Capítulo 9

En la rivera del río

Cuando volví a la casa, entré en la habitación donde el Espectro guardaba la ropa de viaje y escogí una de las capas viejas. Por supuesto, me quedaba enorme. Los bajos me llegaban casi hasta los tobillos y la capucha me caía sobre los ojos una y otra vez. Aun así, me mantendría bastante abrigado. Cogí prestado también uno de los cayados de mi maestro, el que mejor me ayudase a caminar: era uno más corto que los demás y ligeramente más grueso en uno de los extremos.

Cuando por fin salí de la casa, era casi medianoche. El cielo estaba estrellado y la luna llena empezaba a asomar por encima de los árboles, pero percibía el olor a lluvia, y el viento del oeste refrescaba la noche.

Caminé por el jardín y me dirigí a la fosa de Madre Malkin. Tenía miedo, pero alguien tenía que hacerlo y ¿quién si no yo? Además, todo era culpa mía. ¡Ojalá le hubiese contado al Espectro que había conocido a Alice y que ella les había dicho a los chicos que Lizzie había vuelto! Entonces él lo habría arreglado todo, y no lo habrían embaucado para que se marchase a Pendle.

Cuantas más vueltas le daba a la situación, peor lo veía todo. Tal vez el niño de la Cuerda Larga no habría muerto. Me sentía culpable, terriblemente culpable, y no soportaba la mera idea de que otro niño pudiese morir y que también fuera culpa mía.

Pasé por delante de la segunda tumba, donde estaba enterrada cabeza abajo la bruja muerta, y avancé muy despacio, de puntillas, hasta llegar a la fosa.

Entre los árboles se colaba un haz de luz de luna que iluminaba la zona, por lo que no me cupo duda sobre lo que había ocurrido.

No llegaba a tiempo.

La bruja había separado aún más los barrotes hasta formar casi un círculo. El mismo carnicero habría podido sacar por ese hueco sus inmensos hombros.

Escudriñé el negro fondo de la fosa, pero era imposible ver nada. Supongo que me agarraba a la esperanza de que tal vez Madre Malkin se había agotado al doblar las barras y ahora estaba demasiado cansada para escapar.

¡Menuda tontería! En ese momento una nube cruzó por delante de la luna y lo oscureció todo, pero todavía distinguía los barrotes doblados y la dirección en la que la bruja había escapado. Había luz suficiente para seguirle el rastro.

Así pues, fui tras ella en medio de la oscuridad. No quería ir deprisa y caminé con muchísima cautela porque ¿y si estaba escondida esperándome un poco más adelante? También suponía que, probablemente, no habría ido muy lejos, puesto que sólo habían pasado unos cinco minutos desde la medianoche. Fuera lo que fuese lo que había en los pasteles que había comido Madre Malkin, estaba seguro de que la magia negra había tenido algo que ver en la recuperación de las fuerzas de la bruja, pues se suponía que era una clase de magia que resultaba más poderosa durante las horas de oscuridad, sobre todo a medianoche. Como la bruja solamente había comido dos pasteles, en vez de tres, eso iba a mi favor, pero pensé en la fuerza descomunal que hacía falta para doblar aquellos barrotes.

En cuanto salí del bosque, me resultó fácil seguir su rastro por la hierba. Descendía por la colina, pero en una dirección que la apartaba de la casa de Lizzie la Huesuda. Eso me desconcertó al principio, hasta que recordé que el río discurría por la vaguada. Una bruja malévola no podía cruzar el cauce de un río (eso me lo había enseñado el Espectro), por lo que tendría que recorrer la ribera hasta que el cauce dibujase una curva, dejándole así vía libre.

Nada más divisar el río, me detuve un instante en la ladera y examiné el trecho de tierra de allá abajo. Entonces la luna salió de detrás de la nube, pero ni siquiera con su ayuda conseguí ver el río porque en ambas orillas había árboles que tapaban el terreno con su sombra.

Y entonces, de repente, me fijé en algo muy extraño: en la orilla más próxima había un rastro plateado que sólo era visible donde la luna lo iluminaba, pero era exactamente igual que el brillante rastro que dejan los caracoles. A los pocos segundos vi una cosa oscura, encorvada, que se arrastraba muy cerca de la ribera.

Reanudé la bajada lo más deprisa que pude. Mi intención era cortarle el paso antes de que llegase a la curva del río, para impedirle seguir su camino hacia la casa de Lizzie la Huesuda. Lo conseguí y la esperé allí, con el agua a mi derecha, mirando río abajo. Pero a continuación venía la parte más difícil: me tocaba enfrentarme a la bruja.

Yo estaba temblando de pies a cabeza y me costaba tanto respirar que habríais pensado que llevaba cerca de una hora subiendo y bajando las montañas a todo correr. Era una mezcla de miedo y de nerviosismo, y sentía que las rodillas se me iban a doblar de un momento a otro. Sólo logré mantenerme en pie gracias a que me apoyé con todo el peso de mi cuerpo en el cayado del Espectro.

En comparación con otros ríos, éste no era muy ancho, pero era profundo, y las lluvias de primavera lo habían hecho crecer tanto que casi rebosaba las orillas. Además, el agua bajaba con mucha rapidez, precipitándose desde donde me encontraba en dirección a la oscuridad que había debajo de los árboles, que era donde se hallaba la bruja. Observé con atención, pero todavía tardé un rato en descubrirla.

Madre Malkin avanzaba hacia mí. Era como una sombra, un poco más oscura que las de los árboles, una especie de negrura en la que podías caerte, una negrura que te tragaría para siempre. Entonces, a pesar del ruido que hacían las rápidas aguas del río, la oí, pero no sólo era el sonido de sus pies descalzos, que producían una especie de fricción al acercarse a mí por entre la crecida hierba de la orilla, sino que también oía otros sonidos que la bruja hacía con la boca o tal vez con la nariz. El mismo tipo de ruidos que había hecho cuando le había dado el pastel. Eran resoplidos y ronquidos que una vez más me trajeron a la mente el recuerdo de nuestros cerdos peludos cuando comían del cubo de mondas. En ese momento, percibí un sonido diferente, como si ella estuviese succionando algo.

Cuando Madre Malkin salió de debajo de los árboles, la luz de la luna la iluminó, y la vi bien por primera vez. La bruja mantenía la cabeza muy agachada y tenía la cara tapada por una mata de pelo blanco y gris, de tal manera que parecía que se estaba mirando los pies, los cuales apenas asomaban por debajo del vestido negro que le llegaba hasta los tobillos. También llevaba puesta una capa negra, que o bien era demasiado larga para ella, o bien la bruja se había encogido después de tantos años de vivir en el húmedo hoyo. Arrastraba la capa por detrás, y al parecer, eso era lo que iba dejando el rastro plateado.

El vestido estaba manchado y raído, lo cual no era de extrañar. Sin embargo, algunas manchas —unos oscuros y húmedos manchurrones— eran recientes. Algo goteaba sobre la hierba por uno de los costados de Madre Malkin, y las gotas procedían de lo que llevaba sujeto con fuerza en la mano izquierda.

Era una rata. Se estaba comiendo una rata. ¡Y se la estaba comiendo cruda!

Parecía que no me había visto aún. Ahora estaba muy cerca y, si nada lo remediaba, chocaría conmigo. De repente tosí, pero no lo hice para avisarla. Fue una tos nerviosa, y no había sido mi intención que se me escapara.

Entonces alzó la vista hacia mí, levantando hacia la luz de la luna un rostro que parecía sacado de una pesadilla, un rostro que no correspondía al de una persona viva. ¡Oh, pero la bruja estaba vivita y coleando! Se podía deducir de los ruidos que hacía al comerse la rata.

Había otra particularidad en ella que me aterró tanto que estuve a punto de desmayarme allí mismo: los ojos, que eran como dos brasas encendidas dentro de sus cuencas, dos puntos rojos de fuego.

A continuación habló. Su voz era una mezcla de susurro y de graznido que sonaba igual que la hojarasca seca que se arremolina por efecto de un vendaval de finales de otoño.

—Es un niño —dijo—. Me gustan los niños. Ven aquí, niño.

Por supuesto, no me moví. Me quedé quieto donde estaba, clavado. Me sentía mareado y aturdido.

Continuaba avanzando hacia mí, y era como si los ojos se le estuviesen haciendo más grandes, pero no sólo eran los ojos, sino que parecía que todo el cuerpo se le hinchaba. Madre Malkin se estaba expandiendo de tal manera que se convertiría en una inmensa nube negra que, en cuestión de unos segundos, oscurecería mis ojos para siempre.

Sin pensar en nada, levanté el cayado del Espectro. Bueno, lo hicieron mis manos y mis brazos, no yo.

—¿Qué es eso, niño? ¿Una varita? —graznó. Entonces rió para sí entre dientes y, dejando caer la rata muerta, alzó los dos brazos hacia mí.

¡Era a mí a quien quería! ¡Quería mi sangre! Presa del terror más absoluto, mi cuerpo empezó a mecerse de un lado a otro. Era como un retoño agitado por las primeras ráfagas de viento, durante el primer vendaval de un tenebroso invierno que no acababa nunca.

Yo podría haber muerto en ese momento, allí, en la ribera del río. No había nadie que pudiera socorrerme, y me sentí incapaz de ayudarme a mí mismo.

Pero de repente ocurrió…

El cayado del Espectro no era una varita, pero lo cierto es que existe más de un tipo de magia. De manera que mis brazos conjuraron algo extraordinario y se movieron más deprisa de lo que habría imaginado jamás. Levantaron el cayado, lo bajaron con mucha fuerza y le propinaron a la bruja un golpe terrible en un lado de la cabeza.

Madre Malkin emitió una especie de gruñido y cayó de costado al río. Hizo mucho ruido al caer y se hundió al instante, pero emergió muy cerca de la orilla, a unos cinco o seis pasos río abajo. Al principio pensé que había acabado con ella pero, para mi espanto, sacó el brazo izquierdo y se agarró a una mata de hierba. Entonces con el otro brazo alcanzó la orilla y empezó a arrastrarse para salir del agua.

Yo sabía que tenía que hacer algo lo más rápidamente posible. Así que, recurriendo a toda mi fuerza de voluntad, me esforcé en dar un paso hacia la bruja, mientras ella tiraba de su cuerpo para salir a la orilla.

Cuando estuve lo bastante cerca, hice algo que todavía recuerdo como si fuese ayer y que aún me produce pesadillas. Pero ¿qué otra cosa podía hacer? O ella o yo. Sólo uno de nosotros sobreviviría.

Así pues, la empujé con el extremo del cayado. La empujé con fuerza y seguí empujándola hasta que al final se soltó de la orilla, y el río se la llevó a las tinieblas.

Pero no terminó ahí la cosa. ¿Y si Madre Malkin conseguía salir del agua un poco más abajo? A lo mejor sería capaz de llegar a casa de Lizzie la Huesuda. Tenía que cerciorarme de que eso no ocurriría. No obstante, yo era consciente de que matarla sería un error porque algún día Madre Malkin podría volver más fuerte que nunca, pero como no disponía de una cadena de plata, me era imposible atarla. Sin embargo, no era el futuro lo que importaba, sino el momento presente, y por muy difícil que fuese, sabía que tenía que bajar por el río, entre los árboles.

Empecé a caminar con mucha lentitud por la ribera, deteniéndome cada cinco o seis pasos para escuchar, aunque lo único que oía era el viento que susurraba levemente entre las ramas. Estaba muy oscuro. Sólo de vez en cuando algún fino rayo de luz de luna lograba penetrar en el follaje; cada haz de luz era como una larga lanza de plata clavada en la tierra.

La tercera vez que me detuve, ocurrió. No hubo aviso previo ni oí nada. Sencillamente, la noté. Una mano me subió por la bota izquierda y, antes de que pudiera apartar la pierna, la mano se asió con fuerza a mi tobillo.

Noté la fuerza con que se agarraba: era como si me estuviese aplastando el tobillo. Entonces dirigí la vista hacia abajo, y lo único que vi fue un par de ojos rojos que me miraban en medio de la oscuridad. Aterrado, empecé a dar golpes con el cayado, a ciegas, hacia la mano invisible que me apresaba el tobillo.

No había remedio. Tiró del tobillo con violencia, y me caí al suelo. El golpe fue tan fuerte que me quedé sin aliento. Y lo que fue aún peor: el cayado salió disparado y me dejó indefenso.

Me quedé allí tendido durante un minuto o dos, intentando recobrar la respiración, hasta que me arrastraron hacia la orilla del río. Cuando oí el ruido del agua, me di cuenta de lo que estaba pasando: Madre Malkin estaba tratando de salir del agua agarrándose a mí mientras sacudía las piernas. Estaba convencido de que pasaría una de dos: o bien la bruja conseguía salir o bien yo acabaría en el agua con ella.

Desesperado, rodé hacia la izquierda retorciéndome el tobillo, pero ella seguía firmemente sujeta a mí. Volví a rodar y me detuve con la cara pegada a la húmeda tierra. Entonces vi el cayado, cuyo extremo más grueso estaba iluminado por un rayo de luz de luna. Sin embargo, estaba lejos de mi alcance, a unos tres o cuatro pasos de distancia.

Rodé hacia él una y otra vez arañando la mullida tierra con los dedos y retorciendo mi cuerpo como si fuese un sacacorchos. Madre Malkin se agarraba con fuerza a mi tobillo, pero eso era lo único que había conseguido, pues la parte inferior del cuerpo de la bruja seguía metida en el agua. A pesar de su inmensa fuerza, no podía impedir que yo diese vueltas por la tierra y a la vez la hiciera retorcerse en el agua detrás de mí.

Al fin alcancé el cayado y lo moví con fuerza en dirección a la bruja, pero ella levantó la mano hacia la luz de la luna y lo sujetó por el otro extremo.

Pensé que era el fin. Pensé que estaba acabado. Pero, para mi sorpresa, de repente Madre Malkin lanzó un alarido. El cuerpo se le quedó rígido y puso los ojos en blanco. Luego dio un prolongado y profundo suspiro y se quedó muy quieta.

Permanecimos los dos tumbados en la orilla del río durante un rato que me pareció larguísimo. Sólo mi pecho subía y bajaba al respirar, pero Madre Malkin no se movía en absoluto. Cuando finalmente lo hizo, no fue para tomar aliento. Muy despacio, una mano liberó mi tobillo y la otra soltó el cayado, y ella se deslizó por la orilla hacia el río y se zambulló en el agua con un fuerte estruendo. Yo no sabía lo que había pasado, pero la bruja estaba muerta. De eso estaba seguro.

Contemplé cómo la corriente se llevaba el cuerpo desde la orilla y lo hacía girar en medio del agua. Todavía iluminado por la luna, se hundió la cabeza de Madre Malkin. Había desaparecido. Había muerto y había desaparecido.