Capítulo 8

La vieja Madre Malkin

Cuando regresé a la casa del Espectro, empecé a preocuparme, y cuanto más vueltas le daba al tema, más confuso lo veía. Me imaginaba lo que el Espectro habría hecho: habría tirado los pasteles y me habría dado una larga lección sobre las brujas y sobre los problemas que ocasionaban las niñas que llevaban zapatos puntiagudos.

Pero como no estaba en casa, no podía decirme nada. Hubo dos cosas que me convencieron para meterme entre las tinieblas del jardín oriental, donde mi maestro guardaba a las brujas. La primera era mi promesa a Alice.

«Nunca prometas nada que no estés dispuesto a cumplir», me aconsejaba siempre mi padre. Por supuesto, no me quedaba otro remedio. Él me había enseñado a distinguir lo que estaba bien de lo que estaba mal, y por el hecho de que fuese el aprendiz del Espectro, no significaba que tuviera que cambiar totalmente mi manera de comportarme.

En segundo lugar, no me parecía bien tener prisionera a una anciana en un hoyo. Hacerle eso a una bruja muerta parecía tener sentido, pero no a una viva. Recuerdo que me pregunté cuál habría sido el terrible crimen que había cometido esa mujer para haber merecido tal castigo.

¿Qué daño podía causar el hecho de llevarle tres pasteles? Tan sólo se trataba de que su familia le prestaba un poco de atención para ayudarla a resistir el frío y la humedad. El Espectro me había dicho que confiase en mi instinto y, después de sopesar las cosas, sentí que iba a hacer lo correcto.

Lo malo era que tenía llevar yo mismo los pasteles, y además, a medianoche. A esas horas todo está bastante oscuro, en especial si no hay luna.

Me acerqué al jardín oriental llevando el cesto. Estaba oscuro, pero no tanto como esperaba. He de aclarar que, por una parte, siempre he tenido buena vista de noche (creo que lo he heredado de mi madre, pues ella siempre se las arregla bien en la oscuridad), y por otra parte, esa noche el cielo estaba despejado y la luz de la luna me ayudaba a ver el camino.

Al meterme entre los árboles, de repente empezó a hacer frío y me estremecí. Pero cuando llegué a la primera tumba, la que estaba rodeada de piedras y tenía las trece barras por encima, sentí aún más frío. Allí era donde estaba enterrada la primera bruja. Sin embargo, según había dicho el Espectro, ella era débil y tenía poca fuerza. Así pues, intentando convencerme a mí mismo por todos los medios, me dije que no tenía nada que temer.

Estaba claro que decidir llevarle los pasteles a Madre Malkin a plena luz del día era una cosa, pero ahora, en medio del jardín y casi a medianoche, ya no estaba tan seguro. El Espectro me había dicho que no me acercase a ese lugar al caer la noche. Me lo había advertido más de una vez, así que tenía que ser una regla importante y yo la estaba incumpliendo.

Distinguía todo tipo de sonidos casi imperceptibles. Los susurros y chasquidos que oía no debían de tener ninguna importancia, probablemente los hacían los pequeños bichitos a los que había asustado al salirme del camino, pero me recordaban que yo no tenía ningún derecho a estar allí. Como el Espectro me había comentado que las otras dos brujas estaban a unos veinte pasos de distancia, fui contándolos cuidadosamente hasta que llegué a una segunda tumba que era idéntica a la primera. Me acerqué un poco más para cerciorarme, y en efecto, ahí estaban las barras de hierro; debajo de ellas, se distinguía la tierra bien prieta sin una brizna de hierba. Esta bruja estaba muerta, pero seguía siendo peligrosa. Era la que había sido enterrada cabeza abajo. Eso significaba que las plantas de sus pies estaban en algún lugar justo debajo de la superficie.

Mientras contemplaba la tumba, creí ver que algo se movía, como una especie de temblor. Seguramente era cosa de mi imaginación, o tal vez algún animalillo del bosque (un ratón o una musaraña o algo parecido). Me marché a toda prisa. ¿Y si había sido un dedo del pie?

Tres pasos más y llegué al lugar que andaba buscando. No cabía duda al respecto. De nuevo, veía un cerco de piedras y trece barrotes, pero había tres diferencias: en primer lugar, el área que cubrían las barras era un cuadrado, más bien un rectángulo; en segundo lugar, era de mayor tamaño, quizá de unos cuatro pasos por cuatro; y, en tercer lugar, no había tierra compacta bajo las barras, sino un agujero muy negro excavado en el suelo.

Me detuve en seco y escuché con mucha atención. Hasta entonces no había percibido mucho ruido, sino solamente los leves susurros de las criaturas de la noche y una suave brisa. Una brisa tan ligera que apenas la había notado, pero de la que me percaté en cuanto cesó. De repente todo quedó en la más absoluta calma, y el bosque se sumió en un silencio poco natural.

Veréis: había estado aguzando el oído para intentar oír a la bruja, y ahora tenía la sensación de que era ella la que me estaba escuchando a mí.

El silencio pareció durar una eternidad, pero de pronto me di cuenta de que estaba oyendo una leve respiración que salía de la fosa. De alguna manera ese sonido era capaz de desplazarse. Di unos pasos más y llegué casi al borde del hoyo hasta que la punta de mis botas tocó la hilera de piedras.

En ese momento recordé algo que el Espectro me había contado sobre Madre Malkin: «… casi todos sus poderes se los ha tragado la tierra. Le encantaría echarle el guante a un muchacho como tú».

Así pues, retrocedí un paso, aunque no mucho más, y las palabras del Espectro me dejaron pensativo. ¿Y si salía una mano de la fosa y me agarraba por el tobillo?

Como quería acabar con aquel asunto cuanto antes, la llamé suavemente en medio de la oscuridad.

—Madre Malkin —dije—. Le he traído una cosita. Es un regalo de parte de su familia. ¿Está usted ahí? ¿Me oye?

No hubo respuesta, pero me pareció que el ritmo de la respiración que se percibía allí abajo se aceleraba. Sin perder más tiempo y ansioso por volver a la cálida casa del Espectro, metí la mano en el cesto y palpé bajo la tela. Cogí uno de los pasteles, que era blando y un poco pegajoso al tacto, lo saqué y lo sostuve sobre las barras.

—Sólo es un pastel —dije suavemente—. Espero que le siente bien. Mañana por la noche le traeré otro más.

En cuanto dije estas palabras, solté el pastel y dejé que cayese por el negro hueco.

Debería haber vuelto inmediatamente a la casa, pero me quedé unos instantes aguzando el oído de nuevo. No sé lo que esperaba oír, pero fue un error.

Se produjo un movimiento en la fosa, como si algo estuviese arrastrándose por el fondo. Y entonces oí a la bruja, que empezaba a comerse el pastel.

Yo creía que algunos de mis hermanos hacían ruidos desagradables en la mesa, pero esto era mucho peor. Era un sonido aún más desagradable que el que hacían nuestros enormes cerdos peludos cuando metían el hocico en el cubo de comida: una mezcla de olisqueos, ronquidos y masticaciones, a la que se añadía el jadeo de una respiración dificultosa. No sé si a la bruja le gustaba el pastel o no, pero desde luego estaba haciendo mucho ruido para comérselo.

Esa noche me costó mucho conciliar el sueño, puesto que no dejaba de pensar en la oscura fosa y me angustiaba tener que volver allí a la noche siguiente.

Por poco llego tarde al desayuno. El beicon se había quemado y el pan estaba tirando a revenido. No podía entender como había sucedido, pues hacía sólo un día que yo mismo había comprado el pan en la panadería. Pero eso no era todo, sino que además la leche estaba agria. ¿Sería porque el boggart se había enfadado conmigo? ¿Sabría lo que yo había hecho? ¿Habría echado a perder el desayuno aposta, como si quisiera darme un aviso?

Yo estaba acostumbrado al duro trabajo de la granja, pero el Espectro no me había dejado encargada ninguna tarea, y como no tenía nada en que ocupar el día, subí a la biblioteca pensando que tal vez no le importaría que le cogiera algún libro que me resultase útil; me disgusté al ver que la puerta estaba cerrada con llave.

¿Qué otra cosa podía hacer, aparte de salir a dar un paseo? Decidí explorar las colinas rocosas y trepé primero a la Pica de Parlick. Cuando alcancé la cumbre, me senté encima del montón de piedras y admiré las vistas.

Hacía un día claro y brillante, y desde allí arriba lograba ver la extensión del condado a mis pies, con el mar a lo lejos, al noroeste, como una insinuante franja azul llena de destellos. Las montañas parecían extenderse hasta el infinito: eran enormes, con nombres como monte Calder o monte de la Casa de Estaca. Había tantas que parecía que hacía falta una vida para recorrerlas.

Cerca de donde me encontraba estaba la Escarpa del Lobo, y me pregunté si de verdad habría lobos en la zona. Estos animales podían ser peligrosos, y se decía que cuando hacía mucho frío en invierno, a veces cazaban en manada. Bueno, ahora era primavera, y desde luego no vi ni rastro de ellos, pero eso no quería decir que no hubiese ninguno. Esa posibilidad me hizo caer en la cuenta de que debía de dar bastante miedo estar en los montes al caer la noche.

Pero estaba seguro de que no daría tanto miedo como tener que ir a llevarle a Madre Malkin otro pastel. Enseguida el sol empezó a ponerse por el oeste, y me vi obligado a bajar otra vez hacia Chipenden.

De nuevo me encontré cargando el cesto por las tinieblas del jardín, pero esta vez decidí acabar con el asunto rápidamente. Sin perder ni un minuto, dejé caer el segundo pastel pringoso al negro hueco de la fosa, entre los barrotes.

Cuando ya era demasiado tarde, en el mismo momento en que el pastel se desprendió de mis dedos, me percaté de algo que me encogió el corazón: las barras que tapaban la fosa habían sido dobladas. La noche anterior las trece varas paralelas de hierro estaban totalmente rectas, pero en ese momento las del centro tenían un espacio tan grande entre sí que habría cabido una cabeza por él.

Alguien podría haberlas doblado desde fuera, es decir, desde arriba, pero lo dudé. El Espectro me había contado que los jardines y la casa estaban vigilados y que no podía entrar nadie, aunque no me había dicho cómo ni quién los vigilaba, pero supuse que se trataría de algún tipo de boggart. Tal vez el mismo que preparaba la comida.

Había tenido que ser la bruja. De alguna manera debía de haber trepado por un lado de la fosa y se había puesto a tirar de los barrotes. De repente entendí lo que estaba pasando.

¡Qué estúpido había sido! Los pasteles le daban fuerzas.

La oí allá abajo, en medio de la oscuridad. Había empezado a comerse el segundo pastel masticando y resoplando de la misma manera horrible de la noche anterior. Salí del bosque a toda prisa y regresé a la casa. Me imaginaba que, seguramente, no iba a necesitar el tercer pastel.

Después de no dormir en toda la noche, decidí ir a ver a Alice, devolverle el último pastel y explicarle por qué no podía cumplir mi palabra.

Pero antes tenía que encontrarla. Nada más terminar el desayuno bajé al bosque donde la había visto por primera vez y lo recorrí hasta el extremo más alejado. Alice me había dicho que vivía «ahí detrás», pero por allí no se veía ninguna casa, sino sólo unas colinas bajas y unos valles, y a lo lejos, más bosques.

Pensando que tardaría menos en hallarla si preguntaba a alguien, bajé al pueblo. Sorprendentemente, había muy poca gente por la calle, pero como había imaginado, algunos de los muchachos mataban el tiempo cerca de la panadería. Parecía que era su sitio preferido. Tal vez les gustaba el olor a pan. Al menos, a mí me gustaba. El olor a pan recién hecho es uno de los mejores del mundo.

A pesar de que la última vez que nos habíamos visto les había dado un pastel y una manzana a cada uno, no fueron muy simpáticos conmigo. A lo mejor era porque esta vez estaba con ellos el grandullón de los ojitos redondos. No obstante, escucharon lo que quería decirles, aunque no entré en detalles. Sólo les comenté que necesitaba encontrar a la niña que habíamos visto donde empezaba el bosque.

—Sé dónde podría estar —repuso el grandullón mirandome con cara de malas pulgas—. Dijo que su tía era Lizzie la Huesuda.

—¿Quién es Lizzie la Huesuda?

Se miraron entre sí y movieron la cabeza como si estuviese loco. ¿Por qué todo el mundo parecía conocerla, menos yo?

—Lizzie y su abuela pasaron aquí un invierno entero, antes de que Gregory las echase. Mi padre siempre habla de ellas. Eran las brujas más horripilantes que se han visto por aquí y vivían con un ser que era igual de espeluznante que ellas. Era como un hombre, pero muy grande, y tenía tantos dientes que no le cabían en la boca. Eso es lo que me ha contado mi padre, y también me ha explicado que en aquella época, durante el largo invierno, la gente nunca salía de casa al caer la noche. ¡Menudo espectro vas a ser si nunca has oído hablar de Lizzie la Huesuda!

No me gustó el tono con que dijo esto último y me di cuenta de que había sido un tonto de remate. ¡Ojalá le hubiese contado al Espectro que había hablado con Alice! Así se habría enterado de que Lizzie había vuelto y habría hecho algo.

Según el padre del grandullón, Lizzie la Huesuda había vivido en una granja a unos cinco kilómetros al sudeste de la casa del Espectro. Esa granja estaba abandonada desde hacía años, y nadie se acercaba por allí. Seguramente, ahora la había elegido para alojarse. Además, coincidía con lo que yo sabía, ya que Alice había señalado en esa dirección.

En ese momento salió de la iglesia un grupo de personas con semblante adusto. Doblaron la esquina, en una fila más bien poco ordenada, y se encaminaron hacia las montañas con el cura del pueblo a la cabeza de la procesión. Llevaban ropa de abrigo y muchos de ellos se ayudaban con bastones para caminar.

—¿Qué hace esa gente? —pregunté.

—Anoche se perdió un niño —respondió uno de los muchachos, que escupió hacia los adoquines—. Un niño de tres años. Creen que se perdió en alguna de las colinas rocosas. Pero no es el primero, perdona que te diga, porque hace dos días desapareció un bebé de una granja de la Cuerda Larga. Era demasiado pequeño para saber andar, por lo que alguien debió de llevárselo. La gente opina que tal vez fueran los lobos. Hemos tenido un invierno muy malo, y a veces eso los empuja a volver por aquí.

Las indicaciones que me dieron resultaron bastante buenas, pues tardé menos de una hora en divisar la casa de Lizzie, incluido el tiempo que necesité para volver a casa a recoger el cesto de Alice.

Entonces, a plena luz del día, levanté la tela y examiné el tercer y último pastel. Olía mal, pero su aspecto era aún peor. Parecía que lo hubiesen hecho juntando pedacitos de carne y de pan, más otros elementos que no supe identificar; estaba húmedo y muy pringoso, y era casi negro. No habían cocido ninguno de los ingredientes, sino que los habían apelotonado sin más. Entonces me fijé en un detalle aún más horroroso: trepando por el pastel, había unas diminutas cosas blancas que parecían gusanos.

Me estremecí, lo volví a tapar con la tela y bajé a la granja abandonada. Parte de la valla estaba rota, al granero le faltaba medio tejado y no había ni rastro de animales.

Pero hubo algo más que me inquietó: de la chimenea de la granja salía una columna de humo. Eso quería decir que había alguien en la casa, y empecé a inquietarme al pensar en el ser que tenía tantos dientes que no le cabían en la boca.

¿Qué me había imaginado? La situación iba a ser complicada. ¿Cómo diantre conseguiría hablar con Alice sin que me vieran los demás miembros de su familia?

Me detuve en la pendiente para reflexionar sobre lo que debía hacer, pero alguien resolvió mis dudas. De la puerta trasera de la granja salió una figura delgada y negra que enfiló directamente hacia mí. Era Alice. ¿Cómo había sabido que yo estaba ahí? Entre el lugar donde me hallaba y la granja había árboles, y las ventanas estaban orientadas hacia el otro lado.

Sin embargo, la niña no subía por la pendiente por casualidad, sino que caminaba directa hacia mí, y cuando estuvo a unos cinco pasos, se detuvo.

—¿Qué quieres? —me preguntó siseando—. Eres tonto por venir aquí. Tienes suerte de que los de dentro estén dormidos.

—Es que no puedo hacer lo que me pediste —respondí, y le tendí el cesto.

Alice se cruzó de brazos y frunció el entrecejo.

—¿Por qué no? —preguntó—. Me lo prometiste, ¿verdad?

—No me dijiste qué pasaría —repliqué—. La bruja ya se ha comido dos pasteles y se está poniendo fuerte: ha doblado las barras que cubren la fosa. Un pastel más, y podrá escapar. Y creo que lo sabes. ¿No se trataba de eso? —la acusé empezando a enfadarme—. Como me has engañado, la promesa ya no vale.

Dio un paso hacia mí, pero otro sentimiento había sustituido su enfado: parecía asustada.

—No fue idea mía. Me obligaron —dijo haciendo un gesto en dirección a la granja—. Si no haces lo que me prometiste, los dos lo vamos a pasar muy mal. Anda, llévale el tercer pastel. ¿Qué daño puede hacer? Madre Malkin ha pagado el precio, y ya es hora de dejarla libre. Vamos, dale el pastel y verás cómo se marcha esta misma noche y nunca más volverá a ocasionarte problemas.

—Creo que el señor Gregory debió de tener buenos motivos para meterla en esa fosa —dije lentamente—. Yo soy su nuevo aprendiz, pero ¿cómo voy a saber lo que es mejor? Cuando vuelva, le contaré todo lo que ha pasado.

Alice esbozó una leve sonrisa, esa clase de sonrisa que se le escapa a la gente cuando saben algo que tú desconoces.

—No va a volver —afirmó—. Lizzie lo ha calculado todo. Mi tía Lizzie tiene unos buenos amigos cerca de Pendle que harían lo que fuera por ella, y han engañado al viejo Gregory. Cuando se ponga en camino, encontrará lo que le aguarda. A estas horas ya debe de estar muerto y enterrado a dos metros bajo tierra. Tú espera y verás como tengo razón. Dentro de nada no estarás a salvo ni siquiera en su casa, pues una noche irán a por ti. A no ser, claro está, que me ayudes. En ese caso, a lo mejor te dejan en paz.

Nada más decir eso, me di la vuelta y subí por la pendiente, dejándola allí plantada. Creo que me llamó varias veces, pero no la escuché. Mi cabeza no paraba de dar vueltas a lo que me había dicho sobre el Espectro.

Hasta un rato después no me di cuenta de que todavía llevaba el cesto, pero entonces lo tiré junto con el tercer pastel a un río. Una vez de regreso en la casa del Espectro, no tardé mucho en entender lo que había pasado y en decidir cuál sería mi próximo paso.

Todo aquello había estado planeado desde el primer momento. Habían embaucado al Espectro para que se marchase, a sabiendas de que yo, como aprendiz novato, estaba todavía muy verde y no les costaría nada engañarme.

No creía que fuese tan fácil matar al Espectro, pues de lo contrario no habría sobrevivido tantos años, pero no podía confiar en que volviese a tiempo para ayudarme. Tenía que impedir de alguna manera que Madre Malkin saliese de la fosa.

Necesitaba ayuda desesperadamente y se me ocurrió bajar al pueblo, pero pensé que tenía más a mano una clase especial de ayuda, así que entré en la cocina y me senté delante de la mesa.

Como calculé que de un momento a otro me llevaría una reprimenda, hablé a toda prisa y expliqué en voz alta lo que había sucedido, sin dejarme ningún detalle. Entonces admití que todo había sido culpa mía y pregunté si alguien me ayudaría.

No sé qué me había imaginado. Estaba tan disgustado y tan asustado que no me sentí estúpido al hablar a solas, pero a medida que se prolongaba el silencio, fui dándome cuenta de que había malgastado el tiempo. ¿Por qué razón iba a querer ayudarme el boggart? Por lo que sabía, estaba cautivo, apresado en la casa y en el jardín por obra del Espectro. A lo mejor sólo era un esclavo y estaba deseando liberarse. A lo mejor incluso se alegraba de verme metido en un lío.

En el momento en que estaba a punto de rendirme y de salir de la cocina, recordé lo que a veces decía mi padre antes de ir al mercado del pueblo: «Todos tenemos un precio. Sólo es cuestión de hacer una oferta interesante, pero que no te cause demasiados perjuicios».

Así pues, hice mi oferta al boggart…

—Si me ayudas ahora, no lo olvidaré —afirmé—. Cuando me convierta en el siguiente Espectro, te daré libre todos los domingos. Ese día yo mismo me prepararé la comida para que puedas descansar y hacer lo que te venga en gana.

De pronto sentí que algo me rozaba las piernas por debajo de la mesa. También oí un sonido, un leve ronroneo, y apareció un enorme gato anaranjado que fue caminando lentamente hacia la puerta.

Debía de haber estado todo el rato debajo de la mesa. Al menos, eso era lo que me decía el sentido común, pero también sabía que se trataba de otra cosa. Seguí al gato hasta el vestíbulo y subí tras él la escalera. Se detuvo delante de la puerta de la biblioteca, cerrada con llave, se frotó el lomo contra la puerta, como hacen los gatos con las patas de las mesas, y la puerta se abrió lentamente, y vi que allí había más libros de los que nadie habría podido leer en una vida entera, organizados perfectamente en hileras de anaqueles paralelos. Entré en la biblioteca, sin saber por dónde empezar. Y cuando me di la vuelta, el gato anaranjado había desaparecido.

Cada libro tenía su título claramente visible en la cubierta. Muchos de ellos estaban escritos en latín, y unos cuantos en griego. No había ni polvo ni telarañas. La biblioteca estaba igual de limpia y cuidada que la cocina.

Recorrí la primera fila hasta que algo me llamó la atención: cerca de la ventana había tres estantes muy largos llenos de libretas encuadernadas en cuero, iguales que la que me había dado el Espectro, el estante de arriba contenía libros de mayor tamaño, con fechas en el lomo; parecía que cada uno comprendía un período de cinco años. Cogí el que estaba en el final de la estantería y lo abrí con cuidado.

Reconocí la letra del Espectro. Hojeé las páginas y comprendí que era una especie de diario. En él estaban apuntados los encargos que mi maestro había hecho, el tiempo que había tardado en cada viaje y la suma que le habían pagado. Pero lo más importante de todo era que explicaba exactamente cómo había actuado con cada boggart, con cada fantasma y con cada bruja.

Dejé el libro en el estante y eché un vistazo a los otros lomos. Los diarios llegaban casi hasta la actualidad y se remontaban a cientos de años. O bien el Espectro era mucho mayor de lo que aparentaba, o bien los libros más antiguos habían sido escritos por otros espectros que habían vivido hacía siglos. De repente me pregunté si, aunque Alice tuviera razón y el Espectro no regresara, yo sería capaz de aprender lo que necesitaba saber con estudiar tan sólo esos diarios. Lo mejor era que en algún lugar de aquellas miles y miles de páginas podría estar la información que me ayudaría en esos momentos.

Mas ¿cómo la encontraría? Bueno, tal vez tardaría un buen rato, pero la bruja había pasado casi trece años en aquella fosa, de modo que tenía que haber una descripción de cómo el Espectro la había metido allí. Entonces, de repente, en uno de los estantes inferiores vi algo todavía mejor.

Contenía libros aún más grandes, cada uno dedicado a un tema en particular. Uno de ellos se titulaba Dragones y gusanos. Como estaban colocados por orden alfabético, no tardé mucho en encontrar el libro que estaba buscando.

Brujas

Lo abrí con manos temblorosas y descubrí que estaba dividido en cuatro capítulos, como cabía esperar. «Las malévolas», «Las benignas», «Las acusadas en falso» y «Las inconscientes».

Rápidamente, abrí por el primer capítulo. Estaba escrito con la esmerada letra del Espectro y, una vez más, cuidadosamente organizado por orden alfabético. En cuestión de unos segundos encontré una página titulada: «Madre Malkin».

Era peor de lo que había esperado. Madre Malkin era lo más malvado que os podáis imaginar. Había vivido en muchos sitios diferentes, y en cada zona en la que había residido habían pasado cosas terribles. La peor había tenido lugar en un paraje lleno de musgo, al oeste del condado.

En esa época vivía en una granja de la zona, y ofrecía habitaciones a las jóvenes que se habían quedado embarazadas, pero que no tenían un marido que las sostuviese. De ahí le venía el sobrenombre de «Madre». Esa situación duró muchos años, pero a algunas de las jóvenes no se las volvió a ver jamás.

La misma Madre Malkin tenía un hijo, que vivía con ella en la casa. Era un joven de una fuerza increíble que se llamaba Colmillo. Tenía unos dientes enormes y asustaba tanto a la gente que nadie osaba acercarse por allí. Pero al final los lugareños se rebelaron, y Madre Malkin se vio obligada a huir a Pendle. Cuando se hubo marchado de la granja, encontraron la primera tumba. Había un campo entero lleno de huesos y de carne putrefacta. La mayoría de los despojos eran los restos de los niños a los que había matado para saciar su necesidad de sangre. Otros eran los cadáveres de las jóvenes. Todos los cuerpos habían sido aplastados y tenían las costillas partidas y rotas.

Los muchachos del pueblo habían comentado algo sobre una criatura que tenía tantos dientes que no le cabían en la boca. ¿Acaso se trataba de Colmillo, el hijo de Madre Malkin, que tal vez había matado a aquellas mujeres aplastándolas hasta dejarlas sin vida?

Aquel pensamiento hizo que mis manos temblasen tanto que apenas pude sostener el libro para leerlo. Al parecer, algunas brujas recurrían a la «magia de los huesos». Eran nigrománticas que obtenían sus poderes invocando a los muertos. Pero Madre Malkin era aún peor: ella usaba «magia de sangre». Obtenía sus poderes usando sangre humana, y en especial le gustaba la sangre de los niños.

Recordé aquellos pasteles, negruzcos y pegajosos, y me entraron escalofríos. En la Cuerda Larga se había perdido un niño, un bebé tan pequeño que aún no sabía andar. ¿Se lo habría llevado Lizzie la Huesuda? ¿Habrían usado su sangre para preparar los pasteles? ¿Y qué decir del otro niño, ése que ahora estaba buscando la gente del pueblo? ¿Y si también se lo había llevado Lizzie la Huesuda, para que cuando Madre Malkin escapase de su fosa, usara la sangre del bebé para realizar magia? ¡Ese niño podría estar en esos momentos en casa de Lizzie!

Me esforcé en seguir leyendo.

Hacía trece años, a principios del invierno, Madre Malkin había llegado a Chipenden para instalarse, y la había acompañado su nieta, Lizzie la Huesuda. Pero cuando el Espectro regresó de su casa de invierno en Anglezarke, no esperó ni un minuto para encargarse de ella. Primero alejó a Lizzie y a continuación ató a Madre Malkin con una cadena de plata y se la llevó a la fosa del jardín.

En la crónica del diario daba la sensación de que el Espectro se debatía consigo mismo. Era evidente que no le gustaba enterrarla viva, pero daba las razones por las que había que hacerlo. Consideraba que era demasiado peligroso matarla, pues una vez muerta, tendría suficiente poder para regresar y sería aún más fuerte y más peligrosa que antes.

La cuestión era saber si, en estos momentos, Madre Malkin todavía tenía la posibilidad de escaparse. Después de haber comido un pastel, había sido capaz de doblar los barrotes, y aunque no iba a probar el tercer pastelillo, tal vez con dos de éstos había tenido bastante, y a medianoche se escaparía de la fosa. ¿Qué podía hacer yo?

Si se había podido atar a una bruja con una cadena de plata, a lo mejor merecía la pena intentar atar con una de ellas las barras dobladas para impedir que saliese de la fosa. Lo malo era que la cadena de plata estaba en el bolso del Espectro, y siempre la llevaba consigo cuando viajaba.

Cuando iba a salir de la biblioteca, me fijé en un pequeño detalle que, como estaba detrás de la puerta, no había visto al entrar. Era una larga lista de nombres, escrita en un papel amarillo. Había exactamente treinta, y todos estaban escritos a mano por el Espectro. El último era el mío: Thomas J. Ward. Y el anterior, el de William Bradley, que estaba tachado con una raya horizontal. Junto a ese nombre estaban escritas las letras RIP.

Me quedé helado porque sabía que esas letras eran las siglas de «Requiescat in pace», o sea, descanse en paz, y por lo tanto que Billy Bradley había muerto. Más de dos tercios de los nombres del papel habían sido tachados con una raya. De esos, otros nueve habían fallecido.

Supuse que muchos nombres habían sido tachados simplemente porque no habían podido superar con éxito el curso de aprendiz, o tal vez algunos chicos ni siquiera habían terminado el primer mes de prueba. Los que más me preocupaban eran los que habían muerto. ¿Qué le habría pasado a Billy Bradley? Recordé entonces lo que había dicho Alice:

«No querrás acabar como el último aprendiz del viejo Gregory».

¿Cómo sabía Alice lo que le había pasado a Billy? Probablemente era porque todos los del pueblo estaban enterados, mientras que yo era un recién llegado. ¿O habría tenido algo que ver con la familia de Alice? Esperaba que no, pero no dejaba de ser otro tema inquietante.

Sin perder más tiempo, bajé al pueblo. Por lo visto, el carnicero se mantenía de algún modo en contacto con el Espectro. ¿Cómo, si no, conseguía tener el saco en el que metía la carne? Así pues, decidí hablarle de mis sospechas e intentar convencerlo para registrar la casa de Lizzie en busca del niño desaparecido.

Llegué a su establecimiento a última hora de la tarde, pero la tienda estaba cerrada. Tuve que llamar a la puerta de cinco casas para que alguien saliera a ver qué quería. Y me confirmaron lo que ya suponía: el carnicero había ido con los demás hombres a buscar por las montañas y no regresarían hasta el mediodía del día siguiente. Al parecer, después de explorar por los montes más próximos, cruzarían el valle en dirección al pueblo que había al pie de la Cuerda Larga, donde había desaparecido el primer niño. Allí llevarían a cabo una búsqueda más exhaustiva y pasarían la noche.

Tenía que admitirlo: estaba solo.

Al poco rato, triste y asustado a la vez, subía por el sendero para regresar a casa del Espectro. Sabía que si Madre Malkin escapaba de su fosa, el niño moriría antes del alba.

Y también sabía que el único que, al menos, podía intentar hacer algo era yo.