Capítulo 24

Macedonia, junio de 1410

Guiados por el abad Kostov, Cosimo y los demás cruzaron el refectorio, recorrieron un lúgubre pasillo gris y descendieron por una escalera que bajaba a la cripta. Iban en silencio y el abad alumbraba el camino con una única antorcha titilante, hasta que llegaron a una sala circular con el techo bajo y abovedado. En el centro había un pilar de piedra que sostenía un recipiente de cristal del tamaño de la mano de un hombre aproximadamente. Dentro se veía un frasco cilíndrico, fino, de varios centímetros de largo, cerrado por cada extremo con sendas tapas de latón. Un extraño líquido de un repugnante color verdoso llenaba tres cuartos del frasco.

Cosimo avanzó unos pasos, pero el brazo del abad se levantó rápidamente para detenerlo.

—Amigo mío, no deis un paso más —dijo con voz firme.

Cosimo obedeció.

—Éste es nuestro recinto más sagrado —explicó el abad—. Hemos sido los guardianes de este objeto durante más de cien años. Llegó de la aldea de Adapolin, en la región de Sunun, lejos de aquí. Las aldeas del lugar sufrieron una terrible plaga que aniquiló a las gentes sin hacer distinciones, pero Adapolin se salvó. Ni uno solo de sus habitantes cayó enfermo.

»Un hombre llamado Jacobo, un simple campesino, poseía el objeto que tenéis ante vuestros ojos, este frasco sagrado. Mientras sus vecinos perecían, Jacobo indicó a los ancianos de Adapolin que erigiesen un pilar en la plaza del pueblo y levantaran una tapia a su alrededor. A continuación depositó el frasco en lo alto del pedestal y todos los habitantes de la aldea, mujeres, niños, viejos y jóvenes, desfilaron por delante del muro bajo. Todos y cada uno tuvieron que arrodillarse para rezar una breve oración y santiguarse.

»En el otoño de aquel año Adapolin se había hecho famosa y todos la conocían como la aldea del milagro. Llegaban multitud de enfermos y tullidos en busca de sanación. Muchos volvían a casa contando historias sobre curaciones milagrosas y sobre las cualidades protectoras del frasco de Jacobo. Pero el propio Jacobo se encontraba gravemente enfermo. Casi parecía que hubiese absorbido los negros humores y hubiese accedido a convertirse en el vasallo del Diablo. Se le llenó la piel de pústulas, tenía los ojos casi cerrados por las ampollas y se le cayó el pelo.

»Un día los aldeanos se despertaron con la sorpresa de que el frasco y Jacobo habían desaparecido. Fue el abad Andanov, cinco generaciones antes que la mía, quien acogió a aquel enfermo desconocido. Jacobo falleció dos días después de llegar aquí y fue enterrado en los cimientos de este monasterio. Mis antecesores han conservado el frasco a buen recaudo todo este tiempo.

Se produjo entonces el repentino y fortísimo sonido de una explosión, procedente de arriba, y la sala entera tembló. A continuación se oyeron gritos y el barullo de gente corriendo.

El abad se aferró al brazo de Cosimo.

—Ha empezado —dijo con voz ronca—. Nos atacan.

Un joven monje entró dando tumbos en la sala. Tenía la cara manchada con hilos de sangre.

—Padre —dijo, jadeando—. Stasanor… —Se desplomó en el frío suelo de piedra y se quedó inmóvil.

—Deprisa, venid conmigo. —El abad Kostov dio un portazo al salir con ellos y cerró con llave. Luego, les hizo un gesto para que le siguieran por las escaleras. El refectorio estaba desierto, pero podían oír el estrépito del acero, gritos y rugidos de hombres a escasa distancia. Y les llegó el olor a algo que se quemaba.

—Ahora no puede ayudarnos.

Cosimo le cogió por las manos.

—Padre…

—Marchaos, amigos míos. Dios nos guiará. Debo dejaros.

—Cosimo, nuestras armas están en los aposentos —dijo Niccoli de pronto—. Demasiado lejos. Tendremos que dividirnos.

Tres hombres aparecieron al final del pasillo. Dos de ellos blandían espadas anchas y el tercero una maza.

Niccoli cogió una antorcha de un soporte y avanzó hacia ellos. Al salir a un espacio abierto, un claustro inserto en el mismo centro del monasterio, les llegaron unos gritos y el chisporroteo de la madera y la paja al arder. El aire estaba cargado del hedor de la carne quemada y de la sangre.

—Tenemos que disgregarnos —exclamó Tommasini por encima del clamor.

—Conformes. Hay que salir de aquí. Dirigirnos al lago. Hay una arboleda en la orilla del otro lado.

Cosimo dio media vuelta y notó que Contessina le agarraba el brazo.

—No pienso perderte de vista —dijo ella.

Jadeando, Tommasini consiguió volver a su cuarto. Se echó un fardo al hombro, desenvainó la espada y regresó al pasillo como una centella. Estaba llenándose de humo. Empezó a ahogarse y se dio cuenta de que no tenía ni la menor idea de cómo iba a escapar. Alguien apareció corriendo y él se apartó, pegándose a la pared. El hombre pasó por delante de él, corriendo hacia la oscuridad. A continuación, notó que alguien le agarraba por el hombro. Gritó y una voz susurró a su oído:

—Maestro Ambrogio.

A duras penas logró reconocer a uno de los monjes, el padre Daron, el bibliotecario.

—Debemos rescatar el frasco sagrado —susurró entre dientes—. Seguidme.

Las escaleras que bajaban a la cripta quedaban al otro lado de un patio. Una flecha pasó rozando la oreja de Tommasini. No tenía ni idea de desde dónde había venido y se limitó a seguir corriendo por aquellas losas irregulares. El monje se hallaba a solo un par de pasos por delante de él, doblado por la cintura casi hasta tocar el suelo. Cuando llegaron a las escaleras, un hombre alto emergió por el umbral de una puerta, a la izquierda. Cargó contra ellos con la espada en alto.

El monje retrocedió y utilizó a Tommasini a modo de escudo. Pero el florentino estaba preparado, con los cinco sentidos en estado de alerta. Antes de que el asaltante pudiese asestarles un golpe, Tommasini clavó la espada al frente. Al hacerse a un lado para esquivar el cuerpo que se desplomaba, Tommasini perdió la espada, pero tuvo presencia de ánimo para asir el arma del muerto.

Una vez abajo, el padre Daron buscó nervioso la llave y finalmente logró abrir la cerradura. Entraron y el monje cerró de golpe la puerta; los dos hombres se hallaron de pronto en medio de una oscuridad escalofriante.

Se abrieron paso por el pasillo, a tientas, y atisbaron una tenue luz. En cuestión de segundos se encontraron de nuevo en la sala circular.

Tommasini siguió con la mirada los dedos del monje, que palpaban a toda prisa la superficie de la caja de cristal. Uno de los paneles se deslizó; el padre Daron metió la mano y cogió con sumo cuidado el frasco. A su espalda pudieron oír que alguien aporreaba la puerta para derribarla.

—¡Deprisa! Debéis llevaros esto.

El padre Daron puso el cilindro de cristal en las manos de Tommasini. Por un segundo, Ambrogio se permitió el lujo de observar detenidamente aquel objeto a la mortecina luz, maravillándose una vez más ante la intensidad de su color y del gran peso del líquido que contenía el tubo. Por su cabeza pasaron a toda velocidad imágenes del pasado. Las manos del santo Jacobo sosteniendo aquel mismo objeto, aquella cosa milagrosa.

Se oyeron unas pisadas de botas contra la piedra.

—Yo me pondré en manos del Señor —dijo el padre Daron—. Vos debéis escapar.

El monje entregó a Tommasini una de las antorchas de la pared y le empujó toscamente hacia la otra punta de la sala, donde retiró una alfombra que había en el suelo. Se apreciaba el difuso contorno de una puerta en la piedra. El padre Daron sacó del bolsillo una llave y la introdujo en una diminuta abertura; Tommasini le ayudó a levantar la tapa. Una escala se perdía en las negras profundidades. Tommasini se subió al primer travesaño justo cuando tres hombres arremetían en la sala. El monje le empujó la cabeza hacia abajo y el florentino a punto estuvo de caerse. La portezuela se cerró de golpe encima de él.

Tommasini se encontró entonces en el interior de un túnel de apenas su altura con una anchura algo mayor que sus hombros. Avanzó a trompicones hasta una bifurcación y siguió por el ramal izquierdo, por puro instinto. Le costaba respirar en aquel aire fétido y estaba empapado en sudor. Aguzó el oído para tratar de percibir si alguien le seguía y procuró apaciguar los latidos de su corazón. Resultaba imposible detectar nada en medio del rugido de las llamas, las explosiones y el retumbar de la mampostería. Siguió por otro túnel. Solo contaba con su intuición como guía. Al cabo de treinta pasos, dobló una esquina y vio un muro de piedra maciza justo delante. Por allí no había salida.

Otra explosión justo encima de su cabeza hizo temblar los muros y parte del techo empezó a desmoronarse. Siguió una lluvia de fragmentos de piedra y pizarra, y un trozo enorme de roca estuvo a punto de caerle encima. Tommasini mantuvo el equilibrio, pero se le había apagado la antorcha. Palpó con la mano izquierda por debajo de la túnica para comprobar que el frasco estuviera intacto y entonces, aferrándose a la espada, se dirigió lentamente, arrastrando los pies, hacia un diminuto resquicio de luz.

—Debo salvar todo lo que pueda de la biblioteca —susurró Cosimo—. Para eso vinimos aquí. No podemos permitir que quede todo completamente destruido por este Stasanor.

Contessina le cogió la mano con fuerza.

—Crucemos el patio —insistió Cosimo, y señaló una puerta en el muro del otro lado.

A su derecha había un gallinero y, junto a éste, un huerto bien provisto dividido por un caminito estrecho. A su izquierda una puerta abierta comunicaba con una lavandería vacía. Contessina estuvo a punto de tropezar con el cuerpo de un hombre ataviado con una túnica de piel de color negro. Se adueñó de su espada y trazó con ella un círculo en el aire cuando Niccolò Niccoli, armado en ese momento con un sable, apareció andando de espaldas en dirección a ellos, combatiendo contra dos hombres.

Contessina brincó hacia delante para echarle una mano. El bandido cargó contra ella con la maza, que por poco no le da en la cabeza. El hombre no tenía experiencia con aquella arma y tardó en recuperar el equilibrio. A la velocidad del rayo, Contessina acuchilló a su atacante desde el cuello hasta la ingle. Entonces, recogió la maza del suelo de tierra y se la lanzó a Cosimo. El atacante de Niccoli se distrajo un momento y Niccoli se abalanzó contra él y le clavó el acero en la boca. La hoja salió por la nuca del bandido, justo debajo de la base del cráneo. Niccoli la dejó ahí y corrió hacia la puerta del otro lado del patio.

Niccoli asió el picaporte y abrió la puerta con muchísimo cuidado. Daba a otro pasillo, corto y estrecho, que terminaba en unas escaleras. La puerta de la biblioteca quedaba a la derecha. Estaba cerrada con llave.

Cosimo dibujó un arco con la maza, con todas sus fuerzas, y el cerrojo saltó hecho pedazos por el impacto del golpe. Justo al otro lado había una antorcha en un soporte. Niccoli extrajo de su bolsillo un pequeño trozo de pedernal y un eslabón que guardaba en una caja de ébano. Chascando el eslabón contra el pedernal, consiguió hacer chispa para prender una astilla. Acercó a la llamita la antorcha empapada en aceite y ésta prendió de inmediato.

Muchas de las estanterías de la biblioteca estaban ya vacías. Cosimo acudió a toda prisa a la sala contigua. El suelo en toda su extensión estaba cubierto de cajones de embalar, algunos formando torres de tres pisos. Esa misma noche el abad había empezado a guardar algunos de los ejemplares más valiosos del monasterio para almacenarlos en un laberinto de catacumbas horadadas bajo el suelo del edificio. Prácticamente todas las cajas estaban atadas con cordel, y algunas de ellas selladas con alambre y con una sustancia densa de color amarillento. Junto a las cajas había un par de canastas. Una de ellas estaba llena de copas, fuentes y varios objetos de plata; la otra contenía un montón de iconos religiosos, cuadros pintados en tablas de madera, crucifijos de oro y de plata, cálices e incensarios con cadenas que todavía emanaban intensos perfumes.

Cosimo levantó la tapa de la caja más próxima y sacó con sumo cuidado los documentos más fáciles de coger. Abrió una cubierta polvorienta, sopló sobre la página inicial y leyó las palabras escritas en griego. Se trataba de un manual para diseñadores de acueductos, escrito por un tal Umenicles. Luego, sostuvo entre los dedos un pergamino ajado que parecía cubierto de marcas de quemadura de color ámbar.

—Esto está escrito de puño y letra del mismísimo Heródoto —dijo, apenas capaz de creer lo que veían sus ojos. El siguiente volumen contenía páginas de diagramas geométricos y fórmulas matemáticas. Era la obra de un discípulo griego de Euclides.

—Se me parte el corazón al contemplar estas maravillas —dijo Contessina suspirando—. ¿Qué podemos hacer?

—Propongo que nos apresuremos —murmuró Niccoli.

Pero Cosimo estaba en otro planeta. Se sentía hastiado y eufórico al mismo tiempo. Casi era demasiado, no podía entenderlo.

—¿Qué podemos hacer? —dijo finalmente.

—No mucho, me temo.

—Niccolò, no podemos dejar aquí estos libros; ¿cómo podemos plantearnos otra cosa?

Contessina se acuclilló y colocó dulcemente su mano en el hombro de Cosimo. Pero era demasiado tarde. Los saqueadores estaban ya en camino. Sus voces resonaban por el pasillo.

—¡Deprisa! —dijo Contessina entre dientes, y agarró a Cosimo.

—¡Debemos salvar todo lo que podamos!

Cosimo puso una brazada de valiosos documentos en los brazos de Contessina y empezó a meterse todo lo que pudo en los bolsillos y bajo el cinto. Niccoli cogió un par de rollos y a continuación tiró de Cosimo para protegerlo tras la pila más alta de cajas. Al instante, dos de los bandoleros de Stasanor entraron atropelladamente en la sala.

Antes de que pudieran acercarse, Niccoli y Contessina salieron de su escondite de un salto. Niccoli llevaba la antorcha en una mano y su espada en la otra. La antorcha trazó un fiero arco en el aire y le abrasó la cara a uno de los hombres, que lanzó un alarido. Entonces, echándose hacia delante, colocó la espada en el cuello del bandido y se lo cortó con un solo movimiento. La sangre brotó en forma de gran chorro y el hombre se hincó de rodillas, tapándose el cuello con ambas manos. Contessina alcanzó rauda al otro guardián. La sorpresa le proporcionó una clara ventaja. Su asombrado contrincante apenas tuvo tiempo de esquivar el primer golpe de espada, pues ella le había pillado desprevenido. Antes de tocar el suelo ya estaba muerto.

Fuera, en el pasillo, les llegaron más voces de hombres que se acercaban. Niccoli apagó la antorcha. Se escondieron en la penumbra y retuvieron el aliento. Dos intrusos más pasaron por delante de ellos a todo correr y se metieron en el almacén, para volver a salir unos segundos después. No repararon en los tres florentinos, escondidos en un oscuro hueco.

—¿Y ahora qué? —dijo Contessina.

—Seguidme. —Niccoli comprobó que no hubiera nadie en el pasillo y se escabulló por él.

Pasados el almacén y el despacho de limosnas, cruzaron otra puerta y se encontraron dentro de la capilla. La bordearon y, sorteando las columnas de piedra, rápidamente llegaron al altar. Un joven monje, un muchacho de no más de trece o catorce años, saltó de detrás del altar con un crucifijo en las manos. Estaba pálido de espanto. Al ver a Niccoli, con la cara salpicada de sangre y la espada destellando en la mortecina luz, lanzó un grito, soltó el crucifijo y salió corriendo a toda velocidad. Niccoli salvó los escalones de piedra de un solo salto para llegar al rincón de la sala donde una angosta puerta comunicaba con un ancho pasillo. Divisaron a un grupo de bandidos que corría en dirección a la capilla.

—La torre debe de estar a la derecha —susurró Niccoli—. Creo que hay otra manera de salir de aquí.

Nadie les vio entrar en la sala de la torre. En el centro de la misma había un hombre, en pie, solo. Se asemejaba a un conejo, sorprendido por la luz de una tea, con el casco ladeado. Apenas había llegado a la pubertad, cual un gemelo del joven monje, pero en este caso se trataba de un muchacho que había llevado una vida totalmente diferente. Lanzó una mirada a su espada, tendida en un banco de madera a escasa distancia. Niccoli ladeó la cabeza y enarcó las cejas.

Necesitó solo unos segundos para atarle al chico las manos y amordazarlo. Mientras Niccoli se ocupaba de esto, Contessina y Cosimo registraron la sala. En un baúl de madera arrimado a la curva pared exterior de la sala de la torre encontraron cuerda y un par de garfios, restos de las obras de reforma que había sufrido el monasterio unos años antes.

Una puerta entornada daba a una rampa que ascendía hasta un entresuelo. No les quedaba más opción que asir con fuerza la espada y lo que habían logrado salvar de la biblioteca y huir por aquella rampa. En lo alto había un antepecho y, más allá, la noche oscura. A su izquierda un pasillo conducía de vuelta al monasterio. Contessina echó un vistazo al otro lado del muro y distinguió el suelo a unos diez metros de distancia. La hierba se perdía de vista en la oscuridad.

Niccoli agarró un garfio mientras Cosimo lanzaba ya otro por la pared desde lo alto del parapeto. Arrojaron las cuerdas hasta abajo. Niccoli descendió en primer lugar. Cosimo ayudó a Contessina a superar el parapeto de mampostería y a deslizarse ágilmente hasta el suelo. Cosimo llegó unos segundos después. Al aterrizar, se le cayeron de la túnica un par de libros. Se agachó para recogerlos pero Contessina se le adelantó:

—¡No! —le espetó, al tiempo que dos flechas se clavaron con un sonido sordo en la tierra, a su lado.

Bajaron en zigzag por una accidentada pendiente. Cosimo lanzó un vistazo atrás y vio a un grupo de saqueadores espoleando a sus caballos para dirigirse a toda prisa a un puente de madera próximo a los muros, en un esfuerzo por cortarles el paso. Estaba exhausto y caminaba tan despacio que casi se detuvo, sin dejar de jadear, para recobrar el aliento.

—Vamos, Cosimo —le gritó Contessina y corrió hacia él. Le rodeó con un brazo—. Ya no estamos lejos, si podemos…

En ese instante el jinete que iba en cabeza emergió de entre las sombras del monasterio, dejándolos boquiabiertos por la velocidad con que había cubierto la distancia desde los muros. Levantó una lanza y la arrojó. Contessina dio un salto hacia delante y apartó a Cosimo de un empujón. Él se estrelló contra el suelo y el jinete se abrió paso; los cascos de su montura casi aplastan la cabeza de Cosimo.

Niccoli agarró a Cosimo por un brazo y Contessina por el otro, y avanzaron a trompicones por los últimos metros de campo abierto hasta adentrarse en la arboleda.

—No os paréis ahora —gritó Niccoli, apretando el paso y tirando del brazo de Cosimo.

—Soltadme —exclamó Cosimo, y se zafó bruscamente—. No soy un niño.

Con un último resto de energía que ni él sabía que le quedara dentro, envainó la espada y avanzó entre la maleza. Todavía les llegaban voces, pero cada vez más lejanas. Por el bien de las pocas obras de gran valor que habían rescatado no podía detenerse, no mientras le quedase un ápice de aliento.

La lluvia empezó a caer a raudales cuando Ambrogio llegó al punto de encuentro. Le dolía todo el cuerpo y llevaba las manos y la cara cubiertas de cortes, sangrando. Se detuvo un instante, sacó el frasco y lo sostuvo a la luz. Su resplandor verde parecía más intenso ahora. En su recipiente de cristal aquel misterioso líquido parecía casi dotado de vida, y Ambrogio pudo percibir su poder latente. No pudo evitar sonreír para sí. Su maestro sabía mucho más que él acerca de aquel objeto milagroso, pero él era quien lo tenía ahora en sus manos. Volvió a esconder el frasco debajo de la túnica y oyó el chasquido de una ramita. Desenvainó la espada y se metió sigilosamente bajo la poco densa arboleda.

El hombre estaba casi encima de él cuando de pronto le vio. Ahogó un grito y dio un salto hacia atrás.

—Ambrogio, soy yo.

—¡Niccolò! Gracias a Dios.

Los dos hombres se fundieron en un abrazo. Ambrogio volvió a tensarse al ver que otras dos siluetas salían de la penumbra. Entonces, una gran sonrisa se dibujó en su cara al distinguir a Cosimo y Contessina avanzando a zancadas hacia él.