Capítulo 22

Padua, en la actualidad

El hombre del cabello moreno los observó mientras entraban en la finca con el coche de alquiler y aparcaban a un centenar de metros por la pista de tierra. Todavía notaba hinchada la cabeza por el golpe que se había llevado la noche anterior. Y en lo más hondo de su ser, bullía una furia vengativa.

Cuando alcanzó el bosquecillo que había al otro lado de la entrada, los tres habían desaparecido en el interior de la casa. Rodeó la mansión y vio que dos adolescentes entraban por una de las puertas traseras. A los pocos minutos salieron los dos chicos con la niña.

El retumbo que notaba en la cabeza le impedía pensar con claridad. Cerró los ojos y practicó unos cuantos ejercicios mentales de los que le habían enseñado en las Fuerzas Especiales. Para despejar la mente, respiró hondo varias veces. Al abrir los ojos de nuevo todo parecía más nítido.

Avanzando sigilosamente entre los árboles llegó a otro mirador a cierta distancia de la casa, en una zona de hierbajos y arbustos. Los tres jóvenes charlaban animadamente junto a dos motos de motocross.

Los muchachos se pusieron el casco y enseñaron a la niña cómo se hacía. Iniciaron un recorrido circular que subía por diversos montículos y dibujaba cerradas curvas. Parte del recorrido transcurría por un sendero embarrado, a escasa distancia de donde se encontraba él. Pero sabía que no podían verle.

No tenía absolutamente ningún escrúpulo. El asesinato era su medio de vida. No le era preciso odiar a sus víctimas. De hecho, no sentía nada por ninguna de ellas. Sus órdenes eran obtener hasta la más mínima pizca de información costara lo que costase. Su cliente era muy generoso con el pago. Así pues, planeó librarse de los muchachos, coger a la niña y cambiarla —muerta o viva— por ese artículo sumamente preciado que era la información.

Uno de los hermanos apareció a todo gas por la curva más próxima, levantando una ola de barro a su alrededor. Dándole al acelerador, se encaramó a un montículo, salió volando por los aires y aterrizó con elegancia. El asesino levantó su pistola y se sujetó el brazo con la mano libre para estabilizarlo. El chico se dirigió hacia donde estaba él, derrapó y volvió a salpicarlo todo de barro. La moto se inclinó y giró fuera de control. El chico enderezó la máquina y regresó junto a los otros. La ocasión había pasado.

El segundo chico inició su ronda con un impresionante caballito antes de alejarse a toda velocidad. Pero cuando se acercaba al primer montículo, la rueda trasera resbaló. El chico salió disparado por encima del manillar y se estampó en el barro.

El asesino, clavado en el suelo con las piernas separadas y las rodillas ligeramente flexionadas, apuntó a la cabeza del muchacho, que volvió a montarse, no sin dificultad, en la moto. Empezó a apretar el gatillo.

—¿Chicos?

Rápidamente, bajó el arma y dio un paso hacia atrás, metiéndose entre los árboles. Una mujer rechoncha y baja, con el pelo rosa de punta, apareció de repente.

Filippo se sentó con la espalda recta en el sillín, apagó el motor y se apeó, dejando caer la moto en la tierra mojada.

—Siento estropearos la diversión —oyó el hombre que la mujer decía—. El cocinero ha preparado té y tarta.

Francesco puso los ojos en blanco.

—¿Justo ahora? Acabamos de empezar.

—Haced lo que os plazca, chicos. Pero la tarta de chocolate es algo fuera de lo normal.

—Ésta es nuestra tutora, Matilda —explicó Francesco a Rose—. Matilda es americana y se toma la comida muy en serio.

—Como salta a la vista —añadió Filippo tapándose la boca con la mano y haciendo reír a Rose y a su hermano.

El pistolero los observó entre las sombras mientras los cuatro daban la vuelta y se alejaban en dirección a la casa.