «No. Ahora me voy a casa. Puedes venir conmigo hasta la cancela.»
A veces, cuando John se marchaba, Ben gimoteaba y lloriqueaba.
Así que Harriet fue hasta un café («Betty’s Caff» le llamaban) al que sabía que solía ir John, y allí le encontró con unos amigos. Eran una pandilla de chavales sin empleo, unos diez chicos o así, a veces un par de chicas también. No se molestó en explicar nada, pues sabía que a aquellas alturas la gente comprendía perfectamente… es decir, si no eran especialistas, médicos.
Se sentó entre aquellos jóvenes y dijo que faltaban dos años, quizá tres, para que Ben fuera al colegio. No era apto para un colegio de párvulos normal. Miró deliberadamente a John a los ojos al decir «apto» y él se limitó a asentir con la cabeza. Le gustaría que cuidara de Ben durante el día. La paga sería buena.
—¿Quiere usted que vaya a su casa? —preguntó John, sin rechazar la propuesta.
—Eso como tú quieras —le dijo Harriet—. A Ben le caes bien, John. Confía en ti.
John miró a sus compañeros; se consultaron con la mirada. Luego asintió.
Así que llegaba casi todas las mañanas hacia las nueve y Ben se iba con él en la moto: se iba entusiasmado, riendo, sin volverse a mirar a su madre, ni a su padre, ni a sus hermanos y hermanas. Estaba sobrentendido que había que mantener a Ben alejado de la casa hasta la hora de la cena, pero muchas veces llegaba bastante después. Había pasado a formar parte de la pandilla de muchachos desempleados, que vagaban por la calle, se sentaban en los bares, hacían trabajos esporádicos, iban al cine, andaban de un lado para otro corriendo en motocicletas o en coches prestados.
La familia volvió a ser una familia. Bueno, casi.
David volvió a dormir en el dormitorio conyugal. Existía entre ellos un distanciamiento que David había creado y mantenía por lo profundamente que Harriet le había herido; ella lo entendía. Harriet le comunicó que ahora tomaba la «píldora»; para los dos fue un momento triste, por todo lo que habían sido, lo que habían defendido, en el pasado, que le había impedido tomar la píldora. ¡Habían considerado absolutamente inadmisible intervenir en el proceso de la Naturaleza!
Recordaron ahora que en tiempos habían creído que había que contar con la Naturaleza a uno u otro nivel.
Harriet llamó a Dorothy y le preguntó si podía ir una semana y luego suplicó a David que la acompañara de vacaciones a algún sitio. No habían estado nunca solos desde que había nacido Luke. Eligieron un hotel rural tranquilo y pasearon mucho y fueron delicadísimos el uno con el otro. Estaban bastante tristes; pero, al parecer, aquello era algo a lo que tendrían que habituarse. A veces, sobre todo en sus momentos más felices, no podían evitar que se les llenaran los ojos de lágrimas. Pero por la noche, cuando yacía en brazos de su marido Harriet sabía que aquello nada tenía que ver con lo auténtico, que nada tenía que ver con lo que había sido en el pasado.
—¿Y si hiciésemos lo que dijimos que haríamos… quiero decir, seguir teniendo hijos? —dijo ella.
Sintió el cuerpo de él tenso, percibió su ira.
—¿Y así no habría pasado lo que ha pasado? —preguntó él al fin. Y ella se dio cuenta de que a él le parecía extraño. ¡No podía creer lo que oía!
—No tendríamos otro Ben… ¿por qué habría de pasarnos?
—No se trata de otro Ben —dijo al fin él, procurando contener la ira y adoptar un tono indiferente.
Ella comprendió que aquello que él callaba era exactamente lo que ella procuraba siempre ocultarse a sí misma, o al menos lo peor de ello: había herido mortalmente a la familia cuando rescató a Ben.
Insistió:
—Podríamos tener más hijos.
—¿Es que los cuatro que tenemos no cuentan?
—Quizá si tuviéramos más volveríamos a estar unidos, quizá mejoraran las cosas…
Él guardó silencio. Y en aquel silencio advirtió ella lo falsas que habían sonado sus palabras.
Por último, él le preguntó, en el mismo tono indiferente:
—¿Y qué me dices de Paul? —pues Paul era el más perjudicado.
—Puede que lo superase —dijo ella desesperanzada.
—No va a superarlo, Harriet —dijo él, y su voz vibró con lo que había estado reprimiendo.
Ella se dio la vuelta, separándose de él y se quedó echada, llorando.
Cuando se aproximaban las vacaciones de verano, Harriet escribió cartas amables a todo el mundo, explicando que Ben apenas paraba en casa. Al hacerlo se sentía desleal y traidora; ¿pero a quién?
Algunos fueron. Molly no, ni Frederick; porque no le perdonaban que hubiera vuelto a llevar a Ben a casa; ni se lo perdonarían nunca, lo sabía. Fue su hermana Sarah, con Amy y con Dorothy, que era ahora quien protegía a Amy del mundo. Pero los hermanos y hermanas de Amy fueron a casa de sus otros primos, los hijos de Angela; y los hermanos Lovatt sabían que no tendrían compañía en las vacaciones por culpa de Ben. Deborah les hizo una breve visita. Desde que no se veían, se había casado y se había divorciado. Era una mujer quisquillosa, elegante, cada vez más ingeniosa y desesperada, una buena tía para los niños, de una forma torpe e impulsiva; les hacía regalos caros e inútiles. También fue James. Dijo varias veces que la casa era como un gran pastel de frutas, pero esto era amabilidad. Fueron también algunos primos adultos, que no tenían en qué ocuparse, y un colega de David.
¿Y dónde estaba Ben? Un día, Harriet estaba comprando en el pueblo y oyó el rugido de una moto detrás y se volvió y vio a una criatura como un jinete de la era espacial, que debía de ser John, inclinado sobre los manillares y tras él, bien agarrado, un niño enano: su hijo Ben, con la boca abierta en lo que parecía un canto o alarido jubiloso. Extasiado. Nunca le había visto así. ¿Feliz? ¿Cuál era la palabra?
Sabía que se había convertido en el cachorrillo o la mascota de aquel grupo de jóvenes. Harriet creía que le trataban con rudeza, con grosería incluso, le llamaban Bobo, Enano, Alien Dos, Hobbit y Gremlin. «Eh, tú, Bobo, quítate de en medio.» «Anda, Hobbit, ve y pídele a Jack un cigarrillo para mí.» Pero era feliz. Por las mañanas, se quedaba pegado a la ventana esperando que fueran a buscarle; si no iban y telefoneaban para decir que aquel día no podían hacerlo, se ponía furioso y triste y se pasaba el día pateando y vociferando por la casa.
Les salía bastante caro. John y su pandilla lo pasaban bien a costa de los Lovatt. Y no sólo a costa de James, el abuelo de Ben, porque David hacía ahora todo tipo de trabajos extra. No les importaba apretar las clavijas. «Llevaremos a Ben al mar, si le parece.» «Oh, estupendo, estaría muy bien.» «Pues serán veinte billetes… por la gasolina.» Y las motos rugientes se iban a la costa, llenas de jóvenes de ambos sexos, Ben con ellos. Cuando volvían con él: «Nos costó más de lo que esperábamos.» «¿Cuánto?» «Otros diez billetes.»
—Para él es estupendo —podía comentar alguno de los primos al enterarse de que Ben se había ido a la costa… como si fuera algo completamente normal que invitaran así a un niño pequeño.
Y Ben regresaba de su día de seguridad y diversión con John y sus colegas, que se burlaban de él y le maltrataban, pero le aceptaban, y se acercaba a la mesa familiar, todas las miradas fijas en él con expresiones serias y recelosas.
—Dame pan —decía—. Dame galletas.
—Siéntate, Ben —le diría Luke, o Helen o Jane (nunca Paul), en el tono paciente y amable que empleaban con él y que tanto ofendía a Harriet.
Se encaramaba vigorosamente en la silla y se disponía a ser como ellos. Sabía que no debía hablar con la boca llena. Se sometía dócilmente a estos imperativos, conteniendo los enérgicos y brutales movimientos de sus mandíbulas tras los labios cerrados y esperando a tener la boca vacía para decir:
—Ben baja ahora. Ben quiere irse a la cama.
Ya no ocupaba la habitación del bebé, sino la más próxima de las del pasillo a la de sus padres (la habitación del bebé estaba vacía). No podían encerrarlo con llave por la noche porque el sonido de la llave al girar en la cerradura, el deslizarse de un cerrojo, le hacían vociferar y patalear de furia. Pero lo último que hacían los otros niños antes de dormirse era cerrar silenciosamente sus habitaciones por dentro. Esto significaba que Harriet no podía pasar a verles al irse ella a la cama o si estaban malos. No le gustaba pedirles que no cerraran la puerta, ni quería dar al asunto mayor importancia llamando a un cerrajero que colocara cerraduras especiales, que pudiera abrir un adulto por fuera con una llave. El que los niños se encerraran en sus habitaciones la hacía sentirse excluida, expulsada y repudiada por sus hijos para siempre. A veces se acercaba despacio a la habitación de alguno de ellos y susurraba que la dejara entrar y le abrían y celebraban un breve festejo de besos y abrazos… pero sin dejar de pensar en que Ben podría aparecer… y en varias ocasiones lo hizo, acercándose sigiloso hasta el umbral y quedándose allí contemplando fijamente aquella escena que no entendía.
A Harriet le hubiera gustado cerrar con llave la puerta de su propio dormitorio. David dijo, procurando bromear, que lo haría cualquier día. Más de una vez Harriet despertó y vio a Ben allí quieto en la penumbra mirándoles fijamente. Las sombras del jardín se movían en el techo, los espacios de la gran habitación sumidos en la oscuridad, y allí estaba plantado aquel niño gnomo casi invisible. La presión de aquellos ojos inhumanos suyos penetraba en su sueño y la despertaba.
—Vete a dormir, Ben —solía decirle amablemente, en voz muy baja por el temor profundo que sentía. ¿Qué pensaría, cuando se quedaba allí quieto, mirándoles? ¿Desearía hacerles daño? ¿Experimentaría una pesadumbre que ella no podía imaginar siquiera, por verse separado para siempre de la cotidianidad de la casa y de sus habitantes? ¿Desearía abrazarla como los otros niños y no sabía cómo hacerlo? Sin embargo, cuando ella le abrazaba, no reaccionaba de ninguna forma, no manifestaba ningún calor; era como si no sintiera su contacto.
Lo cierto era que pasaba poquísimo tiempo en casa.
—Estamos aproximándonos a la normalidad total —le dijo a David. Con optimismo. Deseando que él le diera la razón. Pero él se limitó a mover la cabeza, sin mirarla siquiera.
En realidad, aquellos dos años antes de que Ben empezara a ir al colegio no fueron demasiado malos: Harriet los recordaría después con gratitud.
El año que Ben cumplió los cinco, Luke y Helen anunciaron que querían ir a un internado. Tenían once y trece años. Por supuesto, era algo completamente contrario a las ideas de David y Harriet. Así se lo dijeron. Y también les dijeron que no podían permitírselo. Pero otra vez los padres tuvieron que afrontar lo mucho que comprendían los niños y todo lo que habían analizado y planeado… y llevado a la práctica.
Luke ya había escrito a su abuelo James; Helen, a su abuela Molly. Ellos pagarían sus internados.
—Están de acuerdo en que será mejor para nosotros. Sabemos que no podéis evitarlo, pero no nos gusta Ben.
Esto había ocurrido justo después de que Harriet bajara una mañana (y Luke y Helen, Jane y Paul detrás de ella) y se encontraran a Ben acurrucado bajo la gran mesa, con un pollo crudo que había sacado de la nevera, todavía abierta, y con todo su contenido desparramado por el suelo. Ben lo había hecho en un ataque de furia incontrolable. Gruñendo satisfecho, desgarraba el pollo crudo con los dientes y las manos, agitado por una fuerza salvaje. Miró por encima de la osamenta parcialmente desmenuzada y desmembrada a Harriet y a sus hermanos, con un gruñido. Harriet vio que se amortiguaba su vitalidad cuando le regañó: «Ben malo» y vio que se incorporaba y saltaba al suelo y le hacía frente con los restos del pollo en la mano.
—Pobre Ben hambriento —gimió.
Había empezado a llamarse él mismo «pobre Ben». ¿Se lo habría oído a alguien? ¿Habría dicho alguno de los chicos o de las chicas de la pandilla «pobre Ben»… y habría comprendido él entonces que le iba bien? ¿Era lo que pensaba de sí mismo? De ser así, era una ventana a un Ben oculto para ellos, y que le destrozaba a uno el corazón, se lo destrozaba a Harriet, para ser precisos.
Los niños no habían hecho ningún comentario sobre el incidente. Se habían sentado a la mesa para el desayuno, mirándose entre ellos, sin mirarla a ella ni a Ben.
No había forma de que Ben pudiera librarse de ir al colegio. Harriet había renunciado a leerle, a jugar con él, a intentar enseñarle cosas: no podía aprender. Pero sabía que las Autoridades nunca admitirían aquello ni reconocerían que no lo admitían. Dirían, con razón, que sabía muchas cosas que hacían de él un ser parcialmente social. Sabía datos: «Semáforo verde: pasar; semáforo rojo: detenerse.» O: «Medio plato de patatas fritas cuesta la mitad que un plato grande de patatas fritas.» O: «Cierra la puerta, porque hace frío.» Canturreaba estas verdades, que seguramente le había enseñado John, y miraba a Harriet buscando confirmación. «¡Come con la cuchara, no comas con los dedos!» «Agárrate bien al doblar las esquinas.» Harriet le oía a veces cantar estas consignas en la cama por la noche, pensando en las delicias del día siguiente.
Cuando le explicaron que tenía que ir al colegio, dijo que no iría. Harriet le dijo que no había forma de evitarlo, que tenía que ir.
Pero que podría ver a John los fines de semana, y durante las vacaciones. Pataletas. Berrinches, desesperación. Gritos de «¡No! ¡No! ¡No!». Toda la casa retumbaba con el estruendo.
Llamaron a John; se presentó en la cocina con tres de la pandilla. Instruido por Harriet, le dijo a Ben:
—Ahora escucha, colega. Escúchanos. Tienes que ir al colegio.
—¿Estaréis vosotros allí? —preguntó Ben, junto a las rodillas de John, alzando hacia él la vista con expresión confiada. Su postura con la cara alzada indicaba que confiaba en John, pero los ojos parecían hundidos en el cráneo por el miedo.
—No, pero yo fui al colegio. Todos fuimos. —Los cuatro jóvenes se echaron a reír, pues naturalmente los cuatro eran de los que habían hecho novillos, igual que muchos como ellos—. Yo fui al colegio. Aquí Rowland fue al colegio. Barry y Henry fueron al colegio.
—Eso mismo, eso mismo —dijeron todos, haciendo cada uno su papel.
—Y yo fui al colegio —dijo Harriet. Pero Ben a ella no la escuchaba; ella no contaba.
Por último, quedaron en que Harriet llevaría a Ben al colegio por la mañana y que John se encargaría de ir a recogerlo por las tardes.
Ben pasaría las horas desde que salía del colegio hasta la hora de acostarse, con la pandilla.
Por el bien de la familia, se decía Harriet; por el bien de los niños… por mí y por David. Aunque parece que él cada día vuelve más tarde.
Entretanto, la familia se había disgregado (mientras ella lo sentía, lo veía). Luke y Helen se habían ido a sus respectivos internados. Quedaban en la casa Jane y Paul, que iban al mismo colegio que Ben, pero que como estaban en cursos más avanzados no le veían mucho.
Jane seguía siendo estable, sensata, tranquila y tan capaz de salvarse como Luke y Helen. No solía volver a casa directamente al salir del colegio, se iba a casa de amigos. Paul volvía a casa. Estaba solo con Harriet, que creía que esto era precisamente lo que quería y lo que necesitaba. Era exigente, chillón, llorón y caprichoso. ¿Dónde estaba aquel niñito encantador y delicioso, su Paul?, se preguntaba Harriet mientras le oía protestar y gimotear, convertido ahora en un chiquillo larguirucho de seis años, con unos ojos azules grandes y dulces, que se quedaban a menudo perdidos en el vacío o parecían protestar de lo que veían. Estaba demasiado delgado. Nunca había comido bien. Le traía a casa del colegio y procuraba que se sentara y comiera o se sentaba con él y le leía y le contaba cuentos. Él no podía concentrarse. Estaba siempre inquieto, mirando a las musarañas, soñando despierto. Luego se acercaba a Harriet para acariciarla o para sentarse en su regazo como un niñito más pequeño, nunca tranquilo ni reposado ni contento.
El problema era que no había tenido madre en el momento preciso y todos lo sabían.
Cuando oía la moto que traía a Ben a casa, Paul podía echarse a llorar o ponerse a darse cabezazos contra la pared.
Cuando Ben llevaba un mes yendo al colegio sin que hubiera habido noticias desagradables, Harriet preguntó a su profesor qué tal se las arreglaba. Para su sorpresa, le contestó:
—Es un buen niño. Pone mucho empeño.
A finales del primer trimestre, la llamó la señora Graves, la directora:
—Señora Lovatt, quería saber si usted…
Como persona eficiente, sabía lo que pasaba en su colegio, y que Harriet era la madre responsable de Luke, Helen, Jane y Paul.
—La verdad es que no sabemos qué hacer —le dijo—. Ben realmente se esfuerza muchísimo. Parece que no se adapta a los otros. Es difícil determinar por qué.
Harriet aguardaba, allí sentada (tenía la impresión de haberlo hecho demasiado a menudo durante la corta vida de Ben), que se reconociera de algún modo que quizá se tratase de algo más que problemas de adaptación.
—Siempre ha sido un niño extraño —comentó.
—¿El raro de la familia? Bueno, siempre suele haber uno, ya lo he observado —dijo amablemente la señora Graves. Mientras proseguía con esta conversación superficial, la sensibilizada Harriet prestaba atención a la otra, a la conversación paralela que imponía la existencia de Ben—. Esos jóvenes que vienen a recoger a Ben, es algo poco corriente —dijo la señora Graves, sonriendo.
—Él no es un niño corriente —dijo Harriet, mirando fijamente a la directora, que asentía, sin mirar a Harriet. Estaba ceñuda, como si la asediara alguna idea irritante que reclamara más atención de la que estaba dispuesta a prestarle.
—¿Había visto usted antes algún niño como Ben? —le preguntó Harriet.
Esto obligaría a la directora a arriesgarse a decir: «¿Qué quiere decir usted, señora Lovatt?» Y de hecho la señora Graves dijo:
—¿Qué quiere decir usted, señora Lovatt?
Pero lo dijo de prisa y después, para impedir que Harriet le contestara, lo eludió temerosa, añadiendo:
—¿Que es un niño hiperactivo, quizá? Desde luego ése es un término que en mi opinión esquiva el problema. ¡Decir que un niño es hiperactivo no es decir mucho! Pero Ben tiene una energía asombrosa. No puede parar quieto mucho rato… bueno, eso les pasa a muchos niños. Su profesora le considera un niño gratificante porque se esfuerza, pero dice que tiene que dedicarle tanta atención a él como a todos los demás juntos… En fin, señora Lovatt, me alegra que haya venido, ha sido una ayuda.
Y al irse, Harriet vio cómo la observaba la directora, con aquella inspección atribulada en la que había una inquietud no reconocida, horror incluso, que formaba parte de «la otra conversación», la auténtica.
Hacia finales del segundo trimestre, la llamaron por teléfono. «¿Podría ir al colegio inmediatamente, por favor?» Ben había hecho daño a alguien.
Ya estaba. Aquello era lo que ella había temido. Ben había enloquecido de repente y había atacado a una chica mayor en el patio. La había tirado al suelo y se había dado un gran golpe contra el asfalto, haciéndose moretones y arañazos en las piernas; y luego la había mordido y le había retorcido un brazo hasta rompérselo.
—He estado hablando con Ben —dijo la señora Graves—. Y parece que no está arrepentido en absoluto. Es como si ni siquiera supiera lo que ha hecho. Pero a esa edad (son seis años, después de todo) tendría que saber muy bien lo que hace.
Harriet se llevó a Ben a casa, dejando a Paul para ir a buscarlo más tarde. Era a Paul a quien ella quería llevarse; el niño se había enterado de lo del ataque y estaba histérico, gritando que Ben le mataría también a él. Pero tenía que estar a solas con Ben. Ben se sentó a la mesa de la cocina, balanceando las piernas, comiendo pan y mermelada. Había preguntado si iba a ir John a buscarle. Era a John a quien necesitaba.
—Le has hecho daño a la pobre Mary Jones. ¿Por qué lo hiciste, Ben? —le dijo Harriet.
Parecía no prestar la más mínima atención; arrancaba a dentelladas grandes trozos de pan y luego los engullía.
Harriet se sentó pegada a él para que no pudiera ignorarla, y le dijo:
—Ben, ¿recuerdas aquel sitio al que fuiste en la furgoneta?
Se puso rígido. Volvió muy despacio la cabeza hacia su madre y la miró. El pan que tenía en la mano temblaba; él estaba temblando.
Recordaba. ¡Muy bien! Harriet no lo había hecho nunca y esperaba no tener que volver a hacerlo.
—Bueno, ¿lo recuerdas, Ben?
Una mirada desolada asomó a sus ojos; podría haber saltado de la mesa para salir de allí corriendo. Deseaba hacerlo, pero miró enloquecido los rincones de la habitación y las ventanas y la escalera, como si pudieran atacarle por allí.
—Ahora escúchame bien, Ben. Si alguna vez, alguna vez, alguna vez vuelves a hacer daño a alguien, tendrás que volver allí.
Se lo dijo mirándole fijamente a los ojos; esperaba que él no pudiera saber lo que estaba diciéndose a sí misma mientras le hablaba: pero yo jamás volvería a mandarle allí, jamás.
Él siguió allí sentado, temblando espasmódicamente, como un perrillo empapado y helado; le vio hacer una serie de movimientos, inconscientes, vestigios de las reacciones de la temporada de encierro en la institución. Alzó una mano para cubrirse la cara y miró entre los dedos abiertos como si la mano pudiera protegerle; luego, bajó la mano y volvió la cabeza repentinamente, apretando el dorso de la otra mano contra la boca, con expresión aterrada en los ojos; enseñó los dientes un momento para gruñir, pero se contuvo. Bajó la barbilla y abrió la boca y Harriet comprendió que podía haber emitido un prolongado alarido animal. Fue como si oyera realmente aquel alarido, su terror solitario…
—¿Me has oído, Ben? —le preguntó con suavidad.
Se bajó deslizándose junto a la mesa y subió pesadamente las escaleras, dejando tras de sí un delgado rastro de orina. Harriet oyó cerrarse su puerta y luego el alarido aterrado y furioso que había estado conteniendo.
Llamó por teléfono a John al bar. Se presentó en seguida, solo, como le había pedido.
Escuchó lo sucedido y subió a la habitación de Ben. Harriet se quedó en la puerta, fuera, escuchando.
—No te das cuenta de la fuerza que tienes, Hobbit, ése es el problema. Está mal hacer daño a la gente.
—¿Estás enfadado conmigo, John? ¿Vas a hacer daño a Ben?
—¿Quién está enfadado? —dijo John—. Pero si haces daño a la gente, la gente te hará daño a ti.
—¿Va hacerme daño Mary Jones?
Un silencio. John estaba desconcertado.
—¿Me llevas contigo? Llévame ahora, llévame contigo ahora.
Harriet oyó a John buscar unos pantalones limpios, le oyó convencer a Ben de que se los pusiera. Bajó a la cocina. John bajó también con Ben, colgado de la mano. Le hizo un guiño y alzó el pulgar. Se marchó en la moto con Ben. Harriet fue a buscar a Paul.
Cuando le pidió al doctor Brett que le concertara una cita con un especialista, le dijo:
—Por favor, no me haga parecer una especie de idiota histérica.
Llevó a Ben a Londres. Le dejó al cuidado de la enfermera de la doctora Gilly. La doctora Gilly prefería ver primero al niño solo, sin los padres. Parecía razonable. Tal vez aquella doctora fuera sensata, se decía Harriet mientras tomaba un café en una cafetería pequeña, y luego se preguntó qué habría querido decir con aquello. ¿Qué es lo que espero ahora? Decidió que lo que deseaba era que por fin alguien empleara las palabras adecuadas, que compartiera la carga. No, no esperaba que la liberaran, ni siquiera que las cosas pudieran cambiar mucho. Quería que se reconociera su situación, que se otorgara a su problema su dimensión real.
En fin, ¿era probable? Llena de sentimientos contradictorios (deseando por un lado ayuda, escéptica por otro: Bueno, ¡qué esperabas!) volvió y se encontró a Ben con la enfermera en un cuartito junto a la sala de espera. Con la espalda apoyada en la pared, Ben observaba todos los movimientos de la enfermera como un animal cauteloso. Al ver a su madre, corrió a su lado y se escondió detrás de ella.
—Vamos —dijo la enfermera con acritud—, no tienes por qué hacer eso, Ben.
Harriet le mandó sentarse y esperar; le dijo que volvería en seguida. Se colocó detrás de una butaca y se quedó allí de pie, alerta, con los ojos clavados en la enfermera.
Luego Harriet se encontró sentada frente a una sagaz profesional a la que le habían dicho (Harriet estaba convencida) que era una madre irracionalmente preocupada, incapaz de manejar a su quinto hijo.
—Iré directamente al grano, señora Lovatt —dijo la doctora Gilly—. El problema no es Ben sino usted. A usted no le gusta demasiado.
—Oh, Dios mío. ¡Otra vez no, por favor! —estalló Harriet, en un tono malhumorado, lastimero. Miraba a la doctora Gilly, atenta a su reacción. Al fin dijo—: Se lo ha dicho el doctor Brett y ahora lo dice usted.
—Bien, señora Lovatt, ¿acaso lo niega? He de decirle, en primer lugar, que no es culpa suya. Y también que es bastante frecuente. No podemos elegir lo que nos saldrá en la lotería… y eso es tener un hijo. Por suerte o por desgracia, no podemos elegir. Lo primero que tiene que hacer usted es no culparse.
—Yo no me culpo —dijo Harriet—. Aunque no espero que lo crea. Pero es una triste gracia. Creo que desde que nació Ben, siempre me han echado la culpa. Me siento como una delincuente. Me han hecho sentirme así continuamente. —Mientras hablaba, con voz chillona, que no podía cambiar, iban saliendo a borbotones todos los años de amargura. La doctora Gilly la miraba—. ¡Es verdaderamente asombroso! Nadie me ha dicho nunca, nadie, jamás: «¡Qué habilidosa eres, has conseguido tener cuatro niños preciosos extraordinariamente inteligentes y normales! Puedes estar orgullosa. ¡Muy bien, Harriet!» ¿No le parece a usted extraño que nadie me lo haya dicho nunca? ¡Pero, con lo de Ben… soy una delincuente!
Tras una pausa para analizar lo que había dicho Harriet, la doctora Gilly dijo:
—No soporta el hecho de que Ben no sea inteligente, ¿es eso?
—Oh, Dios mío —dijo Harriet con furia—. ¡Cuál es el problema!
Las dos mujeres se miraron fijamente. Harriet suspiró, dejando que su furia se aplacara; la doctora estaba irritada, pero no lo demostraba.
—Dígame —dijo Harriet—, ¿quiere decir usted que Ben es un niño normal en todos los sentidos? ¿Que no tiene nada de raro?
—Está dentro de la escala de la normalidad. Me han dicho que no le va muy bien en el colegio, pero es frecuente que los niños lentos adelanten posteriormente.
—No puedo creerlo —dijo Harriet—. Mire, hagamos una cosa…, bien, de acuerdo, permítame hacerlo. Dígale a la enfermera que traiga a Ben.
La doctora Gilly lo pensó. Luego habló por el aparato.
Oyeron a Ben gritar «¡No! ¡No!» y la voz persuasiva de la enfermera.
Se abrió la puerta. Apareció Ben; la enfermera le había empujado a la habitación. La puerta se cerró a su espalda y él retrocedió apoyándose en ella y mirando a la doctora.
Se quedó allí con los hombros inclinados hacia adelante y las rodillas dobladas, como si estuviera a punto de saltar hacia algún sitio. Era regordete, pequeño y fornido, con la cabeza enorme, con aquel rastrojo de áspero pelo amarillento que le crecía de la doble coronilla hasta la parte inferior de la frente estrecha y gruesa. Tenía la nariz chata, aflautada y respingona. Los labios carnosos y ondulados. Los ojos parecían protuberancias de piedra opaca. Por primera vez, Harriet pensó: «No parece un niño de seis años sino mucho mayor. Casi podrías tomarlo por un hombre pequeño, pero no por un niño.»
La doctora miró a Ben. Harriet los miró a ambos. La doctora dijo:
—Bien, Ben. Ahora vete. Tu madre irá en seguida.
Ben seguía allí petrificado. La doctora Gilly volvió a hablar por el aparato, se abrió la puerta y Ben fue sacado a rastras del despacho, gruñendo.
—Dígame, doctora Gilly, ¿qué ha visto usted?
La actitud de la doctora Gilly era cauta, estaba ofendida; estaba calculando el tiempo que faltaba para que concluyera la entrevista. No contestó.
Harriet sabía que era inútil, pero deseaba oírlo, que se dijera; así que dijo:
—No es humano, ¿verdad?
Súbita, inesperadamente, la doctora Gilly dejó traslucir lo que pensaba. Se incorporó, suspiró hondo, se cubrió la cara con las manos y las bajó hasta quedar sentada con los ojos cerrados y los dedos sobre los labios. Era una mujer de mediana edad, agraciada, segura de sí misma; pero durante sólo un instante, se manifestó en ella una angustia ilícita e ilegítima y pareció fuera de sí, aturdida, incluso.
Luego decidió rechazar lo que Harriet sabía que era un momento de sinceridad. Dejó caer las manos, sonrió y dijo en broma:
—¿De otro planeta? ¿Del espacio exterior?
—No. Bueno, usted le ha visto, ¿no? ¿Cómo sabemos el tipo de pueblos… de razas quiero decir… de criaturas diferentes a nosotros que han vivido en este planeta? En el pasado. En realidad no lo sabemos, ¿verdad? ¿Cómo sabemos que los gnomos y los duendes, ese tipo de criaturas, no viven verdaderamente aquí? Y que por eso contamos historias sobre ellos. Que existieron realmente en otros tiempos… Bueno, ¿cómo sabemos que no?
—¿Cree usted que Ben es un salto atrás? —preguntó muy seria la doctora Gilly. Parecía bastante dispuesta a admitir la idea.
—Me parece evidente —dijo Harriet.
Otro silencio; la doctora Gilly examinó sus manos bien cuidadas. Suspiró. Luego alzó la vista y miró a Harriet a los ojos diciendo:
—Si así fuera, ¿qué espera usted que haga yo?
Harriet insistió:
—Quiero que se diga. Quiero que se reconozca. Es que sencillamente no puedo soportar que nadie lo diga nunca.
—¿Pero es que no se da usted cuenta de que está fuera de mi competencia? Es decir, si fuera cierto. ¿Acaso quiere que le dé una carta para el zoo, para que lo metan en una jaula? ¿O que lo entregue a la ciencia?
—Dios mío, no —dijo Harriet—. No, claro que no.
Silencio.
—Gracias, doctora Gilly —dijo Harriet, dando por terminada la entrevista de la forma habitual. Se levantó—. ¿Estaría usted dispuesta a recetarme un calmante bien fuerte? A veces no puedo dominar a Ben y necesito alguna ayuda.
La doctora extendió la receta. Harriet la cogió. Dio las gracias a la doctora Gilly. Le dijo adiós. Se dirigió a la puerta, miró hacia atrás. En la cara de la doctora vio lo que esperaba ver: una turbia mirada fija que reflejaba lo que sentía aquella mujer, que era horror ante lo extraño, el rechazo del normal a lo que quedaba fuera de los límites humanos. Horror ante Harriet, que había dado a luz a Ben.
Encontró a Ben solo en la salita, acurrucado en un rincón, mirando fijamente sin pestañear la puerta por la que entraba ella. Estaba temblando. Personas con uniformes blancos, batas blancas, el olor a productos químicos… Harriet comprendió que sin querer había reforzado sus temores: «Si te portas mal, entonces…»
Estaba abatido. Se pegó a ella; no, no como se pegaría a su madre un niñito, sino como un perrillo asustado.
Pasó a darle todas las mañanas una dosis de sedante, que, pese a todo, no le hacía mucho efecto. Pero ella esperaba que le mantuviera calmado hasta que saliera del colegio y se fuera con John en la moto.
Llegó el final del primer curso escolar de Ben. Esto significaba que podrían seguir todos como si no pasara nada, fingiendo que era sólo un niño «problemático». No aprendía nada, pero eran muchos los niños que no aprendían nada. Lo que importaba era que estuvieran escolarizados y bastaba con eso.
Luke escribió aquellas Navidades diciendo que quería ir a ver a sus abuelos, que estaban en algún sitio de la costa sur de España; y Helen fue a casa de la abuela Molly, a Oxford. Dorothy estuvo en Navidad, sólo tres días. Y luego se llevó con ella a Jane. Jane adoraba a Amy, la pequeña mongólica.
Ben andaba siempre con John. Harriet y David (cuando estaba en casa, porque trabajaba cada vez más) pasaron las vacaciones de Navidad con Paul. Paul era más problemático incluso que Ben. Pero era un niño normal «desequilibrado», no un ser extraño.
Se pasaba las horas viendo la televisión. Se evadía con ella, nervioso, moviéndose continuamente, comiendo continuamente, aunque no engordaba. Parecía tener dentro una boca insaciable que dijera: «Aliméntame, aliméntame.» Cada una de sus partículas ansiaba… ¿qué? Los brazos de su madre no le satisfacían, estaba demasiado nervioso para quedarse en ellos. Le gustaba estar con David, pero nunca mucho rato. Lo que le tranquilizaba era la televisión. Guerras y disturbios; matanzas y atracos; asesinatos y robos y secuestros… los años ochenta, los bárbaros años ochenta empezaban a entrar en escena y Paul se quedaba repantigado frente a la televisión o daba vueltas por la habitación mirando la pantalla y comiendo… nutriéndose. Eso parecía.
Se habían establecido las pautas familiares; y así sería el futuro.
Luke iba a pasar siempre las vacaciones escolares con su abuelo James, con quien «se llevaba» muy bien. Y le gustaba su abuela Jessica, que era divertidísima, decía. Su tía Deborah también era divertida.
Sus tentativas y fracasos matrimoniales eran un larguísimo serial, expuesto en tono cómico. Luke vivía con los ricos, y medraba; y a veces James le llevaba a casa a visitar a sus padres, pues era un buen hombre y sufría por lo que pasaba en aquella casa desdichada y sabía que Harriet y David añoraban a su primogénito. También ellos iban a verle al colegio cuando había competiciones deportivas; y Luke iba a casa a veces durante el curso.
Helen era feliz en casa de Molly. Ocupaba la habitación que había sido en tiempos el verdadero hogar para su padre. Helen era la preferida del viejo Frederick. También ella iba a veces a casa de sus padres durante el curso.
Jane había convencido a Dorothy para que hiciera entrar en razón a David y a Harriet, pues quería vivir con ella y con la tía Sarah y los tres primos sanos y la pobre Amy. Y acabó haciéndolo. A veces Dorothy llevaba a casa a Jane y sus padres se dieron cuenta de que Dorothy había «hablado» con Jane para que fuera amable con ellos y nunca jamás criticara a Ben.
Paul se quedó en casa; pasaba en casa mucho más tiempo que Ben.
—¿Qué vamos a hacer con Paul? —le dijo David a Harriet.
—¿Qué podemos hacer?
—Necesita algún tipo de tratamiento. Un psiquiatra…
—¡Qué bien va a hacerle eso!
—No aprende nada, es un auténtico problema. ¡Es peor que Ben! Al menos, Ben es lo que es, sea lo que sea, y creo que no quiero saberlo. Pero Paul…
—¿Pero cómo vamos a pagar el tratamiento?
—Yo lo pagaré.
Además de su pesada carga de trabajo normal, David trabajaba ahora también dando clases en una escuela politécnica y casi nunca estaba en casa. Si volvía a casa durante la semana, era por la noche tarde y se acostaba y se quedaba en seguida dormido, agotado.
Enviaron a Paul a «hablar con alguien», como suele decirse.
Iba casi todas las tardes después del colegio. Fue un éxito. El psiquiatra era un individuo de cuarenta años, con una casa agradable y familia. Paul se quedaba allí a cenar e incluso a jugar con los niños de la casa aun cuando no tenía cita para hablar con el doctor.
Harriet se pasaba a veces todo el día sola en aquella casa enorme, hasta que llegaba Paul hacia las siete a ver la televisión… Y Ben también, aunque su modo de verla televisión era diferente. La pantalla captaba su atención impredeciblemente sólo uno o dos minutos, sin ninguna pauta que Harriet pudiera advertir.
Los dos chicos se odiaban.
Un día, Harriet encontró a Paul en un rincón de la cocina, estirado, de puntillas, intentando esquivar las manos de Ben, que trataba de agarrarle por el cuello. Ben, bajo y fuerte. Paul, larguirucho… Si Ben quisiera, podría matarle. Harriet creyó que sólo intentaba asustarle, pero Paul estaba histérico. Ben sonreía vengativo, triunfal.
—Ben. Ben, quieto —dijo Harriet, como si hablara a un perro, advirtiéndole—. Quieto, Ben, quieto.
Se volvió rápidamente, la vio y bajó las manos. Ella le transmitió con la mirada la amenaza que ya había empleado con él; era su poder sobre él: lo que Ben recordaba del pasado.
Le enseñó los dientes y gruñó.
Paul se puso a gritar, desahogando el terror. Subió las escaleras corriendo, resbalando y cayendo, para escapar del horror que Ben significaba.
—Si vuelves a hacer eso otra vez… —dijo Harriet, en tono amenazador. Ben se acercó despacio a la mesa grande y se sentó. Estaba pensando, eso creía Harriet. «Si vuelves a hacer eso otra vez, Ben…» Él alzó la vista y la miró. Estaba calculando, Harriet se daba cuenta. ¿Pero qué? ¿Qué verían aquellos ojos suyos, fríos, inhumanos…? La gente suponía que veía lo mismo que ellos, que veía un mundo humano. Pero tal vez sus sentidos percibieran hechos y datos muy distintos. ¿Cómo podía saberlo nadie? ¿Qué estaba pensando? ¿Cómo se veía a sí mismo?
Todavía decía a veces «Pobre Ben».
Harriet no le contó este incidente a David. Sabía que estaba en el límite de su resistencia. ¿Y qué iba a decirle, además? «¡Ben intentó matar a Paul hoy!» Esto era muy distinto de todo lo que habían afrontado, estaba fuera de lo permisible. Además, no creía que Ben intentara matar a Paul; sólo intentaba demostrar lo que podría hacer si quisiera.
Le dijo a Paul que Ben no intentaba hacerle ningún daño, que sólo quería asustarle. Le pareció que Paul la creía.
Dos años antes de que Ben tuviera que dejar el colegio en el que no había aprendido nada, pero donde al menos no había hecho daño a nadie, John fue a decirles que iba a desaparecer de sus vidas. Le habían concedido una plaza en un programa de formación profesional en Manchester. A él y a tres amigos suyos.
Ben estaba allí, escuchando. A él ya se lo había dicho, en Betty’s Caff. Pero no lo había entendido. Precisamente por eso John había ido a decírselo a Harriet delante de él, para que lo aceptara.
—¿Por qué no puedo ir yo también? —quiso saber Ben.
—Porque no puedes, amigo. Pero cuando venga a ver a mis padres, vendré también a verte a ti.
—¿Pero por qué no puedo ir contigo? —insistió Ben.
—Porque yo también estaré en el colegio. No aquí. Yo estaré muy lejos. Muy lejos, muy lejos.
Ben se puso rígido. Adoptó la postura tensa y encogida, los puños extendidos. Apretó los dientes, con expresión malévola.
—Ben —dijo Harriet, en aquel tono de voz especial—. Ben, basta ya.
—Venga, Hobbit —le dijo John, molesto, pero amable—. Yo no puedo evitarlo. Tengo que irme de casa alguna vez, ¿no?
—¿Se va Barry? ¿Se marcha Rowland? ¿Y Henry?
—Sí, nos vamos los cuatro.
De repente Ben echó a correr hacia el jardín, donde se puso a dar patadas al tronco de un árbol, dando gritos furiosos.
—Mejor el árbol que yo —dijo John.
—O que yo —dijo Harriet.
—Lo siento —dijo John—. Pero las cosas son así.
—No sé lo que habríamos hecho sin ti —dijo Harriet.
Él asintió, pues sabía que era cierto. Y así desapareció John de sus vidas, para siempre. Ben había estado con él casi todos los días de su vida desde que había sido rescatado de la institución.
Fue muy duro para Ben. Al principio, no se lo creía. Cuando Harriet llegaba a buscarle al colegio, y a veces también a Paul, estaba allí, en la puerta, mirando calle abajo, por donde había visto llegar siempre a John gloriosamente en su motocicleta. Se iba a casa con ella de mala gana, sentado en un extremo del asiento de atrás, frente a Paul, si éste no estaba en el psiquiatra, y escrutaba las calles al pasar en busca de rastros de sus amigos perdidos.
Más de una vez, cuando no aparecía por casa, Harriet le encontró en el bar al que iban siempre, sentado en una mesa solo, con la mirada fija en la entrada, por donde podrían aparecer. Una mañana vio en la calle a uno de los chavales pequeños de la pandilla de John delante de un escaparate y se acercó corriendo a él gritando de alegría; pero el muchacho dijo con indiferencia: «Vaya, es Dumbo. ¿Qué hay, Bobo?» y se dio la vuelta. Ben se quedó con la boca abierta, paralizado dé incredulidad, como si le hubieran dado un puñetazo en la boca. Tardó mucho en comprender. En cuanto llegaba a casa con Harriet y Paul, se marchaba otra vez, se iba corriendo al pueblo. Ella no le seguía. ¡Ya volvería! No tenía otro sitio; y a ella siempre le apetecía estar sola con Paul… si Paul estaba en casa.
Un día Ben entró en casa corriendo y se escondió debajo de la mesa de la cocina. Detrás de él apareció una policía que le dijo a Harriet:
—¿Dónde está ese niño? ¿Está bien?
—Está debajo de la mesa —dijo Harriet.
—Debajo de la… pero ¿por qué? Yo sólo quería asegurarme de que no estaba perdido. ¿Cuántos años tiene?
—Más de los que representa —dijo Harriet—. Ben, sal de ahí, no pasa nada.
No quería salir. Se había puesto a gatas de cara a donde estaba la agente de policía, contemplando sus resplandecientes zapatos negros.
Recordaba que una vez alguien en un coche le había atrapado y se lo había llevado: uniformes, la esencia de los funcionarios.
—Bueno —dijo la agente—. ¡Cualquiera diría que soy una secuestradora de niños! No debiera dejarle corretear por ahí así. Pueden secuestrarlo.
—Sería mucha suerte —dijo Harriet, una madre desenvuelta y jovial de pies a cabeza—. Sería más probable que los secuestrara él.
—¿Ah, sí, de veras?
Y la policía se fue, riéndose.
David y Harriet estaban echados uno al lado del otro en el lecho conyugal, a oscuras; la casa en silencio. Dos habitaciones más allá dormía Ben… suponían. Cuatro habitaciones más allá, al final del pasillo, dormía Paul, tras una puerta con cierre automático. Era tarde y Harriet sabía que David se quedaría dormido en uno o dos minutos. Había un espacio vacío entre los dos. Pero ya no era un espacio lleno de ira. Harriet sabía que David estaba siempre demasiado agotado para estar furioso. En cualquier caso, él había decidido no irritarse: le estaba matando. Ella siempre sabía lo que pensaba él. Y él contestaba a veces en voz alta a los pensamientos de ella.
A veces hacían el amor, pero ella sentía, y sabía que él también, que se entrelazaban y se besaban los fantasmas de la joven Harriet y el joven David.
Era como si la tensión de su vida le hubiera arrancado una capa de carne… no carne auténtica, sino quizá de una sustancia metafísica e invisible, e ignorada hasta que había desaparecido. Y David, trabajando como trabajaba, había perdido aquel yo suyo que era el del padre de familia. Sus esfuerzos le habían hecho triunfar en su empresa y posteriormente le proporcionaron un trabajo mejor en otra empresa. Y en eso se centraba ahora su vida; los acontecimientos tienen su propia lógica. David era ahora el tipo de individuo que en otros tiempos había decidido que nunca sería. James ya no ayudaba a la familia; sólo pagaba por Luke. La sinceridad y la franqueza que nacían de la terca seguridad de David en sí mismo habían sido sustituidos por aquella nueva confianza en sí mismo. Harriet sabía que si conociera ahora a David por primera vez le parecería inflexible. Pero no lo era. La roca que ella creía que había en él, era resistencia. Sabía aguantar. Aún eran parecidos.
Al día siguiente, sábado, David iba a ir a ver el partido de criquet al colegio de Luke. Harriet iba a visitar a Helen a su colegio; Helen actuaba en una obra. Dorothy llegaría por la mañana para que ambos pudieran marcharse el fin de semana. No traería a Jane, que iba a ir a una fiesta a casa de una amiga del colegio que no quería perderse.
Paul iría con su padre a ver a su hermano.
Así que Ben se quedaría solo con Dorothy, que hacía un año que no le veía.
Harriet no se extrañó cuando David le dijo:
—¿Crees que Dorothy se da cuenta de que Ben es mayor de lo que parece?
—¿Crees que debemos advertírselo?
—Ella en seguida se da cuenta de todo, a los cinco minutos.
Un silencio. Harriet sabía que David estaba casi dormido. Se espabiló para decir:
—Harriet, ¿se te ha ocurrido pensar que en un par de años Ben será adolescente? ¿Crees que será un ser sexual?
—Sí, pero su cronómetro es distinto del nuestro.
—¿Tu crees que los de su clase tienen algo semejante a una adolescencia?
—¿Cómo voy a saberlo? A lo mejor no son sexuales como nosotros. Alguien dijo que nosotros lo somos en exceso… ¿quién? Sí, Bernard Shaw.
—Pese a todo, la sola idea de Ben como un ser sexual me espanta.
—Hace mucho que no hace daño a nadie.
Después del fin de semana, Dorothy le dijo a Harriet:
—Me gustaría saber si Ben se preguntará alguna vez por qué es tan distinto de todos nosotros.
—¿Cómo podemos saberlo? Yo no he sabido nunca lo que piensa.
—Tal vez piense que hay más como él en algún sitio.
—Tal vez.
—¡Siempre que no sea una hembra de la especie!
—Ben te hace pensar… todas esas personas distintas que vivieron en otros tiempos en la tierra… tienen que estar en nosotros en alguna parte.
—¡Dispuestos a surgir de pronto! Aunque tal vez cuando lo hacen no nos damos cuenta —dijo Dorothy.
—Porque no queremos —dijo Harriet.
—Yo desde luego, no —dijo Dorothy—. Después de haber visto a Ben… Harriet, ¿os dais cuenta tú y David de que Ben ya no es un niño? Le tratamos como si lo fuera, pero…
Aquellos dos años antes de empezar a ir a la escuela secundaria, Ben lo pasó mal. Estaba muy solo, pero, ¿se daría cuenta de ello?
Harriet estaba muy sola, y lo sabía…
Igual que Paul cuando estaba en casa, Ben iba ahora directamente a ver la televisión en cuanto volvía del colegio. Algunos días la veía desde las cuatro de la tarde hasta las nueve o las diez de la noche. No demostraba que le gustara en especial un programa más que otro. Ni entendía que algunos programas eran para niños y otros para adultos.
—¿Cuál era el argumento de esa película, Ben?
—Argumento —probaba la palabra, con su voz ronca, torpe y vacilante. Y miraba fijamente a su madre a la cara para descubrir qué quería.
—¿Qué pasaba en la película, en la que acabas de ver?
—Coches grandes. Una moto. Esa chica gritando. El coche persigue al hombre.
Una vez, para ver si Ben podía aprender de Paul, Harriet preguntó a éste:
—¿Cuál era el argumento de esa película?
—Era sobre unos ladrones de bancos, ¿no? —dijo Paul, con gran desprecio por el estúpido Ben, que escuchaba mirando sucesivamente a su madre y a su hermano—. Planeaban el robo de un banco haciendo un túnel. Casi llegaban a la cámara de seguridad, pero la policía les cogía en una trampa. Iban a la cárcel, pero casi todos escapaban. La policía mataba a dos.
Ben había escuchado atentamente.
—¿Me cuentas el argumento de la película, Ben?
—Ladrones de banco —dijo Ben. Y repitió lo que había dicho Paul, vacilante porque procuraba recordar exactamente las mismas palabras.
—Pero eso es sólo porque se lo dije yo —dijo Paul.
Los ojos de Ben relampaguearon, pero se aplacaron (supuso Harriet) porque se dijo «No puedo hacer daño a nadie. Si lo hiciera, me llevarían a aquel sitio». Harriet sabía todo lo que pensaba y sentía Paul. Pero en el caso de Ben… sólo podía intentar imaginarlo.
¿No podría Paul, tal vez, enseñarle a Ben sin que ninguno de los dos se diera cuenta?
Les leyó un cuento a los dos y luego pidió a Paul que repitiera la historia. Luego, Ben imitó a Paul. Pero a los pocos minutos, la había olvidado.
Jugaba con Paul a algunos juegos como el parchís y «culebras y escaleras» mientras Ben les miraba; y luego, cuando Paul estaba en casa de su otra familia, invitaba a Ben a probar. Pero era incapaz de entender los juegos.
Sin embargo, era capaz de ver algunas películas una y otra y otra vez sin llegar a cansarse. Habían alquilado un video. Le encantaban los musicales: The Sound of Music, West Side Story, Oklahoma, Cats.
Cuando ella le preguntaba qué pasaba, él contestaba: «Y ahora ella va a cantar.» O: «Van a bailar y luego ella cantará.» O: «Van a hacerle daño a esa chica.» «La chica escapa. Ahora están en una fiesta.» Pero era incapaz de explicar el argumento.
—Cántame ahora esa canción, Ben. Cántanosla a Paul y a mí.
Pero no podía. Le encantaba aquella canción, pero sólo conseguía emitir un rugido bronco y desentonado.
Un día, sorprendió a Paul burlándose de Ben; le pedía que cantara una canción y luego se reía de él. Harriet vio la ira furiosa en los ojos de Ben y le dijo a Paul que no volviera a hacerlo nunca.
—¿Por qué no? —gritó Paul—. ¿Por qué no? Siempre es Ben, Ben, Ben… —agitó las manos hacia él. A Ben le relampagueaban los ojos. Estaba a punto de saltar sobre Paul…
—Ben —le amonestó Harriet.
Harriet creía que estos intentos suyos de humanizar a Ben le hacían retraerse en sí mismo, donde él… ¿qué?… ¿recordaba?… ¿soñaba con… su propia especie? Una vez que sabía que estaba en la casa pero no podía encontrarle, fue subiendo de una planta a la siguiente mirando en todas las habitaciones. La primera planta, que aún ocupaban David y ella, con Ben y Paul, aunque había tres habitaciones vacías, con las camas hechas, con ropa y almohadas limpias. La segunda planta, con sus limpias habitaciones vacías. La tercera planta: ¿cuánto tiempo había pasado desde que las voces de los niños, sus risas, llenaban aquella planta y se derramaban por las ventanas abiertas y llenaban todo el jardín? Pero Ben no estaba en ninguna de aquellas habitaciones. Harriet subió silenciosamente al desván. La puerta estaba abierta. De la alta claraboya caía un rectángulo de luz deformado, y en él estaba Ben, de pie, con la vista alzada hacia la débil luz del sol. Harriet no podía descifrar lo que deseaba Ben, lo que sentía… La había oído y entonces ella vio al Ben que la vida que había tenido que llevar mantenía reprimido: alcanzó de un salto la oscuridad del alero y desapareció. Lo único que ella podía ver era la oscuridad del desván, que parecía infinito. No oía nada. Él estaba por allí agazapado, mirándola… Sintió que se le erizaba el pelo de la cabeza, sintió escalofríos… era un miedo instintivo, porque racionalmente no le temía. Estaba paralizada por el terror.
—Ben —dijo con suavidad, aunque le temblaba la voz—. Ben… —poniendo en la palabra su derecho humano sobre él y sobre aquel peligroso desván desordenado en el que él había retrocedido a un lejanísimo pasado que no conocía seres humanos.
No obtuvo respuesta. Nada. Una mancha sombría oscureció momentáneamente la pálida luz tenue bajo la claraboya: había pasado un pájaro, en su camino desde un árbol a otro.
Harriet bajó las escaleras y se sentó fría y sola en la cocina, a tomar té caliente.
Justo antes de que Ben empezara a ir a la escuela secundaria local, el único centro que le admitía, claro, pasaron unas vacaciones de verano casi como las de antes. Los familiares se habían escrito unos a otros, se habían llamado por teléfono: «Esa pobre gente, vayamos allá, al menos una semana…» Pobre David… siempre pobre David, Harriet lo sabía. A veces, muy pocas, pobre Harriet… y más a menudo, irresponsable Harriet, egoísta Harriet, loca Harriet…
Que no había dejado que asesinaran a Ben, se defendía ella indignada, mentalmente, nunca en voz alta. Precisamente por todo lo que defendían ellos (la sociedad a la que ella pertenecía), por todo aquello en lo que creían, ella no había tenido más alternativa que sacar a Ben de aquel lugar. Y precisamente por haberlo hecho, y por haber impedido así que le asesinaran, había destruido a su familia.
Había destrozado su propia vida… la de David… la de Luke, la de Helen, la de Jane… y la de Paul, lo peor.
Sus pensamientos giraban siempre en este tono.
David seguía diciendo que simplemente no debía haber ido allá… ¿pero cómo podría no haberlo hecho siendo Harriet? Y Harriet creía que si ella no lo hubiera hecho, lo habría hecho David.
Un chivo expiatorio. El chivo expiatorio era ella: Harriet, la destructora de la familia.
Pero había otro nivel de pensamientos, o de sentimientos, más abajo.
—Sencillamente es un castigo —le dijo a David.
—¿Por qué? —quiso saber él, ya en guardia por el tono de ella; detestaba aquel tono de voz.
—Por engreídos. Por creer que podíamos ser felices porque nosotros lo habíamos decidido.
—Sandeces —dijo él, irritado; aquella Harriet le crispaba—. Fue una casualidad. Cualquiera podría haber tenido a Ben. Fue un gene casual. Eso es todo.
—No lo creo —insistió ella obcecada—. ¡Nosotros íbamos a ser felices! Nadie lo es, o al menos yo no conozco a nadie que lo sea, pero nosotros íbamos a serlo. Y así, nos cayó el rayo.
—¡Déjalo ya, Harriet! ¿Es que no sabes a dónde llevan esos pensamientos? ¡Pogroms y castigos, quemas de brujas y dioses airados…!
Estaba gritándole.
—Y chivos expiatorios —dijo Harriet—. No olvides los chivos expiatorios.
—Dioses vengativos, desde hace miles de años —insistió acalorado él, absolutamente alterado, advirtió ella—. Dioses que castigan, que reparten castigos por insubordinación…
—¿Pero quiénes éramos nosotros para decidir que íbamos a ser esto o lo otro?
—¿Quiénes? Nosotros. Harriet y David. Nosotros asumimos la responsabilidad de aquello en lo que creíamos, y lo hicimos. Luego… mala suerte. Eso es todo. Podríamos haberlo conseguido. Podríamos haber logrado lo que habíamos planeado. Ocho hijos en esta casa y todos felices… Bien, en la medida de lo posible.
—¿Y quién pagaba por ello? James. Y Dorothy, de distinta forma… No, no te estoy criticando, David, me limito a exponer los hechos.
Pero hacía ya mucho que esto había dejado de ser una llaga para David.
—James y Jessica tienen tanto dinero que no habrían notado ni siquiera el triple. Y de todas formas, lo hicieron encantados. Y Dorothy… se quejaba de que la utilizaran, pero desde que se hartó de nosotros es la enfermera de Amy.
—Nosotros queríamos ser mejores que nadie, eso es. Creíamos que lo éramos.
—No. Así es como lo ves tú ahora. Pero nosotros lo único que queríamos era… ser nosotros mismos.
—Ah, eso es todo —dijo Harriet, irónicamente, despectiva—. Eso es todo.
—Sí. No sigas, Harriet, déjalo ya… Bien, si no lo haces, si tienes que seguir, entonces déjame al margen. No voy a permitir que me arrastres a la Edad Media.
—¿Es allí a donde nos han arrastrado?
Llegaron Molly y Frederick, con Helen. No habían perdonado a Harriet, no lo harían, pero había que tener en cuenta a Helen. Le iba bien en el colegio. Era una chica de dieciséis años, atractiva, segura de sí misma. Pero fría, distante.
Y James llevó a Luke, dieciocho años, un muchacho guapo, tranquilo, digno de confianza y formal. Iba a dedicarse a la construcción de barcos, como su abuelo. Era un observador, como su padre.
Y Dorothy llevó a Jane, de catorce años. No se le daban los estudios, aunque «no por ello era peor», según insistía Dorothy. «Yo nunca aprobé un examen.» El «y miradme» estaba sobrentendido; pero Dorothy los estimulaba a todos sólo con su presencia. Que era menos sustancial de lo que había sido. Estaba bastante delgada, y se pasaba mucho tiempo sentada. Paul, con once años, era histriónico, histérico, reclamaba atención constantemente. Hablaba mucho de su nuevo colegio, que detestaba. Quería saber por qué no podía ir él a un internado como sus hermanos. Anticipándose a James con una mirada orgullosa, David dijo que lo pagaría él.
—Yo creo que ya es hora de que vendáis esta casa —dijo Molly. Lo que estaba diciéndole a aquella nuera egoísta era: «Y así mi hijo podrá dejar de seguir matándose a trabajar para ti.»
David acudió presuroso en ayuda de Harriet:
—Estoy de acuerdo con Harriet en que no debemos vender la casa todavía.
—Bien, ¿qué es lo que creéis que va a cambiar? —preguntó Molly, con frialdad—. Desde luego Ben no.
Pero en privado David decía algo muy distinto. En realidad le gustaría vender la casa.
—Es el estar con Ben en una casa pequeña, la sola idea… —dijo Harriet.
—No tiene por qué ser una casa pequeña. ¿Pero ha de ser forzosamente del tamaño de un hotel?
David sabía que, aunque fuera absurdo, Harriet aún no podía renunciar a sus sueños de que volviera la vida anterior.
Y pasaron las vacaciones. Un éxito, en conjunto, pues todos se esforzaron para que lo fueran. Excepto Molly… en opinión de Harriet. Pero fue triste para ambos padres. Tuvieron que permanecer allí sentados oyendo hablar de personas que nunca habían visto, que sólo conocían de oír hablar de ellas. Luke y Helen visitaban familias de compañeros de colegio. Nunca invitarían a aquella casa a tales personas.
En septiembre del año en que cumplió once, Ben ya empezó a ir a la escuela secundaria. Era el año 1986.
Harriet se preparó para recibir la llamada telefónica del director. Pensaba que telefonearía hacia finales del primer trimestre. El nuevo centro había recibido un informe sobre Ben, de la directora que tan tenazmente se había negado a reconocer que hubiera en él algo fuera de lo común. «Ben Lovatt no tiene facilidad para el estudio, pero…» ¿Pero qué? «Se esfuerza.» ¿Eso lo explicaría? Pero hacía mucho que había dejado de entender lo que le enseñaban, apenas sabía leer y escribir más que su nombre. Seguía intentando adaptarse, imitar a los demás.
No hubo llamada telefónica, ni carta. Al parecer, Ben (al que examinaba todas las tardes cuando volvía de clase, en busca de señales de golpes) había ingresado en el mundo duro (y a veces brutal) de la escuela secundaría sin problema.
—¿Te gusta este colegio, Ben?
—Sí.
—¿Más que el otro?
—Sí.
Como es bien sabido, todos estos centros tienen una capa, como un sedimento, de alumnos ineducables, inasimilables, los casos perdidos, que van pasando de curso en curso, a la espera del día feliz en que puedan dejar el colegio. Y es muy frecuente que no vayan a clase, para alivio de sus profesores. Ben se convirtió en seguida en uno de éstos.
A las pocas semanas de empezar el curso, llevó a casa a un joven moreno, grande y tosco, todo bondad. Harriet pensó «John» Y después:
¡Tiene que ser hermano de John! No; era indudable que se había sentido atraído por aquel muchacho sobre todo por sus recuerdos de lo bien que lo había pasado con John. Pero se llamaba Derek, y tenía quince años, pronto dejaría el colegio. ¿Por qué aguantaba a Ben, que era varios años más pequeño que él? Harriet les observó mientras sacaban cosas de la nevera, se preparaban la merienda, se sentaban delante de la televisión, más hablando que viéndola. En realidad, Ben parecía mayor que Derek. Ambos la ignoraban. Igual que cuando Ben era la mascota, el cachorrillo de la pandilla de jóvenes, de la pandilla de John, parecía no tener ojos más que para John, ahora su atención se centraba exclusivamente en Derek. Y pronto lo haría en Billy, en Elvis y en Vic, que llegaban en grupo al salir del colegio y se sentaban por allí y se servían comida de la nevera.
¿Por qué les gustaba Ben a aquellos chicos mayores?
Harriet les observaba a veces desde las escaleras cuando bajaba al salón, un grupo de jóvenes grandes, o delgados, o rechonchos, morenos, rubios o pelirrojos (y Ben con ellos, regordete, fuerte, cargado de hombros, con aquel pelo amarillo de punta que le crecía de aquella forma peculiar y aquellos ojos vigilantes de criatura extraña) y pensaba: «¡Pero si en realidad no es más pequeño que ellos! Es más bajo, sí. Pero da la impresión de que les domina.» Cuando se sentaban en torno a la gran mesa familiar, hablando a su modo, a voces, chillando, haciendo bromas y chistes, todos miraban siempre a Ben. Aunque él hablaba poquísimo. Cuando decía algo, nunca era mucho más que «Sí» o «No». ¡Coge esto! ¡Agarra aquello! Dame (lo que fuera, un bocadillo, una botella de coca). Y siempre les miraba fijamente. Era el jefe de la pandilla; supiéranlo o no.
Ellos eran un grupo de adolescentes larguiruchos, pecosos, inseguros; él era un adulto joven. Tuvo que llegar al fin a esta conclusión, aunque durante un tiempo había creído que a aquellos pobres niños, que se mantenían unidos porque se les consideraba estúpidos, torpes, incapaces de alcanzar el nivel de sus coetáneos, les gustaba Ben porque era más torpe incluso y más incapaz de expresarse que ellos. ¡No! Descubrió que «la pandilla de Ben Lovatt» era la más envidiada del colegio y que había muchos chicos, no sólo los que hacían novillos y los que habían abandonado los estudios, que querían pertenecer a ella.
Harriet contemplaba a Ben y a sus seguidores y trataba de imaginarle entre un grupo de su propia especie, acuclillados a la entrada de una cueva en torno a la hoguera crepitante. ¿O en un poblado de chozas en la selva? No, la gente de Ben se hallaba en su medio bajo tierra, de eso estaba segura, en las profundidades de la tierra, en cavernas oscuras iluminadas con antorchas… era lo más probable. Seguramente aquellos ojos peculiares suyos estaban adaptados a condiciones de luz totalmente distintas.
Harriet se quedaba sentada a veces en la cocina, sola, mientras ellos estaban al otro lado del tabique divisorio, en el salón, viendo la tele. Podían pasarse horas allí repantigados, toda la tarde. Se hacían la merienda, atacaban la nevera, iban a comprar galletas o patatas fritas o pizzas. Parecía no importarles lo que veían; les gustaban los seriales de la tarde, no apagaban los programas infantiles; pero disfrutaban sobre todo con el menú sanguinario de la noche. Tiroteos y asesinatos y torturas y peleas: éste era su alimento. Ella les observaba mientras veían la televisión… aunque parecía más que participaran realmente en las historias de la pantalla. Se crispaban y se relajaban sin darse cuenta, su expresión pasaba de la mueca burlona a la triunfal o cruel; y soltaban gruñidos o suspiros o gritos de emoción: «¡Eso es, dale!» «¡Rájale!» «¡Mátale, liquídale!» Y los gritos de participación emocionada cuando las balas agujereaban un cuerpo, cuando saltaba la sangre, cuando la víctima torturada gritaba.
Por entonces, las noticias de robos, detenciones y asaltos llenaban los periódicos locales. A veces, la pandilla, y Ben con ellos, se pasaba un día entero, o dos o tres, sin ir por casa de los Lovatt.
—¿Dónde has estado, Ben?
—Con mis amigos —contestaba tan tranquilo.
—Sí, pero ¿dónde?
—Por ahí.
En el parque, en el café, en el cine y en algún pueblecito de la costa cuando conseguían motocicletas prestadas (¿o robadas?).
Pensó llamar al director, pero se dijo que, en realidad, qué sentido tenía. Si yo estuviera en su lugar, también me gustaría que se fueran lejos.
¿La policía? ¿Ben en manos de la policía?
Al parecer, la pandilla siempre tenía dinero abundante. En más de una ocasión, cuando no les gustaba lo que había en la nevera, traían comida y se preparaban auténticos banquetes y se pasaban toda la tarde comiendo. Derek (¡Ben nunca!) le ofrecía algo.
—¿Quieres un trozo de esto, cariño?
Y ella aceptaba, pero se sentaba lejos, porque sabía que no querían que estuviera demasiado cerca.
Había también violaciones, entre los sucesos…
Ella escrutaba sus rostros tratando de cotejarlos con lo que había oído. Caras de jóvenes corrientes. Todos parecían tener más de quince o dieciséis años. Derek tenía un aspecto estúpido: en las escenas desagradables de la pantalla se reía muchísimo, una risa débil y crispada. Elvis era un joven flaco muy rubio, muy educado, pero que resultaba desagradable, pensó, con aquellos ojos tan fríos como los de Ben. Billy era un grandullón estúpido que rezumaba agresividad. Se enfrascaba hasta un extremo tal en la violencia de la pantalla que se levantaba de un salto y casi parecía que fuese a desaparecer en el aparato… y los otros se burlaban de él hasta que recuperaba el control y se sentaba. Le daba miedo. Todos ellos la asustaban. Pero, pensaba, no eran tan inteligentes. Quizás Elvis lo fuera… ¿quién lo planearía todo y les protegería si se dedicaban a robar (o a algo peor)?
¿Ben? «No se da cuenta de su propia fuerza.» Esa fórmula le había acompañado siempre en el colegio. ¿Cómo controlaba los ataques de furia que ella sabía que le daban? Harriet andaba siempre buscando furtivamente cortes, golpes, heridas. Todos los tenían, pero no eran graves.
Una mañana, bajó las escaleras y se encontró a Ben desayunando con Derek. Por aquella vez no dijo nada, pero sabía que habría otras. Poco después, se encontró una mañana a seis desayunando en la cocina; les había oído, muy tarde, subir las escaleras sigilosamente y buscar las camas.
Se quedó de pie junto a la mesa, mirándoles con valentía, dispuesta a desafiarles.
—No podéis dormir aquí sin más siempre que os apetezca.
Siguieron con las cabezas bajas, sin dejar de comer.
—Hablo en serio —insistió Harriet.
—Oh, perdona, perdona, perdona naturalmente. Pero creíamos que no te importaba —dijo riéndose Derek, procurando parecer insolente.
—Pues sí me importa —dijo ella.
—Es una casa grande —dijo Billy el bruto, el que más miedo le daba. No la miró; se atiborró la boca de comida y masticó sonoramente.
—No es vuestra casa —dijo Harriet.
—Algún día te la quitaremos —dijo Elvis, riéndose a carcajadas.
—Ah, quizá lo hagáis, sí.
Todos ellos hacían comentarios «revolucionarios» como éste, cuando se acordaban.
«Cuando venga la revolución, nosotros…» «Mataremos a todos los mierdas ricos y luego…» «Hay una ley para los ricos y otra para los pobres. Eso lo sabe todo el mundo.» Decían estas cosas afablemente, con ese aire de satisfacción que adoptan los que imitan lo que hacen otros, cuando forman parte de un movimiento o una tendencia popular.
Por entonces, David volvía tarde de trabajar y a veces ni siquiera volvía. Se quedaba con alguno de los compañeros de trabajo. Pero una noche llegó casualmente pronto y se encontró con la pandilla, nueve en total, viendo la televisión y todo el suelo lleno de latas de cerveza, cajas de comida china preparada, papeles que habían contenido patatas y pescado frito.
—Recoged todo esto —les dijo.
Se pusieron lentamente de pie y obedecieron. Él era un hombre, el hombre de la casa. Ben ayudó a recogerlo todo.
—Ya basta —dijo David—. Y ahora, a casa. Todos.
Se desvanecieron; y Ben se fue con ellos. Ni Harriet ni David dijeron nada para detenerle.
Hacía tiempo que no estaban los dos solos en casa. Semanas, pensó ella. Él quería decir algo, pero temía… ¿despertar aquella peligrosa ira suya?
—¿Es que no ves lo que va a pasar? —preguntó al fin, sentándose con un plato de lo que pudo encontrar en la nevera.
—¿Te refieres a que pasarán aquí cada vez más tiempo?
—Sí, a eso me refiero. ¿No comprendes que debemos vender esta casa?
—Sí, sé que debiéramos hacerlo —dijo ella, sosegadamente; pero él malinterpretó el tono.
—¡Por amor de Dios, Harriet! ¿Qué puedes esperar? Es demencial…
—Lo único que puedo pensar ahora es que a los niños les gustará que la conservemos.
—No tenemos hijos, Harriet. O, mejor dicho, yo no tengo hijos. Tú tienes un hijo.
Ella pensó que él no diría aquello si estuviera en casa más tiempo.
—Hay algo que tú no ves, David —le dijo.
—¿Y qué es?
—Ben se irá. Todos se marcharán, y Ben se irá con ellos.
Él pensó en esto; pensó en ella, moviendo despacio las mandíbulas mientras comía. Parecía muy cansado. Y parecía también mucho mayor de lo que era, representaba sesenta años, en vez de los cincuenta que tenía. Era un hombre canoso, bastante encorvado, sombrío, de aspecto fatigado y una mirada cautelosa que preveía contratiempos. Ésta era la mirada que dirigía ahora a Harriet.
—¿Por qué? Pueden venir aquí siempre que quieran, hacer lo que les apetezca, servirse comida.
—No es bastante emocionante para ellos, ésa es la razón. Creo que acabarán yéndose a Londres, o a una ciudad grande. La semana pasada estuvieron cinco días sin venir.
—¿Y Ben se irá con ellos?
—Ben se irá con ellos.
—¿Y tú no irás detrás para traerle a casa?
No le contestó. No era justo y él tenía que saberlo; tras unos instantes, él dijo:
—Perdona. Estoy tan cansado que ya no sé si voy o vengo.
—A lo mejor cuando se marche podremos ir a algún sitio de vacaciones juntos.
—Sí, tal vez. —Parecía, por el tono, que lo creía, que lo deseaba incluso.
Más tarde, se acostaron uno al lado del otro, sin tocarse, y hablaron de los planes para ir a ver a Jane al colegio. Y de Paul, que estaba en el suyo, en el que había un día de visita de los padres.
Estaban solos en la habitación grande en que habían nacido todos sus hijos menos Ben. Sobre ellos, el vacío de las plantas superiores, y del desván. Abajo, la cocina y el salón, vacíos. Habían cerrado las puertas con llave. Si Ben decidía volver aquella noche a casa, tendría que llamar al timbre.
—Cuando Ben se marche, podríamos vender esta casa y comprar una razonable en algún sitio —dijo ella—. A lo mejor a los niños les apetece visitarnos si él no está.
No hubo respuesta. David se había dormido.
Poco después, Ben y los demás estuvieron fuera unos cuantos días. Ella los vio en la televisión. Había altercados en la zona norte de Londres. Se habían pronosticado «conflictos». Ellos no estaban entre los que lanzaban ladrillos, trozos de hierro, piedras, sino de pie con un grupo a un lado, mirando y burlándose y animándoles con gritos.
Al día siguiente volvieron, pero no se instalaron abajo a ver la televisión. Estaban inquietos y volvieron a marcharse. A la mañana siguiente, dieron la noticia de que habían asaltado y robado una tienda pequeña, una que tenía una estafeta de correos. Habían robado unas cuatrocientas libras. Habían atado y amordazado al tendero. Habían golpeado y dejado inconsciente a la administradora de correos.
Aquella tarde, hacia las siete, aparecieron. Excepto Ben, todos parecían entusiasmados y triunfales. Al verla intercambiaron miradas, disfrutando del secreto que ella no compartía. Les vio sacar fajos de billetes, manosearlos, volver a guardárselos en el bolsillo. Si ella fuera la policía, habría sospechado de su fuerza y de su júbilo, de sus caras febriles.
Ben no estaba excitado como los demás. Él estaba como siempre. Se diría que no había participado en… lo que fuera. Pero él había estado en los disturbios, ella le había visto.
Probó a decir:
—Os vi a todos en televisión. Estabais en los Whitestone Estates.
—Ah, sí, allí estábamos —alardeó Billy.
—Fuimos nosotros —dijo Derek, alzando triunfal el pulgar, y Elvis la miró astuto y perspicaz. Algunos de los otros que les acompañaban a veces, no siempre, parecían complacidos.
Unos días después, Harriet comentó:
—Creo que todos debéis saber que esta casa va a venderse… no inmediatamente, pero muy pronto.
Miraba a Ben, pues aunque volvió la vista hacia ella y (suponía) comprendía la noticia, no dijo nada.
—¿Así que vais a venderla? —preguntó Derek, según le pareció a Harriet por cortesía más que nada.
Esperaba que Ben lo mencionara, pero no lo hizo. ¿Había llegado a identificarse con la pandilla hasta el punto de no considerar aquella casa su hogar?
Le dijo cuando los otros no podían oír:
—Ben, si por alguna razón no me encuentras aquí, voy a darte una dirección donde siempre podrás localizarme.
Mientras hablaba, sintió la mirada reprobatoria y satírica de David.
«Muy bien —dijo en silencio al invisible David—, pero sé que si yo no lo hiciera, tú harías lo mismo… así es como somos y, para bien o para mal, no podemos hacer nada.»
Ben cogió la hoja de papel en la que ella había escrito su nombre, Harriet Lovatt, y la dirección de Oxford de Molly y Frederick Burke, lo cual le proporcionó cierto placer malévolo. Pero encontró la hoja de papel tirada en el suelo de la habitación de Ben, olvidada o desechada, y no volvió a intentarlo.
Fue primavera, luego verano, y volvían a la casa con menos frecuencia, a veces no aparecían durante varios días seguidos. Derek se había comprado una motocicleta.
Cuando se enteraba de que había habido un asalto, un robo o una violación, les echaba la culpa; aunque pensaba que era injusta. ¡No se les podía culpar de todo! Y entretanto, deseaba ardientemente que se fueran. Era un fermento de necesidad de iniciar una nueva vida. Quería terminar con aquella casa desdichada y con los pensamientos que traía consigo.
Pero volvían, de vez en cuando. Como si no hubieran estado mucho tiempo ausentes, sin mencionar dónde habían estado, se arrastraban hasta el salón y se sentaban alrededor de la televisión, cuatro o cinco, a veces hasta diez u once. Ya no asaltaban la nevera; últimamente estaba bastante vacía. Traían enormes cantidades de productos de una docena de países distintos. Pizzas y quiches; comida china; comida india; pan de pita relleno de ensalada; tacos, tortillas, sarnosas, chili con carne; pastelillos y empanadillas y emparedados. ¿Eran aquéllos los ingleses obstinados y convencionales? ¡Que no estaban dispuestos a comer nada más que lo que conocían sus padres! Parecía no importarles lo que comían con tal de que fuera en grandes cantidades y poder tirar migas, cortezas y cajas alrededor y no tener que limpiar nada.
Harriet lo limpiaba y lo ordenaba todo y se decía: no será por mucho tiempo.
Solía sentarse sola a la mesa grande mientras ellos se repantigaban al otro lado del tabique bajo y los sonidos de la televisión eran una contracorriente a sus voces altas, estruendosas, resentidas… las voces de una tribu extraña, hostil, incomprensible.
La amplitud de la mesa la sosegaba. Cuando la compraron (era una mesa vieja de carnicero) tenía la superficie áspera, llena de cortes; pero la habían cepillado y, en aquella etapa de su existencia, había lucido el limpio blanco cremoso de la capa de madera nueva. La habían encerado David y ella. Y desde entonces, miles de manos, dedos, mangas, antebrazos desnudos en verano, mejillas de niños que se quedaban dormidos en el regazo de los adultos, pies regordetes de los pequeños a quienes ponían encima para que dieran allí sus primeros pasos titubeantes, con el aplauso de todos; todo ello, veinte años de roces y caricias, habían dado a aquella gran tabla (era de una sola pieza, cortada hacía mucho tiempo de algún roble gigantesco) una brillante superficie sedosa tan suave que los dedos resbalaban sobre ella. Bajo aquella piel permanecían sumergidos nudos y vetas, cuya forma conocía ella muy bien. Pero la piel tenía también sus heridas. Había medio círculo pardo donde Dorothy había dejado una cazuela demasiado caliente y la había retirado enseguida muy disgustada consigo misma. Había también un bulto negro cuya causa Harriet no podía recordar. Si mirabas la mesa desde determinado ángulo, advertías zonas de diminutas mellas o hendiduras, donde se habían colocado los trípodes para aislar la preciosa superficie del calor de los platos.
Al inclinarse sobre la mesa pudo verse reflejada a aquella tenue luz… borrosa, pero lo bastante bien como para echarse de nuevo hacia atrás. Tenía el mismo aspecto que David: estaba vieja. Nadie diría que tenía cuarenta y cinco años. Pero el suyo no era el envejecimiento normal de cabello canoso, piel ajada, no: le había sido absorbida una sustancia invisible; había sido privada de algún elemento que todo el mundo daba por sentado, que era como una capa de grasa, pero inmaterial.
Retrepándose en el asiento para no ver su imagen borrosa, recordó cómo se ponía en tiempos aquella mesa para disfrutar y festejar, para la vida familiar. Recreó las escenas de veinte, quince, doce, diez años atrás, las etapas de la mesa de los Lovatt: primero David y ella, valerosos ingenuos, con los padres de él y con Dorothy, y las hermanas de ella… luego los bebés, que llegaban y se hacían niños… más bebés… veinte, treinta personas se habían congregado en torno a aquella brillante superficie y se habían mirado en ella, habían añadido otras mesas a los extremos, ampliándola con tablones colocados en caballetes… veía ahora la mesa alargada y ensanchada, y la masa de rostros a su alrededor, rostros siempre sonrientes, porque en aquel sueño no había lugar para la crítica y la discordia. Y los bebés… los niños… oía la risa de los niños pequeños, sus voces; y entonces el amplio resplandor de la mesa parecía oscurecerse y allí estaba Ben, el extraño, el destructor. Volvió con cautela la cabeza, temiendo despertar en él sentimientos que estaba segura que poseía y le vio allí, en su butaca. Se sentaba separado de los otros, siempre aparte; y, como siempre, tenía los ojos clavados en la cara de los demás, observándoles. ¿Ojos fríos? A ella siempre se lo habían parecido; ¿pero qué verían? ¿Pensativos? Se diría que estaba pensando, tomando datos de cuanto veía y ordenándolos, pero según pautas internas que ni ella ni nadie podría adivinar. Comparado con aquellos jóvenes toscos e incompletos, él era un ser maduro. Acabado. Completo. Tenía la impresión de contemplar a través de él una raza que había llegado a su cima miles y miles de años antes de que la humanidad (significara eso lo que significara) hubiese llegado a su etapa actual. ¿Vivía la gente de Ben en cuevas subterráneas cuando la era glacial dominaba la superficie de la tierra, comiendo pescado de los oscuros ríos subterráneos o subiendo a la superficie y arrastrándose entre la fría nieve para atrapar un oso o un ave (o una persona incluso, los propios antepasados de Harriet)? ¿Habría violado su gente a las hembras de los antepasados de la humanidad? ¿Habrían dado así lugar a nuevas razas, que se habrían desarrollado y desaparecido, pero que tal vez habían dejado sus semillas en la matriz humana, dispersas, para volver a aparecer, como lo había hecho Ben? (¿Y no estarían los genes de Ben luchando por nacer ya en algún feto?)
¿Sentiría él que le miraba, como lo haría un humano? A veces la miraba cuando ella le estaba mirando… no era frecuente, pero algunas veces sus ojos se habían encontrado. Ella solía poner en su mirada intensa estas especulaciones, estas dudas, su necesidad, su pasión por saber más de él (después de todo, le había dado a luz, le había llevado dentro durante ocho meses, aunque había estado a punto de matarla), pero él no percibía las preguntas que le hacía. Apartaba la vista sin más, con indiferencia, y volvía a posarla en los rostros de sus compañeros, sus seguidores.
¿Y qué vería?
¿Recordaría él alguna vez que ella (su madre, aunque, ¿qué significaría eso para él?) había ido a buscarle a aquel lugar y le había llevado a casa? ¿Que le había encontrado convertido en una criatura lastimosa medio muerta, con una camisa de fuerza? ¿Sabía él acaso que precisamente por haberle vuelto a llevar a casa, aquel hogar se había quedado vacío, que por eso se habían ido todos y la habían dejado sola?
Vueltas y vueltas y vueltas: «Si le hubiera dejado morir, entonces, todos nosotros, tantas personas, habríamos sido felices; pero no pude hacerlo, y, por consiguiente…»
¿Y qué le ocurriría ahora a Ben? Él ya sabía lo de los edificios medio abandonados, las cuevas y cavernas y refugios de las grandes ciudades, en los que vivían las personas que no podían encontrar un lugar en las casas y hogares corrientes; tenía que saberlo; ¿dónde si no podría haber estado durante aquellos períodos de días o semanas en que desaparecía de casa? Y si pasaban a formar parte a menudo de las grandes multitudes, de los que buscan emociones en los disturbios y las peleas callejeras, la policía no tardaría en conocerles a él y a sus amigos. Él no era de los que pasan desapercibidos… aunque, ¿por qué lo decía? Ninguna persona con autoridad había visto nunca a Ben desde que había nacido… Cuando ella le vio en televisión entre la gente, llevaba una chaqueta con el cuello alzado y una bufanda y parecía el hermano pequeño… quizá de Derek. Parecía un colegial corpulento. ¿Se habría puesto aquella ropa para pasar desapercibido? ¿Quería aquello decir que sabía qué aspecto tenía? ¿Cómo se veía él mismo? ¿Iba a negarse siempre la gente a verle, a reconocer lo que era?
No sería, no podría ser, alguien con autoridad, que entonces tendría que asumir la responsabilidad. Ningún profesor, médico ni especialista había sido capaz de decir: «Esto es lo que es»; tampoco lo haría ningún policía, ni médico policía, ni asistente social. Pero supongamos que un día, algún amateur de la condición humana, tal vez un antropólogo de un tipo extraño, viera realmente a Ben, digamos que le viera en la calle con sus amigos, o en un juzgado de guardia, y admitiera la verdad. Rareza reconocida… ¿qué pasaría entonces? ¿Podría acabar aún Ben sacrificado a la ciencia? ¿Qué le harían? ¿Le diseccionarían? ¿Examinarían aquellos huesos suyos como estacas, sus ojos, y averiguarían por qué su habla era tan bronca y torpe?
Si esto no ocurría (y su propia experiencia con Ben hasta el presente le indicaba que era bastante improbable) le presagiaba un futuro peor aún. La pandilla seguiría manteniéndose del robo y antes o después les cogerían. También a Ben. Y en manos de la policía, lucharía y gritaría y patalearía y vociferaría, loco de rabia, y le drogarían, porque tendrían que hacerlo; y no tardaría mucho en estar como estaba cuando ella le encontró muriéndose, como una babosa gigante, pálido y exánime en su mortaja de tela.
¿O podría evitar que le cogieran? ¿Era lo suficientemente listo para conseguirlo? Aquellos compañeros suyos, los de la pandilla, no lo eran desde luego, se delataban con su exaltación y su júbilo.
Harriet seguía sentada allí en silencio, el sonido de la televisión y de sus voces le llegaban de la habitación de al lado; y a veces miraba un instante a Ben y apartaba la vista; y se preguntaba cuánto tardarían en irse, quizá sin saber que no volverían. Ella se sentaría allí, junto a la quieta y suave superficie brillante de aquella charca que era la mesa y esperaría que volvieran, pero no volverían.
¿Y por qué habían de quedarse en el país? Podrían irse sin problema y desaparecer por toda una serie de grandes ciudades del mundo, unirse con el submundo de allí, vivir de su ingenio. Tal vez muy pronto, en la nueva casa en que viviría ella (sola) con David, estuviera viendo un día la televisión y allí en las noticias de Berlín, Madrid, Los Ángeles, Buenos Aires, apareciese Ben, un poco distanciado de la multitud, mirando fijamente a la cámara con sus ojos de duende, o buscando entre los rostros de la multitud otro de su propia especie.