Capítulo 30

Macedonia, en la actualidad

Mientras el heli-jet se acercaba volando bajó al aeropuerto de Skopje, Jeff pudo ver la ciudad a sus pies: una aglomeración no muy elevada de edificios blancos rodeada de unas montañas veteadas de verde. Una hora después él y Edie cruzaban la aduana y empezaban su periplo por la ciudad en un Toyota Land Cruiser Sahara de color negro. El conductor y el guía los llevaron por la autovía que discurría en dirección al oeste; la carretera ascendía lentamente, al tiempo que el paisaje se volvía cada vez más montañoso. A última hora de la tarde alcanzaron el pie de la montaña de Golem Korab, el pico más alto de Macedonia y el emplazamiento de un antiguo monasterio hoy convertido en ruinas. El cenobio se elevaba junto a una ancha extensión de agua, el lago Angja. Mediante un programa informático denominado Google Earth —que permite ampliar las imágenes hasta ver cualquier punto del planeta a escasos metros de distancia— habían buscado el nombre de aquel lugar y habían podido localizar un cubo de piedra de grandes dimensiones, una construcción informe en lo alto de un islote próximo al centro del lago. No existía información disponible sobre el edificio pero, por lo que dejaban ver las imágenes ligeramente borrosas de Google Earth, parecía una especie de mausoleo de mármol. Curiosamente, tenía la misma forma que el contorno del edificio grabado en la llave.

Enseguida, la carretera principal dio paso a una empinada pista de tierra por la que ascendió el Toyota con su tracción a las cuatro ruedas. Pasados unos treinta minutos, llegaron a un campamento de montañeros llamado Refugio Karadjek. Desde ahí, les había dicho el guía, una agradable subida les llevaría hasta las ruinas.

Jeff y Edie iniciaron la escalada a la montaña en solitario. Cada uno llevaba un macuto, linternas, comida y walkie-talkies, dado que allí no había cobertura para sus teléfonos. Además, llevaban un encendedor, bengalas de emergencia y ropa de recambio. Jeff portaba asimismo un kayak hinchable hecho de fibra de carbono ultraligera.

Hacía un frío gélido, pero el lugar era increíblemente hermoso, de una belleza dura y frágil a la vez, como un Picasso de la época cubista o una mujer que hubiera dejado atrás el esplendor de la vida pero que siguiera radiante, con unos pómulos cincelados en el hielo. A Edie le recordaba las vacaciones de su infancia en Escocia, los paseos por los Grampianos. En aquel entonces no había sabido apreciar los espectaculares rascacielos de roca o los largos y estrechos lagos, apretujados hasta casi desaparecer por el movimiento de pinza de las antiguas rocas, pero ahora percibía la grandiosidad de todo aquello.

El monasterio se alzaba como los restos de un bosque fosilizado, con unas magníficas columnas de piedra, desmochadas e irregulares, que se elevaban hacia el cielo. Al contemplarlo, Jeff pudo visualizar la majestuosa imagen que tuvo antaño, tiempo atrás: era un monumento tanto al ingenio como a la devoción humanos, pues había sido un lugar de adoración y también un santuario en el que unas almas tenaces habían dedicado su vida a Dios. Y ahí, inmediatamente detrás del monasterio, a quizá treinta metros por la otra vertiente de la montaña, se encontraba el lago Angja, entre las sombras de los montes. Los rayos del sol se abrían paso entre las nubes y creaban unas zonas resplandecientes en los montes que rodeaban el agua. Pero el lago tenía el aspecto de un espejo negro, absolutamente en calma y adusto, casi como si fuera de otro mundo.

—¿Me dejas ver la hoja impresa? —preguntó Jeff. Había empezado a soplar el viento y los dos se habían puesto la capucha forrada de piel. Jeff comparó la imagen de Google Earth con la copia que habían sacado del esquemático grabado de la llave—. La isla debe de estar detrás de ese promontorio —dijo, señalando vagamente hacia el nordeste.

Al pasar cerca de las ruinas de las torres, encontraron una especie de sendero entre las rocas que bajaba hasta la orilla del lago. A unos cien metros, en medio de las inmóviles aguas negras, se veía un islote. Los árboles tapaban gran parte de la orilla, pero lograron distinguir los costados de un edificio chato, de muros rectos y desprovistos de adornos.

Dejaron los macutos en el suelo, Jeff quitó la funda protectora del kayak y esperó a que se desplegase en el suelo de guijarros. Presionó una palanquita en el lateral y se abrió un bote de gas que infló el kayak. Juntos, llevaron el bote al agua y se subieron a él.

No había corriente, por lo que les resultó fácil cruzar el lago. Cuando se bajaron en un saliente rocoso de la isla, les llamó la atención la quietud del lugar, el silencio casi absoluto que los rodeaba. La construcción dominaba la isla, como una especie de gigantesco bloque de mármol, sin ningún rasgo distintivo y de aspecto funesto. Los muros eran lisos, tallados sin mácula alguna hasta rayar en lo absolutamente anodino, dejando solo las propias vetas de la piedra para ofrecer una textura o para romper su uniformidad. Les recordó a algo que Albert Speer habría podido soñar para las fantasías del Tercer Reich de Adolf Hitler.

Dieron dos vueltas al edificio antes de dar con la puerta: se trataba de un angosto rectángulo de mármol hecho con el mismo trozo de piedra que el muro. La veta recorría el mármol desde la puerta y seguía por el muro. Cerrada, habría resultado prácticamente imposible de ver, pero ahora estaba ligeramente entornada. Alguien había forzado el cerrojo recientemente, y aún podían verse los restos de un aceite lubricante. Jeff notó un escalofrío de emoción bajando por su espalda.

—No hace falta que sigas, Edie —dijo, mientras sacaba una linterna de su bolsa.

—No seas ridículo, por favor.

—A lo mejor uno de los dos debería quedarse aquí, por si acaso.

—Vete al cuerno, Jeff. Por si acaso, ¿qué? ¿No te parece un poco tarde para pensar así?

—Vale —dijo él, metiéndose bajo el dintel y encendiendo la linterna.

Sus pisadas resonaron contra el suelo de mármol de un estrecho pasillo. Los haces de sus linternas recortaban unos espectrales tubos de luz en la oscuridad, y lo único que podían distinguir era la pared del fondo, otra barrera de piedra desnuda. Pero cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra, pudieron diferenciar una tenue luz y la uniformidad del espacio vacío dio paso a un contorno, una abertura rectangular con un pasillo detrás.

La luz que había a lo lejos era suficiente para poder ver, así que apagaron las linternas. Las paredes de piedra eran tan lisas y austeras como el resto del mausoleo: un mármol frío y desangelado que brillaba ligeramente. Guiados por el instinto, se arrimaron a la pared del pasillo, avanzando pegados a ella a un paso más lento. Al acercarse al final del pasadizo, pudieron ver otra abertura rectangular practicada en la piedra: una enorme puerta metálica comunicaba con otro pasillo más y, al cruzarla, se encontraron en una cámara con un techo muy alto. Las paredes estaban salpicadas de luz anaranjada, que danzaba y temblaba sobre la piedra. Edie se deslizó pegada a la pared y se adentró en la sala hasta donde se atrevió.

Se trataba de una inmensa cámara de planta circular con el techo abovedado, que casi formaba una semiesfera, y un remate puntiagudo en el centro, como las cúpulas de la catedral de San Basilio en la Plaza Roja. Las paredes y el suelo estaban hechos con una piedra de un blanco inmaculado, y en el centro había un enorme bloque de mármol negro.

En un primer momento Edie no comprendía cómo se iluminaba la sala, pues no había antorchas en las paredes. Pero a lo largo de todo el perímetro de la sala corría un canal de unos sesenta centímetros de ancho, donde las llamas lamían el aire mientras tenían su raíz inserta en un líquido negro y viscoso. Evidentemente, hacía muy poco que alguien había estado allí.

«Esto no pinta bien», pensó Jeff, pero era demasiado tarde para que ahora se volvieran atrás.

Dejaron los macutos junto a la entrada y se acercaron al bloque negro, que quedaba justo bajo el vértice del techo. A lo largo de uno de los vértices había tres escalones altos, que subieron lentamente. Una vez arriba, Edie abrió la boca, asombrada, y estuvo a punto de perder el equilibrio.

—¡Dios mío! —exclamó.

Debajo de una cubierta de cristal se veían dos enormes sarcófagos, colocados uno al lado del otro. Uno de ellos contenía el cuerpo de una mujer, vestida con lo que parecía ser un traje de novia, solo que de color beis y cubierto por encaje de color azul claro; además, un velo de gasa le cubría la cara. El hombre del otro ataúd llevaba un largo manto de terciopelo azul real con brocado de oro. Ambos tenían la cara deshecha, con la piel agrietada en la zona de la barbilla y de las mejillas. Las manos reposaban sobre la seda color beis, aunque estaban totalmente descarnadas, por lo que los anillos gemelos de oro blanco y amatista parecían varias tallas mayores. Junto al ataúd más próximo había dos columnas de mármol y encima del pedestal de la izquierda, descansaba una caja de madera rectangular, sin ningún tipo de adorno, de unos treinta centímetros de largo. Sobre la columna de la derecha se veía una placa de oro con una inscripción latina grabada en ella. Lo único que fueron capaces de entender de inmediato fueron las palabras: «Cosimo et Contessina de’ Medici».

—Bastante espectacular, ¿no les parece? —La voz provenía de la entrada.

Se dieron la vuelta.

—Deben de estar preguntándose dónde nos encontrábamos, ¿no? Créanme, este lugar es una madriguera de conejos.

Un hombre alto y delgado, con un traje negro y el pelo teñido de negro repeinado detrás de las orejas, emergió a la luz. Junto a él entró Aldo Candotti, llevando una pistola en el costado con toda la naturalidad del mundo. Y detrás de ellos hizo su entrada Jack Cartwright, que llevaba a una joven con él: Rose. Cartwright le sujetaba el brazo derecho a la espalda, retorcido hacia arriba, y le había tapado la boca con una mordaza de tela negra.

Jeff bajó los escalones a toda velocidad, emitiendo un gruñido inhumano que le salió de lo más hondo del pecho. Candotti agarró a Rose y le puso bruscamente el arma en la frente.

—Y ahora todos procuraremos mantener la calma, ¿entendido? —declaró con un amago de sonrisa el tipo alto vestido de negro.

—¿Quién demonios es usted? —le espetó Jeff—. ¿Y qué está haciendo con mi hija? —Dio un paso hacia Candotti, que presionó aún más el cañón del arma contra la cabeza de Rose, provocándole un gemido de dolor.

—Me llamo Luc Fournier. —Con una señal, ordenó a Candotti que aminorara la presión.

—Y tú —soltó Edie—. ¿Qué demonios estás haciendo aquí?

—El signor Cartwright lleva un tiempo trabajando a mi servicio —explicó Fournier—. Parece sorprendida, signorina.

Edie se volvió contra Cartwright con los ojos echando chispas.

—¡Fuiste tú! Mataste a tu propio padrastro.

La expresión de negación de Cartwright parecía una mueca pintada en su cara.

—Pobre Jack —terció Fournier—. El pobrecito era siempre el segundo violín, siempre a la sombra del excelso Carlin Mackenzie. Me resultó fácil encontrar un aliado y enseguida aprovechó la oportunidad de contarme todo lo que estaba ocurriendo. Fui yo quien se apoderó del diario Medici en 1966 y parecía bastante posible que hubiese más tesoros enterrados en la cripta. No iba a permitir que otras personas diesen con ellos, ¿no creen?

—Entonces, ¿se enteró de la existencia del objeto en cuanto lo encontramos y mató a mi tío para robarlo?

—Fue una lástima.

Edie lanzó una mirada a Cartwright.

—Eres un cabrón —le espetó con rabia.

—No hemos venido aquí a arreglar disputas familiares. —Saltaba a la vista que Fournier estaba disfrutando con el papel de maestro de ceremonias—. Tenemos asuntos mucho más urgentes que atender. Esta cámara fue diseñada por Contessina de’ Medici y construida unos años después de su fallecimiento, un mausoleo en el que ella y su amado esposo pudieran descansar juntos por toda la eternidad. Todo muy conmovedor, pero lo único que me interesa es el contenido de esa humilde cajita de ahí. —Señaló el pedestal que había junto a las tumbas.

»Como sin duda sabrán ya, Cosimo de’ Medici y su futura esposa Contessina viajaron hasta este lugar hace casi exactamente seiscientos años. En aquel viaje los acompañaban dos hombres: Niccolò Niccoli y Ambrogio Tommasini. Habían salido de Florencia auspiciados por un místico y filósofo viajero llamado Francesco Valiani, quien los guió hasta la biblioteca del monasterio, donde se creía que se ocultaban importantes documentos de la Antigüedad. Pero ellos, o más bien Ambrogio, encontraron mucho más. Él descubrió una extraña sustancia capaz de proteger a la gente de las enfermedades, pero que a la vez podía resultar letal, un agente bioquímico.

—¿Qué tiene que ver todo eso con nosotros? —preguntó Jeff a bocajarro—. Por amor de Dios, suelte a mi hija.

Candotti ignoró la súplica.

—El contenido de esa caja tiene muchísimo que ver con usted, signor Martin —continuó Fournier—, y Rose es mi pequeña póliza de seguros. Usted y la signorina Granger forman un tándem magnífico; sabía que encontrarían la manera de llegar hasta aquí, después de todo lo que han tenido que pasar. De hecho, contaba con que lo conseguirían, porque ustedes poseen una información que yo necesito.

—¿Ah, sí?

—Necesito cuatro números —dijo Fournier—. Cuatro números romanos, para ser exactos. Y yo solo tengo dos, los que aparecen grabados en la llave que nos llevamos de la Capilla Medici, los números «D» y «M». Eso me plantea un problema.

Jeff se encogió de hombros.

—Pero también se lo plantea a usted, signor Martin. —Fournier sonrió de manera siniestra—. Durante sus idas y venidas han descubierto dos números romanos más que mi gente no ha sabido encontrar. Habríamos podido ahorrarnos muchas preocupaciones esta tarde si alguien hubiese tenido más iniciativa. Ahora me entregará esos dos números.

—¿Por qué iba a hacerlo?

—Porque, signor Martin, si no me los da, la adorable Rose aquí presente acabará tan muerta como Cosimo y Contessina en un abrir y cerrar de ojos.

—«IV» y «V» —dijo Jeff.

—Muchísimas gracias. ¿Ve usted qué fácil?

Fournier subió los escalones de mármol en dirección al pedestal de la caja cerrada. El cierre consistía en un tambor formado por cuatro cilindros de metal; se quedó mirando los tubos unos instantes y los colocó en la posición correcta.

—Aparte de los monjes de Golem Korab —dijo—, Ambrogio Tommasini fue una de las pocas personas que vieron el contenido de esta caja. Jugó con cosas que no entendía, o no podía entender, y pagó el precio por ello. Después de su muerte, los Medici escondieron esta caja en un lugar secreto. Pero nuestro buen amigo Niccolò Niccoli escribió un diario sobre la aventura que vivieron en el que dejaba una serie de enigmáticas pistas. Al parecer, el secreto podría descubrirse utilizando cuatro números y las palabras «ser un dios». Colocados en el orden correcto, los números «IV», «V», «M» y «D» forman la palabra DIVVM, es decir, DIVUM… Dios.

El cierre se abrió con un chasquido y Fournier levantó la tapa. Metió la mano y levantó con cuidado el frasco hasta que lo tuvo a la altura de sus ojos.

—¡Asombroso! —murmuró.

—¿Quiere soltar ya a Rose, por favor? —dijo Jeff—. Ya tiene lo que ha venido a buscar.

Fournier hizo un gesto afirmativo en dirección a Candotti, quien aflojó con desgana la mordaza de Rose y propinó un empujón a la niña. Ella se tambaleó hacia delante, pero Jeff se acercó rápidamente para cogerla.

Entonces se oyó un discreto carraspeo procedente de la puerta. Candotti se dio la vuelta a toda prisa y apuntó hacia allí con el arma.

—Realmente no hay ninguna necesidad de eso, subprefecto —dijo Roberto, dando unos pasos para entrar en la sala. Cojeaba ligeramente y llevaba el brazo izquierdo escayolado desde el hombro hasta la mano, en cabestrillo. Todavía lucía un semblante terriblemente descolorido.

Visconte Armatovani. —Fournier le saludó con una brevísima reverencia—. ¿A qué debemos el placer?

—¿Cómo iba a resistirme, monsieur Fournier? Estaba preocupado por mis amigos, aquí presentes. Además, he dispuesto de un intervalo de ocio obligado en el hospital que me ha permitido pensar. Y aunque esté mal decirlo, poseo una biblioteca bastante selecta. Por grandísima fortuna, varias copias de algunos fragmentos del diario de Niccoli cayeron en manos de mis antepasados. He aprendido unas cuantas cosas importantes sobre eso… —Y señaló con un gesto de la cabeza el resplandeciente tubo que sostenía Fournier en la mano.

Éste levantó una ceja.

—¿En serio?

—Ése es el magno secreto que los Medici entendieron que había que ocultar de la vista de los hombres, pues, para ellos, se trataba de una sustancia milagrosa. Ciertamente, había provocado una agonía espantosa a uno de sus amigos, aunque al mismo tiempo el contenido de ese frasco era capaz de proteger a la gente de la peste. Pero Cosimo y Contessina habían presenciado en persona hasta qué punto algo así podía corromper el alma. Los hombres estarían dispuestos a sacrificar la suya con tal de conseguir algo como eso. Estoy seguro de que estará encantado de hablarnos de ello, monsieur Fournier.

Los ojos de éste brillaron con el destello del triunfo.

—El frasco contiene un agente bioquímico muy poco común denominado ropractina. Todos habrán oído hablar del ricino y del sarín, dos sustancias químicas muy dañinas que en cantidades minúsculas son capaces de matar a miles de personas. La ropractina procede de un hongo llamado Tyrinilym posterinicum, que vive en ambientes húmedos. Refinado y purificado, produce un líquido de una tonalidad verde fluorescente. En cantidades microscópicas, la ropractina acaba con las bacterias, como si se tratase de una superpenicilina. Pero, por encima de un determinado grado de concentración, causa la aparición repentina de una serie de trastornos muy desagradables para los que no existe cura conocida.

»Los Medici descubrieron esta característica por el camino difícil. Ellos no conocían de dónde procedía originalmente este frasco, y probablemente ninguno de nosotros llegará a saberlo nunca. Tal vez lo descubriera un anónimo alquimista. ¿Quién sabe?

—Pero la cuestión es —interrumpió Roberto— que usted no ha llegado hasta tan lejos solo por combatir las enfermedades o por contribuir a la ciencia médica…

—¿De verdad tenemos que escuchar todo esto, Luc? —soltó Candotti—. Este hombre no es de fiar…

Fournier se volvió lentamente hacia el jefe de la policía veneciana.

—Me haces gracia, Aldo.

Candotti puso cara de extrañeza.

—Un hombre como tú, hablando de fiarse de los demás. Tú, que has vendido tu carrera y la confianza depositada en ti por la buena gente de Italia. ¿Y a cambio de qué? Del puñado de monedas de plata que te he hecho llegar. —Meneó la cabeza, chascando con la lengua—. Y usted, signor Cartwright… —prosiguió Fournier—. ¿No tendrá también alguna que otra perla que añadir? ¿Alguna nota de aviso sobre quién es de fiar y quién no?

Cartwright no abrió la boca.

Fournier sacó del bolsillo de la chaqueta una pistola de cañón corto y disparó a Cartwright y a Candotti entre los ojos.

Jeff se agachó para proteger a Rose con su cuerpo. Fournier había dirigido el arma hacia Edie pero no había disparado. Roberto sostenía una Beretta M9 con la mano buena y apuntaba directamente a la cabeza de Fournier.

—Edie, Jeff, Rose, apartaos.

Los tres fueron a esconderse detrás de la tumba.

—Entre usted y yo no hay disputa alguna —dijo Fournier en voz baja. Empezó a retroceder hacia la puerta—. Y no se atreva a disparar. Si me veo obligado a dejar caer este frasco…

Roberto le siguió apuntando con la Beretta durante un segundo y a continuación bajó el arma. Fournier se echó a un lado, se agazapó y disparó una vez, errando el tiro por mucho; después, salió corriendo en dirección a la puerta y desapareció.

Edie, Jeff y Rose salieron de detrás de los sarcófagos del matrimonio Medici, apartando la vista de la carnicería que tenían a escasos metros de distancia.

—No podemos dejar que ese loco se escape —dijo Edie.

—¿Qué sugieres? —replicó Roberto—. Nosotros no somos la policía. De todos modos, tampoco es que la policía fuese de gran ayuda —añadió, dirigiendo la mirada brevemente al cuerpo de Candotti.

—Roberto tiene razón, Edie —dijo Jeff—. ¿Recuerdas por qué nos metimos en este embrollo en un principio? Para averiguar quién había matado a tu tío, y ahora ya tenemos la respuesta.

—Oh, genial —gruñó ella. Subió los escalones de mármol a paso marcial y clavó la vista en la caja vacía, con los brazos en jarras. Entonces, de pronto, lanzó un grito y le propinó un puntapié a la base de la columna.

Se oyó un crujido muy fuerte procedente de debajo de sus pies, seguido de un quejido muy agudo y del ruido de la piedra al rotar contra las rocas. El pedestal cayó a un lado y la caja vacía rebotó con gran estrépito escalones abajo. Desde un punto situado encima de la entrada a la cámara, un inmenso bloque de piedra se deslizó hacia abajo desde el dintel hasta el suelo, donde se detuvo con un fuerte impacto que hizo temblar toda la sala.

Todos se quedaron inmóviles. No podían oír nada más que el sonido metálico de guijarros y cascotes cayendo desde el techo hasta el suelo de mármol.

A Rose se le llenaron los ojos de lágrimas.

—Estamos atrapados, ¿verdad?

—Siempre hay una salida, cariño —dijo Jeff, y le rodeó los hombros con sus brazos.

En el lugar en el que se erigía la columna se veía un hueco perfectamente cuadrado; dentro había varias filas de canutos de madera. Jeff metió la mano, sacó uno y lo depositó cuidadosamente en el suelo, antes de coger otro más, prácticamente idéntico al primero.

—Pergaminos, como el que encontró Sporani en la Capilla Medici —dijo Roberto.

Jeff extrajo unos cuantos más y reparó en que debajo de ellos había algo escondido.

—Ahí hay otra caja.

—¿Puedes sacarla?

—No, está empotrada. Tiene un cierre idéntico al de la otra caja.

Jeff desplazó los cilindros para situarlos en la combinación correcta. Se oyó un chasquido que confirmaba que estaban colocados satisfactoriamente y Jeff levantó la tapa.

Un frasco exactamente igual apareció encajado en el mullido lecho de terciopelo; en la cara interna de la tapa se veía una inscripción latina en letras de oro. Roberto la tradujo: «Todos los hombres son traicioneros».

Jeff levantó el frasco y lo sostuvo en alto: casi no pesaba nada y emitía un fulgor verdoso que brillaba a la luz de los quemadores de aceite.

—Sé que esto os parecerá un disparate, pero parece casi vivo.

—Por lo que más quieras, Jeff, ten cuidado —murmuró Edie.

—Parece bastante recio —respondió Jeff—. Vidrio grueso o cristal. Si Tommasini se mató con esto, debió de ser porque lo abrió. Mirad, lo ha sellado un experto. —Señaló el extremo del tubo, donde una robusta tapa de latón se fusionaba con el cristal, con una sustancia cerosa introducida en la junta.

—Vale, pero aun así…

—Bueno —dijo Jeff, pasándole el frasco a Roberto—. Dos frascos. ¿Uno auténtico y otro falso?

Edie se echó a reír súbitamente con una carcajada rayana en la histeria.

—¡Esto es asquerosamente fantástico! Tenemos el frasco en nuestro poder, pero estamos aquí encerrados sin manera de salir.

—¡Maldita sea! —Jeff se dirigió a la puerta. Una fina línea alrededor del borde era la única indicación de que en algún momento había habido allí una puerta—. Esto es absurdo. ¿Cómo puede ocurrir algo así? ¿Cómo unos ingenieros del siglo XV pudieron construir algo semejante?

—No fueron los primeros —replicó Roberto—. Cuatro mil quinientos años antes la Gran Pirámide fue sellada inmediatamente después de haber sido enterrado el faraón. Se hizo todo automáticamente, utilizando un ingenioso sistema de cuerdas y poleas. No olvidéis con quién estamos tratando aquí: los Medici no eran ciudadanos corrientes, tenían recursos asombrosos a su disposición, y Cosimo y sus compañeros estaban versados en los conocimientos de la Antigüedad.

—Además del ideal humanista —ironizó Edie—, que ahora no nos sirve de gran cosa.

—¿Cómo has dicho? —preguntó de pronto Roberto.

—El ideal humanista…

—¡Pues claro!

Roberto levantó el frasco a la altura de sus ojos.

—El ideal humanista.

—¿De qué estás hablando, Roberto? —dijo Edie, mirándole fijamente.

—A Cosimo y a sus amigos les movía el poder del conocimiento, pero también fueron personas tremendamente altruistas. Ellos creían que la integridad de la persona era la virtud por excelencia. Fijaos en la inscripción. —Señaló hacia la tapa de la caja—. Eran conscientes del poder del frasco y sabían que podía destruir su mundo; por eso lo escondieron aquí.

—Entonces, ¿qué estás tratando de decirnos? —preguntó Rose con voz temblorosa.

Agachándose, Roberto depositó el frasco de nuevo en la caja y cerró la tapa.

Durante unos segundos no pasó nada; Roberto retrocedió, sin apartar ni por un instante la vista de la abertura del suelo.

—No se está… —empezó a decir Jeff, pero se detuvo. Desde el suelo llegó un ruido grave y la caja siguió cayendo por los escalones de piedra. Los cuatro siguieron su descenso con la mirada: uno, dos, tres metros. Se detuvo y un bloque de piedra se deslizó de un lado a otro, sellando la caja en lo más profundo de la tumba. A continuación se oyó otro ruido procedente del otro lado de la cámara, el chirrido de la piedra al rozarse con las rocas, que cada vez se oía más fuerte. Bajaron corriendo las escaleras y llegaron al suelo justo en el momento en que el bloque de piedra de la puerta empezaba a elevarse. Echaron a correr hacia la puerta a toda velocidad y se metieron por debajo de ella, casi tropezando unos con otros al salir al oscuro pasillo del otro lado.

Estaban levantándose del suelo en mitad de la oscuridad cuando, sin previo aviso, el bloque dejó de moverse y se produjo un silencio. A continuación, se oyó un ruido semejante al rugido de una monstruosa bestia que fue en aumento. Un estruendo impresionante les llegó desde el interior de la cámara y pudieron ver, a través de la abertura, que unas enormes rocas caían desde lo alto y se estrellaban contra el suelo.

—¡Deprisa! El techo se derrumba —gritó Roberto. Jeff cogió a Rose y salieron lo más aprisa que pudieron en dirección a la salida, con Roberto renqueando a escasa distancia de los demás. Las paredes temblaron y el suelo empezó a resquebrajarse y desconcharse. Hacia el final del pasillo notaron una gigantesca sacudida parecida a un temblor sísmico. Rose chilló y, a la luz grisácea, vieron que se abría una profunda zanja de un metro de ancho, que recorría el suelo de una punta a la otra y subía por el muro. Edie ayudó a Roberto a cruzar la fisura, aunque resbaló y cayó pesadamente, retorciéndose de dolor.

—Vamos… la salida está ahí mismo —gritó Edie por encima del estrépito.

Salvando la distancia que los separaba de Jeff y Rose, continuaron corriendo lo más aprisa que pudieron sin volver la vista atrás.

Empapados de sudor, salieron al exterior del templo. Sintieron el azote del frío como un mazazo, pero esta sensación era un alivio. Había caído la noche y no les resultó fácil dar con el camino de vuelta por aquel terreno lleno de guijarros. Pero, de pronto, la oscuridad se disipó cuando un intenso foco de luz bañó el mausoleo y un helicóptero apareció rugiendo en lo alto y a continuación viró hacia el norte.

Les llegaron unas voces procedentes de la zona del monasterio y, en medio de la noche, otro brillante haz de luz se abrió paso entre las tinieblas: una pequeña lancha motora se acercó ruidosamente hasta la orilla. Un agente de policía macedonio saltó de la lancha y avanzó hasta la playa. Roberto encabezaba la marcha y Jeff llevaba a Rose apretada contra su cuerpo mientras cruzaban el agreste terreno para seguir al policía.

El helicóptero regresó y descendió sobre las aguas mientras cubrían el trecho que los separaba de la orilla del lago. Al llegar a tierra firme, otro agente los vio, echó a correr y pidió ayuda por radio.

El exterior del viejo monasterio parecía padecer las secuelas posteriores a una operación militar. Cerca de las torres distinguieron unas siluetas vestidas con unos voluminosos trajes blancos a prueba de agentes biológicos que levantaban una enorme tienda hinchable para descontaminación. El helicóptero regresó para sobrevolar las torres, mientras otro más se quedaba posado en una estrecha meseta de roca a una decena de metros de la entrada a las ruinas. Un policía les pidió que lo siguieran: dentro del helicóptero había tres hombres con un traje a prueba de agentes biológicos, sentados con sendos rifles apoyados en el regazo. En el suelo, al lado del piloto, estaba Luc Fournier con las manos esposadas a la espalda. Tenía varias fuertes contusiones en la cara y llevaba el traje hecho jirones.

—¿Éste es el hombre? —preguntó el policía a Jeff.

Fournier ni siquiera levantó la vista.

El policía levantó los pulgares en dirección al piloto.

Mientras se alejaban agazapados de la hélice en plena rotación, Roberto dijo:

—Bueno, sí, contaba con refuerzos.

Jeff no pudo evitar echarse a reír, y Roberto se inclinó hacia delante con una sonrisa para revolverle el pelo a Rose.

—Vosotros dos, id a entrar en calor —dijo—. Creo que nos van a hacer pasar a todos por descontaminación.

Dos enfermeros se les acercaron a paso ligero y escoltaron a Jeff y Rose al helicóptero ambulancia.

—Desde luego, está claro que sabes montar líos, ¿no, Roberto? —dijo Edie con los ojos brillantes.

—No te quejarás.

—¡No! —Se rió y apartó la vista.

—Antes de que nos hagan el chequeo, quiero enseñarte una cosa.

Ella se cogió de su brazo bueno.

—Eres el hombre más extraordinario que he conocido en mi vida. ¿Cómo demonios supiste llegar aquí?

—Llamé a la Capilla Medici, esperando que no os hubierais marchado, pero no os encontré y hablé con Sonia. Ella me contó lo de la llave y lo de Candotti. Google y mi biblioteca hicieron el resto.

—Ah, sí, tu biblioteca. Puedo imaginarme perfectamente a Vincent cargando con todos esos libros camino del hospital.

—Mejor que seguir trayéndome uvas…

Pasaron por delante de los restos de la torre oeste y rodearon el muro exterior del monasterio. Un camino llevaba directamente a una plataforma de piedra de trazado circular, desde donde pudieron contemplar unas vistas de una belleza arrebatadora. Ante ellos se extendía el lago Angja, que relucía a la luz de la luna como una fotografía en blanco y negro tomada con uno de esos filtros que realzan los destellos de las estrellas. Podían ver el mausoleo como un cubo aplanado de piedra negra sobre la isla, hacia el oeste. Parecía un lugar insondable, y ahora ya sabían que verdaderamente albergaba numerosos secretos en el interior de sus muros.

Roberto rodeó a Edie con el brazo y los dos se quedaron contemplando el agua.

—No resulta difícil imaginar a Cosimo y a Contessina de pie en este mismo lugar hace seiscientos años, ¿verdad? —dijo.

—Pon las cosas en perspectiva.

—Debieron de amarse mucho.

Ella se volvió para mirarlo, sorprendida.

—Contessina no creó todo esto solo para esconder el frasco —siguió diciendo Roberto, con los ojos fijos en las increíbles vistas—. Este lugar, obviamente, significó mucho para ellos. Fue su lugar especial y ella quiso permanecer aquí junto a él por toda la eternidad.

—No me había dado cuenta de que el vizconde era un romántico tan tremendo.

—A lo mejor sí —respondió él con una pícara sonrisa—. Pero también estaba pensando en el enorme sacrificio que hicieron.

—¿A qué te refieres?

—En el siglo XV la gente creía que el cuerpo era sacrosanto; no hay más que recordar su obsesión con las reliquias sagradas. Aun así, ellos permitieron que su hermosa tumba quedara destruida antes que permitir que alguien indigno cogiese el frasco.

—¿Eso crees, realmente?

—Por supuesto que sí. Yo creo que el secreto de los Medici está a salvo, al menos por una temporada. No pienso contarle nada a nadie y tengo la sensación de que nuestro amigo Luc Fournier va a pasar mucho tiempo entre rejas. Naturalmente, siempre habrá personajes como él, pero también habrá personas como Cosimo y Contessina…

—Y comprender sus motivos más profundos fue lo que nos sirvió a nosotros para salir de allí.

—De puro milagro.

Edie le dedicó una mirada escéptica y se quedaron en silencio un momento, saboreando la inigualable atmósfera de aquel paraje.

—Y, por lo menos, se les veía ciertamente en paz justo antes de que se desplomara el techo, ¿no te ha parecido? —dijo él al cabo.

—Pero no estaban realmente allí, ¿no, Roberto?

—Tal vez no, pero nosotros sí, así que su legado perdura. A lo mejor pasan otros seiscientos años antes de que otras personas tengan noticia del secreto de los Medici. Y ¿quién sabe? A lo mejor viven en una época más ilustrada. Sería bonito imaginar que un día podría no haber sitio para gentes como Fournier y que no se ganara nada intentando vender la muerte al mejor postor.

—¿Cómo dices? ¿Te refieres al ideal de los humanistas?

—Algo así —susurró él, estrechándola y bajando la boca para rozar los labios de ella—. Algo así.