Una niña con zapatos de punta
La cocina había cambiado de aspecto desde mi última visita: un pequeño fuego ardía en la chimenea y había dos platos con beicon y huevos en la mesa. También había una hogaza de pan recién hecho y un taco grande de mantequilla.
—A comer, muchacho, antes de que se enfríe —me animó el Espectro.
Me puse a ello inmediatamente, y no tardamos mucho en terminarnos todo lo que había en los platos, además de la mitad de la hogaza. El Espectro se reclinó en el respaldo de su silla y, mesándose la barba, me hizo una pregunta en tono trascendental.
—¿No crees —empezó a decir clavando los ojos en los míos— que ha sido el mejor plato de beicon con huevos que has comido en tu vida?
No estaba de acuerdo. El desayuno había estado bien preparado. Estaba bueno, de acuerdo, al menos era mejor que haber tomado sólo queso, pero había probado cosas mejores. Cuando vivía en mi casa, el desayuno era cada día más rico. Mi madre era mucho mejor cocinera, pero por alguna razón no me parecía que ésa fuese la respuesta que el Espectro estaba esperando de mí. Así que le dije una mentirijilla sin mala intención, de esa clase de mentiras que en realidad no hacen ningún daño y sólo se dicen para que la gente se alegre al oírlas.
—Sí —respondí—, ha sido el mejor desayuno que he tomado en mi vida. Y lamento haber bajado antes de tiempo. Prometo que no volverá a pasar.
Al oír mis palabras, el Espectro sonrió tanto que pensé que se le iba a romper la cara en dos. Después me dio una palmada en la espalda y me condujo otra vez al jardín. Pero entonces se le desdibujó la enorme sonrisa del rostro.
—Así me gusta, muchacho —dijo—. Hay dos criaturas que reaccionan bien a la adulación. La primera es la mujer y la segunda es el boggart. Siempre funciona.
Bueno, como yo no había visto ni rastro de una mujer en la cocina, ese comentario confirmó mis sospechas: el que nos preparaba la comida era un boggart. Fue una sorpresa, por decir algo. Todo el mundo creía que los espectros eran asesinos de boggarts, o que los apresaban de tal modo que ya no podían hacer más fechorías. ¿Quién hubiera pensado que mi maestro tenía un boggart a su servicio para que le hiciera la comida y se ocupase de la limpieza?
—Éste es el jardín occidental —me explicó el Espectro, mientras caminábamos por el tercer sendero haciendo crujir bajo nuestras pisadas los guijarros blancos—. Aquí estarás a salvo tanto de día como de noche. Vengo aquí a menudo cuando tengo algún problema que requiere reflexión.
Cruzamos otro hueco del seto y enseguida nos encontramos entre los árboles. Noté la diferencia al instante. En el bosque los pájaros cantaban y los árboles se mecían dulcemente con la brisa de la mañana. Era un lugar más alegre.
Seguimos caminando hasta que salimos del bosque y llegamos a una ladera con vistas a las montañas a nuestra derecha. El cielo estaba tan limpio que se distinguían los muros de piedra sin mortero, que dividían en campos de cultivo la parte inferior de la ladera de la montaña y delimitaban el territorio de cada granjero. De hecho, las vistas se extendían hasta la cima misma de la montaña más próxima.
El Espectro señaló un banco de piedra que había a nuestra izquierda.
—Toma asiento, muchacho —me ofreció.
Hice lo que me decía y me senté. El Espectro se quedó mirándome unos minutos, sin apartar sus ojos verdes de los míos. Entonces se puso a andar de un lado a otro delante del banco, sin decir ni media palabra. Ya no me observaba, sino que tenía la mirada perdida en algún punto indefinido del espació. Se apartó la capa negra y metió las manos en los bolsillos de los amplios pantalones, y entonces, de una manera muy súbita, se sentó a mi lado y empezó a hacerme preguntas.
—¿Cuántos tipos de boggarts crees que hay?
Yo no tenía ni idea.
—De momento, sé que hay por lo menos dos —respondí—: Los libres y los apresados, pero no me aventuraría a decir cuántos más existen.
—Esa respuesta vale por dos, muchacho. Has recordado lo que te enseñé y has demostrado que no eres una persona atolondrada que se atreva a hacer suposiciones al tuntún. Verás, hay tantos tipos diferentes de boggarts como tipos de personas, y cada uno tiene una personalidad propia. Sin embargo, una vez dicho esto, hay varias clases de ellos que pueden reconocerse y nombrarse. A veces es por la forma que adoptan y otras veces debido a su comportamiento o a los trucos que suelen hacer.
Metió la mano en el bolsillo derecho, sacó un librillo encuadernado en cuero negro y me lo tendió.
—Ten, ahora es tuyo —dijo—. Cuídalo bien y, hagas lo que hagas, no lo pierdas.
El cuero de las tapas olía muy fuerte, y parecía que el libro estaba nuevo. Me desilusioné un poco al abrirlo y al comprobar que estaba lleno de páginas en blanco. Supongo que me había imaginado que contendría todos los secretos del oficio del Espectro, pero no era así. Se suponía que debía anotarlos yo mismo, pues a continuación mi maestro sacó del bolsillo una pluma y un pequeño tintero.
—Prepárate para tomar apuntes —indicó poniéndose de pie y empezando a andar otra vez de un lado a otro delante del banco—. Y ten cuidado de no derramar la tinta, muchacho. Que no la dan las vacas.
Conseguí descorchar el tintero y, con sumo cuidado, empapé la punta de la pluma y abrí el cuaderno por la primera página.
El Espectro ya había dado comienzo a la lección e iba muy deprisa.
—En primer lugar, hay boggarts peludos que adoptan formas de animales. La mayoría de éstos son perros, pero hay casi la misma cantidad de gatos y alguna que otra cabra también. Pero no olvides incluir a los caballos, que pueden ser muy astutos. Cualquiera que sea su forma, los boggarts peludos se pueden dividir en tres grupos: los hostiles, los amistosos y los que están en un término medio.
»A continuación tenemos los aldabones, que a veces se transforman en lanzadores de piedras, y en ese caso pueden enfadarse mucho si se les provoca. Uno de los tipos más desagradables de todos es el destripador de ganado, porque es igual de aficionado a la sangre humana. No obstante, no te quedes con la idea de que los espectros sólo se encargan de los boggarts, porque los muertos intranquilos nunca andan muy lejos de nosotros. Además, para empeorar aún más las cosas, las brujas son un auténtico problema en el condado. Ahora, en este lugar, no hay brujas que puedan preocuparnos, pero más al este, cerca del monte Pendle, son un verdadero peligro. Y recuerda que las brujas tampoco son todas iguales. En líneas generales, distinguimos cuatro categorías: las malévolas, las benignas, las acusadas de falsos cargos y las inconscientes.
Para entonces, como habréis podido imaginar, me encontraba en un serio aprieto. De entrada, el Espectro hablaba tan deprisa que no me había dado tiempo de anotar ni una sola palabra. En segundo lugar, ni siquiera sabía qué significaban esas palabras rimbombantes que estaba usando. Sin embargo, en ese momento hizo una pausa, y creo que debió de percatarse de la expresión de perplejidad de mi rostro.
—¿Algún problema, muchacho? —preguntó—. Vamos, escúpelo. No tengas miedo de hacer preguntas.
—No he entendido nada de lo que acaba de decir sobre las brujas —repliqué—. No sé qué significa «malévola» ni tampoco «benigna».
—Malévolo es lo mismo que malvado —me explicó—. Y benigno equivale a bueno. Y una bruja inconsciente es una bruja que no sabe que es bruja, y además, como es una mujer, tenemos un problema por partida doble. No te fíes nunca de las mujeres —añadió el Espectro.
—Mi madre es una mujer —repuse sintiéndome de pronto un tanto enojado—, y me fío de ella.
—Normalmente, las madres son mujeres —bromeó el Espectro—. Y, normalmente, todas las madres son bastante de fiar, siempre que uno sea hijo suyo. De lo contrario, ¡cuidado con ellas! Yo también tuve madre en su día y me fiaba de ella. Recuerdo bien esa sensación. ¿Te gustan las niñas? —preguntó sin venir a cuento.
—En realidad no conozco a ninguna —admití—. No tengo hermanas.
—Bien, en ese caso podrías ser víctima de sus trucos con facilidad. ¡Mucho cuidado con las niñas del pueblo! Sobre todo con las que lleven zapatos puntiagudos. Apúntalo. Por ahí puedes empezar.
¿Qué tendría de malo llevar zapatos de punta? Sabía que mi madre no estaría muy contenta si oyese lo que el Espectro acababa de decir. Ella opinaba que había que aceptar a las personas tal como uno creía que eran, sin depender de la opinión de un tercero. Pero, en fin, ¿qué otra cosa podía hacer? Así pues, en el encabezado de la primera página del libro escribí: «Niñas del pueblo con zapatos de punta».
El Espectro me observó mientras yo escribía, y a continuación, me pidió que le devolviese el libro y la pluma.
—Mira —señaló—, vas a tener que tomar apuntes más deprisa. Hay mucho que aprender y en poco tiempo habrás rellenado una docena de cuadernos, pero por ahora bastarán tres o cuatro encabezados más para empezar.
Entonces escribió: «Boggarts peludos» en el inicio de la segunda página; luego «Aldabones» en lo alto de la tercera página, y por último, «Brujas» al principio de la cuarta página.
—Ya está —aseguró—. Con eso empezarás. Tan sólo tienes que escribir lo que aprendas hoy bajo cada uno de esos cuatro encabezados. Pero ahora vamos a ocuparnos de algo más urgente: necesitamos provisiones. Por lo tanto baja al pueblo, o si no mañana pasaremos hambre. Ni siquiera el mejor cocinero puede preparar la comida si no dispone de los ingredientes. Recuerda que todo va dentro de mi saco, y ve a ver primero al carnicero, que es quien lo tiene. Sólo has de preguntar por el pedido del señor Gregory.
Me dio una pequeña moneda de plata y me dijo que no perdiese el cambio. A continuación me indicó que bajase la colina por la ruta más rápida para llegar al pueblo.
Al poco rato ya estaba otra vez metido entre los árboles, hasta que al final llegué a unos escalones que me permitieron subir por una tapia, tras la cual había un estrecho sendero que bajaba muy empinado. Unos cien pasos más abajo, aproximadamente, doblé por un recodo, y aparecieron ante mi vista los tejados de pizarra grisácea de Chipenden.
El pueblo era más grande de lo que había imaginado. Había por lo menos un centenar de casitas, además de una taberna, una escuela y una iglesia grande con campanario. No vi ni rastro de lo que pudiera considerarse la plaza del mercado, pero la calle principal, adoquinada y muy empinaba, estaba llena de mujeres con cestos repletos que entraban y sabían de los comercios. A ambos lados de la calle esperaban caballos y carretas, por lo que era evidente que las esposas de los granjeros de la zona acudían al pueblo a hacer sus compras, así como también, sin duda, las gentes de las aldeas vecinas.
No me costó encontrar la carnicería. Guardé mi turno en la fila de mujeres, que armaban mucho barullo porque hablaban todas a voces con el carnicero, un grandullón muy animoso, con la cara sonrosada y la barba pelirroja. Parecía que conocía a cada una de las mujeres por su nombre, y ellas no paraban de reírle las gracias, que él prodigaba sin cesar. Yo no entendía la mayoría de los chistes, pero sin duda las mujeres sí, y realmente daba la impresión de que se lo estaban pasando de lo lindo.
Nadie me prestaba atención, pero al final llegué al mostrador y me tocó el turno.
—Vengo a recoger el pedido del señor Gregory —dije al carnicero.
Nada más decir eso, la tienda se quedó en silencio absoluto y cesaron las risas. El carnicero buscó detrás del mostrador y puso encima un saco grande. Detrás de mí oía los murmullos de la gente, pero aunque agucé el oído, no logré entender bien lo que estaban diciendo. Cuando eché un vistazo hacia atrás, vi que todas las mujeres dirigían la vista hacia otro lado en vez de mirarme a mí, e incluso algunas de ellas tenían la mirada fija en el suelo.
Pagué al carnicero con la moneda de plata, comprobé cuidadosamente el cambio, le di las gracias y salí de la tienda con el saco en brazos. Una vez en la calle, me lo eché al hombro. La visita a la verdulería no me llevó nada de tiempo, pues como las provisiones ya estaban envueltas, metí el paquete en el saco, que empezaba a pesar bastante.
Hasta ese momento todo había ido bien, pero cuando mi dirigí a la panadería vi a la pandilla de chicos.
Eran unos siete u ocho y estaban sentados en el muro de un jardín. Eso no tenía nada de extraño, si no hubiera sido porque no se hablaban entre sí, pues se dedicaban a mirarme fijamente con cara de pocos amigos, como una manada de lobos, y observaban cada uno de mis movimientos sin perder detalle mientras me aproximaba a la tienda.
Cuando salí de la panadería, todavía estaban allí, y cuando inicié el ascenso a la colina, empezaron a seguirme. Bueno, aunque era demasiada coincidencia que en ese momento hubieran acabado de decidir que subirían la misma cuesta que yo, no me preocupé mucho. Después de haber vivido con seis hermanos, tenía mucha práctica con las peleas.
Oía el sonido de sus pisadas cada vez más cerca. Estaban dándome alcance bastante deprisa, pero quizás era porque yo caminaba más despacio cada vez. Ya me entendéis: no quería que pensasen que tenía miedo, y de todos modos el saco pesaba mucho y la cuesta por la que subía era muy empinada.
Me alcanzaron cuando me quedaban unos doce pasos para llegar a los escalones de la tapia, en el lugar donde el sendero dividía un bosquecillo. Había tantos árboles a ambos lados que tapaban el sol matinal.
—Abre ese saco, a ver lo que tenemos —ordenó una voz a mi espalda.
Era una voz fuerte y grave, acostumbrada a decirle a la gente lo que debía hacer, y contenía un inconfundible tono de amenaza que me indicaba que a su propietario le gustaba hacer daño y siempre andaba al acecho de su próxima víctima.
Me di la vuelta para enfrentarme a él, pero agarré el saco con más fuerza aún, bien pegado a mi hombro. No cabía duda de que el que había hablado era el jefe de la pandilla. Los demás eran muchachos de rostro flaco y macilento, como si pidiesen a gritos una buena comida, pero él tenía tal aspecto que parecía que había comido por todos juntos. Como mínimo me sacaba una cabeza, y tenía los hombros anchos y el cuello como el de un toro; el rostro también era amplio, con las mejillas sonrosadas, pero los ojos eran muy pequeños y parecía que no parpadeaba nunca.
Supongo que si ese chico no hubiese estado ahí y no se hubiese metido conmigo, me habría ablandado. Al fin y al cabo, varios de los muchachos parecían estar medio muertos de hambre, y en el saco llevaba un montón de manzanas y de pasteles. Por otra parte, nada de eso era mío, y no era quién para regalar nada.
—Esto no me pertenece —dije—. Es del señor Gregory.
—Pues a su último aprendiz eso no le preocupaba —respondió el jefe acercando su cara a la mía—. Abría el saco para que cogiésemos lo que quisiéramos. Si tuvieras dos dedos de frente, harías lo mismo. Y si no lo haces por las buenas, lo harás por las malas. Pero eso no te gustaría mucho, y al final dará lo mismo.
La pandilla empezó a acercárseme, y noté que, detrás de mí, había alguien que intentaba quitarme el saco. Ni siquiera entonces lo solté y, además, miré fijamente a los redondos y brillantes ojillos del jefe de la banda, haciendo esfuerzos para no parpadear.
En ese momento ocurrió una cosa que nos pilló por sorpresa: hubo un movimiento entre los árboles, en algún lugar a mi derecha, y todos nos volvimos hacia allí.
Se veía una forma oscura entre las sombras, y cuando mis ojos se acostumbraron a la penumbra, vi que se trataba de una niña. Venía lentamente hacia nosotros, pero avanzaba tan en silencio que podríais haber oído el sonido de una aguja al caer, y con tanta suavidad que parecía que flotaba en lugar de andar. Entonces se detuvo en el borde de las sombras de los árboles, como si no quisiera exponerse a la luz.
—¿Por qué no lo dejáis en paz? —dijo. Parecía una pregunta, pero el tono de la voz me indicaba que se trataba de una orden.
—¿Y a ti qué te importa? —preguntó el jefe de la pandilla adelantando el mentón y apretando los puños.
—De mí no tienes que preocuparte —respondió la niña desde las sombras—. Lizzie ha vuelto, y si no hacéis lo que os digo, tendréis que responder ante ella.
—¿Lizzie? —preguntó el chico, y dio un paso atrás.
—Lizzie la Huesuda. Es mi tía. No me dirás que no has oído hablar de ella…
¿Alguna vez habéis notado que el tiempo corre tan despacio que casi parece que se ha detenido, o habéis escuchado un reloj cuyo último «tac» parece que tarda siglos en sonar después del «tic» anterior? Bueno, pues eso mismo parecía estar pasando, hasta que, de una manera muy súbita, la niña profirió un fuerte siseo entre los dientes apretados. A continuación volvió a hablar.
—Vamos —dijo—. ¡Largo de aquí! ¡Marchaos! ¡Deprisa, o moriréis!
El efecto de sus palabras en la pandilla fue inmediato. Me dio tiempo a ver la expresión de algunos de los rostros, y me di cuenta de que no estaban simplemente asustados, sino aterrados y al borde del pánico. El jefe dio media vuelta y echó a correr por la pendiente, con los demás pisándole los talones.
No sabía por qué se habían asustado tanto, pero me entraron ganas de salir corriendo a mí también, pues la niña me miraba con los ojos como platos, y tuve la sensación de que no era capaz de controlar mis extremidades. Me sentía como si fuese un ratón paralizado por la mirada fija de un armiño a punto de saltar sobre mí en cualquier momento.
Me esforcé por mover el pie izquierdo y, lentamente, giré el cuerpo hacia los árboles para seguir en la dirección que apuntaba mi nariz, pero sin dejar de agarrar con fuerza el saco del Espectro. Fuese quien fuese aquella niña, no estaba dispuesto a soltarlo.
—¿Es que no vas echar a correr tú también? —me preguntó.
Negué con la cabeza. Tenía la boca muy seca y no podía fiarme de lo que intentase responder. Sabía que no me saldrían las palabras correctas.
La niña debía de tener mi edad o, en todo acaso, un año menos. Su rostro era bastante bonito, pues tenía unos enormes ojos castaños, pómulos altos y una melena larga y negra. Llevaba un vestido negro, ceñido a la cintura con un cordón blanco. Mientras observaba esos detalles, me fijé en algo que me sobresaltó: llevaba zapatos de punta, e inmediatamente recordé la advertencia del Espectro. Pero no me moví de mi sitio, decidido a no salir corriendo como habían hecho los demás.
—¿Es que no me vas a dar las gracias? —preguntó—. Sé amable y agradécemelo.
—Gracias —dije, poco convencido, concentrado únicamente en lograr pronunciar esa palabra a la primera.
—Bien, es un buen principio —comentó—. Pero para agradecérmelo de verdad, tienes que darme algo, ¿no? De momento, bastará con una manzana y un pastel. No es mucho pedir. Llevas de todo en el saco, y el viejo Gregory no se dará cuenta. Y si se da cuenta, no dirá nada.
Me extrañó que llamara «viejo Gregory» al Espectro. Sabía que no le haría gracia que lo llamasen así. Además, eso me indicaba dos cosas: en primer lugar, que la niña lo respetaba poco y, en segundo lugar, que no le tenía ni pizca de miedo. En mi pueblo, la mayoría de la gente temblaba sólo de pensar que el Espectro pudiese andar cerca.
—Lo lamento —repliqué—, pero no puedo hacer eso. No soy quién para regalar nada.
Me miró intensamente y permaneció en silencio durante un buen rato. En un momento dado pensé que iba a espantarme siseando entre los dientes. Le sostuve la mirada e intenté no pestañear, hasta que al final una leve sonrisa le iluminó el rostro y volvió a hablar.
—Entonces tendrás que hacerme una promesa.
—¿Una promesa? —pregunté, sin saber a qué se refería.
—Prométeme que me ayudarás, igual que lo he hecho yo. Ahora mismo no necesito ayuda, pero a lo mejor otro día sí.
—Vale —acepté—. Si alguna vez necesitas que te auxilie en el futuro, sólo tienes que pedírmelo.
—¿Cómo te llamas? —quiso saber dedicándome ahora una sonrisa bien amplia.
—Tom Ward.
—Pues yo me llamo Alice y vivo ahí detrás —dijo señalando a su espalda, entre los árboles—. Soy la sobrina favorita de Lizzie la Huesuda.
Lizzie la Huesuda era un nombre muy raro, pero habría sido de mala educación decírselo. Fuese quien fuese, el nombre de aquella señora había bastado para asustar a los chicos del pueblo.
Eso puso punto final a la conversación. Los dos nos dimos la vuelta para seguir cada uno su camino, pero cuando ya nos estábamos alejando, Alice exclamó mirando hacia atrás:
—¡Ten cuidado! No querrás terminar como el último aprendiz del viejo Gregory…
—¿Qué le pasó?
—¡Será mejor que se lo preguntes a él! —gritó ella, y desapareció entre los árboles.
Cuando volví a la casa, el Espectro comprobó meticulosamente el contenido del saco y puso una marca en cada palabra de una lista.
—¿Has tenido algún contratiempo en el pueblo? —preguntó en cuanto hubo terminado.
—Unos chicos me siguieron por la cuesta y me pidieron que abriese el saco, pero les dije que no —respondí.
—Muy valiente por tu parte —dijo el Espectro—. La próxima vez no pasará nada si les das unas manzanas y unos pasteles. La vida ya es bastante dura, y algunos de esos muchachos pertenecen a familias muy pobres. Siempre encargo más de la cuenta por si me piden algo.
Eso me molestó. ¡Ojalá me lo hubiera dicho antes!
—No quise hacerlo sin haberlo consultado antes con usted —afirmé.
—¿Es que querías darles unas manzanas y unos pasteles? —comentó arqueando las cejas.
—No me gusta que se metan conmigo —respondí—, pero algunos de los chicos tenían pinta de estar hambrientos de verdad.
—Entonces la próxima vez fíate de tu instinto y ten iniciativa —repuso el Espectro—. Confía en tu voz interior, rara vez se equivoca. Un espectro depende mucho de eso porque a veces puede marcar la diferencia entre la vida y la muerte. Así pues, ésa es otra cosa que tendremos que averiguar sobre ti: si tus instintos son de fiar o no. —Hizo una pausa mientras me miraba intensamente, escudriñando mi rostro con los ojos verdes—. ¿Algún problema con las niñas? —preguntó de sopetón.
Como todavía estaba molesto, no respondí directamente a su pregunta.
—Ninguno en absoluto —repliqué.
No era una mentira, ya que Alice me había ayudado, y el suceso había sido todo lo contrario a un problema. Aun así, yo era consciente de que en realidad él quería saber si me había encontrado con alguna niña, y de que debería haberlo hablado de ella, sobre todo teniendo en cuenta que Alice llevaba zapatos de punta.
Cometí muchos errores como aprendiz, y ése fue el segundo error grave: no decirle al Espectro toda la verdad.
El primero y aún más grave fue hacer aquella promesa a Alice.