Capítulo 14

El consejo del Espectro

Pero no todo resultó tan mal, pues al fin y al cabo Jack no había muerto. No quise hacer demasiadas preguntas porque todos habían pasado un gran disgusto, pero era como si Narizotas, a cuyo lado se hallaba Jack, hubiese estado a punto de rajar la barriga del quinto cerdo, y un segundo después se hubiese vuelto loco de repente y hubiese atacado a mi hermano.

Sin embargo, en la cara de Jack sólo había sangre de cerdo.

Narizotas lo había dejado inconsciente en el suelo, puesto que lo había golpeado con un madero, y luego había entrado en casa y había cogido al bebé. Quería usarlo como señuelo para que yo me acercase y agredirme así con el cuchillo.

Por supuesto, las cosas no pasaron exactamente como os lo estoy contando ahora. En realidad Narizotas no era el que hacía aquellas barrabasadas, sino que había sido poseído, y Madre Malkin había estado utilizando el cuerpo del matarife. Al cabo de un par de horas, Narizotas se recuperó y se marchó a su casa, aturdido y con la panza dolorida por el puntapié; parecía que no recordaba nada de lo que había sucedido, y ninguno de nosotros quisimos contárselo.

Esa noche nadie durmió mucho. Después de encender el fuego, Ellie se quedó en la cocina toda la noche porque no quería perder de vista al bebé ni un segundo, y Jack se acostó con dolor de cabeza, despertándose cada dos por tres para salir a vomitar al patio.

Una hora antes del alba, aproximadamente, mi madre volvió a casa. Tampoco ella parecía muy animada, como si algo hubiese salido mal.

Cogí su bolsa de viaje para meterla en casa.

—¿Estás bien, mamá? —pregunté—. Te veo cansada.

—No te preocupes, hijo. ¿Y aquí qué ha pasado? Noto que algo va mal con sólo mirarte a la cara.

—Es una larga historia —respondí—. Será mejor que entremos antes en casa.

Cuando fuimos a la cocina, Ellie se alegró tanto de ver a mi madre que rompió a llorar, y el bebé, al notarlo, se echó a llorar también. Entonces bajó Jack, y todos intentamos contarle a mi madre lo que había ocurrido, pero me rendí al cabo de unos segundos porque Jack empezó a vociferar como siempre.

Mamá lo hizo callar.

—Baja la voz, Jack —le ordenó—. Ésta sigue siendo mi casa, y no soporto los gritos.

A mi hermano no le hizo gracia que lo mandasen callar delante de Ellie, pero sabía que no debía discutir.

Mi madre fue preguntándonos uno a uno —empezando por Jack—, y le explicamos exactamente lo que había pasado. Yo quedé para el final, pero cuando me tocó hablar, mamá mandó a Ellie y a Jack a la cama para que pudiésemos conversar a solas. Tampoco es que ella dijese mucho, pues se limitó a escucharme con atención, y al terminar me cogió de la mano.

Por último, subió a la alcoba de Alice y pasó un buen rato charlando con ella sin nadie más.

Hacía menos de una hora que había amanecido cuando llegó el Espectro. De alguna manera, yo sabía que iba a presentarse. Aguardó junto a la verja y salí para contarle lo ocurrido. Mientras me escuchaba, se apoyaba en el cayado. Y al terminar, movió la cabeza con un gesto negativo.

—Ya había notado que algo iba mal, muchacho, pero no llegué a tiempo. De todos modos, lo hiciste bien. Usaste tu capacidad de iniciativa y te las ingeniaste para recordar algunas de las cosas que te había enseñado. Cuando todo falla, siempre se puede recurrir a la mezcla de sal y hierro.

—¿Debería haber dejado que Alice quemase a Madre Malkin? —pregunté.

El Espectro suspiró y se rascó la barba.

—Como te dije, es una crueldad quemar a una bruja, y a mí, personalmente, no me parece bien.

—Supongo que tendré que vérmelas nuevamente con Madre Malkin —comenté.

—No, muchacho —dijo sonriendo el Espectro—, puedes estar tranquilo porque no va a volver a este mundo. Sobre todo, después de lo que pasó al final. ¿Recuerdas lo que te dije de comerse el corazón de una bruja? Bueno, pues los cerdos lo hicieron por nosotros.

—No sólo el corazón. Se la zamparon enterita —puntualicé—. Entonces, ¿estoy a salvo? ¿En serio? ¿No podrá volver?

—Sí, estás a salvo de Madre Malkin, aunque te aguardan otros peligros tan horribles como ella, pero de momento estás a salvo.

Sentí un alivio inmenso, como si me hubiesen quitado un peso enorme de encima. Había estado viviendo en una pesadilla, y ahora, eliminada ya la amenaza que suponía Madre Malkin, el mundo parecía un lugar mucho más alegre y feliz. Al fin todo había terminado, y podía empezar a sentir ilusión de nuevo.

—Bueno, estarás a salvo hasta el momento en que cometas otro error estúpido —añadió el Espectro—. Y no me digas que no te equivocarás porque el que nunca se equivoca, nunca hará nada en la vida. Forma parte del aprendizaje. Bien, ¿y ahora qué hacemos? —preguntó entrecerrando los ojos al mirar hacia sol naciente.

—¿Con qué? —pregunté, sin entender a qué se refería.

—Con Alice, muchacho —respondió—. Todo apunta a que hay que meterla en una fosa. No veo otra solución.

—Pero al final ella salvó al bebé de Ellie —protesté—. Y también a mí me salvó la vida.

—Utilizó el espejo, muchacho, y eso es mala señal. Lizzie le enseñó muchas cosas. Demasiadas. Y nos ha demostrado que ya está preparada para usarlas. ¿Qué será lo siguiente que haga?

—Fue con buena intención. Quería encontrar a Madre Malkin.

—Tal vez, pero sabe demasiado y, además, es lista. De momento sólo es una niña, pero algún día será una mujer, y una mujer lista es peligrosa.

—Mi madre es lista —repuse, enojado por lo que había dicho—. Y buena. Todo lo que hace, lo hace por nuestro bien, y usa la inteligencia para ayudar a la gente. Un año, cuando yo era muy pequeño, los cadáveres del Monte del Ahorcado me asustaron tanto que no podía dormir. Mi madre subió allí de noche y les ordenó que se callasen. Estuvieron mudos durante meses.

Podría haber añadido que la mañana en que salí por primera vez con el Espectro, él me había dicho que no se podía hacer mucho con los cadáveres. Sin embargo, mamá había demostrado que eso no era cierto. Pero no se lo dije. Bastante había dicho ya, y no hacía falta añadir nada más.

El Espectro permaneció en silencio mientras contemplaba la casa.

—Pregúntele a mi madre lo que opina de Alice —sugerí—. Parece que se llevan bien.

—Iba a hacerlo de todos modos —repuso el Espectro—. Ya va siendo hora de que tengamos una charla. Espérame aquí hasta que terminemos.

Me quedé mirándolo mientras cruzaba el patio. Antes de llamar a la puerta de la cocina, ésta se abrió, y mamá le dio la bienvenida desde el umbral.

Conseguí entender algunas de las cosas que se dijeron, pero aunque estuvieron hablando durante media hora, en ningún momento oí mencionar la palabra cadáveres. Cuando al final el Espectro salió al patio, mamá se quedó en la puerta. Entonces mi maestro hizo una cosa inusual, que nunca le había visto hacer antes. Al principio pensé que, sencillamente, inclinaba la cabeza para despedirse de ella, pero había algo más en aquel gesto, pues movió también los hombros. Fue un movimiento leve, pero tan claro que no había duda: al despedirse de mi madre, el Espectro había hecho una pequeña reverencia.

Cuando cruzó el patio, parecía sonreír para sus adentros.

—Me marcho ya de regreso a Chipenden —anunció—, pero creo que a tu madre le gustaría que te quedases una noche más. De todos modos, voy a dejar que decidas tú —añadió—. Puedes volver con la niña y la meteremos en la fosa, o bien puedes llevarla con su tía de Staumin. Tú decides. Usa el instinto para decidir lo que convenga. Sabrás lo que hay que hacer.

Entonces se marchó, dejándome con la cabeza dando vueltas. Yo sabía lo que quería hacer con Alice, pero no deseaba meter la pata.

Así pues, iba a poder cenar otra vez la deliciosa comida de mi madre.

Papá regresó entonces, pero aunque mi madre se alegró de verlo, había algo que no iba del todo bien, como si hubiese una nube invisible que oscurecía el ambiente en torno a la mesa. Así pues, no fue precisamente una fiesta de celebración, y casi nadie dijo nada.

No obstante, la cena fue deliciosa (uno de los pucheros especiales de mi madre), y no me importó la falta de conversación. Estaba demasiado ocupado llenándome el estómago y sirviéndome otro plato más antes de que Jack dejase limpia la cazuela.

Mi hermano había recuperado el apetito, pero estaba un poco apagado, como todos los demás. Había sufrido mucho, y prueba de ello era el enorme chichón que le adornaba la frente. A Alice no le había contado lo que me había dicho el Espectro, pero tuve la sensación de que ella ya lo sabía; ella no dijo ni pío durante la cena. No obstante, la más callada era Ellie. A pesar de la alegría de recuperar a su bebé, lo que había presenciado la había trastornado muchísimo y yo sabía que le iba a costar superarlo.

Cuando los demás subieron a acostarse, mi madre me pidió que me quedase en la cocina. Me senté junto al fuego, igual que la noche anterior a mi marcha de casa para convertirme en aprendiz. Había algo en el semblante de mi madre que me hacía pensar que esta conversación iba a ser diferente. La vez anterior se había mostrado firme conmigo, pero esperanzada y segura de que las cosas saldrían bien. Sin embargo, ahora parecía triste e insegura.

—Llevo casi veinticinco años ayudando a dar a luz a bebés en todos los rincones del condado —dijo después de sentarse en su mecedora—, y he perdido a unos cuantos. Aunque es muy triste para los padres, es ley de vida. Lo mismo pasa con los animales de granja. Tú mismo lo has visto, Tom. —Asentí. Cada año nacía algún cordero muerto, era algo que cabía esperar—. Pero esta vez ha sido peor —siguió diciendo mi madre—. Esta vez han muerto la madre y el bebé, cosa que nunca me había pasado antes. Sé cuáles son las hierbas que debo usar y cómo combinarlas; sé lo que hay que hacer en caso de hemorragia grave; sencillamente, sé lo que debe hacerse. Y esta madre era joven y fuerte. No debería haber muerto, pero no logré salvarla. Hice todo lo que pude, pero no conseguí salvarla. Y esto me ha causado un gran dolor aquí, en el corazón.

Mamá emitió una especie de sollozo y se apretó el pecho. Fue un momento horrible. Pensé que iba a llorar, pero entonces respiró hondo y su rostro recobró el ánimo.

—Pero mamá, a veces las ovejas mueren cuando están de parto, y también las vacas —dije—. Algún día tenía que morir una parturienta. Es un milagro que, después de tantos años, nunca te hubiera pasado.

Hice todo lo posible por consolarla, pero no fue fácil. Se lo estaba tomando muy mal. Aquella desgracia hacía que lo viera todo negro.

—Las tinieblas avanzan cada vez más deprisa, hijo —dijo entonces—. Y está ocurriendo antes de lo que creía. Había albergado la esperanza de que tuvieras tiempo de hacerte un hombre hecho y derecho, de que atesorases experiencia. Así que vas a tener que escuchar atentamente todo lo que diga tu maestro. Hasta el detalle más insignificante será importante. Tendrás que prepararte lo más deprisa que puedas y esforzarte con las clases de latín. —Hizo una pausa y me tendió la mano—. Enséñame el libro —me pidió.

Cuando se lo di, hojeó las páginas deteniéndose de vez en cuando para leer alguna frase.

—¿Te ha resultado útil? —preguntó al final.

—No mucho —admití.

—Lo escribió tu maestro. ¿No te lo ha dicho?

Negué con la cabeza.

—Alice me dijo que lo había escrito un sacerdote.

—En su día, tu maestro fue sacerdote —repuso mi madre con una sonrisa—. Así fue como empezó. Sin duda te lo contará él mismo algún día. Pero tú no se lo preguntes y deja que te lo cuente cuando considere que ha llegado el momento.

—¿De eso hablabais el señor Gregory y tú? —pregunté.

—De eso y de otras cosas, pero sobre todo hablamos de Alice. Me preguntó qué creía yo que debería hacerse con ella. Le respondí que debía dejarte a ti esa decisión. Así pues, ¿ya te has decidido?

—Todavía no estoy seguro de lo que voy a hacer —contesté encogiéndome de hombros—, pero el señor Gregory dijo que me fiara de mi instinto.

—Buen consejo, hijo mío —repuso ella.

—Pero ¿tú qué opinas, mamá? —pregunté—. ¿Qué le dijiste al señor Gregory sobre Alice? ¿Es una bruja? Dime eso por lo menos.

—No —respondió mamá con parsimonia, sopesando cuidadosamente sus palabras—. Alice no es una bruja, pero algún día lo será. Nació con corazón de bruja y no le queda otro remedio que seguir ese camino.

—Entonces deberíamos meterla en la fosa de Chipenden —dije con pesar, agachando la cabeza.

—Recuerda lo que has aprendido —contestó mi madre con firmeza—. Recuerda lo que te ha enseñado tu maestro: hay varios tipos de brujas.

—Como las «benignas» —repuse—. ¿Quieres decir que a lo mejor Alice se convierte en una bruja buena que ayuda a los demás?

—Puede que sí. O puede que no. ¿Sabes lo que creo? Quizá no quieras oír lo que te voy a decir.

—Sí quiero —afirmé.

—Alice podría acabar no siendo ni una bruja buena ni una mala, sino algo intermedio. Pero si se entera, tal vez se volvería muy peligrosa. Esa niña podría ser el azote de tu vida, una peste, un veneno para cualquier cosa que hagas. Pero también sería capaz de convertirse en tu mejor y más poderosa amiga, con cuya ayuda todo sería absolutamente diferente. Yo no sé cuál será su camino. Por mucho que me esfuerce, no puedo verlo.

—De todos modos, ¿cómo podrías saberlo, mamá? —pregunté—. El señor Gregory dice que no cree en las profecías y asegura que el futuro no está prefijado.

Mi madre me rodeó los hombros con un brazo y me dio un ligero apretón para reconfortarme.

—Siempre queda algo para el libre albedrío —aseguró—. Pero a lo mejor una de las decisiones más importantes de tu vida sea la que tomes respecto a Alice. Ahora acuéstate y duerme bien, si puedes. Mañana al amanecer toma la decisión.

Hubo algo que no pregunté a mi madre: ¿qué había hecho para conseguir que los cadáveres del Monte del Ahorcado enmudeciesen? Sólo sabía que se trataba de una cuestión de la que ella no querría hablar. Hay cosas en todas las familias que uno no pregunta, porque sabes que te las responderán cuando llegue el momento.

Partimos poco después del alba. Me sentía hundido.

Ellie me acompañó hasta la verja. Me detuve allí un instante, hice un gesto a Alice con la mano para iniciar la marcha, y ella echó a andar con brío colina arriba, sin tan siquiera echar la vista atrás.

—Tengo que decirte algo, Tom —comentó Ellie—. Me duele decírtelo, pero debo hacerlo.

A juzgar por su tono de voz, supe que era algo malo. Asentí tristemente y me obligué a mirarla a los ojos, pero me llevé una sorpresa al ver que estaban llenos de lágrimas.

—Todavía eres bienvenido aquí, Tom —dijo Ellie apartándose el pelo de la frente y esforzándose por sonreír—. Eso no ha cambiado. Pero tienes que pensar en nuestro hijo. De manera que, serás bienvenido en nuestra casa, pero nunca después del anochecer. Verás, ese tema es el que ha provocado que Jack estuviese últimamente de tan mal humor. Él no quería decirte hasta qué punto le molesta, pero era necesario que lo supieras: a Jack no le gusta nada tu nuevo oficio. Ni pizca. Le da escalofríos y teme por el bebé.

»Tenemos miedo, ya lo ves. Nos da miedo que te presentes de noche y que atraigas hasta aquí algo más. Tal vez llegarías acompañado de algo malo, y no podemos arriesgarnos a que ocurra una desgracia en la familia. Ven a vernos de día, Tom. Ven a vernos cuando el sol esté en lo alto y los pájaros canten.

Ellie me abrazó, y su gesto empeoró aún más las cosas. Yo me daba cuenta de que se había interpuesto una barrera entre nosotros y que las cosas habían cambiado para siempre. Me entraron ganas de llorar, pero de milagro logré contenerme. No sé cómo lo conseguí porque notaba un nudo en la garganta y no lograba articular palabra.

Esperé a que Ellie volviese a la granja y dediqué entonces toda mi atención a la decisión que debía tomar.

¿Qué debía hacer con Alice?

Esa mañana me había despertado con la certeza de que mi obligación era llevármela de vuelta a Chipenden. Parecía lo más correcto y lo más seguro, como si fuera un deber que debía cumplir. Cuando llevé los pasteles a Madre Malkin, había dejado que la ternura de mi corazón gobernase mis actos. Y ved adonde me había conducido esa decisión. Así pues, seguramente lo mejor era solucionar el asunto de inmediato, antes de que no tuviera remedio. Como dijo el Espectro, yo tenía que pensar en los inocentes que podrían salir mal parados en el futuro.

Durante el primer día de viaje no nos dijimos casi nada. Sólo le comuniqué que nos dirigíamos a Chipenden para ver al Espectro. Si Alice se enteraba de lo que iba a ocurrirle, seguro que no se habría quejado. Pero el segundo día, cuando nos acercábamos al pueblo y estábamos ya en las laderas bajas de las colinas rocosas, a poco más de un kilómetro y medio de la casa del Espectro, le conté lo que me había guardado para mis adentros y que me había atormentado desde el mismo momento en que me había dado cuenta de lo que contenían aquellos pasteles.

Estábamos sentados en un terraplén cubierto de hierba, junto al camino. Se había puesto el sol y empezaba a oscurecer.

—Alice, ¿tú nunca mientes? —pregunté.

—Todo el mundo miente alguna vez —replicó—. No seríamos humanos si no lo hiciéramos. Pero casi siempre digo la verdad.

—¿Y qué me dices de aquella noche en que estaba atrapado en la fosa? Cuando te pregunté por los pasteles… dijiste que en la casa de Lizzie no había otro niño. ¿Era verdad?

—Yo no vi a ningún niño.

—El primero que desapareció no era más que un bebé. No podría haberse extraviado él solo. ¿Estás segura?

Alice asintió, bajó la cabeza y fijó la vista en la hierba.

—Supongo que los lobos podrían habérselo llevado —comenté—. Es lo que pensaron los chicos del pueblo.

—Lizzie dijo que había visto lobos rondando por aquí. Podría ser —asintió Alice.

—¿Y qué me dices de los pasteles? ¿De qué estaban hechos?

—De sebo y trozos de cerdo, en su mayor parte. También tenían migas de pan.

—Entonces, ¿qué era esa sangre? La sangre de un animal no habría sido lo bastante buena para Madre Malkin, sobre todo porque necesitaba suficiente fuerza para doblar los barrotes de la fosa. Dime, Alice, ¿de dónde sacasteis la sangre de los pasteles?

Alice se echó a llorar. Aguardé pacientemente a que se calmase y repetí la pregunta.

—Bien, ¿de dónde la sacasteis?

—Lizzie dijo que yo todavía era una niña —respondió al fin—. Habían usado mi sangre muchas veces. Por lo tanto no pasaría nada si la utilizaban una vez más. No duele tanto como parece; al menos cuando ya te has acostumbrado. Además, ¿cómo podía detener a Lizzie?

Dicho esto, Alice se remangó la blusa y me mostró la parte alta del brazo. Todavía había luz suficiente para ver las cicatrices. Tenía muchas: algunas eran viejas y otras relativamente recientes. La más reciente no se había cerrado bien y aún le supuraba.

—Tengo más, muchas más. Pero no te las puedo enseñar todas —dijo Alice.

No supe qué decir y me quedé callado. Finalmente, tomé una decisión, y al poco rato proseguimos el camino en medio de la oscuridad y nos alejamos de Chipenden.

Había decidido llevar a Alice a Staumin, donde vivía su tía, porque no podía soportar la idea de que acabase en una fosa en el jardín del Espectro. Era demasiado horrible, y entonces recordé otra fosa. Recordé cómo Alice me había ayudado a salir del hoyo que había cavado Colmillo antes de que Lizzie la Huesuda viniese a buscar mis huesos, pero, sobretodo, lo que hizo que me decidiera fue la historia que Alice acababa de contarme. Ella misma había sido una de las criaturas inocentes. Alice también había sido una víctima.

Subimos a la Pica de Parlick y de ahí enfilamos hacia el monte Blindhurst, al norte, sin descender nunca a los valles.

Me gustaba la idea de ir a Staumin. Ese lugar estaba cerca de la costa, y yo nunca había visto el mar, salvo desde la cima de las montañas. La ruta que escogí daba un rodeo, pero me apetecía explorar el terreno y me gustaba estar tan alto, cerca del sol. Además, parecía que a Alice no le molestaba en absoluto.

El viaje fue una delicia y disfruté en compañía de la niña, y por primera vez empezamos a conversar de verdad. También me enseñó muchas cosas, pues conocía más nombres de estrellas que yo, y se le daba de maravilla cazar conejos.

En cuanto a las plantas, Alice era una experta en algunas que el Espectro ni siquiera me había mencionado hasta entonces, como la belladona y la mandrágora. No creí todo lo que me decía, pero aun así anoté hasta el último detalle, porque a ella se lo había enseñado Lizzie, y pensé que sería útil aprender las creencias de las brujas. Alice sabía distinguir los champiñones de las setas venenosas, algunas de las cuales eran tan peligrosas que con un solo bocado podían pararte el corazón o volverte loco. Como yo llevaba a mano el cuaderno, bajo el título de «Botánica» llené tres páginas enteras de información útil.

Una noche, cuando nos quedaba menos de un día de camino para llegar a Staumin, nos acomodamos en un claro del bosque. Acabábamos de cocinar dos conejos en las brasas de una fogata, y la carne casi se nos deshizo en la boca. Después de comer, Alice hizo una cosa realmente extraña: se volvió para mirarme cara a cara, alargó el brazo y me cogió de la mano.

Nos quedamos un buen rato sentados así. Ella miraba fijamente las ascuas del fuego y yo contemplaba las estrellas. No quería soltarla, pero al mismo tiempo me sentía confuso. Tenía su mano izquierda en la mía y me sentí culpable porque era como si estuviese dando la mano a las tinieblas, y sabía que al Espectro no le haría ninguna gracia.

Me era imposible negar la verdad: algún día Alice se convertiría en una bruja. Fue entonces cuando entendí que mi madre estaba en lo cierto, pero no tenía nada que ver con las profecías. Se podía ver en la mirada de Alice, pues ella siempre había navegado entre dos aguas: no había sido ni del todo buena ni del todo mala. Pero ¿no nos pasa lo mismo a cada uno de nosotros? Nadie es perfecto.

Así pues, no retiré la mano, sino que me quedé sentado, quieto. Una parte de mí disfrutaba sosteniéndole la mano, cosa que resultaba reconfortante después de todo lo que había sucedido, mientras otra parte de mí sudaba de culpabilidad.

Alice fue la que retiró la mano. Después me acarició el brazo donde me había clavado las uñas la noche en que acabamos con Madre Malkin. Las señales se veían claramente a la luz de las brasas.

—Te he dejado mi marca ahí —dijo con una sonrisa—. Nunca se borrará.

Pensé que era un comentario muy extraño, y no estaba seguro de lo que quería decir. En casa marcábamos al ganado. Lo hacíamos para que se supiera que eran nuestras vacas y para impedir que las extraviadas se mezclasen con animales de las granjas vecinas. Entonces, ¿quería decir que ahora yo pertenecía a Alice?

Al día siguiente bajamos a una inmensa meseta que en parte estaba cubierta de musgo y cuyas peores zonas estaban empantanadas, pero al final dimos con el camino que nos condujo a Staumin. Nunca llegué a ver a la tía de Alice porque no quiso salir a hablar conmigo. No obstante, accedió a quedarse con su sobrina, y yo no pude protestar.

Cerca de allí había un río grande y ancho, y antes de partir hacia Chipenden, dimos un paseo por la ribera hasta el mar. A decir verdad, el mar no me impactó mucho, pues hacía un día gris y ventoso y el agua estaba del mismo color que el cielo. Había olas, grandes y encabritadas.

—Aquí estarás bien —dije intentando adoptar un tono animoso—. Será precioso cuando brille el sol.

—Tendré que sacarle el mejor partido —contestó Alice—. No puede ser peor que Pendle.

De repente sentí lástima por ella otra vez. A veces me sentía solo, pero por lo menos podía charlar con el Espectro. Sin embargo, Alice ni siquiera conocía bien a su tía, y el alborotado mar hacía que todo pareciese inhóspito y frío.

—Escucha, Alice, no creo que nos volvamos a ver, pero si alguna vez necesitas ayuda, intenta hacérmelo saber —me ofrecí.

Supongo que lo dije porque Alice era lo más parecido a un amigo para mí. Y, aun siendo una promesa, al menos no era tan atolondrada como la primera que le había hecho. No me comprometí a hacer nada en concreto. La próxima vez que me pidiese algo, lo consultaría previamente con el Espectro.

Me llevé una sorpresa porque Alice sonrió y en los ojos le brilló una extraña mirada. Eso me recordó lo que una vez me había dicho mi padre sobre las mujeres: que saben cosas que los hombres ignoran, y que cuando lo sospechas, nunca debes preguntarles en qué están pensando.

—¡Oh, volveremos a vernos! —exclamó Alice—. De eso no me cabe duda.

—Ahora tengo que marcharme —dije yo dándome la vuelta para partir.

—Te echaré de menos, Tom —añadió Alice—. No será lo mismo sin ti.

—Yo también te echaré de menos, Alice —afirmé sonriéndole.

Nada más pronunciar esas palabras, pensé que lo había dicho por pura cortesía. Pero no llevaba más de diez minutos de camino cuando me di cuenta de que estaba equivocado.

Lo había dicho convencido. Y ya me sentía solo.

He escrito casi todo este relato de memoria, pero algunos detalles los he extraído de mi cuaderno y de mi diario. Ahora estoy en Chipenden otra vez, y el Espectro está contento conmigo. Dice que progreso mucho.

Lizzie la Huesuda está en la misma fosa en la que el Espectro había retenido a Madre Malkin. Los barrotes han sido reforzados y, desde luego, no va a recibir ni un solo pastel de medianoche de mis manos. Por su parte, Colmillo está enterrado en el hoyo que excavó para usarlo como tumba para mí.

El pobre Billy Bradley ha retornado a su sepultura, fuera del cementerio de Layton, pero por lo menos ahora tiene los pulgares. Nada de esto es agradable, pero son gajes del oficio. Como dice mi padre: si no te gusta, te aguantas.

Y hay algo más que debería contaros: el Espectro está de acuerdo con lo que opinaba mi madre y cree que los inviernos se están haciendo cada vez más largos y que las tinieblas están ganando fuerza. Está convencido, pues, de que nuestro trabajo va a ser cada vez más difícil.

Por lo tanto, con esa idea en mente, seguiré estudiando y aprendiendo, porque, como me dijo una vez mi madre: «nunca sabes de lo que eres capaz hasta que lo intentas». Así que voy a intentarlo. Voy a intentarlo con todas mis fuerzas porque quiero que esté verdaderamente orgullosa de mí.

Ahora sólo soy un aprendiz, pero algún día seré el Espectro.

Thomas J. Ward

Fin