Alguien tiene que hacerlo
A partir de entonces ocupaba los días con un sinfín de actividades. El Espectro me daba las clases a toda velocidad y me hacía escribir hasta que me dolía la muñeca y me picaban los ojos.
Una tarde me llevó a la otra punta del pueblo. Pasada la última casita de piedra, llegamos a un pequeño corro de sauces, que en el condado se llaman «árboles deshilachados». Era un lugar lúgubre. Colgando de una rama, había una cuerda, y al alzar la vista, vi una gran campana de bronce.
—Cuando alguien necesita ayuda —indicó el Espectro— no acuden a mi casa. Nadie sube allí, a no ser que se le haya invitado (con eso soy muy estricto), de modo que vienen a este rincón y hacen sonar la campana. Entonces nosotros acudimos.
Lo malo fue que, al cabo de varias semanas, nadie tocó la campana; por lo tanto, las únicas veces que yo iba más allá del jardín occidental era cuando llegaba el momento de bajar al pueblo a por las provisiones semanales. Como me sentía solo y echaba de menos a mi familia, era adecuado que el Espectro me tuviera siempre ocupado porque de esa manera no me daba tiempo de pensar en ello. Cada noche me acostaba agotado y me quedaba dormido en cuanto apoyaba la cabeza en la almohada.
Las clases eran lo más interesante de cada día, pero no aprendí mucho sobre cadáveres, fantasmas o brujas. El Espectro me había explicado que el tema principal del primer año de un aprendiz eran los boggarts, junto con asignaturas como la Botánica, lo cual quería decir que tenía que aprender de todo sobre las plantas, puesto que algunas de éstas eran verdaderamente útiles como medicinas o bien se podían comer cuando no tenías otro alimento. Pero mis clases no sólo consistían en tomar apuntes, ya que parte del trabajo era igual de duro y de físico que cualquiera de las tareas que había hecho en casa, en nuestra granja.
Todo empezó una cálida y soleada mañana en que el Espectro me dijo que dejara el cuaderno y me condujo a su jardín meridional. Además, me entregó dos objetos para que los llevase yo: una pala y una larga vara de medir.
—Los boggarts libres recorren las vías prehistóricas —me explicó—. Pero a veces algo va mal como consecuencia de una tormenta o incluso de un terremoto. En el condado no se recuerda ningún terremoto grave, pero eso no importa porque todas las vías prehistóricas están conectadas entre sí, y cuando alguna de ellas sufre un cambio, incluso a algo más de mil kilómetros de distancia, afecta a las demás. Entonces los boggarts quedan atrapados en el mismo sitio durante años, y por eso decimos que están «apresados de manera natural». En muchos casos no pueden moverse más que unas cuantas docenas de pasos en cualquier dirección y apenas causan problemas, a no ser que, casualmente, te encuentres demasiado cerca de ellos. Sin embargo, algunas veces pueden estar atrapados en sitios inimaginables, como cerca de una casa o incluso dentro de ella. En ese caso, a lo mejor te toca trasladar al boggart de allí y apresarlo en otro lugar de manera artificial.
—¿Qué es una vía prehistórica? —pregunté.
—Pues no todo el mundo se pone de acuerdo sobre eso, muchacho —me explicó—. Hay quien dice que se trata de meros senderos antiguos que se cruzan por la tierra y que eran los que usaban nuestros antepasados en la antigüedad, cuando los hombres eran hombres de verdad y las tinieblas sabían cuál era su sitio. La salud mejoró, la vida se prolongó y todo el mundo estaba feliz y contento.
—¿Y qué ocurrió?
—Que el hielo bajó del norte, y la Tierra se enfrió durante miles de años —continuó el Espectro—. Sobrevivir era tan difícil que los hombres se olvidaron de todo lo que habían aprendido, y se restó importancia a la sabiduría ancestral. Lo único que importaba era mantenerse caliente y comer. Cuando al final se retiró el hielo, los supervivientes eran cazadores vestidos con pieles de animales que ya no recordaban cómo cultivar cereales ni cómo manejar a las bestias. Las tinieblas eran todopoderosas.
»Bueno, ahora las cosas han mejorado, aunque aún tenemos que recorrer un largo camino. Lo único que queda de aquella época son las vías prehistóricas, pero lo cierto es que son algo más que simples senderos porque en realidad son caminos de poder que se extienden hasta más allá de los confines de la Tierra. Unos caminos, secretos e invisibles, que los boggarts libres pueden usar para viajar a gran velocidad. Ese tipo de boggarts son los que causan mayores trastornos porque, cuando establecen su morada en una nueva ubicación, muchas veces no son bienvenidos, y eso los irrita mucho. Entonces se dedican a hacer sus trucos, algunos muy peligrosos, lo cual supone una tarea para nosotros, pues en ese caso hay que apresarlos de manera artificial en una fosa. Como la que vas a cavar ahora mismo…
»Éste es un buen sitio —dijo señalando una zona del suelo, cerca de un gran roble viejo—. Creo que hay espacio suficiente entre las raíces.
El Espectro me dio la vara de medir para que mi fosa tuviese exactamente dos metros de longitud, dos de profundidad y noventa centímetros de anchura. Aun estando a la sombra, hacía demasiado calor para cavar, y tarde horas y horas en acabarla porque el Espectro era un perfeccionista.
Después de cavar la fosa, tuve que preparar una olorosa mezcla de sal, limadura de hierro y un tipo especial de pegamento, hecho a base de huesos.
—La sal puede quemar a un boggart —explicó el Espectro—. Por otra parte, el hierro conecta las cosas a la tierra; del mismo modo que los rayos buscan la tierra hasta tocarla y así pierden su potencia, a veces el hierro logra que se descarguen la fuerza y la esencia de las cosas que acechan en la oscuridad y puede poner fin a las fechorías de los boggarts problemáticos. Utilizados a la vez, la sal y el hierro forman una barrera imposible de franquear para un boggart, y son dos elementos que pueden resultar útiles en muchas situaciones.
Después de remover la mezcla en un gran cubo de metal, me serví de un enorme cepillo para revestir el interior de la fosa. Era como pintar, pero más costoso, y el revestimiento debía quedar perfecto para impedir que escapase hasta el boggart más habilidoso.
—Asegúrate de taparlo todo bien, muchacho —me indicó el Espectro—. Los boggarts pueden escaparse por un agujero tan minúsculo como la cabeza de un alfiler.
Por supuesto, en cuanto el Espectro estuvo satisfecho con el acabado de la fosa, tuve que rellenarlo y empezar de nuevo. Me hizo cavar dos fosas de prueba a la semana, una tarea ardua que me dejaba empapado de sudor y me llevaba mucho tiempo. Además, daba un poco de miedo porque tenía que trabajar cerca de otras fosas que contenían auténticos boggarts, e incluso a plena luz del día el sitio daba escalofríos. Me fijé en que el Espectro nunca se alejaba demasiado y siempre parecía estar pendiente y alerta, y me decía que con los boggarts nunca había que arriesgarse, aunque estuvieran apresados.
El Espectro me aconsejó que también era necesario que conociera el condado palmo a palmo: las ciudades, los pueblos y los caminos más directos entre dos puntos cualesquiera. Lo malo fue que, aunque mi maestro me dijo que tenía un montón de mapas en la biblioteca, en la segunda planta de la casa, parecía que siempre me tocaba hacer las cosas de la manera más difícil, pues me ordenó que empezara por dibujar mi propio mapa.
En el centro dibujé su casa y los jardines, y tuve que incluir el pueblo y la montaña más próxima. La idea era que fuese ampliando el mapa poco a poco al añadir cada vez más elementos del paisaje. Pero dibujar no era mi fuerte y, como he dicho antes, el Espectro era un perfeccionista; por ese motivo tardé mucho en elaborarlo. Él no me mostró sus propios mapas hasta que hube dibujado el mío, pero después me tuvo más tiempo doblándolos cuidadosamente que analizándolos.
También empecé a escribir un diario. Para este cometido el Espectro me dio otro cuaderno y, por enésima vez, me dijo que era fundamental que registrase todos los sucesos, para que siempre pudiese aprender del pasado. Sin embargo, no escribía en él todos los días, unas veces porque estaba demasiado cansado, y otras porque me dolía mucho la muñeca de tomar apuntes a toda velocidad en el otro cuaderno, mientras hacía esfuerzos por seguir el hilo de lo que decía mi maestro.
Una mañana, durante el desayuno, cuando ya hacía un mes que estaba con el Espectro, me preguntó:
—¿Qué te ha parecido hasta ahora, muchacho?
No sabía si se refería al desayuno o a qué. A lo mejor es que habría un segundo plato para compensar que el beicon se había tostado más de la cuenta esa mañana. Por si acaso, me limité a encogerme de hombros. No quería ofender al boggart, que seguro que nos estaba escuchando.
—Bueno, es un trabajo duro y no te recriminaría que quisieras dejarlo —opinó—. Cuando pasa el primer mes, siempre ofrezco al nuevo aprendiz la posibilidad de que vuelva a su casa y sopese con detenimiento si quiere seguir adelante o no. ¿Quieres regresar?
Intenté por todos los medios no mostrar mi entusiasmo, pero no logré borrar la sonrisa de mi rostro. Lo malo era que cuanto más sonreía, más triste parecía el Espectro. Me daba la sensación de que quería que me quedase, pero yo no podía esperar más a marcharme de allí. La mera idea de volver a ver a mi familia y de comer los platos de mi madre me parecía un sueño.
En cuestión de una hora ya estaba a punto para partir.
—Eres un muchacho valiente y agudo de ingenio —me dijo al pie de la cancela—. Has superado el mes de prueba, así que puedes decirle a tu padre que, si quieres continuar, iré a verlo en otoño para cobrar mis diez guineas. Tienes madera para ser un buen aprendiz, pero todo depende de ti, muchacho. Si no vuelves, entenderé que has optado por dejarlo. De lo contrario, te espero aquí dentro de una semana. A partir de ese momento te daré cinco años de formación, tras los cuales serás casi tan bueno para este oficio como yo.
Muy contento, emprendí el camino de regreso a la granja. Ya me entendéis: no quería decírselo al Espectro, pero en cuanto me ofreció la posibilidad de ir a casa y tal vez no volver nunca más, pensé que era, precisamente, lo que haría. El trabajo era durísimo. Por lo que me había contado el Espectro, además de ser un oficio solitario, era peligroso y aterrador. En realidad a nadie le preocupaba si estabas vivo o muerto. Lo único que les importaba era que los librases de lo que les estaba atormentando, y no se paraban a pensar en el coste que esa misión podría tener para ti.
El Espectro me había contado que una vez casi lo mata un boggart. Era del tipo aldabón y en un abrir y cerrar de ojos se había transformado en lanzapiedras y casi le parte la crisma con un pedrusco del tamaño de un puño de herrero. Me contó también que aún no le habían pagado por el servicio, pero que esperaba cobrar el dinero la próxima primavera. Bueno, todavía quedaba mucho tiempo para que llegase la siguiente primavera… ¡menudo negocio! Al iniciar el camino hacia casa, iba convencido de que estaría mucho mejor trabajando en la granja.
Lo malo era que tardaría casi dos días en llegar a casa, lo que suponía disponer de mucho tiempo para reflexionar. Me acordé del aburrimiento que sentía algunos días en la granja. ¿De verdad soportaría trabajar allí durante el resto de mi vida?
Después me puse a pensar en lo que diría mi madre. Se había ilusionado mucho con que fuese el aprendiz del Espectro y, si ahora lo dejaba, la defraudaría seriamente. Por eso, lo que más me costaría sería decírselo y observar su reacción.
Al anochecer del primer día de regreso a casa, me terminé todo el queso que me había dado el Espectro para el viaje. Como no tenía más comida, al día siguiente sólo me detuve una vez para mojarme los pies en un arroyo, y llegué a casa justo antes del ordeño de la tarde.
Cuando abrí la cancela del patio, mi padre se dirigía al establo de las vacas y, al verme, se le iluminó el rostro con una amplia sonrisa. Me ofrecí para ayudarlo a ordeñar y poder a sí conversar con él, pero me dijo que entrase en casa directamente para hablar con mi madre.
—Te ha echado de menos, hijo. Se va a alegrar mucho de verte.
Me dio unas palmaditas en la espalda y se fue a ordeñar las vacas. Pero, antes de haber dado media docena de pasos, Jack salió del granero y vino derecho hacia mí.
—¿Cómo es que has vuelto tan pronto? —me preguntó. Parecía algo distante. Bueno, a decir verdad, más que distante se mostraba frío, y hacía una especie de mueca con el rostro, como si estuviese intentado reñirme y sonreír al mismo tiempo.
—El Espectro me ha enviado a casa unos días. Tengo que decidir si quiero seguir o no.
—¿Y qué vas a hacer?
—Voy a hablar de eso con mamá.
—Seguro que te sales con la tuya, como siempre —dijo Jack.
En esos momentos me miraba ya con una clara expresión de desagrado, y me dio la impresión de que había ocurrido algo en mi ausencia. ¿Por qué, si no, se mostraba de repente tan antipático conmigo? ¿Es que no quería que volviese a casa?
—Y no me puedo creer que te llevases la caja de yesca de papá —añadió.
—Él me la dio —repliqué—. Quería que me la quedase.
—Te la ofreció, pero en realidad no quería que te la apropiases. Lo que hay de malo contigo es que sólo piensas en ti mismo. Piensa en el pobre papá. Le encantaba esa cajita.
No dije nada porque no quería discutir con él, pero estaba convencido de que se equivocaba. Papá había querido que me quedase con la caja de yesca, de eso estaba seguro.
—Mientras esté por aquí, te ayudaré —le dije intentando cambiar de tema.
—¡Si de verdad quieres ganarte el sustento, ve a dar de comer a los cerdos! —exclamó mientras se daba la vuelta para marcharse. A ninguno nos gustaba esa tarea. Teníamos unos cerdos grandes, peludos y malolientes, y siempre estaban tan hambrientos que era peligroso darles la comida.
A pesar de lo que había dicho Jack, me alegraba de estar en casa. Mientras cruzaba el patio, eché un vistazo a la vivienda. Los rosales trepadores de mi madre tapaban casi toda la pared posterior y siempre tenían buen aspecto aunque dieran al norte. Ahora empezaban a dar brotes, pero a mediados de junio se cubrirían de rosas rojas.
La puerta trasera siempre se quedaba atascada, pues una vez había caído un rayo encima de la casa y la puerta se había quemado. Se había puesto una nueva, pero el marco había quedado un tanto combado. Tuve que empujar con fuerza para abrirla, pero mereció la pena el esfuerzo porque lo primero que vi fue el rostro sonriente de mi madre.
Estaba sentada en su vieja mecedora, en el rincón más alejado de la cocina, un sitio al que nunca llegaba el sol porgue le dolían los ojos si la luz era demasiado fuerte. Mamá prefería el invierno al verano, y la noche al día.
Se alegró mucho de verme, y al principio traté de demorar el momento en que le diría que había vuelto para quedarme. Puse cara de que no pasaba nada y fingí sentirme feliz y contento, pero ella veía en mi interior. Nunca podía ocultarle nada.
—¿Qué te pasa? —preguntó. Me encogí de hombros e intenté sonreír, pero seguro que disimular los sentimientos se me dio aún peor que a mi hermano—. Vamos, dilo —me incitó—. No tiene sentido que te lo guardes.
No respondí hasta un buen rato después porque estaba intentando encontrar la manera de expresarlo con palabras. Poco a poco la mecedora de mi madre fue ralentizándose hasta que al final se detuvo por completo. Eso siempre era mala señal.
—He pasado el mes de prueba, y dice el señor Gregory que de mí depende si sigo o no. Pero me siento solo, mamá —confesé por fin—. Es tan malo como me imaginaba. No tengo amigos ni a nadie de mi edad con quien hablar. Me siento tan solo… Me gustaría volver y trabajar aquí.
Podría haberle dicho más cosas, contarle lo felices que éramos en la granja cuando todos mis hermanos vivían en la casa. Pero no lo hice, pues sabía que ella también los echaba de menos. Pensé que me comprendería debido a ese mismo motivo, pero me equivoqué.
Antes de que mi madre hablase, se produjo un largo silencio, aunque oía a Ellie que barría en la otra habitación, canturreando en voz baja mientras hacía sus tareas.
—¿Solo? —se extrañó al fin mi madre, y su voz estaba llena de ira, más que de comprensión—. ¿Cómo puedes sentirte solo? Te tienes a ti mismo, ¿no? Si alguna vez te perdieses a ti mismo, entonces estarías verdaderamente solo, pero entretanto, deja de quejarte. Casi eres un hombre, y un hombre tiene que trabajar. Desde que el mundo es mundo, los hombres han desempeñado trabajos que no les agradan. ¿Por qué ibas tú a ser diferente? Eres el séptimo hijo de un séptimo hijo, y éste es el oficio para el que naciste.
—Pero el señor Gregory ha formado a otros aprendices —repliqué—. Podría regresar uno de ellos y cuidar del condado. ¿Por qué tengo que ser yo?
—El Espectro ha instruido a muchos, pero muy pocos terminaron el período de formación —me explicó mi madre—. Y los que lo acabaron no le llegan ni a la suela del zapato. Tienen defectos o son débiles o cobardes. Van por mal camino y piden dinero a cambio de poca cosa. Por eso ahora sólo quedas tú, hijo mío. Tú representas la última oportunidad, la última esperanza. Alguien tiene que hacerlo. Alguien tiene que plantar cara a las tinieblas. Y tú eres el único capaz. —La mecedora empezó a moverse otra vez ganando impulso a cada vaivén—. Bien, me alegro de haber aclarado este punto. ¿Quieres esperar a la cena, o te pongo un poco en cuanto esté lista? —preguntó.
—No he comido nada en todo el día, mamá, ni siquiera para desayunar.
—Bueno, hoy tenemos guisado de conejo. Seguro que te levanta un poco los ánimos.
Me senté a la mesa de la cocina, mientras mi madre se afanaba en los fogones. No recordaba haberme sentido nunca tan deprimido y triste como en ese momento. El guisado de conejo olía de maravilla y se me empezó a hacer la boca agua. Nadie cocinaba mejor que ella. Merecía la pena haber vuelto a casa, aunque fuese para comer una sola vez.
Con una sonrisa, mi madre acercó a la mesa un enorme plato de humeante guisado y lo puso delante de mí.
—Voy a subir a prepararte la habitación —dijo—. Ahora que estás aquí, a lo mejor quieres quedarte unos días.
Le di las gracias con un murmullo y no esperé a empezar a comer. En cuanto mi madre subió al piso de arriba, Ellie apareció en la cocina.
—Me alegro de verte, Tom —me saludó con una sonrisa, y dirigió la vista al generoso plato de comida que me estaba zampando—. ¿Quieres un poco de pan para acompañar?
—Sí, por favor —respondí, y Ellie me untó tres gruesas rebanadas de pan con mantequilla, antes de sentarse a la mesa enfrente de mí. Me lo comí todo sin parar siquiera a tomar aire, y al final rebañé el plato con la última gran rebanada de pan recién hecho.
—¿Te sientes mejor ahora?
Asentí en silencio y traté de sonreír, pero supe que no me había salido del todo bien porque de repente Ellie me miró con cara de preocupación.
—No he podido evitar oír lo que le estabas diciendo a tu madre —afirmó—. Estoy segura de que no es tan malo como cuentas. Se debe sólo a que todo te resulta nuevo y extraño en el trabajo, pero enseguida te acostumbrarás. Además, no tienes que volver inmediatamente. Después de pasar unos días en casa, te sentirás mejor. Y siempre serás bienvenido aquí, incluso cuando la granja pertenezca a Jack.
—Creo que a Jack no le hace gracia verme por aquí.
—¿Por qué? ¿Qué te hace pensar eso? —preguntó Ellie.
—Es que no parecía muy simpático, nada más. Me parece que no quiere que esté aquí.
—No te preocupes por el grandullón de tu hermano. Ya me encargaré yo de él.
Sonreí (esta vez de verdad) porque tenía razón. Como dijo mi madre una vez, Ellie era capaz de doblegar a Jack con sólo mover el meñique.
—Lo que más le preocupa es esto de aquí —añadió Ellie acariciándose el vientre—. La hermana de mi madre falleció cuando dio a luz, y en mi familia sigue hablándose de ese suceso todavía hoy. Por eso Jack está nervioso, pero yo no me preocupo en absoluto porque no podría estar en mejor sitio que aquí, al lado de tu madre, que sabrá cuidarme. —Hizo una pausa—. Pero hay algo más: tu nuevo trabajo le tiene preocupado.
—Pues parecía bastante contento antes de que me marchase —dije.
—Se comportaba así porque eres su hermano y te quiere. Pero el oficio de espectro asusta a la gente. Les incomoda. Supongo que si te hubieses ido definitivamente, todo habría ido bien. Pero Jack dijo que el día que os fuisteis, subisteis al bosque del monte, y que desde entonces los perros han estado inquietos y ni siquiera se atreven a acercarse al prado norte.
»Jack piensa que habéis revuelto algo. Imagino que no es más que eso —prosiguió Ellie acariciándose suavemente el vientre de nuevo—. Sólo quiere protegerte, pues piensa en su familia. Pero tú no te preocupes porque al final todo se solucionará por sí solo.
Me quedé tres días en casa. Durante ese tiempo traté de poner cara de que no pasaba nada, pero al final me di cuenta de que era hora de partir. A la última persona que vi antes de marcharme fue a mi madre. Estábamos solos en la cocina, y ella me dio un leve apretón en el brazo y me dijo que estaba orgullosa de mí.
—No sólo eres siete veces siete —dijo sonriéndome cálidamente—, sino que además eres mi hijo y tienes la fuerza necesaria para hacer lo que hay que hacer.
Asentí para darle la razón porque quería que estuviese contenta, pero la sonrisa de mis labios se desdibujó en cuanto salí del patio. Inicié la penosa marcha en dirección a la casa del Espectro con el corazón hundido en las botas, sintiéndome herido y defraudado al comprobar que mi madre no quería que me quedase en casa.
Llovió durante todo el trayecto hasta Chipenden, y al llegar, estaba helado, mojado y deprimido. Pero cuando me hallé ante la cancela del jardín, me llevé una sorpresa: el pestillo se levantó por sí solo y la portezuela se abrió sin que yo la tocase. Fue una especie de bienvenida, como si me animasen a entrar, algo que yo creía que estaba reservado para el Espectro. Supongo que esos detalles deberían haberme agradado, pero no fue así. Para mí era escalofriante.
Llamé tres veces a la puerta y entonces observé que la llave estaba puesta en el cerrojo. Como nadie acudió a mi llamada, giré la llave y abrí la puerta.
Miré en todas las habitaciones de la planta baja, excepto en una, y a continuación di una voz por el hueco de la escalera. Como no hubo respuesta, me aventuré a entrar en la cocina.
Había un fuego encendido en la chimenea, y en el centro de la mesa, preparada para un comensal, se hallaba un copioso y humeante estofado. Tenía tanta hambre que me puse a comer directamente, y casi me lo había terminado todo cuando vi la nota que había debajo del salero.
He ido a Pendle, en el este, porque ha surgido un problema con una bruja. Estaré fuera algunos días. Siéntete como en casa, pero no te olvides de recoger las provisiones de la semana. Como de costumbre, el carnicero tiene mi saco. Ve allí primero.
Pendle era una de aquellas colinas rocosas, en realidad casi una montaña, y se hallaba bastante lejos, al este del condado. La zona estaba plagada de brujas y era un lugar peligroso, sobre todo si ibas solo. Esa circunstancia volvió a recordarme lo arriesgado que podía ser el oficio del Espectro.
Pero no pude evitar sentirme un poco molesto: ¡tanto tiempo esperando a que pasase algo, y precisamente cuando estoy fuera, el Espectro se marcha sin mí!
Dormí bien esa noche, pero no lo suficientemente profundo para no oír la campanilla del desayuno.
Bajé en el momento oportuno y fui recompensado con el mejor plato de beicon y huevos que había probado en casa del Espectro. Estaba tan contento que, antes de levantarme de la mesa, hablé en voz alta empleando las palabras que decía mi padre cada domingo después del almuerzo.
—Estaba muy bueno —dije—. Mis felicitaciones al cocinero.
Nada más decir eso salió una llamarada del fuego, y un gato empezó a ronronear. No veía a ningún gato, pero el sonido que hacía era tan fuerte que os prometo que los cristales de las ventanas vibraban. Era evidente que había dicho lo adecuado.
Así pues, muy contento conmigo mismo, me puse en marcha para bajar al pueblo a buscar las provisiones. El sol lucía en un cielo azul sin nubes, los pájaros cantaban y, tras la lluvia del día anterior, el mundo entero parecía resplandecer como nuevo.
Empecé por la carnicería, donde recogí el saco del Espectro, y después pasé por la frutería y terminé en la panadería. Había unos muchachos del pueblo apoyados en la pared de al lado. No eran tantos como la vez anterior ni estaba con ellos el jefe de la pandilla, aquel muchacho fornido con el cuello como el de un toro.
Recordando lo que me había dicho el Espectro, me acerqué directamente a ellos.
—Lamento lo del otro día —me disculpé—, pero soy nuevo aquí y no conocía bien las reglas del lugar. El señor Gregory me ha dicho que podéis coger una manzana y un pastel cada uno. —Dicho esto, abrí el saco y di a cada muchacho lo que les había prometido. Abrieron tanto los ojos que casi se les salen de las cuencas, y uno por uno me dieron las gracias.
En lo alto del sendero había alguien esperándome: era Alice y, como la vez anterior, estaba de pie en la sombra de los árboles, como si no le gustase el sol.
—Te doy una manzana y un pastel si quieres —le ofrecí.
Me sorprendí, pero me dijo que no con la cabeza.
—Ahora no tengo hambre —respondió—. Pero deseo una cosa: necesito que cumplas tu palabra, necesito que me ayudes.
Me encogí de hombros. Una promesa es una promesa, y recordaba que se la había hecho. ¿Qué otra cosa podía hacer, sino cumplir mi palabra?
—Dime lo que quieres y lo haré lo mejor que pueda —repliqué.
Una vez más el rostro de Alice se iluminó con una sonrisa muy amplia. Llevaba un vestido negro y los zapatos de punta, pero por alguna razón aquella sonrisa hizo que se me olvidasen esos detalles. Aun así, lo que dijo a continuación me inquietó y estropeó bastante el resto del día.
—No te lo voy a decir ahora —aseguró—. Lo haré esta noche en el momento en que se ponga el sol. Ven a verme cuando oigas la campana del viejo Gregory.
Oí la campana un poco antes del anochecer y, acongojado, bajé la colina hacia el corro de sauces en donde se cruzaban los caminos. No me parecía correcto que Alice hiciese sonar la campana, a no ser que tuviese algún encargo para el Espectro, pero por alguna razón dudé de que ése fuera el motivo.
En el cielo, a lo lejos, los últimos rayos del sol bañaban las cimas de las colinas rocosas con un tenue resplandor anaranjado, pero abajo, entre los árboles deshilachados, todo estaba gris y lleno de sombras.
Tuve un estremecimiento al ver a la niña, porque estaba tirando de la cuerda sólo con una mano y, aun así, lograba que el badajo de la enorme campana se agitase como loco. A pesar de tener los brazos flacos y la cintura estrecha, debía de ser muy fuerte.
Dejó de tirar de la cuerda en cuanto aparecí y puso las manos en jarras mientras las ramas seguían agitándose por encima de su cabeza. Estuvimos un siglo mirándonos sin decir nada hasta que un cesto que había a los pies de Alice atrajo mi mirada. Dentro había algo tapado con una tela negra.
Levantó el cesto y me lo tendió.
—¿Qué es? —pregunté.
—Es para ti; para que puedas cumplir tu palabra.
Acepté el presente, pero no me hizo mucha gracia. Sentí curiosidad y alargué la mano para levantar la tela negra.
—No, déjalo así —me cortó Alice en tono tajante—. Que no les entre aire, o se estropearán.
—¿Qué son? —pregunté. Se estaba haciendo de noche por momentos, y empezaba a ponerme nervioso.
—Unos pasteles.
—Muchas gracias —dije.
—No son para ti —contestó ella, y le asomó una sonrisita en las comisuras de los labios—. Esos pasteles son para la vieja Madre Malkin.
La boca se me quedó seca, y noté que un escalofrío me recorría la espalda. Madre Malkin era la bruja viva que el Espectro tenía en una fosa en el jardín.
—Creo que al señor Gregory no le gustaría que lo hiciera —me defendí—. Me ordenó que me mantuviese lejos de ella.
—El viejo Gregory es un hombre muy cruel —afirmó Alice—. La pobre Madre Malkin lleva casi trece años metida en un húmedo y oscuro hoyo excavado en la tierra. ¿Acaso es correcto tratar tan mal a una anciana?
Me encogí de hombros. A mí tampoco me parecía bien. Me costaba defender la actitud del Espectro, pero me había dicho que existía una muy buena razón para hacerlo.
—Mira —continuó Alice—, no te vas a meter en ningún lío porque el viejo Gregory no debe enterarse. Lo único que vas a hacer es tener una pequeña atención con ella. Son sus pasteles favoritos, hechos en casa. No hay nada malo en eso. Es un detalle de nada, para que resista el frío. Es que se le mete directamente en los huesos, en serio. —Una vez más, me encogí de hombros. Parecía que los mejores pretextos se le ocurrían a ella—. Así pues, no tienes más que llevarle un pastel cada noche. Tres pasteles para tres noches. Y lo mejor es que lo hagas a medianoche porque es cuando le entra el hambre. Dale el primero hoy mismo.
Alice se dio la vuelta para marcharse, pero antes se giró para dedicarme una sonrisa.
—Podríamos hacernos buenos amigos, tú y yo —sugirió con una risilla.
Entonces desapareció en la creciente oscuridad.