Capítulo 3

Watery Lane

Cuando llegamos a las inmediaciones de Horshaw, las campanas de una iglesia empezaron a repicar a lo lejos. Eran las siete en punto, estaba anocheciendo y lloviznaba con cierta intensidad. La lluvia nos caía directamente en la cara, pero todavía había suficiente luz para darme cuenta de que no era un lugar en el que me gustaría vivir y que preferiría no tener que visitarlo, aunque la estancia fuera muy breve.

Horshaw destacaba sobre el fondo verde de los campos como un manchurrón; era una pequeña población, lúgubre y fea, que consistía en un par de docenas de hileras de humildes casas adosadas sin jardín, apelotonadas principalmente en la ladera sur de un húmedo y sombrío monte. Toda la zona estaba surcada de minas, y Horshaw ocupaba el centro de aquel paraje. En un punto muy elevado del pueblo se veía un gran escorial que indicaba la entrada de una mina, y detrás se hallaban las explanadas de carbón, en las que había almacenada tal cantidad de combustible que daba para calentar las ciudades más grandes del condado incluso en los inviernos más largos.

Enseguida nos encontramos caminando por las callejas adoquinadas del pueblo, pegados a los lóbregos muros para dejar pasar las carretas cargadas hasta los topes de negros bloques de carbón, húmedos y relucientes bajo la lluvia. Los enormes caballos que tiraban de ellas hacían grandes esfuerzos por mover el cargamento, pues los cascos les resbalaban sobre los relucientes adoquines.

Había poca gente en las calles, pero a nuestro paso se movían levemente los visillos de las ventanas, y en un momento dado nos encontramos con un grupo de mineros de rostro robusto que subían por la colina para iniciar el turno de noche. Les habíamos oído hablar en voz alta, aunque de pronto se quedaron en silencio y se colocaron en fila india al pasar a nuestro lado, sin apartarse del otro extremo de la calle. Uno de ellos hasta se santiguó.

—Vete acostumbrando a eso, muchacho —me dijo el Espectro entre dientes—. Somos necesarios pero rara vez bienvenidos, y en algunos sitios es peor que en otros.

Por fin doblamos una esquina y nos metimos por la callejuela más angosta y humilde del pueblo. Saltaba a la vista que allí no vivía nadie. De entrada, algunas ventanas estaban rotas y otras estaban cegadas con tablones, y aunque casi era de noche, no se veía ninguna luz encendida. Al final de la calle había un almacén de trigo, abandonado, con dos portalones de madera abiertos de par en par, precariamente sujetos por unas bisagras oxidadas.

El Espectro se detuvo delante de la última casa de la calle. Estaba en la esquina más próxima al almacén de trigo y era la única vivienda de la calleja que tenía número. Este figuraba en una placa de metal clavada en la puerta: era el trece, el peor número de todos, el que más mala suerte da; en lo alto del muro, justo encima de la placa, se hallaba el letrero con el nombre de la calle, colgado de un remache tan oxidado y torcido que casi caía en vertical hacia el adoquinado del suelo. El letrero decía: WATERY LAÑE.

Esta casa sí tenía cristales en las ventanas, pero los visillos estaban amarillentos y cubiertos de telarañas. Debía de ser la casa embrujada de la que me había hablado mi maestro.

El Espectro sacó del bolsillo una llave, abrió la cerradura y me indicó el camino hacia la penumbra del interior. En un primer momento me alegré de escapar al fin de la lluvia, pero cuando encendió una vela y la colocó en el suelo cerca del centro del pequeño salón, me convencí de que estaría más a gusto en un establo de vacas abandonado. No había ni un mueble a la vista, sino tan sólo el piso de piedra y un montón de paja sucia debajo de la ventana; la habitación y el ambiente en general eran húmedos y muy fríos, y a la titilante luz de la vela veía el vaho de mi respiración.

Si no era ya bastante penoso lo que estaba contemplando, aún fue peor lo que el Espectro dijo entonces:

—Bien, muchacho, tengo cosas de qué ocuparme y debo marcharme, pero volveré pronto. ¿Sabes lo que tienes que hacer?

—No, señor —contesté observando la temblorosa llama de la vela, pues me preocupaba que se apagara de un momento a otro.

—Bueno, es lo que te he dicho antes. ¿Es que no me escuchabas? Tienes que estar atento y no pensando en las musarañas. De todos modos, no es muy difícil —me explicó mientras se rascaba la barba, como si tuviera algo que le corretease por ella—. Lo único que tienes que hacer es pasar la noche aquí tú solo. Traigo a mis nuevos aprendices a esta casa vieja la primera noche para averiguar de qué madera están hechos. ¡Ah, no te había dicho una cosa! A medianoche tienes que bajar al sótano y enfrentarte a lo que ronda por ahí abajo. Si puedes con ello, tienes muchas probabilidades de que te contrate como aprendiz de manera permanente. ¿Alguna pregunta?

Claro que tenía preguntas, pero me daba demasiado miedo escuchar las respuestas. Por eso me limité a negar con la cabeza e intenté que no me temblasen los labios.

—¿Cómo sabrás que es medianoche? —preguntó él.

Me encogí de hombros. Se me daba bastante bien adivinar la hora según la posición del sol o de las estrellas, y si alguna vez me despertaba a media noche, casi siempre sabía con mi exactitud qué hora era, pero aquí no estaba tan seguro. En algunos sitios parece que el tiempo transcurre más despacio, y yo tenía la impresión de que esta casa vieja era uno de esos sitios.

De pronto me acordé del reloj de la iglesia.

—Acaban de dar las siete —dije—. Estaré pendiente de oír las doce campanadas.

—Bueno, por lo menos ahora estás despierto —comentó el Espectro esbozando una sonrisa—. Cuando el reloj dé las doce, coge el cabo de la vela y úsalo para abrirte paso hacia el sótano. Hasta entonces, duerme si puedes. Y ahora escúchame bien. Hay tres cosas importantes que debes recordar: no abras la puerta de entrada a nadie, por muy fuerte que llamen, y no te entretengas al bajar al sótano.

Dio un paso en dirección a la entrada.

—¿Y la tercera cosa? —pregunté en el último momento.

—La vela, muchacho. Hagas lo que hagas, no dejes que se apague…

Se marchó cerrando la puerta tras de sí, y me quedé a solas. Recogí la vela con mucho cuidado, me acerqué a la puerta de la cocina y eché un vistazo. Estaba totalmente vacía, a excepción de un lavadero de piedra. La puerta trasera estaba cerrada, pero aun así se colaba el viento por debajo. A la derecha había otras dos puertas: una estaba abierta y por ella veía la escalera de madera que subía a las habitaciones; la otra, la que estaba más cerca de donde me encontraba, estaba cerrada.

Había algo en la puerta cerrada que me desasosegaba, pero decidí echar un vistazo rápido. Nervioso, agarré el pomo y empujé. Costaba moverla, y por un instante tuve la escalofriante sensación de que al otro lado había alguien que la estaba sujetando para que no lograra abrirla. Empujé con más ímpetu, y se abrió tan de golpe que perdí el equilibrio. Retrocedí unos pasos y a punto estuve de que se me cayera la vela.

Unos escalones de piedra, renegridos de polvo de carbón, bajaban hacia la oscuridad y giraban hacia la izquierda, de tal manera que desde allí no podía ver el sótano. De pronto, subió una ráfaga de aire frío, y la llama de la vela tembló y parpadeó. Cerré la puerta a toda prisa, regresé a la salita y encajé también la puerta de la cocina.

Dejé la vela con mucho cuidado en el rincón más alejado de la puerta y de la ventana. En cuanto me cercioré de que no se caería, busqué una zona del suelo para dormir, aunque no había mucho donde elegir. Desde luego, no iba a tumbarme en la paja húmeda, así que opté por el centro de la sala.

Las losas eran duras y frías, pero cerré los ojos. En cuanto me durmiese, alejaría de mi mente esta lúgubre casa vieja y estaba seguro de que me despertaría un poco antes de la medianoche.

Por lo general me quedo dormido fácilmente, pero esta vez fue diferente. No dejaba de tiritar de frío, y el viento empezó a golpear los cristales de la ventana. Además, por las paredes se colaban crujidos y ruiditos. «Son sólo ratones», me decía todo el tiempo. En la granja estábamos más que acostumbrados a ellos. Pero entonces, de súbito, se oyó un nuevo y desconcertante sonido en el piso de abajo, que salía de las entrañas del oscuro sótano.

Al principio el ruido era muy flojo, y tuve que aguzar el oído, pero fue aumentando poco a poco hasta que no me quedaron dudas sobre lo que escuchaba. Abajo, en el sótano, estaba pasando algo que no debería estar ocurriendo: alguien cavaba rítmicamente y sacaba montones de tierra con una afilada pala de metal. Primero se oía el chirrido del filo metálico que golpeaba una superficie de piedra, y después se producía un sonido suave, como de succión, cuando la pala se hundía en la prieta arcilla y la arrancaba de la tierra.

Esta secuencia duró varios minutos hasta que el ruido cesó tan bruscamente como había comenzado. Todo estaba en silencio, e incluso los ratones dejaron de hacer ruiditos. Era como si la casa y lo que había en ella estuviesen conteniendo el aliento. Yo, por lo menos, lo estaba haciendo.

El silencio se interrumpió con un golpe sordo que resonó por toda la casa. A continuación hubo una serie de nuevos golpes sordos, que se repitieron a un ritmo constante. Sonaban cada vez más fuerte. Y más fuerte. Y más cerca…

Alguien estaba subiendo por la escalera del sótano.

Cogí la vela y me acurruqué en el rincón más alejado. ¡Pum, pum!, sonaba el ruido de unas pesadas botas, cada vez más cerca. ¿Quién habría estado cavando allí abajo en medio de la oscuridad? ¿Quién subía ahora la escalera?

Pero tal vez la pregunta no era «quién» subía la escalera. Quizá la pregunta era «qué»…

Oí que se abría la puerta del sótano y luego el resonar de unas botas en la cocina. Me acurruqué aún más en el rincón, tratando de encogerme al máximo y esperando que en cualquier momento se abriera la puerta.

Y se abrió, muy despacio, con un fuerte chirrido. Algo entró en la salita, y yo sentí frío, auténtico frío, esa clase de frío que me indicaba que tenía cerca un ente que no era de este mundo. Era como el frío del monte del Ahorcado, aunque muchísimo peor.

Levanté la vela. Su oscilante llama arrojaba espeluznantes sombras que danzaban por las paredes y subían hasta el techo.

—¿Quién anda ahí? —pregunté—. ¿Quién anda por ahí? —La voz me temblaba todavía más que la mano con la que sostenía la vela.

No hubo respuesta. Hasta el viento del exterior se había quedado mudo.

—¿Quién anda ahí? —pregunté otra vez.

Y, de nuevo, nadie respondió, pero unas botas invisibles crujieron en las losas de piedra al avanzar hacia mí. Estaban cada vez más cerca, y ahora oía la intensa respiración de algo de grandes dimensiones que sonaba como si fuese un enorme caballo de tiro que acabase de subir un cargamento pesado por una empinada colina.

Al final las pisadas se desviaron de donde yo me encontraba y se detuvieron cerca de la ventana. Me quedé sin aliento, y pareció que el ente que se había detenido allí estuviese respirando por los dos, succionando grandes bocanadas de aire, como si nunca pudiese inspirar lo suficiente.

Cuando ya no podía soportarlo por más tiempo, aquella presencia dio un prolongado suspiro de agotamiento y tristeza a la vez; entonces las invisibles botas crujieron de nuevo por el piso de losa y se alejaron de la ventana con pesados pasos, estaban regresando a la puerta. En el momento en que empezaron a bajar por los escalones del sótano, pude al fin respirar otra vez.

Mi corazón fue calmándose, mis manos dejaron de temblar y, poco a poco, fui tranquilizándome. Tenía que recuperar el ánimo. Me había asustado mucho, pero si eso era lo peor que iba a pasar durante la noche, lo conseguiría, superaría mi primera prueba. Como iba a convertirme en el aprendiz del Espectro, tendría que acostumbrarme a sitios parecidos a esta casa embrujada. Era parte del trabajo.

Pasados unos cinco minutos aproximadamente, empecé a sentirme mejor e incluso pensé en intentar dormir, pero como dice siempre mi padre: «Para los malos no hay descanso». Bueno, no sabía qué había hecho mal, pero de repente se produjo otro sonido nuevo que me impidió descansar.

Al principio fue un sonido lejano, casi imperceptible, como si alguien llamara a la puerta. Hubo un silencio, y a continuación se oyó nuevamente: eran tres clarísimos golpes, pero esta vez sonaron un poco más cerca. Después otra pausa, y luego otros tres golpes más.

No tardé mucho en entender de qué se trataba: alguien estaba llamando a cada una de las puertas de la calleja mientras se acercaba cada vez más al número trece. Cuando al final llegó a la casa embrujada, los tres golpes en la puerta de la entrada fueron tan fuertes que podrían haber despertado a los muertos. ¿Subiría por la escalera del sótano aquel ente para responder a la llamada? Me sentía atrapado entre las dos presencias: la que estaba fuera queriendo entrar, y la que estaba abajo queriendo liberarse.

Pero entonces, de pronto, todo se aclaró. Al otro lado de la puerta se oyó una voz que me llamaba, una voz que reconocí al instante.

—¡Tom! ¡Tom! ¡Abre la puerta! ¡Déjame entrar!

Era mi madre. Me alegré tanto de oírla que fui corriendo a la entrada sin pensármelo dos veces. Debía de estar empapándose porque fuera estaba lloviendo.

—¡Deprisa, Tom, deprisa! —decía mi madre—. No me hagas esperar.

Estaba ya levantando el candado para abrir cuando recordé la advertencia del Espectro: «No abras la puerta de entrada a nadie, por muy fuerte que llamen…».

Pero ¿cómo podía dejar a mi madre allí fuera, en plena noche?

—¡Vamos, Tom! ¡Déjame entrar! —suplicó la voz otra vez.

Recordando las palabras del Espectro, respiré hondo y traté de reflexionar. El sentido común me decía que no podía ser ella. ¿Por qué me habría seguido desde tan lejos? ¿Cómo habría sabido adonde nos dirigíamos? Además, mamá no habría hecho ese viaje ella sola, sino que mi padre o Jack la habrían acompañado.

No, lo que esperaba fuera era otra cosa: algo sin manos que, aun así, podía llamar a la puerta; algo sin pies que, no obstante, esperaba en la acera.

Los golpes en la puerta empezaron a sonar cada vez con más fuerza.

—Déjame entrar, Tom, por favor —suplicaba aquella voz—. ¿Cómo puedes ser tan duro y tan cruel? Tengo frío, estoy empapada y agotada.

Al final se puso a llorar, y entonces tuve la certeza de que no podía ser mi madre. Mamá era fuerte. Mamá jamás lloraba, por muy mal que marchasen las cosas.

Al cabo de unos segundos, los sonidos se desvanecieron y cesaron por completo. Me tumbé en el suelo y nuevamente intenté conciliar el sueño. No dejaba de dar vueltas, primero a un lado y luego al otro, pero por mucho que lo intentase, no lograba dormirme. El viento empezó a golpear los cristales de la ventana, a cada instante con mayor ímpetu, y a las horas en punto y a las medias horas sonaban las campanadas del reloj de la iglesia que se acercaban a la medianoche.

Cuanto más se aproximaba el momento de bajar por la escalera del sótano, más nervioso me ponía. Quería superar la prueba del Espectro, pero ¡cómo deseaba hallarme en casa, metido en mi preciosa, segura y cálida cama!

Y entonces, exactamente cuando el reloj hubo dado una única campanada (la de las once y media), empezó a oírse otra vez el sonido de alguien que cavaba…

Una vez más escuché el lento retumbar de unas botas pesadas que subían por la escalera del sótano; una vez más se abrió la puerta, y entraron en la sala las botas invisibles. En esos momentos lo único que se movía en mí era el corazón, que me latía con tal fuerza que parecía a punto de romperme las costillas. Pero esta vez las botas no se desviaron hacia la ventana, sino que siguieron avanzando hacia mí. ¡Pum! ¡Pum! ¡Pum! Venían directamente a mi encuentro.

Noté que alguien me levantaba del suelo con brusquedad tirándome del pelo y de la nuca, igual que las gatas trasladaba sus crías. Entonces un brazo invisible me sujetó el torso y me aprisionó los brazos a cada lado. Intenté respirar pero me fue imposible porque me estaba aplastando el pecho.

Me trasladó en volandas hacia la puerta del sótano. Yo no veía qué era lo que me estaba transportando, pero oía el silbido de su respiración. Aterrado, luché por liberarme, pues me daba cuenta exactamente de lo que iba a ocurrir; de alguna manera entendí por qué se había producido aquel sonido de paladas en el piso inferior: me bajarían al sótano por la escalera, en medio de la oscuridad, y allí me esperaría una tumba. ¡Me iban a enterrar vivo!

Estaba aterrorizado y traté de gritar. No era sólo que me estuviesen sujetando fuerte, sino mucho peor, porque me hallaba paralizado y no podía mover ni un músculo.

De repente empecé a caer…

Acabé a cuatro patas de cara hacia la puerta abierta del sótano, a escasos milímetros del primer escalón. Horrorizado, con el corazón palpitándome tan deprisa que era imposible contar los latidos, me puse de pie y, tambaleándome, cerré de un portazo la puerta. Temblando todavía, volví a la salita y allí caí en la cuenta de que había incumplido una de las tres reglas del Espectro: la vela se había apagado.

Al acercarme a la ventana, un resplandor repentino iluminó la estancia, seguido de un fuerte trueno que descargó prácticamente encima. La lluvia caía con furia contra la casa y provocaba que las ventanas se estremecieran y la puerta crujiera y gimiera, como si hubiera alguien que intentara entrar.

Me quedé un rato mirando por la ventana mientras contemplaba acongojado el resplandor de los relámpagos. Hacía una noche de perros, pero aunque los relámpagos me daban miedo, habría dado cualquier cosa por estar fuera, andando por las calles; cualquier cosa antes que tener que bajar al sótano.

A lo lejos empezaron a sonar las campanadas del reloj de la iglesia. Las conté, y eran exactamente doce. Era el momento de hacer frente a lo que había en el sótano.

Fue entonces, al iluminarse de nuevo la sala gracias a un relámpago, cuando vi que en el suelo había unas huellas enormes. Al principio pensé que pertenecían al Espectro, pero eran negras, como si las inmensas botas que las habían dejado hubiesen estado embadurnadas de polvo de carbón. Procedían de la puerta de la cocina, llegaban casi a la ventana y luego giraban y volvían por el mismo camino por el que habían venido. ¡Regresaban al sótano y descendían a la oscuridad a la que yo debía bajar en ese momento!

Haciendo esfuerzos por ponerme en marcha, empecé a palpar el suelo en busca del cabo de la vela. A continuación busqué a tientas mi pequeño fardo de ropa donde, envuelta en el centro del fardo, estaba la cajita de yesca que me había dado mi padre.

Totalmente a ciegas, volqué un poco de yesca en el suelo y utilicé el pedernal y el eslabón para que saltaran chispas, con las que calenté el montoncito de materia reseca hasta lograr que saliera una llama durante el tiempo justo para prender la vela. Papá no se habría imaginado que su regalo me resultaría de tanta utilidad al cabo de tan poco tiempo.

Cuando abrí la puerta del sótano, se produjo otro relámpago, seguido del súbito estruendo de un trueno que hizo temblar toda la casa y que resonó por la escalera que descendía delante de mí. Bajé hacia el sótano. La mano me temblaba, y el cabo de la vela bailaba de tal modo que dibujaba extrañas sombras trémulas sobre la pared.

No quería bajar, pero si no superaba la prueba del Espectro, seguramente me encontraría de camino a casa en cuanto se hiciera de día. Me imaginé la vergüenza que pasaría al tener que contarle a mi madre lo que había ocurrido.

Ocho escalones más y llegué al recodo, de modo que el sótano apareció ante mi vista: no era grande, y había unas sombras negras en los rincones a las que la luz de la vela no iluminaban del todo, mientras que del techo colgaban telarañas en forma de frágiles y mugrientas cortinas. Por el piso de tierra había esparcidos pequeños fragmentos de carbón y grandes cajones de embalar, hechos de madera, y una mesa vieja, también de madera, junto a un enorme tonel de cerveza. Lo bordeé y me fijé en que había algo en el rincón más alejado, exactamente detrás de unos cajones. Me asusté tanto que estuvo a punto de caérseme la vela.

Era un bulto negro, casi un montón de harapos, que emitía un sonido. Era un ruido apenas perceptible, rítmico, como una respiración.

Di un paso en dirección a los harapos, luego otro más, recurriendo a toda mi fuerza de voluntad para obligar a mis piernas a moverse. Fue entonces, al acercarme tanto que podría haberlo tocado, cuando de pronto el bulto empezó a crecer y, de ser una sombra en el suelo, se irguió ante mí hasta alcanzar un tamaño tres o cuatro veces mayor.

Casi eché a correr. La figura era alta y oscura, iba encapuchada y tenía unos aterradores ojos verdes y brillantes.

Entonces me fijé en el cayado que asía con la mano izquierda.

—¿Qué te ha entretenido? —preguntó el Espectro—. ¡Llegas con casi cinco minutos de retraso!