Capítulo 4

La carta

—De pequeño viví en esta casa —me explicó el Espectro—, y veía cosas que te habrían erizado hasta los dedos de los pies. Era el único que podía verlas, y mi padre me pegaba por contar mentiras. Había algo en el sótano que tenía la costumbre de subir al piso de arriba. A ti te habrá pasado lo mismo. ¿Estoy en lo cierto? —Asentí en silencio—. Bueno, no hay nada de qué preocuparse, muchacho. No es más que otro cadáver, un fragmento de un alma atormentada que se marchó para ocuparse de mejores asuntos. Si no hubiera dejado atrás la parte mala de sí mismo, habría estado atrapado aquí por siempre jamás.

—¿Y qué hizo ese… cadáver? —pregunté. El techo me devolvió el tenue eco de mi voz.

—Era un minero cuyos pulmones estaban tan enfermos que ya no podía trabajar —afirmó el Espectro moviendo la cabeza con tristeza—. Se pasaba todo el día y toda la noche tosiendo y haciendo esfuerzos por respirar, y su pobre esposa los mantenía a los dos. Ella trabajaba en una tahona, pero por desgracia para ambos, era una mujer muy hermosa. No hay muchas mujeres de las que puedas fiarte, y las bonitas son las peores de todas.

»Para empeorar la situación, era un hombre celoso, y la enfermedad le agrió el carácter. Una noche ella tardaba mucho en regresar del trabajo. Él se acercaba una y otra vez a la ventana, yendo y viniendo sin parar, y se enfadaba cada vez más porque creía que su mujer estaba con otro hombre.

»Cuando al final apareció, él estaba tan furioso que le abrió la cabeza de un golpe con un gran bloque de carbón. La dejó moribunda, tirada en el suelo de losas, mientras bajaba, al sótano a cavar una tumba. La mujer seguía viva cuando él volvió, pero no podía moverse ni gritar. Ése es el terror que nosotros notamos, porque es el que ella sintió cuando la levantó y la llevó a la oscuridad del sótano. Lo había oído cavar y sabía lo que su marido iba a hacer.

»Esa misma noche él se mató. Es una historia triste, pero aunque ahora descansan en paz, el cadáver del hombre sigue aquí, así como los últimos recuerdos de la mujer, y ambos son tan fuertes que pueden atormentar a personas como tú y como yo. Nosotros vemos cosas que el resto de la gente no ve, lo cual es a la vez un don y una maldición. Sin embargo, es algo muy útil para nuestro oficio.

Me estremecí. Sentí lástima por la pobre mujer que había sido asesinada y por el minero que la había matado. Pero también sentí lástima por el Espectro. ¡Imaginad que tuvieseis que pasar la infancia en una casa como ésta!

Bajé la vista hacia la vela, que yo mismo había colocado en el centro de la mesa. Estaba casi consumida, y la llama acometía su última danza trémula, pero el Espectro no daba señales de querer subir al piso de arriba. No me agradaban las sombras de su cara porque parecía que ésta le estaba cambiando poco a poco, como si le estuviera creciendo un hocico o algo parecido.

—¿Sabes cómo superé el miedo? —preguntó.

—No, señor.

—Una noche estaba tan aterrado que grité sin poder contenerme. Desperté a todo el mundo, y mi padre, enfurecido, me levantó por el pescuezo y me trajo al sótano. Entonces cogió un martillo, me dejó solo y, tras cerrar la puerta, la atrancó con unos clavos.

»Yo todavía era un niño, pues como mucho tendría siete años. Subí la escalera y aporreé la puerta. Pero mi padre era un hombre muy duro y me dejó a solas en la oscuridad, así que tuve que quedarme aquí durante horas, hasta mucho después del amanecer. Al cabo de un rato me tranquilicé y ¿sabes lo que hice?

Moví negativamente la cabeza tratando de no mirarle a la cara. Los ojos le brillaban con intensidad, y en ese momento parecía más que nunca un lobo.

—Bajé de nuevo los escalones y me senté aquí, en el sótano, a oscuras. Entonces respiré hondo tres veces y me enfrenté al miedo que sentía. Me enfrenté a la propia oscuridad, que es lo que más aterra, sobre todo a las personas como nosotros, ya que de ella nos llegan esas visiones que vienen a buscarnos con susurros y adoptan formas que sólo ven nuestros ojos. Pero lo hice, y cuando salí de este sótano, lo peor había pasado ya.

En ese preciso instante la vela parpadeó y se apagó, y nos sumió en la más absoluta tiniebla.

—Ha llegado el momento, muchacho —dijo el Espectro—. Ahora sólo estamos tú, yo y la oscuridad. ¿Puedes resistirla? ¿Tienes madera para convertirte en mi aprendiz?

La voz sonaba diferente, como si fuese un poco más grave, extraña. Me lo imaginé a cuatro patas, con pelo de lobo tapándole la cara y con unos dientes cada vez más grandes. Yo estaba temblando y no pude articular palabra hasta que respiré hondo tres veces. Entonces le respondí y pronuncié una frase que mi padre siempre decía cuando tenía que hacer algo desagradable o difícil.

—Alguien tiene que hacerlo —fueron mis palabras—. Bien podría ser yo.

El Espectro debió de pensar que era gracioso, pues su carcajada retumbó en el sótano y resonó también escaleras arriba mientras iba al encuentro del siguiente trueno, que a su vez bajaba desde lo alto.

—Hace casi trece años —dijo el Espectro— recibí una carta lacrada. Era concisa y breve y estaba escrita en griego. Me la enviaba tu madre. ¿Sabes lo que decía?

—No —respondí en voz baja mientras me preguntaba que diría a continuación.

—«Acabo de dar a luz a un niño —escribió tu madre—, y es el séptimo hijo de un séptimo hijo. Se llamará Thomas J. Ward y es mi ofrenda al condado. Cuando haya crecido lo suficiente, te lo comunicaremos. Instrúyelo bien. Será el mejor aprendiz que hayas tenido nunca, y también el último que tengas». Nosotros no usamos magia, muchacho —prosiguió el Espectro hablando en un susurro casi inaudible en medio de la oscuridad—. Las principales herramientas de nuestro oficio son el sentido común, la valentía y la conservación de precisos archivos para que podamos aprender del pasado. Pero, sobre todo, no creemos en las profecías ni en que el futuro esté prefijado. Si se cumple lo que escribió tu madre, será porque nosotros haremos que se cumpla. ¿Me entiendes?

Su voz contenía una pizca de ira, pero yo sabía que no iba dirigida a mí, por lo que, sencillamente, asentí en silencio en medio de las tinieblas.

—En cuanto al hecho de que seas la ofrenda de tu madre al condado, has de saber que todos y cada uno de mis aprendices eran los séptimos descendientes de séptimos hijos, de manera que no empieces a pensar que eres alguien fuera de serie. Tienes mucho que estudiar y te espera una ardua labor.

»La familia puede ser un incordio —siguió diciendo el Espectro después de una pausa. Su voz sonaba ahora dulcificada, sin rastro de ira—. A mí sólo me quedan dos hermanos. Uno es cerrajero, y nos llevamos bien, pero el otro no me dirige la palabra desde hace más de cuarenta años, aunque todavía vive aquí, en Horshaw.

Cuando nos marchamos de la casa, la tormenta había cesado y se veía la luna. Al cerrar el Espectro la puerta de la entrada, me fijé por primera vez en lo que había grabado en la madera.

El Espectro asintió mirando la inscripción.

—Uso señales como ésta para avisar a los que saben leerlas, o a veces solamente para refrescarme la memoria a mí mismo. Seguro que reconoces la letra griega gamma. Pues bien, es el signo que se refiere a un fantasma o a un cadáver. La equis que aparece abajo a la derecha es el número romano «diez», que es el grado más bajo. Cualquier cosa que sea superior al seis es sólo un cadáver. En esta casa no hay nada que pueda hacerte daño, al menos si eres valiente. Recuérdalo: la oscuridad se nutre del miedo. Sé valiente, pues, y verás cómo los cadáveres no te harán nada.

¡Ojalá lo hubiera sabido antes!

—Arriba esos ánimos, muchacho —añadió el Espectro—. ¡La cara te llega casi a las botas! Bueno, a lo mejor esto te anima. —Sacó el trozo de queso del bolsillo, partió un pedacito y me lo ofreció—. Mastícalo —dijo—, pero no te lo tragues de golpe.

Lo seguí por la calleja adoquinada. Olía a mojado, pero por lo menos ya no llovía, y por el oeste, destacando sobre el cielo, las nubes tenían el aspecto de lana de borrego y empezaban a rasgarse y a deshacerse en tiras desmadejadas.

Abandonamos el pueblo y caminamos hacia el sur. Precisamente a la salida de la aldea, donde la calle empedrada se convertía en una pista embarrada, había una pequeña iglesia que parecía abandonada: le faltaban algunas tejas de pizarra y la puerta principal tenía la pintura desconchada. Desde que habíamos salido de la casa, apenas habíamos visto a nadie, pero ahora había un anciano de pie en el umbral de la iglesia. Tenía el pelo blanco, lacio, grasiento y despeinado.

Por la ropa negra que llevaba se adivinaba que era un sacerdote, pero al acercarnos a él lo que de verdad me llamó la atención fue la expresión de su rostro. Nos miraba con el entrecejo fruncido y tenía la cara crispada. Entonces, con un ademán cargado de dramatismo, hizo la señal de la cruz de una manera muy exagerada, poniéndose de puntillas al empezar a santiguarse, y estiró el índice de la mano derecha hacia el cielo lo más alto que pudo. No era la primera vez que veía a un cura hacer la señal de la cruz, pero nunca con un gesto tan marcado ni con esa carga de ira. Una ira que parecía dirigida a nosotros dos.

Supuse que, por alguna razón, el sacerdote estaría resentido con el Espectro o a lo mejor con el trabajo que desempeñaba. Yo sabía que este oficio ponía nerviosa a la mayoría de la gente, pero nunca jamás había visto una reacción como aquélla.

—¿Qué le pasa? —pregunté en cuanto dejamos atrás al hombre y estuvimos seguros de que no podía oírnos.

—¡Esos curas! —profirió el Espectro en un tono lleno de rabia—. ¡Lo saben todo pero no ven nada! Y ése es peor que la mayoría de ellos. Es mi otro hermano.

Me hubiera gustado conocer más detalles, pero tuve la precaución de no hacer más preguntas. Me parecía que había muchas cosas que desconocía sobre el Espectro y sobre su pasado, pero tenía la sensación de que únicamente me las contaría cuando estuviera dispuesto a hacerlo.

Me limité a seguirlo, camino del sur, cargando con su pesado bolso y pensando en lo que mi madre había escrito en la carta. Ella nunca había sido una mujer a la que le gustase presumir de nada ni hablar más de la cuenta. Sólo decía lo necesario, por lo que cuando hablaba, cada una de sus palabras estaba cargada de significado; por lo general, simplemente se ocupaba de sus quehaceres y hacía lo que debía. El Espectro me había dicho que no se podía hacer gran cosa en relación con los cadáveres, pero una vez mi madre había silenciado a los del monte del Ahorcado.

Ser el séptimo hijo de un séptimo hijo no era un detalle tan fuera de lo normal en este tipo de oficio (sólo por serlo, ya era posible empezar a trabajar como aprendiz del Espectro). Pero yo sabía que había algo más que me hacía diferente: era hijo de mi madre.