Capítulo 25

Venecia, en la actualidad

Vincent había corrido las pesadas cortinas y había bajado la intensidad de la luz eléctrica, permitiendo así que la estancia quedase iluminada solo con el reconfortante resplandor de las llamas. Edie y Jeff estaban sentados en el sofá, cada uno acunando en sus manos una gran copa de coñac, mientras Rose daba cabezadas en un butacón de cuero, debajo de la ventana del otro lado de la biblioteca. El apartamento de Jeff estaba precintado, pues era aún objeto de investigación de la policía forense. Candotti les había informado de que una unidad de la policía había estado siguiéndoles, cosa que, evidentemente, les había salvado la vida. Roberto había insistido en que se quedasen en su casa y solo había dejado de exigir que le trasladaran a él también allí cuando Edie le amenazó con hacer el petate y largarse, ella sola, en el tren nocturno a Florencia si seguía en sus trece.

Pese a que la policía había seguido todos sus movimientos desde que salieron de la habitación de Roberto en el hospital, Jeff y Edie habían sido interrogados largo y tendido por un par de agentes de rango superior y habían tenido que narrar varias veces toda la sucesión de acontecimientos que culminaba con los balazos: su visita a La Pietà simplemente como turistas para contemplar los célebres frescos; su salida del templo pasadas las cinco y media de la tarde y el regreso al apartamento. Cada uno hizo una pormenorizada descripción del pistolero y aclaró que había sido él quien los había perseguido la noche anterior, herido a Roberto y acabado con la vida de Dino. También confirmaron que ese asesino era el hombre que había secuestrado la motora de Roberto y que había matado al conductor, Antonio.

Una asesora había hablado con Rose aparte y, después, con Edie y Jeff. Pero Rose solo logró tranquilizarse de verdad cuando se halló dentro del Palazzo Baglioni. Era como si tuviese una afinidad natural con aquel lugar, y se había creado un estrecho vínculo entre ella y Roberto. Se sentía a salvo entre las antiguas paredes de la residencia a orillas del canal. Se había tomado el remedio especial a base de alcohol que le había preparado Vincent siguiendo lo que él afirmó que era una receta secreta que había acompañado a su familia desde hacía generaciones, y se había quedado dormida oyendo el melifluo sonido del Intermezzo en la mayor de Brahms. Cuando Jeff le dio un beso de buenas noches, lo último que salió de su boca fue: «No puedo creerlo, papá. Solo estuve fuera del apartamento unos minutos».

Jeff contempló a su hija dormida.

—Los jóvenes poseen una asombrosa capacidad de recuperación —dijo Edie en voz baja.

—Supongo que esto debe de traerte a la memoria un puñado de malos recuerdos.

Ella sonrió.

—Años de terapia han cubierto de yeso las grietas. Solo tenía ocho años, era mucho más pequeña que Rose cuando mataron a mis padres, lo que no quiere decir que no me acuerde. Lo recuerdo hasta el último detalle, como si hubiese sido ayer. —Parecía querer hablar, y Jeff estuvo encantado de dejar que lo hiciera—. He revivido la experiencia un montón de veces. Nunca pierde fuerza, pero he logrado asimilar el hecho de que realmente aquello sucedió. Que realmente yo entré en aquel laboratorio improvisado en mitad del desierto y encontré a mi madre y a mi padre nadando prácticamente en su propia sangre. Fue simplemente un asesinato oportunista: el asesino se largó con un puñado de dólares. Ocurrió hace tres décadas y los relojes siguen funcionando, el mundo no se detiene sobre su eje, por mucho que uno piense que debería detenerse.

—Y ahora tú trabajas con los difuntos.

—Oh, sí.

—De un modo curioso, tiene que servirte de ayuda.

—De eso no estoy segura, pero permite poner las cosas en perspectiva.

Jeff puso cara de no entender.

—Fíjate en Cosimo de’ Medici. Fue uno de los hombres más ricos de todos los tiempos. Dentro de las limitaciones de su época, podía hacerlo casi todo. Él inició el Renacimiento, por amor de Dios. ¿Y qué es ahora? Esté donde esté su auténtico cuerpo, en el mejor de los casos no será más que un montón de huesos desmenuzándose bajo una preciosa chaqueta de botones de oro macizo.

Jeff pensó en la pobre Maria, en su vida tan violenta e innecesariamente arrebatada. Y también en Dino, que había pagado el precio más alto por salvarles. Eso había ocurrido hacía tan solo dos noches, pero parecía ya una eternidad. ¿Dónde estaba Dino ahora? ¿Realmente alguna parte de su ser habría encontrado a su mujer y a su hija? ¿Las agonías de la vida de aquella familia habían quedado finalmente eliminadas, o todo lo que Dino había sido antaño no era ahora más que un pedazo de carne en descomposición en algún depósito de cadáveres de las cercanías?

Jeff se encogió de hombros y alzó la vista al techo.

—Preguntas sin respuesta —musitó—. Supongo que solo en momentos como éste nos paramos a considerar el verdadero significado de la vida. ¿Y a qué conclusión llegamos?

—Cada cual extrae una conclusión completamente diferente —dijo Edie.

—Pero hay unas cuantas verdades básicas, ¿no?

—Probablemente no —repuso Edie.

—Todo es humo y espejos, nada tiene sentido, ¿no crees? Tanto si crees en una vida después de la muerte como si no, lo único que de verdad cuenta es lo que dejas a los demás, ya sea en forma de grandes obras de arte, de música maravillosa que la gente escuchará siglos después de que hayas muerto o de algo tan sencillo como ser recordado como una buena persona, como alguien que dio más de lo que recibió.

—Tal vez. —Edie apuró su copa y se sirvió otra más—. Pero al margen de lo que hagas, al margen de lo que dejes al marchar, empieza a descomponerse gradualmente y acaba desapareciendo. Lo veo a diario en mi trabajo. Al final nada queda, nada en absoluto. Los huesos se deshacen y se convierten en polvo, y el polvo se lo lleva el viento. —Dio un trago largo a su coñac—. Y lo que hacemos también desaparece, ¿o no? —No esperó la respuesta de Jeff—. Un día la música de Mozart caerá en el olvido, las palabras de Jesús dejarán de tener sentido. Sea cual sea su aportación, se desvanecerá y nadie lo recordará. Como dijo el gran George Harrison: «todas las cosas han de pasar».

—Más bien —dijo Jeff, y alzó la copa a modo de saludo burlón. Los dos se echaron a reír.

—Bueno, ¿y ahora? —dijo Edie, secándose los ojos.

—Obviamente, lo primero es partir a Florencia. Todos juntos.

Jeff lanzó una mirada a Rose, sintiendo una punzada de remordimiento por meter a su hija en aquel follón. A continuación, le sobrevino un sentimiento de ira, ira por su impotencia a la hora de protegerla del horror que había tenido que presenciar.