Capítulo 11

La fosa

Ocurrió tres días después…

El Espectro me había encargado que bajara al pueblo para recoger los víveres de la semana. Casi estaba anocheciendo cuando salí de la casa con el saco vacío, y las sombras empezaban ya a alargarse.

A poca distancia de la escalerilla de la tapia vi que alguien estaba de pie donde terminaba el bosque, casi en lo alto del estrecho sendero. Cuando me di cuenta de que era Alice, mi corazón empezó a palpitar más deprisa. ¿Qué estaba haciendo ahí? ¿Por qué no se había marchado a Pendle? Y si ella se había quedado, ¿qué había hecho Lizzie?

Ralenticé el paso, pero debía pasar por delante de ella para llegar al pueblo. Podría haber retrocedido para tomar un camino más largo, pero no quería darle el gusto de pensar que me asustaba. Sin embargo, después de pasar la tapia, seguí por el lado izquierdo del sendero, sin separarme del alto seto de espino, y caminé por el mismo borde de la profunda zanja que lo delimitaba.

Alice aguardaba en la penumbra, y únicamente le asomaba la punta de los zapatos a la escasa claridad. Me hizo un gesto para que me acercase, pero mantuve la distancia y permanecí a tres pasos largos de ella. Después de todo lo que había sucedido, no me fiaba ni un pelo. De todos modos, me alegraba de que no la hubiesen quemado ni apedreado.

—He venido a decirte adiós —dijo Alice— y a avisarte de que nunca rondes por Pendle. Nos vamos allí. Lizzie tiene parientes en ese lugar.

—Me alegro de que escapases —contesté yo deteniéndome un instante y volviéndome para mirarla directamente—. Vi el humo cuando os quemaron la casa.

—Lizzie sabía que iban a venir —repuso Alice—, y nos marchamos con tiempo suficiente. Pero ella no te olió, ¿a que no? Sabe lo que le hiciste a Madre Malkin, pero se enteró después de que ocurriera. El hecho de que no te oliera le preocupa, y dijo que tu sombra tenía un olor raro.

Solté una carcajada. ¡Menudo disparate! ¿Cómo va a tener olor una sombra?

—No tiene gracia —se quejó Alice—. No es para reírse. No notó tu olor hasta que tu sombra llegó al granero. Yo también la vi, y había algo raro en esa sombra. La luna reveló quién eres realmente.

De repente dio dos pasos hacia mí, saliendo a la luz, y se inclinó hacia delante para olisquearme.

—Es cierto que hueles raro —dijo arrugando la nariz. Retrocedió aprisa y, de pronto, pareció asustada.

Sonreí y adopté un tono conciliador.

—Oye —dije—, no te vayas a Pendle. Estarás mejor sin ellos. Son mala compañía.

—Las malas compañías me dan igual. No me van a cambiar, ¿verdad? Yo ya soy mala. Mala por dentro. No te creerías cómo he sido y lo que he hecho. Lo siento —añadió entonces—. Otra vez he sido mala y no he tenido suficiente coraje para negarme a…

De repente, aunque a deshora, entendí cuál era el verdadero motivo por el que el miedo había asomado al rostro de Alice: no era a mí a quien tenía miedo, sino a lo que había a mi espalda.

Yo no había visto ni oído nada. Y cuando me di cuenta, ya no había remedio. Sin previo aviso, me arrebataron el saco vacío y me lo metieron por la cabeza y por los hombros, y todo quedó a oscuras. Unas fuertes manos me agarraron y me apresaron los brazos a ambos lados del tronco. Durante unos segundos traté de liberarme, pero fue inútil. Luego me levantaron en volandas con la misma facilidad con que un granjero transporta un saco de patatas. Mientras me llevaban, oí unas voces: la de Alice y luego la voz de una mujer. Supuse que era Lizzie la Huesuda. La persona que me cargaba en el saco se limitaba a emitir gruñidos: tenía que ser Colmillo.

Alice me había tendido una trampa. Todo había sido planeado meticulosamente. Debían de estar escondidos en la zanja mientras yo bajaba desde la casa del Espectro.

Estaba muy asustado, más que nunca, y no era para menos: ¡había matado a Madre Malkin, que era la abuela de Lizzie! ¿Qué me iban a hacer?

Al cabo de una hora, más o menos, me dejaron caer al suelo. Me di tal golpazo que me quedé sin aire en los pulmones.

En cuanto recuperé el aliento, traté de salir del saco, pero alguien me dio dos mamporros en la espalda con tanta fuerza que ya no me atreví a moverme más. Habría hecho lo que fuera para que no volvieran a pegarme de esa manera. Me quedé tendido, casi sin atreverme a respirar, mientras el dolor iba poco a poco perdiendo intensidad.

A continuación me ataron con una cuerda, enroscándola a lo largo del saco alrededor de mis brazos y de mi cabeza, y al final hicieron un nudo prieto. En ese momento Lizzie dijo unas palabras que me pusieron los pelos de punta:

—Ya está, no escapará. Ahora puedes empezar a cavar el hoyo. —La mujer acercó mucho la cara a la mía, tanto que pude notar su aliento maloliente a través de la tela del saco. Era como el de un perro o de un gato—. Muy bien, niño —añadió—. ¿Qué se siente al saber que nunca más verás la luz del día?

A lo lejos oí que alguien empezaba a cavar la tierra, y me eché a temblar de espanto. Entonces recordé la historia que me había contado el Espectro sobre la esposa del minero, en especial la parte más terrible de todo el relato: cuando ella se había quedado tumbada, paralizada, incapaz de gritar, mientras su marido le cavaba la tumba. Ahora eso mismo me pasaría a mí. ¡Me iban a enterrar vivo! Habría hecho cualquier cosa con tal de ver otra vez la luz del día, aunque sólo fuese un segundo.

Cuando cortaron la cuerda y me quitaron el saco, me sentí aliviado en un primer momento. El sol se había ocultado ya, pero al mirar al cielo contemplé las estrellas y la luna menguante que asomaba un poco por encima de los árboles. También noté el viento en el rostro; nunca me había resultado tan grata esa sensación. Sin embargo, el alivio no duró más que unos minutos, pues empecé a preguntarme qué habían planeado hacer conmigo exactamente. No se me ocurría nada peor que ser enterrado vivo, pero seguro que Lizzie la Huesuda tenía muchas ideas.

A decir verdad, cuando vi a Colmillo de cerca por primera vez, no me pareció tan terrible como había creído. De algún modo, lo había considerado más terrorífico la noche que me persiguió. No era tan viejo como el Espectro, pero tenía la cara surcada de arrugas, ajada, y una maraña de pelo gris y grasiento le cubría la cabeza; los dientes eran tan grandes que no le cabían en la boca, por lo que nunca podía cerrarla del todo, y tenía dos de ellos curvados hacia arriba como si fuesen colmillos amarillentos que le asomaran a cada lado de la nariz; era muy corpulento y peludo, y tenía unos brazos fuertes y musculosos. Yo había experimentado la fuerza de esos brazos alrededor de mi cuerpo y me había parecido ya bastante horrible, pero sabía que poseía tal potencia en los hombros que podría estrujarme hasta lograr que me quedase sin una brizna de aire en el cuerpo y que mis costillas se partieran.

El individuo llevaba en el cinturón un enorme cuchillo curvo, cuya hoja parecía afiladísima. Pero lo peor de él eran los ojos: no tenían ninguna expresión. Era como si el cerebro de Colmillo estuviera muerto, y él fuera un pelele que se limitara a obedecer a Lizzie la Huesuda de forma inconsciente. Yo estaba convencido de que Colmillo haría lo que ella le ordenase, sin rechistar, por muy horroroso que fuera.

Por su parte, Lizzie la Huesuda no era en absoluto huesuda; y por lo que yo había leído en la biblioteca del Espectro, pensé que, probablemente, la llamaban así porque usaba magia de huesos. Ya le había olido el aliento, pero a simple vista no la habríais tomado por una bruja, porque no era como Madre Malkin, apergaminada por la edad y con aspecto de estar ya muerta, sino que era igual que Alice, sólo que un poco mayor. Seguramente, no pasaba de los treinta y cinco años; tenía unos bonitos ojos castaños y el pelo negro, como su sobrina, y llevaba un chal verde y un vestido negro ceñido con un cinturoncillo de cuero alrededor del esbelto talle. Se parecía a Alice, a excepción de la boca. No tanto por la forma, sino por la manera de moverla, puesto que la curvaba y la abría burlonamente al hablar. Otra cosa que me llamó la atención fue que no me miraba a los ojos.

Alice no era así. Tenía una boca bonita, capaz de sonreír todavía, pero me di cuenta de que acabaría siendo idéntica a su tía.

Alice me había engañado. Ella era la causante de que me encontrase allí, en lugar de estar cenando a salvo en casa del Espectro.

A una leve inclinación de cabeza de Lizzie la Huesuda, Colmillo me agarró y me ató las manos a la espalda. Luego me sujetó por el brazo y tiró de mí para llevarme hasta los árboles. Lo primero que vi fue un montículo de tierra oscura, y a continuación la profunda fosa detrás, noté el húmedo y arcilloso hedor de la tierra recién removida. Olía a muerto y a vivo a la vez, pues habían sacado bichos a la superficie que en realidad pertenecían al mundo subterráneo.

La fosa debía de medir más de dos metros de profundidad, pero a diferencia de la que el Espectro había usado para retener a Madre Malkin, ésta tenía una forma irregular, como un hoyo enorme con paredes casi verticales. Recuerdo que pensé que, después de todo lo que había practicado, yo habría podido cavar uno mucho mejor.

En ese instante la luna me mostró algo más, algo que habría preferido no ver: a unos tres pasos de distancia, a la izquierda del hoyo, había un rectángulo de tierra recién removida. Parecía exactamente una tumba recién hecha. Antes de que pudiera empezar a angustiarme, Colmillo tiró de mí hasta el borde de la fosa y me obligó a echar la cabeza hacia atrás. Vi fugazmente la cara de Lizzie la Huesuda pegada a la mía; después me pusieron en los labios algo duro, y un líquido frío y amargo me recorrió la garganta. Tenía un sabor repugnante y me llenó la garganta y la boca hasta los topes, de manera que se derramó fuera e incluso me salió por la nariz. Me atraganté y abrí la boca para intentar respirar. Quise escupir, pero Lizzie la Huesuda me tapó la nariz apretándola con el índice y el pulgar, por lo que, si quería respirar, tenía que tragar primero.

Después Colmillo me soltó la cabeza y volvió a atenazar con sus fuertes manos mi brazo izquierdo. En ese momento vi lo que me habían metido en la boca a la fuerza (Lizzie la Huesuda lo sostenía en alto para que pudiera verlo): era un frasquito de vidrio oscuro, una pequeña botella con un cuello largo y estrecho. Ella lo volcó para que el cuello del recipiente apuntase hacía el suelo, y cayeron unas gotas en la tierra. El resto estaba ya en mi estómago.

¿Qué había bebido? ¿Me había envenenado?

—Eso te mantendrá los ojos bien abiertos, niño —dijo con una sonrisa burlona—. No nos gustaría que te adormilases, ¿verdad que no? No querríamos que te perdieras nada.

Sin previo aviso, Colmillo me dio la vuelta con virulencia hacia la fosa y me tiró dentro. Noté que el estómago se me hundía mientras caía en el vacío. Choqué contra el fondo como un fardo pesado, pero la tierra estaba blanda y, aunque la caída me dejó sin resuello, estaba ileso. Así pues, me giré para mirar hacia el cielo estrellado, convencido de que, seguramente, al final iban a enterrarme vivo. Pero en lugar de ver caer sobre mí una palada de arena, lo que divisé fue el contorno de la cabeza y de los hombros de Lizzie la Huesuda, que se había asomado al hoyo: una silueta recortada sobre el fondo estrellado. Entonces entonó un cántico con una especie de extraño susurro gutural, pero no logré entender lo que decía con exactitud.

A continuación estiró los brazos por encima de la fosa y fui capaz de distinguir que sujetaba algo en cada mano. Profiriendo un extraño grito, abrió las manos, y dos cosas blancas cayeron hacia mí hasta chocar con el barro del fondo, junto a mis rodillas.

A la luz de la luna vi claramente lo que eran. Casi resplandecían. Lizzie había tirado dos huesos a la fosa: eran los huesos de dos pulgares (reconocí la forma de los nudillos).

—Disfruta de tu última noche en este mundo, niño —me dijo desde arriba—. Pero no temas, no estarás solo, pues te dejo en buena compañía. Billy el Muerto vendrá a buscar sus huesos. Él está justo al lado, así que no tendrá que ir muy lejos. Pronto estará contigo. Los dos tenéis mucho en común. Era el último aprendiz del viejo Gregory y no le hará gracia saber que tú ocupas ahora su puesto. Más tarde, antes del alba, vendremos a verte por última vez. Vendremos a recoger tus huesos porque… son especiales, incluso mejores que los de Billy, y si se recogen frescos serán los más útiles que haya tenido en mucho tiempo.

Se retiró, y oí pisadas que se alejaban.

¡Conque eso era lo que me pasaría! Si Lizzie quería mis huesos, quería decir que iba a matarme. Recordé la enorme cuchilla curva que Colmillo llevaba en el cinturón, y me entraron temblores.

Pero antes de morir tenía que vérmelas con Billy el Muerto. Cuando Lizzie había dicho «justo al lado», seguramente se había referido a la reciente tumba que había junto a la fosa. Pero el Espectro me había dicho que Billy Bradley estaba enterrado fuera del cementerio de Layton. Lizzie debía de haber desenterrado el cuerpo del aprendiz, cortado los pulgares y enterrado el resto aquí, entre los árboles. Y ahora Billy iba a venir a recuperar sus dedos.

¿Querría Billy Bradley hacerme daño? Yo nunca le había hecho nada a él, pero seguramente había disfrutado siendo aprendiz del Espectro. Tal vez estaría deseando terminar su período de formación y convertirse en un espectro de verdad. Ahora yo ocupaba el lugar que antes había sido suyo. Pero eso no era todo: ¿y el conjuro de Lizzie la Huesuda? Billy pensaría que fui yo quien le había cortado los pulgares y los había tirado a la fosa…

Logré ponerme de rodillas y pasé los minutos siguientes tratando desesperadamente de desatarme las manos. No hubo forma. Era como si mis esfuerzos estuviesen apretando aún más la cuerda.

Además, me sentía raro, estaba aturdido y con la boca seca. Levanté la vista al cielo. Las estrellas parecían muy brillantes, y cada una tenía otra gemela al lado. Si me concentraba mucho, conseguía que cada doble estrella volviese a ser una, pero en cuanto me relajaba, se escindían de nuevo. Me abrasaba la garganta, y el corazón me palpitaba tres o cuatro voces más deprisa de lo normal.

No dejaba de pensar en lo que había dicho Lizzie la Huesuda: que Billy el Muerto vendría a buscar sus huesos. Unos huesos que habían quedado tirados en el barro a menos de dos pasos de donde yo estaba arrodillado. Si hubiese tenido libres las manos, los habría lanzado fuera de la fosa.

De repente percibí un leve movimiento a mi izquierda. En el caso de haber estado de pie, habría sido a la altura de mi cabeza. Alcé la vista y me quedé mirando cómo, de un lado de la fosa, emergía una cabeza larga, oronda y blanca de gusano. Era muchísimo más grande que cualquier gusano que hubiera visto anteriormente. Retorcía la cabeza, ciega e hinchada, en lentos círculos, mientras sacaba el resto del cuerpo. ¿Qué podía ser? ¿Sería venenoso? ¿Mordería?

Y entonces se dirigió hacia mí. ¡Era un gusano de ataúd! Debía de ser un bicho que había estado viviendo en el ataúd de Billy Bradley, y se había puesto gordo y lustroso. ¡Un bicho blanco porque nunca había visto la luz del sol!

Me estremecí. El gusano seguía retorciéndose para salir del oscuro fango hasta que cayó a mis pies. Entonces lo perdí de vista, pues rápidamente se metió bajo tierra.

Al ser tan grande, el gusano blanco había quitado un buen trozo de tierra del lado de la fosa, dejando tras de sí un agujero similar a un estrecho túnel. Me quedé observándolo, horrorizado pero fascinado a la vez porque había algo más que se movía allí dentro. Algo que desplazaba la tierra y la hacía caer, como una cascada desde el agujero hacia el suelo, formando un montículo de arena cada vez más grande.

No saber qué era empeoraba la situación. Decidí que tenía que ver qué había ahí dentro, y luchando con todas mis fuerzas, logré ponerme en pie. Me tambaleé, pues otra vez me sentía aturdido, y las estrellas empezaron a dar vueltas. Casi me caí, pero me las ingenié para dar un paso dándome impulso hacia delante, de tal modo que quede muy cerca del estrecho túnel, cuya abertura estaba ahora a la altura de mi cabeza.

Cuando miré hacia dentro, deseé no haberlo hecho.

Vi huesos, huesos humanos. Huesos que estaban engarzados unos con otros. Huesos que se movían. Dos manos sin pulgares; una de ellas sin dedos. Huesos que chapoteaban en el barro arrastrándose hacia mí por la blanda tierra. Y una calavera sonriente a la que le faltaba algún diente.

Era Billy el Muerto, pero allí donde antes había tenido los ojos, ahora sólo había dos cuencas negras que me miraban, cavernosas y vacías. Cuando una mano blanca y sin carne quedó expuesta a la luz de la luna y se lanzó hacia mi cara, di un paso atrás. Estuve a punto de caerme y empecé a sollozar de espanto.

En el momento en que creía que el terror iba a volverme loco, el aire se tornó repentinamente mucho más frío, y sentí una presencia a mi derecha. Alguien más había venido a hacerme compañía en la fosa. Alguien que estaba de pie en un lugar donde era imposible permanecer derecho, y cuya mitad del cuerpo quedaba a la vista mientras que la otra mitad continuaba incrustada en el muro de tierra.

Era un niño no mucho mayor que yo. Sólo podía ver su lado izquierdo porque el resto del cuerpo estaba más allá, aún enterrado. Tan fácilmente como si estuviese saliendo por una puerta, giró el hombro derecho hacia mí y el resto del cuerpo apareció en la fosa. Entonces me sonrió. Era una sonrisa cálida y amistosa.

—La diferencia entre la vigilia y el sueño —dijo—. Ésa es una de las lecciones más difíciles de aprender. Apréndela ya, Tom. Apréndela antes de que te sea imposible…

De pronto me fijé en sus botas: parecían muy caras y estaban hechas de cuero de la mejor calidad. Eran idénticas a las del Espectro.

A continuación levantó las manos con las palmas vueltas lucia arriba y las colocó a cada lado de la cabeza. En las dos faltaban los pulgares. Pero, además, en la mano izquierda le faltaban también todos los dedos.

Era el fantasma de Billy Bradley.

Cruzó las manos sobre el pecho y me sonrió de nuevo. Entonces empezó a desaparecer. Parecía feliz y en paz.

Entendí lo que me había dicho. No, yo no estaba dormido, pero en cierto sentido había estado soñando. Había estado soñando las pesadillas que habían salido del frasco que Lizzie me había metido en la boca a la fuerza.

Cuando me di la vuelta para mirar el agujero, ya no estaba allí. Nunca había habido un esqueleto reptando hacia mí ni tampoco había habido ningún gusano de ataúd.

La poción debía de haber sido una especie de veneno: una sustancia que impedía que se distinguiera con claridad la diferencia entre la vigilia y el sueño. Eso era lo que Lizzie me había dado. Había provocado que el corazón me latiera más deprisa y me había impedido dormir; había mantenido mis ojos bien abiertos, pero también les había hecho ver cosas que en realidad no estaban ahí.

Poco después las estrellas se ocultaron y empezó a llover con intensidad. Fue una noche larga, incómoda y fría, y no dejaba de pensar en lo que me pasaría antes del alba. Cuanto más se acercaba la hora, peor me sentía.

Una hora antes del amanecer, aproximadamente, la lluvia dio paso a una llovizna y finalmente cesó. Las estrellas volvieron a lucir, y ya no las veía dobles. Estaba calado hasta el tuétano y tenía frío, pero ya no me abrasaba la garganta.

Cuando arriba apareció una cara que miraba hacia el fondo de la fosa, mi corazón se desbocó porque creí que era Lizzie que venía a recoger mis huesos. Pero, para mi alivio, resultó ser Alice.

—Lizzie me manda para ver cómo lo llevas —dijo dulcemente—. ¿Ya ha venido Billy?

—Ha venido y se ha ido —respondí, enfadado.

—No era mi intención que pasara nada de esto, Tom. Si no te hubieses entrometido, todo habría ido bien.

—¿Cómo que todo habría ido bien? —repliqué—. En estos momentos habría otro niño muerto, además del Espectro, si os hubieseis salido con la vuestra. Y aquellos pasteles tenían sangre de un bebé. ¿A eso le llamas tú ir bien? ¡Vienes de una familia de asesinos y tú misma eres una asesina!

—No es verdad. ¡Eso no es verdad! —protestó Alice—. No había ningún bebé. Lo único que hice fue darte los pasteles.

—Aun así —insistí—, sabías lo que iban a hacer después e ibas a permitir que ocurriera.

—No soy tan fuerte, Tom. ¿Cómo podía impedirlo? ¿Cómo podía detener a Lizzie?

—Yo he escogido lo que quiero hacer —le dije—. Pero ¿qué escogerás tú, Alice? ¿Magia de huesos o magia de sangre? ¿Cuál de las dos? ¿Con cuál te quedarás?

—No voy a quedarme con ninguna. Yo no quiero ser como ellos. Huiré. A la mínima oportunidad, me marcharé.

—Si de verdad piensas eso, ayúdame ahora. Ayúdame a salir de la fosa. Podríamos huir juntos.

—Ahora es demasiado peligroso —respondió Alice—. Huiré más adelante. Quizá dentro de unas semanas, cuando no se lo esperen.

—Quieres decir cuando yo haya muerto. Cuando tus manos estén manchadas de más sangre…

Alice no contestó. La oí llorar en voz baja, pero cuando creí que estaba a punto de cambiar de opinión y socorrerme, se marchó.

Me quedé sentado en la fosa, temeroso de lo que iba a pasarme; recordé a los ahorcados y entendí perfectamente como debieron de sentirse antes de morir. Estaba convencido de que nunca volvería a casa ni vería a mi familia nunca más. Casi había abandonado toda esperanza de sobrevivir, cuando oí unas pisadas que se acercaban a la fosa. Me puse en pie, aterrado, pero resultó ser Alice otra vez.

—¡Oh, Tom, lo siento! —exclamó—. Están afilando los cuchillos…

Se acercaba el peor momento de todos, y me di cuenta de que sólo me quedaba una opción: mi única esperanza era Alice.

—Si de verdad lo sientes, me ayudarás —dije en voz baja.

—Pero yo no puedo hacer nada —gimió—. Lizzie se pondría en mi contra. No se fía de mí porque cree que soy una blanda.

—Ve a buscar al señor Gregory —le pedí—. Tráelo aquí.

—Un poco tarde para eso, ¿no? —contestó Alice entre sollozos, moviendo negativamente la cabeza—. A Lizzie no le sirven los huesos que coge de día. No le sirven para nada. El mejor momento para conseguir huesos es antes de que salga el sol. Vendrán a buscarte dentro de unos minutos. Ése es todo el tiempo que te queda.

—Entonces consígueme un cuchillo —dije.

—Es inútil —repuso—. Son demasiado fuertes. Tú no puedes con ellos, ¿a que no?

—No —respondí—. Lo quiero para cortar la cuerda. Saldré corriendo.

De repente Alice desapareció. ¿Habría ido a por un cuchillo o tendría demasiado miedo de Lizzie? Aguardé unos instantes, pero como no volvía, empecé a desesperarme. Luché con todas mis fuerzas por separar las muñecas, por romper la cuerda, pero fue inútil.

Cuando una cara asomó en lo alto, me llevé tal susto que el corazón me dio un vuelco. Pero era Alice otra vez, y sostenía algo por encima de la fosa. Lo dejó caer y, mientras caía, vi un destello metálico a la luz de la luna.

Alice no me había fallado: había tirado un cuchillo. Yo sólo tenía que cortar la cuerda y estaría libre…

Al principio no había tenido ni la menor duda de que lo conseguiría, aunque tuviese las manos atadas a la espalda. En todo caso me haría algún pequeño corte, pero ¿qué importaba eso, comparado con lo que me harían antes del amanecer? Enseguida me apoderé del cuchillo. Más difícil fue colocarlo contra la cuerda, y también me costó mucho moverlo. Al caérseme al suelo por segunda vez, me entró el pánico porque no debía de faltar más de un minuto para que llegasen.

—Tendrás que ayudarme —le dije a Alice—. Vamos, salta a la fosa.

Yo no creía que fuese capaz de hacerlo, pero, sorprendentemente, Alice me ayudó. No bajó de un salto, sino que se dejó resbalar, pegada a la pared de la fosa; primero sacó los pies y luego se colgó del borde con los brazos. En cuanto tuvo todo el cuerpo extendido, se soltó y se dejó caer el último tramo.

No tardó mucho en cortar la cuerda, y mis manos quedaron libres. Lo que nos quedaba por hacer era salir de la fosa.

—Deja que me ponga de pie sobre tus hombros —le pedí—. Después yo tiraré de ti.

Alice no rechistó, y al segundo intento conseguí mantenerme en equilibrio sobre sus hombros y tirar con fuerza de mí mismo para salir a la húmeda hierba. Entonces vino la parte verdaderamente complicada: sacar a Alice de la fosa.

Le tendí la mano izquierda. Ella se agarró con firmeza con la suya y puso la derecha en mi muñeca para sujetarse mejor. A continuación tiré de ella.

El primer problema con que me topé fue que la hierba estaba mojada y resbaladiza, por lo que me resultó difícil no ser arrastrado y caer dentro de la fosa otra vez. Entonces me di cuenta de que no tenía suficiente fuerza para lograrlo. Había cometido un grave error: por el hecho de que Alice fuese una niña no tenía por qué ser necesariamente más liviana que yo, y recordé, cuando ya no estaba a tiempo, la forma en que ella había tirado de la cuerda para conseguir que sonase la campana del Espectro. Lo había hecho casi sin esfuerzo. Así pues, debería haberle pedido a ella que se subiese a mis hombros y dejar que saliera del foso antes que yo. Alice habría tirado de mí sin ninguna dificultad.

Fue entonces cuando oí unas voces: Lizzie la Huesuda y Colmillo se acercaban por el bosque.

Bajé la vista y vi los pies de Alice, que resbalaban por la pared de la fosa tratando de encontrar un asidero. La desesperación me infundió fuerzas. Di un último tirón, y la niña salió por los aires y cayó al suelo a mi lado.

Escapamos justo a tiempo. Echamos a correr mientras oíamos el sonido de otros pies que corrían detrás de nosotros. Al principio estaban bastante lejos, pero poco a poco el trecho que nos separaba fue volviéndose cada vez más corto.

No sé cuánto rato estuvimos corriendo, pero pareció una eternidad. Corrí tanto que sentía las piernas pesadas como el plomo, y el aliento me abrasaba la garganta. Por los fugaces vistazos que daba a las montañas por entre los árboles, deduje que nos dirigíamos a Chipenden. Corríamos hacia la parte más clara del horizonte por la que saldría el sol. El cielo empezaba a palidecer, iluminándose más a cada minuto que pasaba. Entonces, cuando noté que ya no podía dar un paso más, las cumbres de las montañas resplandecieron con un brillo anaranjado: era la luz del sol. Recuerdo que pensé que, aunque nos atrapasen en ese momento, al menos ya era de día, y mis huesos no le servirían a Lizzie para nada.

Salimos del bosque y empezamos a subir por una pendiente cubierta de hierba. Las piernas empezaron a flaquearme definitivamente. Se estaban convirtiendo en gelatina, y Alice cada vez se alejaba más de mí. La niña volvió la cara para mirarme, aterrada. Yo todavía oía las pisadas de los otros, que corrían aún entre los árboles.

Entonces, de súbito, me paré en seco. Me paré porque quise. Me paré porque no había necesidad de seguir corriendo.

En lo alto de la cuesta nos esperaba una figura alta, ataviada de negro, con un largo cayado en la mano. Era el Espectro, de eso no cabía duda, pero por alguna razón su aspecto no era el de siempre. No llevaba puesta la capucha, y el cabello, iluminado por los rayos del sol naciente, parecía una maraña de lenguas de fuego anaranjadas que le salían por detrás de la cabeza.

Colmillo emitió una especie de rugido y corrió pendiente arriba hacia él, blandiendo el cuchillo, mientras Lizzie la Huesuda le pisaba los talones. De momento habíamos dejado de importarles, pues habían reconocido a su principal enemigo. Después se ocuparían de nosotros dos.

Alice también se había detenido, y yo di un par de pasos renqueantes para acercarme a ella. Juntos contemplamos la embestida final de Colmillo, que alzaba el cuchillo curvo y bramaba enfurecido mientras corría.

El Espectro había permanecido inmóvil como una estatua, pero entonces reaccionó dando dos zancadas pendiente abajo y levantó el cayado. Apuntando con él como si fuese una lanza, lo adelantó con fuerza en dirección a la cabeza de Colmillo. Inmediatamente antes de tocar la frente del hombre, se oyó una especie de chasquido y apareció una llama roja en la punta del cayado. Cuando acertó en el blanco, se oyó un golpe sordo. El cuchillo curvo saltó por los aires, y Colmillo se desplomó como un saco de patatas. Supe que había muerto antes de que tocara el suelo.

Acto seguido, el Espectro arrojó el cayado a un lado y rebuscó bajo la capa con la mano izquierda. Cuando la sacó, vi que sujetaba algo. Enseguida lo sacudió en lo alto como si fuese un látigo. La luz del sol lo iluminó y me di cuenta de que era una cadena de plata.

Lizzie la Huesuda dio media vuelta y trató de salir corriendo, pero ya no estaba a tiempo. La segunda vez que el Espectro agitó la cadena, se oyó un sonido fino, agudo y metálico: la cadena empezó a caer mientras adoptaba la forma de una espiral de fuego, que se ató sola alrededor del cuerpo de Lizzie. Ella emitió un alarido, angustiada, y cayó al suelo.

Subí caminando hasta arriba de la cuesta, con Alice a mi lado. Allí vimos que la cadena de plata estaba firmemente en roscada al cuerpo de la bruja, apresándola de pies a cabeza. Incluso le tapaba la boca, que estaba abierta y dejaba ver cómo los dientes mordían el metal. Lizzie tenía los ojos en blanco y se retorcía tratando de liberarse, pero no podía gritar.

Me volví para mirar a Colmillo. Estaba tendido panza arriba, con los ojos como platos. Yacía muerto, y en el centro de la frente tenía una herida roja. Entonces miré el cayado. ¿Qué había sido aquella llamarada que había visto salir de su punta?

Mi maestro parecía demacrado, agotado y, de repente, muy viejo. No dejaba de mover la cabeza, como si estuviese cansado de la vida misma. En la penumbra de la cuesta, el cabello del Espectro había recobrado su habitual color gris, y me di cuenta entonces de por qué me había parecido que le surgía de la parte posterior de la cabeza: estaba cubierto de sudor, y se lo había echado hacia atrás con la mano para pegárselo al cráneo y apartarlo de las orejas. Mientras le miraba, volvió a hacer ese gesto. Además, del entrecejo le caían gotas de sudor y respiraba con dificultad, por lo que deduje que había estado corriendo.

—¿Cómo nos ha encontrado? —le pregunté.

Tardó unos segundos en contestar, pero por fin empezó a respirar con más calma y pudo hablar.

—Hay señales, muchacho. Rastros que pueden seguirse, si uno sabe cómo. Ésa es otra cosa que tendrás que aprender —se dio la vuelta y observó a Alice—. De esos dos ya no tenemos que preocuparnos, pero ¿qué vamos a hacer contigo? —preguntó mirándola fijamente.

—Me ayudó a escapar —dije.

—¿Es eso cierto? —se extrañó el Espectro—. Pero ¿que más ha hecho?

Entonces me miró fijamente también, y yo traté de sostenerle la mirada. Cuando al final bajé la vista hacia mis botas, chasqueó la lengua. No podía mentirle y estaba seguro de que había adivinado que Alice había tenido algo que ver en lo que me había ocurrido.

Volvió a mirar a Alice.

—Abre la boca, niña —dijo en un tono áspero, cargado de rabia—. Quiero verte los dientes.

Alice obedeció, y de repente el Espectro alargó el brazo y la sujetó por la mandíbula. Acercó la cara a la boca abierta de la niña y la olisqueó ruidosamente.

Cuando se volvió hacia mí, parecía más sosegado. Luego dio un hondo suspiro.

—Su aliento huele dulce aún —declaró—. ¿Has olido el aliento de la otra? —preguntó soltando la mandíbula de Alice y señalando a Lizzie la Huesuda. Asentí en silencio—. Se debe a su alimentación —me explicó—. Y te informa al instante de lo que ha estado haciendo. Quienes practican la magia de huesos o la magia de sangre se aficionan a la sangre y a la carne cruda. Pero parece que la niña no ha llegado a ese extremo. —A continuación arrimó el rostro al de Alice otra vez—. Mírame a los ojos, niña —le ordenó—. Sostenme la mirada todo lo que puedas.

Alice hizo lo que le dijo, pero, aunque por la mueca de la boca se veía que estaba haciendo un esfuerzo tremendo, no fue capaz de mirarlo mucho rato. Al final bajó la vista y empezó a llorar en silencio.

El Espectro se fijó en sus zapatos de punta y movió la cabeza con aire de tristeza.

—No sé —dijo volviéndose hacia mí de nuevo—. De verdad que no sé qué será mejor. Ella no es la única. Tenemos que pensar en los demás, en los inocentes que podrían sufrir en el futuro. Ha visto demasiado y sabe demasiado para que todo ello no le afecte. Es posible que tome un camino u otro, y no sé si será peligroso dejarla marchar. Si va hacia el este a reunirse con sus semejantes en Pendle, estará perdida para siempre y, sencillamente, añadiría más oscuridad a la ya existente.

—¿No tienes otro sitio adonde ir? —pregunté a Alice dulcemente—. ¿No tienes más parientes?

—Hay un pueblo cerca de la costa que se llama Staumin. Allí tengo otra tía. A lo mejor me acoge…

—¿Es como las demás? —preguntó el Espectro mirando de nuevo a Alice.

—No llamaría tanto su atención —replicó—. De todos modos, es un largo camino y nunca he estado allí antes. Podría tardar tres días o más en llegar.

—Podría enviar al muchacho contigo —comentó el Espectro con un tono de voz que, de repente, se había vuelto mucho más amable—. Ha visto mis mapas, y lo considero capacitado para encontrar el camino. Cuando regrese, aprenderá a plegar los mapas correctamente. En fin, está decidido. Te voy a dar una oportunidad, niña. De ti depende aprovecharla. Si no lo haces, algún día nos encontraremos de nuevo, y la próxima vez no tendrás tanta suerte.

El Espectro sacó entonces del bolsillo el envoltorio de tela que ya me era familiar. Dentro había un pedazo de queso para el viaje.

—Tomad, para que no paséis hambre —dijo—. Pero no os lo comáis de golpe.

Deseé que por el camino encontrásemos algo mejor que comer, pero igualmente le di las gracias, aunque con poco entusiasmo.

—No vayáis directamente a Staumin —me advirtió el Espectro mirándome a los ojos sin pestañear—. Antes quiero que vayas a tu casa, muchacho. Llévate a la niña y deja que tu madre hable con ella. Tengo la sensación de que podría ayudarla. Te espero aquí dentro de dos semanas.

Al escuchar sus palabras, sonreí. Después de todo lo que había pasado, una oportunidad para ir a casa unos días era como un sueño hecho realidad. Pero me asombró un detalle, pues recordaba la carta que mi madre había enviado al Espectro y creo que a él no le hicieron mucha gracia ciertas cosas que ella había escrito. Entonces, ¿por qué pensaba que mi madre podría ayudar a Alice? No dije nada porque no quería arriesgarme a que el Espectro se lo pensase dos veces. Estaba muy contento de marcharme de allí.

Antes de partir, le hablé de Billy. Él asintió con tristeza, pero me dijo que no me preocupase porque él se encargaría de lo que fuera necesario.

Cuando nos pusimos en marcha, volví la cabeza y vi que el Espectro bajaba ya en dirección a Chipenden, cargando con Lizzie la Huesuda sobre el hombro izquierdo. Si lo hubierais visto por detrás, habríais pensado que era un hombre treinta años más joven.