Los desesperados y los mareados
Mientras bajábamos por la colina en dirección a la granja, una tibia llovizna nos roció la cara. A lo lejos un perro ladró dos veces, pero a nuestros pies todo estaba sereno y en silencio.
Era a última hora de la tarde, y estaba seguro de que en esos momentos mi padre y Jack estarían trabajando en el campo, lo cual me daría la oportunidad de hablar con mi madre a solas. Para el Espectro fue fácil decirme que me llevase a Alice a casa conmigo, pero durante el viaje yo había tenido tiempo para pensar. No sabía cómo se lo tomaría mamá, pero me parecía que no le iba a gustar tener a alguien como Alice en la casa, sobre todo cuando le contase lo que había hecho. En cuanto a Jack, me imaginaba su reacción perfectamente, pues por lo que Ellie me había dicho la última vez sobre su actitud hacia mi nuevo trabajo, lo último que querría mi hermano era tener en casa a la sobrina de una bruja.
Mientras cruzábamos el patio, señalé el granero.
—Será mejor que te resguardes ahí debajo —le indiqué—. Yo voy a casa a avisarlos.
En cuanto pronuncié esas palabras, se oyó el llanto de un bebé hambriento. Salía de la granja. Por un instante la mirada de Alice se cruzó con la mía, pero enseguida la niña bajó la vista y recordé la última vez que los dos habíamos estado con un bebé que lloraba.
Sin decir nada, Alice se volvió y se dirigió al granero, en silencio. No esperaba otra cosa de ella. Quizá hayáis pensado que, después de todo lo que había ocurrido, habríamos tenido mucho de que hablar durante el viaje, pero apenas habíamos abierto la boca. Creo que ella estaba disgustada por la manera en que el Espectro la había sujetado por la mandíbula para olerle el aliento. Tal vez eso la había obligado a pensar en lo que ella había hecho en el pasado. Fuera por la razón que fuese, casi todo el camino había estado sumida en sus pensamientos y con aspecto muy triste.
Supongo que podría haberme esforzado más, pero también yo estaba muy cansado y abatido, así que llegamos a acostumbrarnos a caminar en silencio. Mas fue un error, pues debería haber intentado conocer mejor a Alice en esos momentos; si lo hubiera hecho me habría ahorrado después muchos problemas.
Cuando empujé la puerta trasera, cesaron los llantos y oí otro sonido: el reconfortante crujido de la mecedora de mi madre.
La silla estaba junto a la ventana, pero por la expresión del rostro de mi madre, me di cuenta de que nos había estado escudriñando a través de la rendija que quedaba entre las cortinas, puesto que éstas no estaban corridas del todo. Nos había visto en el patio y, cuando entré en la estancia, empezó a mecer la silla más deprisa y con más brío, mirándome fijamente sin pestañear, mientras tenía sumida en la oscuridad media cara y la otra media iluminada por la larga vela que llameaba en el enorme candelabro del centro de la mesa.
—Cuando se trae a una invitada a casa, es de buena educación convidarla a pasar —dijo con una mezcla de enojo y de asombro—. Creí que te había enseñado a comportarte mejor.
—El señor Gregory me dijo que la trajera —repuse—. Se llama Alice, y ha estado en malas compañías. Quiere que hables con ella, pero me pareció preferible contarte antes lo que ha ocurrido, por si no querías dejarla entrar.
Dicho esto, arrimé una silla y le conté qué había sucedido exactamente. Cuando terminé, ella dio un largo suspiro, y luego una leve sonrisa le dulcificó el semblante.
—Has hecho bien, hijo mío —me dijo—. Eres joven y nuevo en ese oficio; tus errores tienen perdón. Ve y trae a esa pobre niña, y después déjanos hablar a solas. Querrás subir a saludar a tu nueva sobrina, ¿no? Seguro que Ellie se alegrará de verte.
Así pues, fui a buscar a Alice, la dejé a solas con mi madre y subí la escalera.
Ellie estaba en la alcoba más grande. Antes era de mis padres, pero se la habían dejado a ella y a Jack porque cabían otras dos camas y una cuna, cosa que les vendría muy bien porque la familia empezaba a crecer.
Llamé a la puerta suavemente. Estaba entornada, pero esperé a que Ellie me dejase pasar. Estaba sentada en el filo de la cama de matrimonio, dando de mamar al bebé, que tenía la cabecita medio tapada por el chal de color rosa de su madre. Nada más verme, los labios de Ellie se convirtieron en una amplia sonrisa que me hizo sentir bienvenido, pero parecía cansada y tenía el pelo lacio y grasiento. Aunque yo aparté la mirada rápidamente, Ellie era lista, y estaba convencido de que me había visto que la observaba y había captado la expresión de mis ojos, pues enseguida se apartó el pelo de la frente.
—¡Oh, Tom, lo siento! —exclamó—. Debo de parecerte un desastre… He pasado toda la noche despierta y acabo de arañar una hora de sueño. No queda más remedio que hacerlo así cuando se tiene un bebé tan hambriento como ella. Llora mucho, sobre todo por las noches.
—¿Cuánto tiempo tiene? —pregunté.
—Esta noche cumple exactamente seis días. Nació poco después de la medianoche del sábado pasado.
Era la noche en que yo había matado a Madre Malkin. Por un instante su recuerdo me vino a la mente y un escalofrío me recorrió la espalda.
—Ya está, ya ha terminado de comer —dijo Ellie con una sonrisa—. ¿Quieres cogerla?
Era lo último que quería hacer porque la niña era tan pequeña y delicada, que me daba miedo apretarla demasiado o que se me cayese de las manos, sabiendo además que la cabeza no se le aguantaba. Pero no podía decir que no, pues Ellie se habría sentido herida. De todos modos, no tuve que sostener al bebé mucho rato porque, en cuanto la cogí en brazos, se puso colorada y rompió a llorar.
—Creo que no le gusto a este niño —dije a Ellie.
—No es «niño», es niña —me riñó ella poniendo cara de indignación—. Bueno, no te preocupes. No es por ti, Tom —añadió, y entonces sonrió—. Creo que todavía tiene hambre, nada más.
El bebé dejó de llorar en cuanto Ellie la cogió, y ya no me quedé mucho más tiempo. Entonces, mientras bajaba la escalera, oí un sonido en la cocina que no me esperaba.
Eran risas, las fuertes y sinceras risas de dos personas que se entienden de maravilla. En cuanto abrí la puerta y entré, el rostro de Alice se tornó muy serio, pero mi madre siguió riéndose a carcajadas durante unos segundos más, e incluso después de parar, una amplia sonrisa le iluminaba aún la cara. Debían de haber estado riéndose de algún chiste, uno muy divertido, pero no quise preguntar cuál era, y ellas no me lo contaron. Por la expresión de la mirada de ambas, tuve la sensación de que se trataba de algún secreto entre las dos.
En una ocasión mi padre me contó que las mujeres saben cosas que los hombres desconocen, pero no se les debe preguntar qué están pensando, a pesar de que a veces ves que tienen cierta expresión en la mirada. Si lo haces, podrían decirte algo que no quieres oír. Bueno, fuera el que fuese el motivo de tanta risa, desde luego las había hecho sentirse más unidas. A partir de entonces, fue como si se conociesen desde hacía años. El Espectro había tenido razón: si alguien podía ayudar a Alice, tenía que ser mi madre.
Pero me di cuenta de una cosa: mamá había dejado a Alice la habitación que había enfrente de la que ocupaban ahora mi padre y ella. Eran las dos alcobas del primer rellano. Mi madre tenía un oído muy fino, y eso quería decir que si Alice simplemente daba una vuelta en la cama mientras dormía, ella la oiría.
Así pues, a pesar de las risas, mi madre no bajaba la guardia con Alice.
Cuando Jack volvió de los campos de cultivo, me miró con cara de pocos amigos y murmuró algo entre dientes. Parecía que estaba enfadado por algo. Por el contrario, mi padre se alegró de verme y, para mi sorpresa, me saludó con un apretón de manos. Siempre saludaba de esa manera cuando venía a casa alguno de mis otros hermanos, pero era la primera vez que lo hacía conmigo. Aquel gesto me provocó tristeza y al mismo tiempo me hizo sentir orgulloso. Me trataba como si fuese un hombre hecho y derecho.
Jack no había pasado ni cinco minutos en la casa, cuando vino hacia mí.
—Vamos fuera —dijo sin alzar la voz para que nadie más pudiera oírle—. Quiero hablar contigo.
Salimos al patio, y Jack me llevó al otro lado del granero, cerca de la pocilga, donde no pudieran vernos desde la casa.
—¿Quién es esa niña que has traído?
—Se llama Alice. Tan sólo es una niña que necesita ayuda —respondí—. El Espectro me pidió que la trajera a casa para que mamá hablara con ella.
—¿Qué quieres decir con eso de que necesita ayuda?
—Es que últimamente ha estado frecuentando malas compañías, eso es todo.
—¿Qué clase de malas compañías?
Sabía que no le iba a gustar oírlo, pero no me quedaba otra opción. Tenía que contárselo. Además, si yo no lo hacía, se lo habría preguntado a nuestra madre.
—Su tía es una bruja. Pero no te preocupes porque el Espectro lo ha arreglado todo; sólo nos quedaremos unos días.
Jack explotó. Nunca lo había visto tan enfadado.
—Pero ¿es que has perdido el sentido común con el que naciste? —gritó—. ¿No te has parado a reflexionar? ¿No has pensado en el bebé? ¡En esta casa vive ahora una criatura inocente, y tú vas y traes a una niña que procede de una familia así! ¡Parece mentira!
Alzó el puño, y pensé que iba a pegarme. Pero descargó el golpe contra la pared del granero y provocó una algarabía entre los gorrinos.
—Mamá dice que no pasa nada —protesté.
—Sí, claro, típico de mamá —replicó Jack bajando repentinamente la voz, pero conservando el mismo tono áspero y enojado—. ¿Cómo iba a negarle nada a su hijo preferido? Además, como bien sabes, es demasiado buena. Por eso mismo no deberías aprovecharte. Mira, si llega a pasar algo, tendrás que responder ante mí. No me gusta la pinta de esa niña. No parece de fiar. Pienso vigilarla de cerca, y si se pasa de la raya, os pondré a los dos de patitas en la calle en un abrir y cerrar de ojos. Y mientras estéis por aquí, os ganaréis el sustento. Ella puede ayudar con las faenas dé la casa para aligerar la carga de mamá, y tú puedes arrimar el hombro con las tareas de la granja. —Jack dio media vuelta y empezó a alejarse, pero le quedaba algo por decir—: Como estás tan ocupado con cosas más importantes —añadió en un tono sarcástico—, a lo mejor no te has dado cuenta de lo cansado que parece papá. Cada vez le cuesta más trabajar.
—Os ayudaré, descuida —le dije—, y Alice también.
Durante la cena todos estuvimos muy callados, salvo mi madre. Supongo que se debía al hecho de tener a una extraña sentada a la mesa entre nosotros. A pesar de que, por educación, Jack no iba a quejarse en voz alta, miraba a Alice con mala cara, casi igual que a mí. Por suerte, mamá estaba tan alegre que ella sola animó el ambiente.
Ellie tuvo que levantarse dos veces para atender al bebé, que lloraba con tanta fuerza que habría sido capaz de derrumbar el tejado de la casa. La segunda vez la bajó a la cocina.
—Nunca he visto a un bebé que llore tanto como ella —comentó mi madre con una sonrisa—. Por lo menos tiene unos pulmones fuertes y sanos.
La carita de la niña estaba colorada y crispada. No pensaba decírselo a Ellie, pero la recién nacida no me parecía muy guapa y su cara me recordaba a la de una viejecita enfadada. El bebé estaba llorando como si estuviera a punto de explotar pero, de repente, se quedó callada y tranquila. Tenía los ojos muy abiertos y miraba fijamente el centro de la mesa, donde estaba sentada Alice, cerca del enorme candelabro de bronce. Al principio no me pareció nada extraño, pues pensé que, sencillamente, la hija de Ellie se había quedado embelesada mirando la llama. Pero después, cada vez que Alice pasaba junto a ella mientras ayudaba a mi madre a recoger la mesa, el bebé seguía con sus ojillos azules los movimientos de la niña. De repente sentí un escalofrío, a pesar de que hacía calor en la cocina.
Un rato después subí a mi antiguo dormitorio. Me senté en la mecedora, junto a la ventana, y miré fuera. Era como si nunca me hubiese marchado de casa.
Mientras contemplaba el paisaje, mirando hacia el norte, hacia el Monte del Ahorcado, pensé en el bebé y en su aparente interés hacia Alice. Entonces recordé lo que Ellie me había dicho antes, y volví a estremecerme. Su hija había nacido unos días antes, después de la medianoche, cuando había luna llena. Demasiada semejanza para ser una simple coincidencia: más o menos a la misma hora en que había nacido la niña de Ellie, Madre Malkin había sido arrastrada por el río. El Espectro me había avisado de que la bruja volvería. ¿Y si había vuelto antes incluso de lo que mi maestro había predicho? Él suponía que Madre Malkin estaría «infestada», pero ¿y si se equivocaba? ¿Y si la bruja se había liberado de sus huesos, y su espíritu había poseído al bebé de Ellie en el mismo momento del nacimiento?
Esa noche no pegué ojo. Sólo había una persona con la que podía hablar de mis temores, y esa persona era mi madre. Lo complicado era conseguir hablar con ella a solas sin llamar la atención de los demás.
Mamá cocinaba y se dedicaba a otros quehaceres que la mantenían ocupada casi todo el día, y normalmente no habría sido difícil hablarle en la cocina porque yo tenía cosas que hacer cerca de allí, puesto que Jack me había encargado el trabajo de arreglar la fachada del granero. Antes del anochecer creo que llevaba clavados varios cientos de clavos nuevos y relucientes.
Sin embargo, el problema era Alice, pues mi madre la tenía cerca a todas horas y procuraba que trabajase con dureza, de manera que la niña tenía la frente cubierta de sudor; a pesar de que la fruncía debido al esfuerzo, no se quejó ni una sola vez.
Por fin encontré una oportunidad para hablar a solas con mi madre después de la cena, cuando acabaron de fregar y de secar los platos. Esa mañana papá había acudido al gran mercado de primavera de Topley. Además de hacer negocios, aprovechaba la ocasión para ver a algunos de sus viejos amigos, cosa que casi nunca podía hacer. Así pues, estaría fuera de casa un par de días o tres. Jack tenía razón: era verdad que parecía cansado, y de ese modo reposaría del trasiego de la granja.
Mamá le había dicho a Alice que subiese a su alcoba a descansar un poco; Jack se relajaba en el salón, con los pies en alto, y Ellie estaba arriba tratando de arañar media hora de sueño antes de que el bebé se despertase otra vez para comer. Así pues, sin perder ni un segundo, empecé a contarle a mi madre el motivo de mis temores. Ella se había sentado en su mecedora, pero casi no conseguí decir la primera frase cuando dejó de mecerse. Me escuchó con atención. Le hablé de mis miedos y de las razones por las que sospechaba del bebé. Pero su rostro permaneció tan inmóvil y sereno que no podía adivinar lo que estaba pensando. Nada más pronunciar la última palabra, se puso en pie.
—Aguarda aquí —dijo—. Tenemos que aclarar este asunto de una vez por todas.
Salió de la cocina y subió la escalera. Cuando regresó, traía en brazos a la recién nacida, envuelta en el chal de Ellie.
—Coge la vela —me indicó mientras se dirigía a la puerta.
Salimos al patio. Mamá caminaba deprisa, como si supiera exactamente adonde iba y lo que pensaba hacer. Anduvimos hasta el otro lado del montículo de estiércol del ganado y nos detuvimos en medio del lodo, en el borde del estanque, que era lo bastante profundo y grande para suministrar agua a nuestras vacas incluso en los meses más secos del estío.
—Manten la vela bien alta para que podamos verlo todo —dijo mamá—. No quiero que nos quedemos con dudas.
A continuación, para mi espanto, estiró los brazos y sostuvo al bebé por encima de las aguas oscuras y serenas.
—Si flota, la bruja está en su interior —aseguró mamá—. Si se hunde, es inocente. Muy bien, vamos a verlo…
—¡No! —grité abriendo la boca sin control alguno y hablando a toda velocidad, como si las palabras se adelantasen a mis pensamientos—. No lo hagas, por favor. Es el bebé de Ellie.
Por un instante pensé que iba a soltar a la niña de todos modos. Pero entonces sonrió, volvió a estrecharla contra su pecho y la besó en la frente con mucha delicadeza.
—Claro que es el bebé de Ellie, hijo mío. Basta con mirarla. De todos modos, la «zambullida» es una prueba que sólo aplican los idiotas y, además, no da resultado. Normalmente, atan de pies y manos a la pobre mujer y la tiran al agua profunda y tranquila. Pero el hecho de que se hunda o flote es cuestión de suerte y del tipo de cuerpo que tenga. No tiene nada que ver con la brujería.
—¿Y qué me dices de la manera en el que el bebé mira de forma constante a Alice? —pregunté.
Mamá sonrió e hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Los ojos de un recién nacido no pueden enfocar correctamente —me explicó—. Seguro que lo que le llamaba tanto la atención era la luz de la vela, nada más. Recuerda que Alice estaba sentada cerca del candelabro. Después, cada vez que Alice pasaba a su lado, seguramente los ojos del bebé sólo reaccionaban al cambio de luz. No pasa nada. No hay nada de qué preocuparse.
—Pero ¿y si la niña de Ellie está poseída? —pregunté—. ¿Y si dentro de ella hay algo que no podemos ver?
—Mira, hijo, yo he traído cosas buenas y cosas malas a este mundo, y reconozco el mal en cuanto lo veo. Esta niña es buena, y en su interior no hay nada de lo que debamos preocuparnos. Nada en absoluto.
—De todos modos, ¿no te parece raro que el bebé de Ellie naciera casi al mismo tiempo que moría Madre Malkin?
—En realidad no —respondió mamá—. Así es la vida. A veces, cuando algo malo deja este mundo, llega algo bueno en su lugar. Por mi experiencia, no es la primera vez que pasa.
Por supuesto, me di cuenta entonces de que mamá en ningún momento se había planteado soltar al bebé y que únicamente había querido hacerme recapacitar, pero mientras cruzábamos el patio, las rodillas seguían temblándome sólo de pensarlo. Fue entonces, al llegar a la puerta de la cocina, cuando recordé algo.
—El señor Gregory me dio un librito que trata sobre todo lo relacionado con la posesión —dije—. Me encargó que lo leyera con atención, pero lo malo es que está escrito en latín y sólo llevo tres clases.
—No es mi idioma preferido —repuso mi madre deteniéndose un instante ante la puerta—. Veré lo que puedo hacer, pero habré de dejarlo para cuando vuelva, pues creo que esta noche tendré que salir. Entretanto, ¿por qué no le preguntas a Alice? A lo mejor ella te ayuda.
Mamá tenía razón: esa noche tuvo que salir. Muy poco después de la medianoche, llegó a buscarla un carromato, cuyos caballos estaban empapados de sudor. Al parecer, la esposa de un granjero estaba pasándolo muy mal, ya que llevaba de parto más de un día y una noche. Además, estaba a mucha distancia, a más de treinta kilómetros al sur. Eso significaba que mamá estaría fuera de casa un par de días o más.
En el fondo, no quería pedir ayuda a Alice con el texto en latín porque sabía que el Espectro no estaría de acuerdo. Al fin y al cabo era un libro de su biblioteca, y no le habría hecho gracia que Alice lo tocase. Pero aun así, ¿qué otra opción me quedaba? Desde que había llegado a casa, no había dejado de pensar en Madre Malkin y no conseguía quitármela de la cabeza. Era sólo por instinto, por puro presentimiento, pero tenía la impresión de que la bruja estaba en algún lugar, en medio de la oscuridad, y que a cada noche que pasaba se acercaba cada vez más.
Así pues, la noche siguiente, después de que Jack y Ellie se hubieron ido a dormir, llamé a la puerta de la alcoba de Alice con los nudillos, suavemente. No podía pedirle el favor durante el día, pues siempre estaba ocupada, y si Ellie y Jack se enteraban, no les haría gracia. Sobre todo teniendo en cuenta lo poco que a Jack le gustaba mi oficio de espectro.
Tuve que llamar dos veces antes de que Alice abriese la puerta. Pensé que tal vez ya estuviese dormida, pero cuando me abrió, vi que aún no se había mudado y no pude evitar mirarle los zapatos de punta. En el tocador había una vela, colocada cerca del espejo. Acababa de apagarla y todavía humeaba.
—¿Puedo pasar? —pregunté sosteniendo en alto mi vela para iluminarle la cara desde arriba—. Necesito consultarte una cosa. —Alice asintió. Me dejó entrar y cerró la puerta—. Tengo un libro que debo leer, pero está escrito en latín. Y mi madre me ha dicho que tal vez podrías ayudarme.
—¿Dónde está? —preguntó Alice.
—Lo tengo en el bolsillo. Sólo es un librito. No se debe de tardar mucho en leerlo, si se sabe latín.
—Es que yo ya tengo bastante trabajo —se quejó suspirando de cansancio—. ¿De qué va?
—De la posesión. El señor Gregory cree que Madre Malkin podría volver a buscarme y que recurrirá a alguna forma de posesión.
—Pues vamos a echarle un vistazo, entonces —repuso ella y me tendió la mano. Dejé mi vela junto a la silla, rebusqué en el bolsillo de los pantalones y saqué el librito. Lo hojeó sin decir nada.
—¿Conseguirás leerlo? —pregunté.
—No veo por qué no. Lizzie me enseñó, y ella sabe latín como nadie.
—Entonces, ¿me ayudarás?
No contestó, pero en cambio se arrimó el libro a la cara y lo olisqueó haciendo mucho ruido.
—¿Estás seguro de que merece la pena? —preguntó—. Lo ha escrito un cura, y normalmente no saben mucho del tema.
—El señor Gregory dijo que era la «obra cumbre» —respondí—, lo cual significa que es el mejor libro escrito sobre el tema.
Al decir eso, Alice alzó la vista del libro y, aunque me sorprendió, vi que su mirada estaba cargada de furia.
—Ya sé lo que significa «obra cumbre» —replicó—. ¿Crees que soy idiota o algo así? Llevo años estudiando, mientras que tú apenas acabas de empezar. Lizzie tenía un montón de libros, pero ahora todos están quemados. Todo ha sido pasto de las llamas.
Murmuré que lo sentía, y ella me sonrió.
—Lo malo es —siguió diciendo, ahora en un tono repentinamente amable—, que para leerlo voy a necesitar tiempo y ahora estoy demasiado cansada para empezar. Mañana tu madre seguirá fuera y yo estaré tan liada como siempre, y aunque tu cuñada me ha prometido que me ayudará, estará ocupada con el bebé todo el rato y yo me pasaré prácticamente todo el día cocinando y limpiando. Si tú me echases una mano…
No supe qué decir. Yo tenía que ayudar a Jack, así que tampoco me quedaba mucho tiempo libre. La cuestión era que los hombres nunca cocinaban ni limpiaban, y no sólo era así en nuestra granja, sino que en todo el condado pasaba lo mismo. Los hombres trabajaban en la granja y pasaban el día al aire libre, sin importarles el tiempo que hiciera, y cuando volvían a casa, las mujeres tenían puesta ya en la mesa la comida recién hecha. La única vez que ayudábamos en la cocina era el día de Navidad: fregábamos los platos como un detalle especial hacia mamá.
Parecía que Alice me leyera el pensamiento, porque en ese momento su sonrisa se hizo más amplia.
—No te costará tanto, ¿verdad que no? —dijo—. Si las mujeres dan de comer a los pollos y echan una mano con la cosecha, ¿por qué no iban los hombres a ayudar en la cocina? Sólo tendrás que ayudarme a lavar los platos. Aunque, antes de ponerme a cocinar, habrá que limpiar también algunos cacharros…
Accedí a ayudarla. ¿Qué otra posibilidad tenía? Pero deseé que Jack no me pillase con las manos en la masa. No lo entendería.
Al día siguiente me levanté aún más temprano de lo habitual y me las ingenié para fregar los cacharros antes de que Jack bajase a la cocina. Después me tomé mi tiempo para desayunar tranquilamente, masticando cada bocado con lentitud, cosa poco propia en mí y suficiente para provocar alguna que otra mirada recelosa en Jack. Cuando mi hermano salió al campo, lavé la loza lo más deprisa que pude y me dediqué a secarla. Debería haber supuesto lo que iba a pasar, porque conocía bien a Jack y sabía que no tenía mucha paciencia.
Entró en el patio refunfuñando y lanzando exabruptos.
Me vio por la ventana y se quedó atónito. Escupió al suelo, entró en la casa y abrió de un empujón la puerta de la cocina.
—Cuando estés listo —dijo con tono sarcástico—, puedes salir a trabajar. Hay tareas de hombre esperando. Puedes empezar por comprobar el estado de las pocilgas. Narizotas viene mañana, y hay que sacrificar cinco cerdos, pero no queremos pasar el día entero persiguiendo gorrinos desperdigados.
Narizotas era el apodo con que llamábamos al matarife. Jack tenía razón: a veces los gorrinos se ponían como locos de miedo cuando Narizotas venía a hacer su trabajo, y si la cerca tenía algún tablón suelto, los cerdos podrían escaparse.
Jack dio media vuelta para salir, pero de pronto lanzó un improperio. Acudí a la puerta para ver qué pasaba. Sin querer, había pisado un sapo enorme y lo había aplastado hasta dejarlo hecho papilla. Se suponía que daba mala suerte matar a una rana o a un sapo, y Jack soltó otra palabrota, frunciendo tanto el entrecejo que sus pobladas cejas negras se juntaron en el centro. Apartó el sapo muerto de una patada, y el bicho fue a parar debajo del desagüe. Jack se marchó moviendo la cabeza. Yo no entendía por qué estaba tan irritado. Nunca se ponía de tan mal humor.
Me quedé en casa y sequé hasta el último cacharro. Ya que me había sorprendido, terminaría la faena. Además, los cerdos apestaban, y no tenía ningunas ganas de cumplir el encargo de mi hermano.
—No te olvides del libro —me recordó Alice cuando abrí la puerta para salir. Y me dedicó una extraña sonrisa.
No volví a hablar con Alice a solas hasta la noche, una vez que Jack y Ellie hubieron subido a dormir. Pensé que tendría que ir a su habitación de nuevo, pero antes de que me decidiera a hacerlo, ella bajó a la cocina con el libro y se sentó en la mecedora de mi madre, junto a los rescoldos del fuego.
—Fregaste muy bien las cazuelas. Eso quiere decir que debes de estar ansioso por averiguar lo que dice aquí —comentó Alice dando unas palmaditas en el lomo del libro.
—Sí vuelve la bruja, quiero estar preparado y, por lo tanto, necesito saber lo que he de hacer. El Espectro dijo que seguramente estará «infestada». ¿Sabes algo de eso? —Alice abrió mucho los ojos y asintió—. Así pues, tengo que estar preparado. Si en ese libro hay algo que pueda ayudarme, necesito saberlo.
—Este cura no es como los demás —comentó Alice tendiéndome el librito—. Sobre todo, sabe de lo que habla. A Lizzie le gustaría este libro más que cualquier pastel de medianoche.
Me lo guardé en el bolsillo de los pantalones, arrimé un taburete al otro lado de la lumbre, delante de las brasas, y empecé a hacerle preguntas a Alice. Al principio fue verdaderamente difícil porque ella no colaboraba mucho. Y lo que conseguí sonsacarle sólo me hizo sentir mucho peor.
Comencé por el extraño título: Los malditos, los mareados y los desesperados. ¿Qué quería decir? ¿Por qué titular así un libro?
—La primera palabra es típica de la jerga de los curas —contestó Alice arqueando hacia abajo las comisuras de los labios en una mueca de contrariedad—. Así llaman a la gente que hace las cosas de una manera diferente que ellos: personas como tu madre, que no van a misa ni rezan las oraciones apropiadas; personas que no son como ellos o personas zurdas —añadió, y me dedicó una sonrisa cómplice.
»La segunda palabra resulta de mayor utilidad —continuó—. Un cuerpo recién poseído no tiene mucho equilibrio, sino que se cae una y otra vez. Ya ves, el espíritu que posee necesita tiempo para acomodarse en su nuevo cuerpo (es como intentar andar con zapatos acabados de estrenar), y además, esa adaptación también provoca mal humor. Has de tener en cuenta que alguien tranquilo y plácido puede atacar sin previo aviso. Eso te servirá de pista.
»En cuanto a la tercera palabra, no tiene ningún misterio: una bruja que en su día tuvo un cuerpo humano sano está ansiosa por conseguir otro. Y en cuanto lo consigue, se desespera por conservarlo y hará lo que sea, cualquier cosa, antes que renunciar a él sin pelear. Por eso los poseídos son tan peligrosos.
—Si viniera aquí, ¿sería peligrosa? —pregunté—. Si estuviese infestada, ¿a quién intentaría poseer? ¿A mí? ¿Trataría de herirme de ese modo?
—Lo haría si pudiera —respondió Alice—. Pero no es cosa fácil, sobre todo siendo quien eres. También le gustaría utilizarme a mí, pero no le daré esa oportunidad. No, irá a buscar al más débil, al más asequible.
—¿Lo intentará con el bebé de Ellie?
—No, la niña no le serviría. Tendría que esperar a que creciera. Madre Malkin nunca ha tenido mucha paciencia y, después de haber estado atrapada en esa fosa del jardín del viejo Gregory, seguro que ahora está aún más impaciente. Si a quien quiere hacer daño es a ti, primero buscará un cuerpo fuerte y sano.
—¿Ellie, entonces? ¡Elegirá a Ellie!
—¿Es que no te enteras de nada? —repuso Alice, moviendo la cabeza, atónita—. Ellie es fuerte, y le costaría conseguirla. En cambio, los hombres son mucho más fáciles, y especialmente uno que actúe más con el corazón que con la cabeza, es decir, un hombre capaz de enfurecerse sin detenerse a pensar.
—¿Jack?
—Será Jack, seguro. Imagina lo que sería tener al fortachón de Jack persiguiéndote. Pero el libro tiene razón en un detalle: es más fácil enfrentarse a un cuerpo recién poseído porque, aunque esté desesperado, también está mareado.
Saqué el cuaderno de notas y escribí lo que me pareció relevante. Alice no hablaba tan deprisa como el Espectro, pero enseguida cogió velocidad, y al poco rato ya me dolía la muñeca. Cuando llegó al asunto realmente importante (cómo enfrentarse a un poseído), repitió en numerosas ocasiones que el alma original seguía aún atrapada en el cuerpo poseído. Es decir, si hacías daño al cuerpo, también harías daño a esa alma inocente. Así pues, matar al cuerpo para librarte del alma poseedora equivalía a un asesinato.
En realidad esa parte del libro me decepcionó, pues al parecer, no se podía hacer gran cosa. Como el autor era un sacerdote, opinaba que el exorcismo, empleando velas y agua bendita, era el mejor método para expulsar al poseedor y liberar a la víctima, pero reconocía que no todos los sacerdotes podían hacerlo y que muy pocos sabían exorcizar bien de verdad. Tuve la sensación de que algunos de los sacerdotes capaces de lograrlo debían de ser séptimos hijos de séptimos hijos, y que esa particularidad era la que realmente contaba.
Después de la charla, Alice dijo que estaba cansada y subió a acostarse. Yo también tenía sueño. Se me había olvidado lo duro que podía ser el trabajo en una granja, y me dolía todo el cuerpo. Subí a mi cuarto y me hundí gratamente en la cama deseando quedarme dormido. Pero abajo, en el patio, los perros empezaron a ladrar.
Pensando que tal vez algo los había alarmado, abrí la ventana, miré hacia el Monte del Ahorcado y aspiré una bocanada del fresco aire nocturno para calmarme y aclarar mis ideas. Poco a poco los perros fueron tranquilizándose y al final dejaron de ladrar.
Cuando estaba a punto de cerrar la ventana, la luna asomó por detrás de una nube. La luz de la luna puede mostrar la verdad de las cosas (eso me había dicho Alice), igual que aquella inmensa sombra mía había advertido a Lizzie la Huesuda de que había algo diferente en mí. Esta vez no había luna llena, tan sólo una luna menguante que casi parecía una C invertida. Sin embargo, me mostró algo nuevo, algo que no se vería sin su ayuda: gracias a su luz, divisé un tenue rastro plateado que descendía en zigzag por el Monte del Ahorcado, se metía por debajo de la cerca y atravesaba todo el prado norte, y luego cruzaba el henar del este y se perdía de vista tras el granero. Entonces pensé en Madre Malkin. Yo había visto el rastro plateado la noche en que la tiré al río. Y ahora aquí había otro rastro que parecía idéntico a aquél y que había dado conmigo.
Con el corazón en la boca, bajé sigilosamente la escalera, salí a hurtadillas por la puerta trasera y la cerré después con mucho cuidado. La luna se había escondido detrás de una nube, así que, cuando llegué a la parte trasera del granero, ya no se veía el rastro plateado. Sin embargo, aún había vestigios inconfundibles de que algo había descendido del monte en dirección a las instalaciones de nuestra granja, puesto que la hierba estaba aplastada, como si un caracol gigantesco se hubiera arrastrado por ella.
Aguardé a que la luna volviese a asomar para comprobar el tramo empedrado de detrás del granero. Al poco rato la nube se apartó, y lo que vi me asustó de verdad: el rastro plateado resplandecía a la luz de la luna y había tomado una dirección que no dejaba lugar a dudas, porque rodeaba la pocilga y reptaba hacia el otro lado del granero dibujando un amplio arco hasta llegar al extremo del patio. A continuación se dirigía a la casa y se detenía justo debajo de la ventana de Alice, donde teníamos una vieja trampilla de madera que protegía la escalera de bajada al sótano.
Unas cuantas generaciones atrás, el granjero que había vivido aquí destilaba cerveza casera y la vendía a las granjas de la región e incluso a un par de posadas. Debido a eso, la gente llamaba a nuestra propiedad la «Granja del Cervecero», aunque para nosotros era sencillamente nuestro hogar. Esa escalera se había construido para poder meter y sacar los toneles sin tener que entrar en la casa.
La trampilla seguía en su sitio, protegiendo la escalera, y mantenía todavía el enorme candado oxidado y las dos mitades de la portezuela bien cerradas. Pero entre ellas, en el lugar donde el filo de los tablones no llegaba a tocarse, quedaba una pequeña rendija. No sería más ancha que mi pulgar, pero el rastro de plata acababa exactamente ahí, y estaba seguro de que, fuera lo que fuese lo que se había arrastrado hasta ese punto, de alguna manera se había colado por la diminuta rendija. Madre Malkin había vuelto y estaba «infestada», es decir, su cuerpo era lo bastante blando y maleable para escurrirse por el hueco más estrecho.
Había entrado en el sótano.
Ahora ya no lo utilizábamos, pero lo recordaba perfectamente. Tenía el piso de tierra y estaba lleno de viejos toneles. Los tabiques de la casa eran gruesos y huecos, lo cual quería decir que la bruja pronto podría estar en cualquier punto del muro o de la casa.
Alcé la vista y distinguí el temblor de la llama de la vela en la ventana de la alcoba de Alice. Todavía estaba despierta. Entré en la casa y en cuestión de segundos me planté delante de la puerta del cuarto de la niña. Mi idea era llamar a la puerta de tal modo que Alice supiera que quería entrar, pero con sigilo suficiente para no despertar a nadie más. No obstante, al acercar los nudillos, a punto de golpear, percibí un sonido dentro de la habitación.
Oí la voz de Alice, y parecía que hablaba con alguien.
No me gustó lo que oía, pero igualmente llamé a la puerta. Aguardé unos instantes y, como Alice no respondía, arrimé la oreja. ¿Con quién podía estar hablando en su cuarto?
Ellie y Jack estaban ya acostados y, de todos modos, sólo percibía una voz, que era la de Alice, aunque sonaba un poco diferente. Me recordaba a algo que había oído antes. Cuando de repente recordé lo que era, despegué la oreja de la puerta, como si me hubiese quemado, y retrocedí un paso.
La voz de Alice subía y bajaba, como la de Lizzie la Huesuda cuando se asomó desde lo alto de la fosa mientras sostenía en cada mano un huesecillo blanco de dedo pulgar.
Casi antes de ser consciente de lo que estaba haciendo, agarré el pomo de la puerta, lo giré y abrí de par en par.
Alice canturreaba algo frente al espejo abriendo y cerrando la boca. Estaba sentada en el filo de una silla de respaldo recto, y miraba el espejo del tocador por encima de la llama de una vela. Respiré hondo y me acerqué sigilosamente para ver mejor.
Hacía algo de frío en la habitación, pues las noches de primavera en el condado son bastante frescas. Pero, a pesar de eso, Alice tenía la frente cubierta de perlas de sudor. Mientras la observaba, dos gotas se juntaron y le bajaron por el ojo izquierdo hasta la mejilla, como si fuese una lágrima. La niña se miraba fijamente al espejo, con los ojos como platos, pero cuando la llamé por su nombre, ni siquiera pestañeó.
Me acerqué por detrás de la silla y vi el reflejo del candelabro de bronce en el espejo, pero lo que me causó espanto fue que la cara que se veía por encima de la llama no era la de Alice, sino un rostro viejo, ajado y arrugado, con el cabello gris y blanco que le enmarcaba las demacradas mejillas como si fuesen cortinas. Era el rostro de una criatura que había pasado mucho tiempo en terreno húmedo y lúgubre. Entonces movió los ojos hacia la izquierda y se toparon con los míos. Eran dos puntos rojos de fuego. A pesar de la sonrisa que se le dibujó en la cara, los ojos ardían de furia y de odio.
No cabía duda: era el rostro de Madre Malkin.
¿Qué estaba pasando? ¿Alice estaba poseída por la bruja? ¿O de alguna manera estaba usando el espejo para comunicarse con Madre Malkin?
Sin pensar en lo que hacía, cogí el candelabro y lancé su pesada base al espejo, que se resquebrajó estrepitosamente, acompañado del resplandor y de los destellos de una lluvia de cristales. Mientras se hacía añicos, Alice lanzó un agudo y penetrante chillido.
Fue el peor grito que os podáis imaginar. Estaba cargado de sufrimiento, y me recordó el ruido que hacen a veces los cerdos en la matanza. Pero no sentí pena de Alice, aunque ahora estuviese llorando y tirándose del pelo, con los ojos desorbitados y llenos de horror.
También percibí los demás sonidos que enseguida llenaron la casa. El primero fue el llanto del bebé de Ellie, el segundo fue la profunda voz de un hombre soltando palabrotas y el tercero fue el de unas enormes botas que bajaban la escalera.
Jack entró en la habitación, furibundo. Miró el espejo roto y, a continuación, se dirigió hacia mí y alzó el puño. Supongo que debió de pensar que era culpa mía porque Alice continuaba gritando, mientras que yo sostenía el candelabro y tenía los nudillos llenos de cortes causados por las esquirlas de cristal.
En ese momento entró Ellie. En el brazo derecho llevaba al bebé, que seguía llorando a punto de explotar, pero con la otra mano sujetó a Jack y tiró de él hasta que mi hermano aflojó el puño y bajó el brazo.
—No, Jack —le suplicó—. ¿De qué serviría?
—No puedo creer que hayas hecho eso —exclamó Jack mirándome fijamente—. ¿Sabes cuántos años tenía ese espejo? ¿Qué crees que dirá papá ahora? ¿Cómo se sentirá cuando vea todo esto?
Sin duda, Jack estaba muy enfadado. Si despertar a todos los de la casa no había sido suficiente desastre, además había destrozado el tocador que había pertenecido a la madre de mi padre. Y como papá me había regalado su cajita de yesca, éste era el último objeto que conservaba de su familia.
Jack dio dos pasos hacia mí. La vela no se había apagado cuando golpeé el espejo, pero cuando él volvió a gritar, la llama empezó a temblar.
—¿Por qué lo has hecho? ¿Qué demonios te pasa? —rugió.
¿Qué podía decirle? Me limité a encogerme de hombros y a bajar la vista a mis botas.
—¿Y qué estás haciendo en esta habitación? —insistió Jack.
No respondí. Dijera lo que dijese, sólo empeoraría las cosas.
—Vete y no salgas de tu dormitorio —gritó Jack—. Me dan ganas de poneros a los dos de patitas en la calle.
Miré a Alice, que seguía sentada en la silla, con la cabeza entre las manos. Había dejado de llorar, pero le temblaba todo el cuerpo.
Cuando miré a Jack de nuevo, vi que la ira había dado paso al susto, pues estaba observando a Ellie, que de repente pareció que se tambaleaba. Antes de que mi hermano pudiera hacer ningún movimiento, Ellie perdió el equilibrio y se desvaneció contra la pared. Jack se olvidó del espejo unos segundos y se agachó sobre Ellie, asustado.
—No sé qué me ha pasado —dijo ella, muy nerviosa—. Me he mareado de repente. ¡Oh! ¡Jack! ¡Jack! ¡Casi se me cae la niña!
—La niña no se ha caído, está bien. No te angusties. Trae, deja que la coja yo… —En cuanto Jack cogió en brazos a la niña, él se tranquilizó—. De momento, recoge todo esto —me ordenó—. Mañana por la mañana hablaremos tú y yo.
Ellie se acercó a la cama y puso la mano en el hombro de Alice.
—Baja conmigo un ratito, Alice, mientras Tom recoge los cristales —dijo—. Prepararé algo de beber para las dos.
Al poco rato todos habían bajado a la cocina, dejándome a solas recogiendo los trozos de cristal. Unos diez minutos después bajé en busca de una escoba y un recogedor. Estaban sentados alrededor de la mesa de la cocina, bebiendo una infusión, con el bebé dormido en brazos de Ellie. Permanecían callados y nadie me ofreció una taza de infusión. Ni siquiera me miraron.
Subí y recogí todo lo mejor que pude, y volví a mi habitación. Me senté en la cama y me quedé mirando por la ventana, aterrado y solo. ¿Estaba Alice poseída? Al fin y al cabo, el rostro que miraba desde el otro lado del espejo había sido el de Madre Malkin. Y si estaba poseída, el bebé y los demás se encontraban en grave peligro.
Madre Malkin no había intentado hacer nada todavía, pero como Alice era pequeña en comparación con Jack, la bruja tendría que actuar con astucia y esperaría a que todos se fuesen a dormir. Yo era su presa principal. O quizás el bebé, pues la sangre de un niño aumentaría sus fuerzas.
¿Y si yo había roto el espejo a tiempo? ¿Habría roto el conjuro en el momento en que Madre Malkin se disponía a poseer a Alice? Otra posibilidad era que ésta, simplemente, hubiese estado conversando con la bruja a través del espejo. Aun así, no era una buena noticia porque significaba que tendría dos enemigos a los que enfrentarme.
Tenía que hacer algo, pero ¿qué? Mientras estaba ahí sentado, dándole vueltas a la cabeza y tratando de analizar la situación, alguien llamó a la puerta. Como creí que era Alice, no abrí. Entonces una voz me llamó por mi nombre en voz baja. Era Ellie, así que abrí la puerta.
—¿Podemos hablar aquí dentro? —preguntó—. No quiero arriesgarme a despertar al bebé porque acabo de conseguir que se duerma.
Asentí, y Ellie entró en mi habitación y cerró sigilosamente la puerta.
—¿Estás bien? —preguntó con semblante preocupado.
Asentí con tristeza, pero no podía mirarla a los ojos.
—¿Quieres explicarme lo que ocurre? —pidió Ellie—. Eres un muchacho sensato, Tom, y seguro que has tenido buenas razones para hacer lo que has hecho. Quizá si me lo cuentas te sentirás mejor.
¿Cómo podía contarle la verdad si ella tenía un recién nacido al que cuidar? ¿Cómo iba a decirle que había una bruja suelta por la casa, una bruja a la que le gustaba la sangre de los niños? Entonces me di cuenta de que, por el bien del bebé, tendría que explicarle algo. Ellie debía saber lo mal que estaban las cosas. Tenía que convencerla para que se marchase.
—Ocurre algo, Ellie. Pero no sé cómo explicártelo.
—Empieza por el principio… —sugirió ella sonriendo.
—Alguien me ha seguido hasta aquí —dije mirándola fijamente a los ojos—. Una criatura malvada que quiere hacerme daño. Por eso rompí el espejo. Alice estaba hablando con ella y…
De repente los ojos de Ellie brillaron de furia.
—¡Cuéntale eso a Jack, y seguro que sentirás su puño en tu cara! ¿Quieres decir que has traído algo a la casa, ahora que tenemos un bebé al que proteger? ¿Cómo has podido? ¿Cómo se te ocurre hacer semejante cosa?
—No sabía lo que iba a pasar —protesté—. Acabo de descubrirlo esta noche y por ese motivo te lo estoy contando ahora. Tienes que marcharte de la casa y llevarte al bebé a un lugar seguro. Marchaos ahora, antes de que sea demasiado tarde.
—¿Cómo? ¿Ahora mismo? ¿En plena noche?
Asentí.
Ellie negó firmemente con la cabeza.
—Jack no se marcharía. Nada le haría abandonar su propio hogar a media noche. Absolutamente nada. No, esperaré. Pienso quedarme aquí y rezar mis oraciones como mi madre me enseñó. Ella decía que si rezas con todas tus fuerzas, nada tenebroso te hará daño. Y yo lo creo a pies juntillas. Además, podrías estar equivocado, Tom —añadió—. Eres joven y sólo estás empezando a aprender tu nuevo oficio; tal vez las cosas no sean como crees. En cualquier momento tu madre regresará. Si no vuelve esta noche, seguro que llega mañana. Ella sabrá lo que hay que hacer. Entretanto, mantente alejado de la alcoba de esa niña. Hay algo en Alice que no está bien.
Abrí la boca para replicar, con la intención de insistir hasta convencerla de que se marchase de casa, pero en ese momento Ellie puso cara de susto y se tambaleó. Tuvo que apoyar la mano en la pared para no caerse.
—Mira lo que has conseguido. Me flaquean las fuerzas sólo de pensar en lo que está pasando aquí.
Se sentó en mi cama y se sujetó la cabeza con las manos unos segundos, mientras yo la miraba con congoja, sin saber qué hacer ni qué decir.
Al cabo de un ratito se puso en pie.
—Tenemos que hablar con tu madre en cuanto vuelva a casa, pero no lo olvides, mantente alejado de Alice hasta que ella regrese. ¿Me lo prometes?
Así lo hice. Y con una sonrisa empañada de tristeza, Ellie volvió a su dormitorio.
No me di cuenta de lo que había ocurrido hasta que ella salió de mi cuarto…
Era la segunda vez que Ellie se había tambaleado y que decía que se sentía mareada. Que alguien se tambalee una vez podría ser casualidad. Quizá sólo estaba cansada. ¡Pero dos veces! Y estaba mareada. ¡Ellie estaba mareada, y eso era el primer síntoma de posesión!
Empecé a andar de un lado a otro. Seguro que me equivocaba. ¡Ellie no! No podía ser ella. Seguramente sólo estaba cansada. Al fin y al cabo, el bebé casi no la dejaba dormir. Pero era una mujer fuerte y sana, pues también se había criado en una granja y nunca se daba por vencida. Aunque tal vez todo eso sobre los rezos lo había dicho para que yo no sospechase de ella.
Pero ¿no me había dicho Alice que no sería fácil poseer a Ellie? También había dicho que, seguramente, la víctima sería Jack, pero lo cierto es que él no había dado muestras de sentirse mareado. Aun así, no cabía duda de que cada vez estaba más malhumorado y agresivo conmigo. ¡Si Ellie no lo hubiese retenido, me habría arrancado la cabeza de un puñetazo!
Pero claro, si Alice estaba compinchada con Madre Malkin, todo lo que me había dicho habría estado pensado para despistarme. ¡Ni siquiera podía fiarme de su traducción del libro del Espectro! ¡A lo mejor me había estado engañando desde el principio! Al no saber latín, no tenía manera de comprobar si era verdad lo que me había explicado.
Entonces me di cuenta de que podría ser cualquiera de ellos. ¡Cuando menos me lo pensara, me atacarían, y no tenía modo de saber quién lo haría!
Con suerte, mamá regresaría antes del alba. Ella sabría lo que se debía hacer. Pero como aún quedaban muchas horas para el amanecer, no podía permitirme el lujo de irme a dormir. Tendría que vigilar toda la noche. Aunque Jack o Ellie estuvieran poseídos, no me era posible hacer nada por remediarlo ni entrar en su dormitorio. Lo único que estaba en mi mano era vigilar a Alice.
Salí de mi cuarto y me senté en la escalera entre la puerta de Ellie y Jack y la mía. Desde ahí podía ver la puerta del cuarto de Alice, en el rellano de abajo. Si salía de su habitación, por lo menos podría avisar a los demás.
Y decidí que, si mamá no volvía, me marcharía al amanecer. Aparte de ella, sólo me quedaba otra persona a la que acudir para pedir ayuda…
Fue una larga noche, y al principio me sobresaltaba por el más mínimo ruido (un crujido en la escalera o un leve movimiento sobre los tablones del suelo de una de las habitaciones). Pero poco a poco fui sosegándome. La casa era vieja, y ésos eran los sonidos a los que estaba acostumbrado, aquellos que cabía esperar a medida que todo se aquietaba y se quedaba en silencio en plena noche. Sin embargo, al acercarse el momento del alba, empecé a sentirme intranquilo de nuevo.
Comencé a oír el ruido casi imperceptible de unos arañazos por dentro de los tabiques. Era como si unas uñas estuviesen agarrándose a la piedra, pero no siempre sonaba en el mismo punto. Algunas veces estaba por encima de los escalones de la izquierda, otras abajo, cerca de la alcoba de Alice. Era un ruido tan débil que me costaba distinguir si me lo estaba imaginando o si era real. Pero me entró frío, mucho frío, y eso me dijo que el peligro se acercaba.
Después los perros empezaron a ladrar, y en cuestión de minutos pareció que los demás animales de la granja se habían vuelto locos. Los peludos gorrinos chillaban tan fuerte que habríais pensado que el matarife había llegado ya. Y por si no fuera suficiente, aquella algarabía provocó el llanto del bebé.
Yo tenía tanto frío que me temblaba todo el cuerpo. ¡Debía hacer algo!
Cuando me enfrenté a la bruja en la orilla del río, mis manos habían sabido lo que tenían que hacer. En cambio, esta vez fueron mis piernas las que se anticiparon a mi mente me puse de pie y eché a correr. Aterrado, con el corazón palpitándome a toda velocidad, bajé la escalera a saltos, lo cual añadió aún más ruido. Tenía que salir de la casa y escapar de la bruja. No me importaba nada más. No me quedaba ni pizca de valor.