En camino
Me levanté una hora antes de que amaneciera, y mamá estaba ya en la cocina preparando mi desayuno favorito: beicon con huevos.
Mi padre bajó cuando yo rebañaba el plato con mi última rebanada de pan. En el momento de la despedida, sacó algo del bolsillo y me lo puso en las manos: era la cajita de yesca que había pertenecido a su abuelo y después a su padre. Se trataba de una de sus posesiones más preciadas.
—Quiero que la tengas tú, hijo mío —dijo—, pues podría serte útil en tu nuevo oficio. Vuelve pronto a vernos. El hecho de que te marches de casa no quiere decir que no puedas venir a visitarnos.
—Es hora de partir, hijo —afirmó mi madre, que se acercó a mí y me dio un último abrazo—. Está en la cancela. No le hagas esperar.
En nuestra familia no nos gusta montar escenitas, y como ya nos habíamos dicho adiós, salí solo al patio delantero.
El Espectro aguardaba al otro lado de la cancela, como una silueta negra sobre el fondo grisáceo del amanecer. Llevaba puesta la capucha y estaba muy erguido; tenía la mano izquierda apoyada en el cayado. Caminé hacia él, pertrechado con mi pequeño fardo de enseres, hecho un manojo de nervios.
Me causó sorpresa, pero el Espectro abrió la cancela y entró en el patio.
—Bueno, muchacho —dijo—, ¡sígueme! Podríamos iniciar ahora mismo el camino que vamos a recorrer.
En lugar de enfilar el sendero, encabezó la marcha hacia el norte, directamente al Monte del Ahorcado, y enseguida divisamos el prado septentrional. Mi corazón se había acelerado. Al llegar a la tapia, el Espectro trepó por ella con la facilidad de un hombre que fuera la mitad de joven que él, pero yo me quedé petrificado y, cuando apoyé las manos en la parte de arriba de la tapia, oí el crujido de los árboles, cuyas ramas se arqueaban vencidas por el peso de los ahorcados.
—¿Qué ocurre, muchacho? —preguntó el Espectro mientras se daba la vuelta para mirarme—. Si te asustas por algo que está a las mismas puertas de tu hogar, me serás de muy poca ayuda.
Respiré hondo y bajé por la tapia con torpeza. Luego empezamos a subir la pendiente, mientras la luz del amanecer se oscurecía a medida que nos metíamos por entre las sombras de los árboles. Cuanto más subíamos, parecía que hacía más frío, y al poco rato estaba tiritando. Era esa clase de frío que te pone la carne de gallina y te eriza el vello de la nuca, como un aviso de que las cosas no marchan exactamente bien. Ya había tenido antes esa sensación cuando notaba que se me acercaba algo que no era de este mundo.
En cuanto alcanzamos la cima de la colina, los vi a mis pies. Por lo menos debía de haber un centenar, y de vez en cuando dos o tres de ellos colgaban de un mismo árbol. Llevaban uniforme de soldado, con anchos cintos de cuero y grandes botas, y tenían las manos atadas a la espalda. Cada uno se comportaba de manera diferente: algunos trataban de liberarse a la desesperada haciendo rebotar la rama de la que estaban colgados; otros sólo giraban lentamente del extremo de la soga, primero hacia un lado y luego hacia el otro.
Mientras los observaba, noté de súbito un fuerte viento en la cara, un viento tan frío y atroz que era imposible que fuese natural. Los árboles se arquearon y sus hojas empezaron a temblar y a desprenderse. En cuestión de segundos, todas las ramas quedaron desnudas. Cuando el viento hubo cesado, el Espectro puso una mano en mi hombro y me llevó cerca de los ahorcados. Nos detuvimos a escasos metros del más próximo.
—Míralo —ordenó el Espectro—. ¿Qué ves?
—Veo un soldado muerto —contesté. Empezaba a flaquearme la voz.
—¿Cuántos años te parece que tiene?
—Diecisiete como mucho.
—Bien. Muy bien, muchacho. Ahora dime, ¿aún tienes miedo?
—Un poco. No me agrada estar tan cerca de él.
—¿Por qué? No hay nada que temer. No hay nada que pueda hacerte daño. Piensa en lo que debió de suponer para él. Concéntrate en él, más que en ti. ¿Qué crees que sintió? ¿Qué sería lo peor?
Intenté ponerme en la piel del soldado e imaginar cómo debió de ser morir de ese modo. El sufrimiento y el esfuerzo por respirar tuvieron que ser horribles. Pero podría haber habido algo incluso peor…
—Supongo que se daría cuenta de que se estaba muriendo y que nunca más podría volver a su casa… que jamás volvería a ver a su familia —dije al Espectro.
Al expresar lo que pensaba, sentí una oleada de tristeza. A partir de ese momento, los ahorcados empezaron lentamente a desaparecer, hasta que nos quedamos solos en la ladera del monte mientras los árboles recuperaban sus hojas.
—¿Cómo te sientes ahora? ¿Sigues asustado?
—No —repuse—. Sólo triste.
—Bien hecho, muchacho. Estás aprendiendo. Somos los séptimos hijos de séptimos hijos y tenemos el don de ver lo que otros no son capaces de ver. Pero a veces ese privilegio es como una maldición, y si tenemos miedo, algunas cosas pueden alimentarse de él. El miedo nos complica la situación. El truco consiste en concentrarse en lo que se ve y no dejar de pensar en uno mismo. Siempre da resultado. Habra sido una visión terrorífica, muchacho —prosiguió el Espectro—, pero no eran más que cadáveres. No podemos hacer nada por ellos y, llegado el momento, simplemente desaparecerán. Dentro de cien años, más o menos, no quedará ni rastro.
Sentí el impulso de contarle que una vez mi madre había hecho algo por esos cadáveres, pero me frené porque llevarle la contraria habría sido un mal comienzo para nuestra relación.
—Sin embargo, si hubiesen sido fantasmas, habría sido diferente —dijo el Espectro—. Con los fantasmas se puede hablar y poner los puntos sobre las íes. Hacerles ver que están muertos es un acto de extrema bondad y un paso importante para conseguir que se marchen. Por lo general, el fantasma es un espíritu desconcertado que está atrapado en la tierra, pero no sabe lo que ha ocurrido y muchas veces está atormentado. Pero, claro, también hay fantasmas que están aquí con un propósito concreto y es posible que tengan algo que comunicarte. En cambio, un cadáver no es más que un fragmento de un alma que se ha ido a hacer cosas más interesantes. Eso es lo que son éstos, muchacho: sólo cadáveres, nada más. ¿Has visto cómo se transformaban los árboles?
—Se quedaron sin hojas, y era invierno.
—Bueno, pues las hojas han vuelto ya. Sólo estabas contemplando una escena que pertenecía al pasado, un recordatorio de las maldades que a veces tienen lugar en este mundo. Por lo general, si eres valiente, los cadáveres no pueden ver ni sentir nada. Un cadáver sólo es un reflejo en un estanque que se queda aquí cuando su dueño se marcha. ¿Entiendes lo que te digo? —Asentí en silencio—. Bien, ya hemos arreglado algo. De vez en cuando tendremos que vérnoslas con los muertos, así que ya puedes ir acostumbrándote a ellos. En fin, pongámonos en marcha porque nos espera un largo camino. Toma. De ahora en adelante tú llevarás esto.
El Espectro me dio su enorme bolso de cuero y, sin volver la vista atrás, reemprendimos la subida. Lo seguí por la cresta de la colina y luego pendiente abajo, entre los árboles, en dirección a la carretera, que parecía una lejana cicatriz gris que serpenteaba hacia el sur atravesando el tapiz verde y marrón de los campos de cultivo.
—¿Has viajado mucho, muchacho? —me preguntó el Espectro mirándome por encima del hombro, pero sin darse la vuelta—. ¿Conoces bien el condado?
Le conté que nunca me había alejado más de diez kilómetros desde la granja de mi padre, puesto que el trayecto más largo que había hecho en mi vida había consistido en llegar hasta el mercado del pueblo.
El Espectro murmuró algo entre dientes e hizo un gesto negativo con la cabeza. Era evidente que mi respuesta no le había complacido mucho.
—Bueno, pues hoy empiezan tus viajes —afirmó—. Iremos hacia el sur, a un pueblo que se llama Horshaw. Sólo está a veinticinco kilómetros en línea recta, y tenemos que llegar antes del anochecer.
Había oído hablar de Horshaw. Era un pueblo minero que contaba con las carboneras más grandes del condado, en las que se almacenaba el producto de docenas de minas de los alrededores. Nunca se me había ocurrido ir allí y me preguntaba qué tendría que hacer el Espectro en un lugar como ése.
Él caminaba a un ritmo vertiginoso y daba enormes zancadas sin cansarse lo más mínimo, pero yo enseguida tuve que hacer denodados esfuerzos para no quedarme atrás porque además de llevar mi pequeño petate (con ropa y otros utensilios personales), tenía que acarrear con el bolso del Espectro, que parecía que cada vez pesaba más. Entonces, para empeorar aún más la situación, se puso a llover.
Una hora antes del mediodía, aproximadamente, el Espectro se detuvo de repente, se dio la vuelta y me clavó la mirada. Yo me encontraba a unos diez pasos detrás de él; me dolían los pies y ya cojeaba un poco. La carretera era poco más que un camino de tierra que se estaba convirtiendo rápidamente en barro. En cuanto llegué a su altura, di un traspié, resbalé y estuve en un tris de caer de bruces al suelo.
—¿Estás mareado, muchacho? —me preguntó después de chasquear la lengua.
Dije que no con la cabeza. Quería descansar un poco el brazo, pero no me pareció correcto apoyar su bolso en el barro.
—Eso está bien —dijo el Espectro con una leve sonrisa. El agua de lluvia le chorreaba por el filo de la capucha y le estaba empapando la barba—. No te fíes nunca de un hombre que está mareado. Más te vale recordarlo.
—Yo no estoy mareado —protesté.
—¿No? —preguntó el Espectro arqueando las pobladas cejas—. Entonces debe de ser por las botas. En este oficio no te servirán de mucho.
Mis botas eran iguales que las que usaban Jack y mi padre, lo bastante resistentes y adecuadas para andar por el barrizal y por el estiércol de los corrales, pero costaba mucho acostumbrarse a ellas. Normalmente, un par nuevo te costaba quince días de ampollas antes de que se adaptaran a la forma de tus pies.
Bajé la vista hacia las botas del Espectro: estaban hechas de cuero recio y de buena calidad y tenían la suela extragruesa. Debían de costar un dineral, pero supongo que para alguien habituado a largas caminatas merecía la pena pagar hasta el último penique de su precio. Eran muy flexibles, y pensé que seguramente le habían resultado muy cómodas desde el mismo momento en que se las había calzado por primera vez.
—En este trabajo es muy importante gastar buenas botas —aseguró el Espectro—. Para llegar a donde tenemos que ir no dependemos ni de hombre ni de animal de tiro que valga. Si confías en tu buen par de piernas, no te defraudarán. Si finalmente decido quedarme contigo, te conseguiré un par de botas como las mías, pero hasta entonces tendrás que apañártelas lo mejor que puedas.
A mediodía paramos a descansar un poco y nos refugiamos de la lluvia en un establo abandonado. El Espectro sacó del bolsillo un pedazo grande de queso amarillo que llevaba envuelto en tela.
Partió una punta y me la dio. Cosas peores había visto y, además, estaba hambriento, por lo que me lo zampé. El Espectro sólo comió un trocito, antes de envolver otra vez el queso restante y guardárselo de nuevo en el bolsillo.
Una vez guarecidos de la lluvia, se quitó la capucha, y tuve ocasión de verle bien por primera vez. Aparte de la larga barba y de los ojos de ahorcado, su rasgo más llamativo era la nariz, siniestra, afilada y algo curvada, que recordaba el pico de un ave. Cuando juntaba los labios, quedaban casi escondidos entre el bigote y la barba. Esta me había parecido gris a primera vista, pero cuando la miré más de cerca, tratando de hacerlo lo más disimuladamente posible para que no se diera cuenta, me fijé en que parecía contener casi todos los colores del arco iris. Tenía mechas rojas, negras, castañas y, obviamente, muchas grises, pero, como entendí tiempo después, todo dependía de la luz.
«Mandíbula débil, carácter débil», decía siempre mi padre quien creía también que algunos hombres se dejaban barba para ocultar, precisamente, ese hecho. Sin embargo, si te fijabas en el Espectro, entreveías que, a pesar de la barba, tenía una mandíbula alargada, y cuando abría la boca, se le veían unos dientes amarillos muy afilados y más apropiados para mascar carne roja que para comer trocitos de queso.
De repente, sintiendo un escalofrío, tuve la sensación de que me recordaba a un lobo, aunque no era sólo por su manera de mirarme. El Espectro era una especie de depredador porque iba a la caza de las tinieblas. Y si sólo picaba algo de queso de vez en cuando, estaría siempre hambriento y flaco. Si yo llegaba a terminar mi período de aprendizaje, acabaría como él.
—¿Te has quedado con hambre, muchacho? —preguntó, fijando sus ojos verdes en los míos hasta que empecé a marearme un poco.
Estaba calado hasta los huesos y me dolían los pies, pero sobre todo estaba hambriento. Asentí creyendo que me ofrecería un poco más de comida, pero se limitó a negar con la cabeza y a murmurar para sus adentros. Entonces, una vez más, me miró fijamente.
—El hambre sólo es algo a lo que tienes que acostumbrarte —aseguró—. Cuando estamos trabajando, no comemos gran cosa, y si el encargo es muy difícil, no comemos absolutamente nada hasta que lo hayamos realizado. Ayunar es lo más seguro, pues nos ayuda a ser menos vulnerables a las tinieblas y nos hace más fuertes. Por lo tanto, ya puedes empezar a practicar; cuando lleguemos a Horshaw te someteré a una pequeña prueba: pasarás una noche en una casa embrujada. Y estarás tú solo. ¡Eso me permitirá comprobar de qué madera estás hecho!