Boggarts y brujas
Nos dirigíamos a la que el Espectro denominaba su «morada de invierno».
Mientras caminábamos, las últimas nubes de la mañana terminaron de deshacerse, y entonces me di cuenta de que el sol parecía distinto. A veces el sol brilla en invierno incluso en el condado, lo cual es bueno, pues suele significar que por lo menos no está lloviendo. Sin embargo, cada año llega una época en la que, de pronto, notas por primera vez el calor que proporciona el sol; es como el retorno de un viejo amigo.
El Espectro debía de estar pensando casi lo mismo que yo, porque de repente se detuvo, me miró de reojo y me dedicó una de sus escasas sonrisas.
—Hoy es el primer día de la primavera, muchacho —me dijo—. Iremos a Chipenden.
Me pareció un comentario extraño. ¿Es que siempre iba a Chipenden el primer día de primavera? Y de ser así, ¿por qué lo haría? Por lo tanto se lo pregunté.
—Es el territorio de verano. Pasamos el invierno en las inmediaciones del páramo de Anglezarke, y el verano en Chipenden.
—Nunca he oído hablar de Anglezarke. ¿Dónde está?
—En el extremo meridional del condado, muchacho. Es donde nací, y vivimos allí hasta que mi padre nos trasladó a Horshaw.
De todos modos, al menos me sonaba el nombre de Chipenden, cosa que me hizo sentir mejor. De pronto caí en la cuenta de que, como aprendiz del Espectro, tendría que viajar mucho y debería aprender a orientarme.
Sin más demora, cambiamos de dirección y enfilamos hacia las montañas que se divisaban a lo lejos, al nordeste. Ya no hice más preguntas. Esa noche, albergados de nuevo en un frío granero y con unos cuantos trocitos de queso amarillo por toda cena, a mi estómago le dio por pensar que me habían cortado el cuello. Nunca había estado tan hambriento.
Me habría gustado saber dónde nos quedaríamos cuando llegásemos a Chipenden y si allí tomaríamos comida de verdad. No conocía a nadie que hubiese estado en ese lugar, pero se suponía que era un pueblo remoto y hostil, perdido en lo alto de las colinas rocosas, que eran las lejanas montañas de color gris y morado que se divisaban desde la granja de mi padre. Estas siempre me habían parecido una especie de gigantescos animales dormidos, pero seguro que era a causa de las historias de ese tipo que uno de mis tíos tenía la costumbre de contarme. Decía que por la noche empezaban a moverse, y que a veces, al amanecer, pueblos enteros desaparecían de la faz de la Tierra, hechos polvo bajo el peso de las montañas.
A la mañana siguiente, unos oscuros nubarrones tapaban el sol otra vez, y daba la impresión de que tendríamos que esperar cierto tiempo antes de poder disfrutar del segundo día de la primavera. También empezaba a soplar el viento, que tiraba de nuestra ropa mientras iniciábamos el ascenso y obligaba a los pájaros a alzar el vuelo hacia el cielo. Las nubes pasaban a toda velocidad, una tras otra, desplazándose en dirección al este hasta ocultar las cimas de las montañas.
Andábamos a paso lento, cosa que agradecí, porque me había salido una ampolla en cada talón. Por ese motivo, cuando llegamos a las cercanías de Chipenden ya era muy tarde y empezaba a oscurecer.
Para entonces, aunque seguía soplando el viento, el cielo se había despejado y las montañas de color morado se recortaban nítidamente sobre el horizonte. El Espectro apenas había dicho nada durante el viaje, pero ahora enumeró casi con entusiasmo el nombre de cada una de las montañas. Algunas tenían nombres como Pica de Parlick, que era la que estaba más cerca de Chipenden; otras (algunas visibles, otras ocultas y lejanas) se llamaban Loma de Mellor, Escarpa de la Montura o Escarpa del Lobo.
Cuando pregunté a mi maestro si había lobos en la Escarpa del Lobo, los labios del Espectro dibujaron una siniestra sonrisa.
—Las cosas cambian deprisa por aquí, muchacho —contestó—, y debemos estar siempre en guardia.
En cuanto se vieron los primeros tejados del pueblo, el Espectro señaló una estrecha vereda que se apartaba del camino y subía en curva junto a un gorgoteante arroyuelo.
—Por ahí se llega a mi casa —indicó—. Es un camino ligeramente más largo, pero gracias a él evitaremos atravesar el pueblo. Me gusta mantener las distancias con la gente que vive aquí, y ellos también lo prefieren.
Me acordé de lo que había dicho Jack sobre el Espectro y me entristecí. Había acertado. Los espectros llevaban una vida solitaria. Y al final terminas trabajando solo.
A ambas orillas del arroyo había unos pocos árboles raquíticos que se agarraban al terraplén para que no se los llevara el viento, pero entonces, de súbito, delante de nosotros apareció un bosque de plátanos y fresnos. Al adentrarnos en él, el viento se desvaneció hasta convertirse en un lejano susurro. El bosque no era más que una nutrida agrupación de árboles, quizá doscientos o trescientos más o menos, que ofrecía refugio frente al azote del viento; pero al cabo de unos minutos me di cuenta de que no era un bosque corriente.
Alguna que otra vez me había fijado en que determinados árboles hacen ruido —sus ramas siempre crujen o sus hojas siempre hacen frufrú—, mientras que otros apenas emiten el más leve sonido. Por encima de las copas de los árboles del lugar donde nos hallábamos, se oía el bufido lejano del viento, pero desde dentro del bosque lo único que se percibían eran las pisadas de nuestras botas. Reinaba un silencio absoluto. El bosque estaba repleto de árboles tan silenciosos que sentí un escalofrío que me subió por la espalda y luego volvió a bajarme. Estuve a punto de creer que los árboles nos estaban escuchando.
Al cabo de un rato llegamos a un claro, y delante de nosotros se veía una casa. Estaba rodeada por un elevado seto de espino, de manera que sólo eran visibles el piso superior y el tejado. De la chimenea salía una columna de humo blanco que subía recta hacia el cielo, sin que nada la desviase, hasta que al llegar encima de las copas de los árboles el viento la empujaba hacia el este.
Observé que la casa y el jardín se encontraban en un hueco de la ladera. Era como si un servicial gigante hubiese acudido a ese lugar para vaciar la tierra con la mano a modo de cuchara.
Seguí al Espectro, bordeando el seto, hasta que llegamos a una cancela de metal. Era una portezuela baja, que me llegaba por la cintura, y la habían pintado de verde brillante, tarea que había sido realizada hacía tan poco tiempo que me pregunté si la pintura se habría secado del todo y si el Espectro se mancharía la mano, que en ese momento estaba alargando ya en dirección al pasador.
De repente ocurrió una cosa que me hizo contener la respiración: antes de que el Espectro tocase el pasador de la cancela, éste se levantó solo, y la puertecilla se abrió lentamente como si la empujase una mano invisible.
—Gracias —oí que decía el Espectro.
La puerta principal de la casa no se abrió sola porque se tuvo que descorrer el cerrojo con la gran llave que el Espectro o sacó del bolsillo. Se parecía a la que había utilizado para abrir la puerta de Watery Lañe.
—¿Es la misma llave que usó usted en Horshaw? —pregunté.
—Pues sí, muchacho —respondió echándome un vistazo mientras empujaba la puerta—. Me la dio mi hermano, el cerrajero. Abre casi todos los cerrojos, siempre que no sean demasiado complicados, y resulta bastante útil en esta clase de oficio.
La puerta cedió con un fuerte crujido, seguido de un grave chirrido, y fui tras el Espectro hacia el interior de un vestíbulo pequeño y en penumbra. A la derecha había una empinada escalera y a la izquierda un estrecho pasillo con suelo de losas.
—Deja los bártulos al pie de la escalera —indicó el Espectro—. Vamos, muchacho, no te entretengas. No hay tiempo que perder. ¡Me gusta que la comida esté ardiendo!
Así pues, dejé su bolso y mi petate donde me había dicho, y lo seguí por el pasillo en dirección a la cocina y al apetitoso aroma a comida caliente.
Cuando llegamos, no me pareció nada mal. Me recordó la cocina de mi madre: sobre el ancho alféizar de la ventana había grandes tiestos con plantas aromáticas, al tiempo que el sol del atardecer bañaba la estancia con las sombras de las hojas de los árboles; en el rincón más alejado había un fuego enorme que caldeaba la cocina, y exactamente en el centro del suelo enlosado se hallaba una gran mesa de roble, encima de la cual había dos platos, inmensos y vacíos, cinco fuentes de servir, repletas de comida, y una jarra llena hasta los bordes de caliente y humeante salsa.
—Siéntate y empieza, muchacho —me animó el Espectro, y no esperé a que me lo dijera dos veces.
Me serví grandes rodajas de pollo y de ternera, con lo que en mi plato casi no quedó sitio para la cucharada de patatas asadas y de verdura que me puse a continuación. Por último, lo regué todo con una salsa tan sabrosa que sólo mi madre podría haberla hecho mejor.
¿Dónde estaría la cocinera? ¿Y cómo había sabido que llegábamos en el momento preciso de servir la comida caliente en la mesa? Se me ocurrían mil preguntas, pero al mismo tiempo estaba tan cansado que ahorré mis energías para comer. Cuando al final tragué el último bocado, el Espectro tenía ya su plato reluciente.
—¿Te ha gustado? —preguntó.
Asentí, pero estaba tan lleno que casi no podía hablar. Y me había entrado sueño.
—Después de alimentarse sólo con queso, siempre es bueno llegar a casa y tomar comida caliente —dijo—. Aquí se come bien y compensa el tiempo que estamos trabajando.
Asentí de nuevo y empecé a bostezar.
—Mañana tenemos mucho que hacer, de modo que acuéstate. Tu habitación es la de la puerta verde, al final del primer tramo de la escalera —me indicó el Espectro—. Que duermas bien. Pero no salgas de tu habitación ni te pasees por la casa durante la noche. Oirás una campanilla cuando el desayuno esté listo. Baja en cuanto la oigas… Cuando alguien te prepara una buena comida, puede enfadarse si dejas que se enfríe. Pero tampoco bajes demasiado pronto porque sería igual de inconveniente.
Hice un gesto afirmativo, le di las gracias por la cena y crucé el pasillo en dirección a la entrada. El bolso del Espectro y mi petate habían desaparecido. Mientras subía la escalera para ir a acostarme, me preguntaba quién habría cogido nuestras cosas.
Mi nueva habitación resultó ser mucho más grande que la que tenía en casa, que durante un tiempo había compartido con dos de mis hermanos. En este dormitorio había sitio para una cama, una mesita con una vela, una silla y un tocador, pero aún quedaba mucho espacio por el que moverse. Sobre el tocador estaba mi paquete de objetos personales.
Frente por frente de la puerta había una gran ventana de guillotina, dividida en ocho cuadrantes de vidrio tan grueso e irregular que no podía ver del exterior mucho más que remolinos y espirales de color. Parecía que nadie la había abierto en muchos años. Como la cama estaba pegada a la pared debajo de la ventana, me quité las botas, me arrodillé encima de la colcha y traté de abrirla. Aunque estaba un poco dura, resultó más fácil de lo que me había parecido. Usé el cierre de la guillotina para subir la parte inferior del cristal dándole varios empujoncitos, lo suficiente para asomar la cabeza y dar un vistazo alrededor.
Debajo de la ventana contemplé un espacioso prado de césped, dividido en dos por un sendero de guijarros blancos que se perdía entre los árboles. Por encima de las copas de los árboles de la derecha asomaban las montañas; la más próxima estaba tan cerca que pensé que casi podría alargar el brazo y tocarla. Aspiré una bocanada de aire fresco y me llegó el olor de la hierba; después retiré la cabeza de la ventana y me puse a deshacer mi pequeño bulto de pertenencias, que cabían perfectamente en el primer cajón del tocador. Cuando lo estaba cerrando, me fijé en que había algo escrito en la pared del otro lado, en la penumbra frente al pie de la cama.
La pared estaba llena de nombres, garabateados en tinta negra sobre el desnudo yeso. Algunos estaban escritos con letra más grande, como si los que los habían puesto se tuvieran a sí mismos en suma consideración. Muchos se habían descolorido con el paso del tiempo, y me pregunté si eran los nombres de otros aprendices que habían dormido en esa misma habitación. ¿Debería añadir mi nombre o esperar a que pasase el primer mes, momento en el que tal vez obtendría el puesto de manera permanente? Como no tenía ni pluma ni tinta, decidí que ya pensaría en ello más adelante. Pero me quedé observando la pared con detenimiento intentando averiguar cuál podría ser el nombre más reciente.
Me decidí por el de un tal BILLY BRADLEY. Parecía el más nítido y estaba apretujado en un espacio pequeño, pues la pared estaba ya repleta. Estuve un rato pensando en lo que andaría haciendo el tal Billy en esos momentos, pero estaba agotado y me caía de sueño.
Las sábanas estaban limpias y la cama invitaba a meterse en ella, así que, sin perder más tiempo, me desvestí y en cuanto mi cabeza reposó en la almohada me quedé dormido.
Cuando abrí los ojos, entraba la luz del sol por la ventana. Había estado soñando y me había despertado de repente al oír un ruido. Pensé que, probablemente, se trataba de la campanilla del desayuno.
Entonces me entraron dudas. ¿De verdad había sido la campanilla del piso de abajo, que me llamaba para el desayuno, o la había oído en sueños? ¿Cómo me cercioraría? ¿Qué se suponía que debía hacer? Por lo visto, me buscaría problemas con la cocinera tanto si bajaba pronto como si tardaba en acudir. Así pues, convenciéndome de que lo más seguro era que había oído la campanilla, me vestí y fui derecho hacia la escalera.
Estaba bajándola cuando oí un estrépito de cazuelas y sartenes que salía de la cocina, pero nada más abrir la puerta, todo quedó en absoluto silencio.
Entonces cometí un error. Debería haber vuelto al dormitorio de inmediato, ya que era evidente que el desayuno no estaba preparado. Habían retirado los platos de la cena de la noche anterior, pero la mesa se hallaba vacía aún y en la chimenea sólo había cenizas sin rescoldo. De hecho, en la cocina hacía mucho frío, y peor aún, parecía que éste iba en aumento a cada segundo.
Mi error fue dar un paso hacia la mesa. Nada más hacerlo, oí que algo emitía un sonido, precisamente, detrás de mí. Era un sonido de enfado (de eso no había duda), un siseo de enojo, inconfundible, y sonaba muy cerca de mi oído izquierdo. Tan cerca que noté el aliento que lo producía.
El Espectro me había avisado de que no debía bajar antes de tiempo, y de repente noté que me encontraba en peligro.
Nada más tener ese pensamiento, algo me golpeó con mucha fuerza en la parte posterior de la cabeza. Me tambaleé hacia la puerta, a punto de perder el equilibrio y de caer de bruces.
No esperé a recibir un segundo aviso, sino que salí corriendo de la cocina y subí la escalera. Entonces, a medio camino, me quedé petrificado. Había alguien de pie arriba del todo de la escalera: una alta y amenazadora silueta que se recortaba sobre la luz que salía de mi habitación.
Me detuve, sin saber adonde ir, hasta que una voz conocida me tranquilizó. Se trataba del Espectro.
Era la primera vez que lo veía sin la larga capa negra. Mi maestro llevaba una túnica, también negra, y unos holgados pantalones de color gris, y observé que, aunque era un hombre alto y de espalda ancha, era delgado, debido probablemente a que algunos días lo único que comía eran unos trocitos de queso. Tenía la complexión típica de los mejores granjeros cuando se hacen mayores. Por supuesto, algunos se engordan, pero la mayoría de ellos (como los que a veces contrata mi padre para la cosecha, ahora que mis hermanos ya no viven en casa) son delgados y tienen el cuerpo fuerte y nervudo. Mi padre siempre decía: «Más delgado significa más apto»; por eso, al mirar al Espectro, comprendí por que este hombre era capaz de caminar a un ritmo tan rápido durante tanto tiempo, sin parar a descansar.
—Te advertí de que no debías bajar antes de tiempo —dijo en tono pausado—. Sin duda, te han dado un buen escarmiento. Que te sirva de lección, muchacho. La próxima vez podría ser mucho peor.
—Es que creí que había oído la campanilla —me disculpé—. Pero debí de soñarlo.
—Ésa es una de las primeras y más importantes lecciones que un aprendiz debe asimilar —dijo riendo en voz baja—: La diferencia entre estar despierto y estar soñando. Pero hay gente que no lo aprende nunca.
Hizo un gesto con la cabeza, dio un paso hacia mí y me dio unas palmaditas en el hombro.
—Ven, te enseñaré el jardín. Por algo tendremos que empezar y así haremos tiempo hasta que esté preparado el desayuno.
Cuando el Espectro me guió al exterior de la casa, saliendo por la puerta trasera, vi que el jardín era muy grande, mucho más de lo que me había parecido desde el otro lado del seto.
Caminamos hacia el este, guiñando los ojos a causa del brillo del sol naciente, hasta que llegamos a una amplia pradera. La noche anterior había creído que el seto rodeaba todo el jardín, pero ahora me di cuenta de que estaba equivocado, pues en él había huecos y delante estaba el bosque. El sendero de guijarros blancos dividía la hierba en dos y se perdía entre los árboles.
—En realidad hay más de un jardín —dijo el Espectro—. Son tres, a decir verdad, y a cada uno de ellos se llega por un camino como éste. Primero iremos al jardín que queda al este. De día no hay peligro, pero jamás vayas por este sendero cuando caiga la noche. Bueno, a no ser que tengas una razón de peso, pero nunca vayas solo.
Me puse nervioso, pero seguí al Espectro en dirección a los árboles. La hierba estaba más crecida en el extremo del prado y se hallaba salpicada de campanillas. Me gustan las campanillas porque florecen en primavera y siempre me recuerdan que ya no falta mucho para que lleguen los largos días cálidos del verano. Sin embargo, ahora apenas las miré.
El sol matutino quedaba oculto tras los árboles y, de repente refrescó mucho. Eso me trajo a la mente mi visita a la cocina. Parecía que había algo extraño y peligroso en esa parte del bosque, y daba la sensación de que cada vez hacía más frío, a medida que íbamos avanzando entre los árboles.
En lo alto de las copas había nidos de grajo, y los penetrantes y enojados graznidos de las aves me hacían estremecer incluso más que el frío. Tenían de musicales lo mismo que los gritos de mi padre, que se ponía a cantar en cuanto terminábamos de ordeñar. Mi madre solía echarle a él la culpa si se cortaba la leche.
El Espectro se detuvo y señaló algo en el suelo, a unos pocos pasos de nosotros.
—¿Qué es? —preguntó en voz tan baja que era poco más de un susurro.
Habían suprimido la hierba, y en el centro de la calva se elevaba una lápida, colocada en vertical, aunque un poco inclinada a la izquierda. Delante de ella, había unos dos metros de tierra que estaban bordeados con piedras de menor tamaño —algo poco habitual—, pero había otro detalle aún más extraño: por encima de la calva de tierra, y sujetas a las piedras circundantes por medio de unos pernos, había trece gruesas barras de hierro.
Las conté dos veces para estar seguro del número.
—Bueno, vamos, muchacho. Te he hecho una pregunta. ¿Qué es?
Tenía la boca tan seca que casi no podía hablar, pero logré balbucear tres palabras:
—Es una tumba…
—Buen chico. A la primera. ¿Te parece que tiene algo poco frecuente? —preguntó.
En esos momentos ya no podía hablar, por lo que me limité a asentir en silencio.
Me sonrió y me dio unas palmaditas en el hombro.
—No hay nada que temer. Sólo es una bruja muerta y, además, bastante floja. La enterraron en tierra no consagrada, fuera de un cementerio, a pocos kilómetros de aquí. Pero ella no paraba de escarbar hasta salir a la superficie. Le eché una buena reprimenda, pero no quiso hacerme caso; por eso mandé que la trajeran aquí. De ese modo la gente está más tranquila y puede vivir en paz porque no les gusta pensar en cosas como ésta. Ése es nuestro cometido.
Asentí de nuevo y, de repente, me di cuenta de que no respiraba, por lo que aspiré lo más hondo que pude. El corazón me latía cada vez con menos fuerza en el pecho, amenazando con pararse en cualquier momento, y yo temblaba de pies a cabeza.
—No, ahora ya no da problemas —siguió diciendo el Espectro—. A veces, cuando hay luna llena, se oye cómo se agita, pero carece de fuerza para salir a la superficie; de todos modos, las barras de hierro se lo impedirían. Pero hay cosas peores un poco más allá, entre los árboles —dijo señalando hacia el este con un huesudo dedo—. Ese lugar está a otros veinte pasos de aquí.
¿Peor? ¿Qué podía ser peor? Yo no lo sabía, pero estaba seguro de que iba a contármelo de todos modos.
—Hay otras dos brujas. Una está muerta y la otra está viva. La muerta está enterrada en vertical, cabeza abajo, pero aun así, una o dos veces al año tenemos que reforzar las barras que cubren su tumba. Mantente bien lejos de allí por las noches.
—¿Por qué la enterraron cabeza abajo? —pregunté.
—Buena pregunta, muchacho —respondió el Espectro—. Verás, por lo general, el espíritu de una bruja muerta está, como decimos nosotros, «atrapado en los huesos». Algunas brujas están atrapadas en el interior de sus huesos y ni siquiera saben que están muertas. Primero probamos a enterrarlas con la cabeza hacia arriba, y da resultado. Sin embargo, cada bruja es diferente, y algunas de ellas son verdaderamente tozudas. Las que tienen ese carácter, al estar atrapadas en sus huesos, hacen todo lo posible por regresar al mundo. Es como si quisieran nacer de nuevo. No nos queda más remedio que ponérselo difícil, y por eso las enterramos bocabajo, porque sacar primero los pies no es cosa fácil (a veces los bebés humanos tienen ese mismo problema). Pero, a pesar de todo, esa bruja sigue siendo peligrosa, de modo que mantente alejado.
»En cuanto a la que sigue viva, procura quedarte lejos de ella también. Sería más peligrosa muerta que viva porque a una bruja tan poderosa no le costaría absolutamente nada volver a este mundo. Por eso la tenemos metida en una fosa. Se llama Madre Malkin y habla sola. Bueno, en realidad es como si susurrara. Es de lo más malvada que te puedas imaginar, pero lleva ya mucho tiempo en su fosa y casi todos sus poderes se los ha tragado la tierra. Le encantaría echarle el guante a un muchacho como tú. Por lo tanto mantente bien lejos. Prométeme ahora mismo que no te acercarás. A ver cómo lo dices…
—Prometo que no me acercaré —susurré, bastante inquieto con todo ese asunto. Me parecía terriblemente cruel tener a una criatura viva (aunque fuese una bruja) en una fosa, y me resultaba imposible imaginar que a mi madre gustase semejante idea.
—Buen chico. No queremos que ocurran más accidente como el de esta mañana. Hay cosas peores que que le den a uno un cachete, mucho peores.
Le creí, pero no quería saber cuáles eran. Además, tenía otras cosas que enseñarme, por lo que no tuve que escuchar más explicaciones aterradoras. Me condujo al exterior del bosque, y avanzamos a grandes pasos en dirección a otra pradera.
—Éste es el jardín meridional —dijo el Espectro—. No vengas aquí tampoco al caer la noche.
Como el sol quedó oculto rápidamente tras el tupido ramaje y el ambiente se volvió más frío, me imaginé que nos estábamos acercando a algo malo. Mi maestro se detuvo a unos diez pasos de una piedra grande y lisa, tumbada en el suelo, cerca de las raíces de un roble. Ocupaba un espacio algo mayor que una tumba, y a juzgar por la parte que quedaba encima del suelo, la piedra debía de ser muy gruesa.
—¿Qué crees que hay enterrado ahí? —preguntó el Espectro.
Traté de dar a mi voz un tono de seguridad.
—¿Otra bruja? —aventuré.
—No —respondió el Espectro—. No necesitas una piedra de ese tamaño para una bruja. Normalmente basta con el hierro. Pero lo que hay ahí debajo podría escurrirse entre las barras de hierro en un abrir y cerrar de ojos. Fíjate bien en la piedra. ¿Ves lo que tiene grabado encima?
Asentí con la cabeza. Reconocí la letra, pero no sabía lo que significaba.
—Es la letra griega beta —explicó el Espectro—. Es el símbolo que usamos para indicar que hay un boggart. La raya en diagonal significa que ha sido apresado artificialmente bajo esa piedra, y el nombre que hay debajo te muestra quien lo hizo. Abajo a la derecha está el número romano uno. Eso quiere decir que se trata de un boggart de primera clase y muy peligroso. Como te dije, usamos una graduación que va del uno al diez. Recuérdalo, pues algún día puede salvarte la vida. Un boggart de grado diez es tan débil que la mayoría de la gente ni siquiera se daría cuenta de que está presente. En cambio, uno de esos seres de grado uno podría matarte fácilmente. Me costó una fortuna que trajeran esta piedra aquí, pero mereció la pena pagar hasta el último penique, pues ahora es un boggart apresado. No obstante, está apresado de manera artificial y permanecerá ahí hasta que Gabriel haga sonar su cornamusa.
»Tienes mucho que aprender sobre los boggarts, muchacho, y voy a empezar tu formación en cuanto acabemos de desayunar, pero hay una diferencia importante entre aquellos que están apresados y los que están libres. Un boggart libre es capaz, en muchos casos, de recorrer kilómetros desde su hogar y, si le apetece, hacer fechorías sin fin. Si un boggart es especialmente problemático y no quiere atender a razones, nuestro cometido es apresarlo. Si lo haces bien, entonces es lo que llamamos un boggart apresado artificialmente. De ese modo no puede moverse en absoluto. Por supuesto, es mucho más fácil decirlo que hacerlo. —De repente, el Espectro frunció el entrecejo, como si acabara de recordar algo desagradable—. Uno de mis aprendices lo pasó muy mal al intentar apresar a una de esas criaturas —dijo moviendo tristemente la cabeza—, pero como hoy es tu primer día, no hablaremos de este tema todavía.
En ese momento se oyó una campanilla a lo lejos, cuyo sonido provenía de la casa. El Espectro sonrió.
—¿Estamos despiertos o estamos soñando? —preguntó.
—Despiertos.
—¿Estás seguro? —Asentí, y añadió—: En ese caso, vamos a desayunar —dijo—. Te mostraré el otro jardín cuando tengamos lleno el estómago.