Capítulo 20

Venecia, en la actualidad

Sito en un estrecho callejón que hacía esquina con Via XXII Marzo, el despacho de Giovanni Tafani quedaba a poca distancia andando desde el apartamento de Jeff. Al otro lado de la sosa fachada de cemento, Edie y Jeff se sintieron transportados a la elegancia barroca y al esplendor clásico veneciano de trescientos años antes.

Jeff no quería perder de vista a Rose, pero la niña se había negado rotundamente al plan de ir pegadita a ellos y escuchar el rollo que les iba a soltar —así lo había dicho— un viejo muermo sobre un compositor desaparecido hacía siglos. Y se marchó más que encantada con Maria, quien se había ofrecido a llevarse a Rose con ella para ir a visitar a unos familiares en Mestre, donde su hermano menor poseía una pequeña finca.

Tafani salió a recibir a Jeff y Edie en el vestíbulo y les condujo a su gran despacho, en el primer piso. El cansancio se traslucía en sus ojos, que la noche anterior habían estado ocultos tras una delicada máscara dorada.

—Me temo que su llamada de esta mañana me pilló por sorpresa —dijo, al tiempo que les invitaba a tomar asiento en dos sillones de piel dispuestos delante de su imponente escritorio de roble—. Tendrán que conformarse con el estado en el que me ven, ¡un pelín resacoso! Bueno, ¿cómo puedo ayudarles?

—Quisiéramos consultarle acerca de un asunto —dijo Edie como quien no quiere la cosa—. Roberto nos ha dicho que es usted la máxima autoridad en Vivaldi.

—¿Eso ha dicho, de veras? Vaya, es un cumplido maravilloso. ¿Qué tal se encuentra el maestro?

—También un pelín resacoso —respondió Jeff, y lanzó una rápida mirada a Edie—. Nos preguntábamos si sabría usted decirnos si Vivaldi tuvo algún interés por lo esotérico. ¿Estuvo interesado de alguna manera en lo oculto?

—Sin lugar a dudas, fue un personaje más bien curioso —respondió Tafani rápidamente—. Se le conocía con el sobrenombre de Il Prete Rosso, «el Cura Pelirrojo», debido a su melena rojo encendido, y mantuvo una relación intermitente con las autoridades del Pio Ospedale della Pietà, donde fue maestro de violín.

—¿Pio Ospedale della Pietà? ¿Qué es eso? —preguntó Edie.

—El Devoto Hospital de la Piedad. Había cuatro en Venecia a finales del siglo XVII. Su finalidad era dar cobijo y formación a niños abandonados o huérfanos; era un lugar bastante ilustrado para la época. Vivaldi se responsabilizó de la enseñanza del violín y tenía el encargo de escribir conciertos para que los huérfanos los interpretasen en público.

—Cuéntenos más detalles sobre su turbulenta relación con las autoridades.

—Vivaldi ejerció el sacerdocio solo unos meses. Corrieron feos rumores acerca de que había seducido a unos adolescentes del orfanato, y de que coqueteaba con indeseables prácticas sexuales y esotéricas. Pero no hay absolutamente ningún indicio que lo demuestre. Yo estoy hasta la coronilla de la denominada historia revisionista. Da la impresión de que ninguno de nuestros héroes fuera inmune, como si la sociedad actual necesitase hundir a los maestros para que nos sintamos mejor con nuestra falta de principios morales. Yo creo que ello dice más de nuestra propia época que de los grandes hombres y mujeres responsables de nuestro legado cultural.

—Entiendo lo que quiere decir —dijo Edie con una sonrisa de comprensión.

—¿Vivaldi residió toda su vida en Venecia? —preguntó Jeff.

—No, no, viajó lo suyo. En realidad, de joven le echaron del orfanato. Pero volvieron a admitirle al cabo de un año.

—¿Y qué hizo durante ese año?

—Fue instructor de los niños de una familia aristocrática de Padua. La familia Niccoli, creo.

—¡¿La familia Niccoli de Florencia?! —exclamó Eddie.

—Ajá, sí. Creo que eran originarios de allí. Pero llevaban ya por lo menos doscientos años en Padua en la época de Vivaldi. ¿Por qué?

—¿No tendrá usted información sobre el año que Vivaldi pasó allí, verdad? —preguntó ella.

—Puede que esté usted de suerte. —Tafani empezaba a reaccionar al creciente entusiasmo de Edie—. Vivaldi dejó un testamento muy complicado. Murió lejos del hogar, en Viena, donde solicitó un puesto en la corte imperial, pero el emperador Carlos VI murió poco después de su llegada y el compositor se quedó varado, sin blanca y sin mecenas. Unas semanas después, falleció. Algunos documentos suyos se quedaron en Viena, otros fueron a parar a manos de parientes suyos repartidos por toda Italia, y otros acabaron en manos de sus amigos más íntimos, aquí en Venecia. Existe un conjunto de documentos bastante famoso, el denominado «Confesionario», que Vivaldi entregó a su mejor amigo, el pintor Gabriel Fabacci.

—¿Qué es el «Confesionario»?

—Vengan, se lo mostraré. —Tafani se levantó.

—¿Lo tiene aquí? —Edie no podía creerlo.

Tafani sonrió.

—No exactamente, pero poseemos un archivo informático con prácticamente todo lo que se ha escrito en relación con Vivaldi.

Les condujo desde el despacho hasta una galería. A los pocos minutos se hallaron en una biblioteca, con dos filas de ordenadores en el centro de la sala. Retiraron sendas sillas y Tafani manejó un ratón mientras retomaba el hilo.

—Lo que me dispongo a mostrarles es un documento particularmente fascinante. Vivaldi contrajo la escarlatina estando en Viena y quedó sumido en el delirio durante varios días antes de sucumbir definitivamente. La mayoría de los expertos creen que redactó este testamento en el lecho de muerte, y que en su mayor parte consiste en la pura fantasía e ilusión de un auténtico hombre de Dios que temía por su alma mortal.

Las palabras La Confessione aparecieron en la pantalla.

—Es bastante largo, pero afortunadamente lo tenemos en varios idiomas. Recibimos la visita de un buen número de eruditos procedentes del extranjero que acuden a Venecia con el exclusivo propósito de acceder a nuestra base de datos.

Tafani encontró la versión inglesa y abrió el archivo. Poniéndose en pie, dijo:

—Les dejo a solas para que le echen un vistazo a sus anchas. Espero haberles sido de ayuda. Vengan a verme antes de marcharse.

—Delante de ellos, en la pantalla, había un documento titulado «El tomar y el devolver». Empezaron a leer.

Me estoy muriendo. Lo que digo ahora es la verdad absoluta tal como yo la veo, una verdad que deseo dar a conocer antes de reunirme con Dios mi Señor, el Todopoderoso Salvador de Todos los Hombres.

Mi confesión arranca con mi padre, Giovanni Battista. Cuando yo era un niño, él trabajaba para un arquitecto al que se había encargado la reforma de una vieja casa de la Calle della Morte. Un elemento curioso de la casa era una columna metálica que recorría el edificio en toda su extensión, desde los cimientos hasta la cubierta. A día de hoy nadie sabe por qué la pusieron allí. Mi padre estaba trabajando como obrero en el sótano de la casa. Un día se encontró con un recio estuche de metal que estaba justo debajo de un compartimento semiesférico, en la base de la columna metálica. Escondió el estuche y más tarde, una vez a solas, abrió la cerradura por la fuerza.

Creo que se llevó una pequeña desilusión, pues el estuche no contenía ni oro ni joyas. En vez de eso, lo que encontró fue un fragmento de una carta. Estaba escrita en un pergamino muy antiguo que se deshacía por todas partes. Había sido escrita en latín, un idioma totalmente desconocido para él.

Mi padre murió unos años después y yo heredé la caja y la carta. Pero no fue hasta 1709, cuando contaba yo treinta y dos años, cuando presté atención a aquella reliquia. Había permanecido olvidada muchos años. Un día, estaba vaciando un armario para hacer sitio a unos manuscritos y partituras nuevos, cuando la encontré.

Era un fragmento de carta, escrito nada más y nada menos que por Contessina de’ Medici, la mujer de Cosimo el Viejo. Estaba dirigida a un hombre llamado Niccolò Niccoli. Trágicamente, gran parte del original se había perdido, pero ofrezco aquí el resto.

Decimotercer día de junio, año de Nuestro Señor de 1470.

Mi noble Niccolò:

Han pasado ya seis años enteros desde que falleciera mi amado Cosimo y tú y yo estamos haciéndonos muy viejos. Pronto me llegará la hora de cumplir las promesas que hice un día, y de completar la tarea iniciada hace tantos años…

… No me malinterpretes, mi querido amigo, admiro tu laboriosidad y considero que la crónica que escribiste hace más de medio siglo pertenece a la máxima categoría de erudición y calidad literaria. Pero tengo miedo. No necesito recordarte lo delicado del asunto. Nadie debe conocer la verdad de nuestro gran descubrimiento, al menos no en nuestro tiempo. Confío en tu integridad y sé que serás precavido, que nunca dejarás que tus textos caigan en las manos equivocadas, pero no tengo la misma confianza en otros y, tristemente, nos hallamos cerca del final de nuestros días…

… Tengo planeado visitar en breve a los cartógrafos y a través de ellos esconderé el tesoro… Mientras escribo estas líneas tengo junto a mí el frasco, listo para dejar oculto a la vista lo que ocurrió en Golem Korab…

… ¿Me permitirías depositar tus escritos junto al tesoro?… ¿para que queden a buen recaudo? A continuación te envío, solo para ti, la pista:

… Con los cartógrafos… la tela Santa…

La cruz de hierro… en el centro exacto…

Tu amiga,

… Contes…

Quedé inmediatamente cautivado y perplejo. Resultaba especialmente frustrante que la última parte hubiese quedado en tan mal estado y que se hubiesen perdido fragmentos de la pista. Huelga decir que me sentí impelido a saber más.

Aconteció que a las pocas semanas me apartaron de plano de mi cargo como maestro de violín en el Pio Ospedale della Pietà. Al parecer, no era del agrado de algunos de los administradores de más edad. Por suerte, recibí una pequeña herencia de mi padre y había conseguido ahorrar un poco de dinero por mi cuenta. Dediqué un tiempo a buscar a la familia Niccoli, quienes resultó que procedían de un linaje muy antiguo y aristocrático. El descendiente varón directo de Niccolò Niccoli vivía entonces en Palazzo Moritti, una enorme finca próxima a Padua. Convencí al director del Pio Ospedale della Pietà para que me escribiese una carta de presentación y, una semana después de haberme quedado sin mi puesto en Venecia, hallé empleo como profesor de música de la generación más joven de Niccoli.

En el Palazzo Moritti disfruté de mucho tiempo de ocio. Solo impartía lecciones dos horas al día; el resto del tiempo lo dedicaba a la contemplación y a la composición de música. Pero yo me hallaba allí con un propósito concreto: averiguar todo lo posible sobre la relación entre la familia de los Medici y la de los Niccoli, para rellenar los huecos que quedaban en el manuscrito de Contessina. ¿Qué naturaleza había tenido su viaje? ¿Y cuál era el motivo que la llevaba a revestirlo todo obsesivamente de secreto?

Hallé respuestas en la magnífica biblioteca, un monumento al recientemente fallecido cabeza de familia, Michelangelo Niccoli, que había sido un ávido coleccionista de textos arcanos amén de archivero de la familia.

El texto crucial se encontraba recogido en tres volúmenes de viajes escritos por Niccolò Niccoli. No puedo divulgar el contenido de aquellos libros, pues se refieren a las cosas más terribles imaginables. Leí hasta la última palabra escrita por aquel hombre. Tanto me cautivaba su narración que estuve a punto de ser descubierto en la biblioteca, un recinto estrictamente privado de la familia. De hecho, estaba tan fascinado que robé los tres volúmenes, entregué mi minuta en cuanto pude y regresé a Venecia.

A lo largo de los seis meses siguientes llené todo mi tiempo libre copiando los diarios de Niccolò Niccoli. Tenía la indudable intención de devolver los originales a la familia. Cuando hube acabado la transcripción, envié los libros bajo anonimato al Palazzo Moritti, a través de un discreto intermediario.

Mi empeño en desentrañar los secretos de los Medici avanzaba lentamente debido a que mucho de la parte final del diario estaba redactado en una especie de clave que tardé años en descifrar.

Ahora puedo al menos sentir cierto orgullo por haber tenido la fuerza de voluntad precisa para parar. He llegado al final de mi vida y confío la carta y las copias de los diarios a mi mejor amigo, Gabriel Fabacci. Yo mismo las cogería y las destruiría, pero me siento incapaz siquiera de volver a posar la vista en esos documentos. Aconsejaré a mi amigo que destruya la compilación, o que los mande, tal vez, a quienes más derecho tienen a conservarla: la familia Niccoli.

Que Dios se apiade de mí.

Antonio Vivaldi

26 de julio de 1741, Viena

Jeff se empujó con las manos para retirar la silla.

—Conque este fragmento de la carta de Contessina es el «venerable documento» al que se refería Bruno. En su propia crónica, decía que tenía una pista pero que no había encontrado nada. Su criado, Albertus, debió de depositar el fragmento de carta en el Gritti Badoer, donde el padre de Vivaldi lo encontró casi cien años después.

—Así pues, es evidente que tenemos que echar un vistazo a los diarios de Niccolò Niccoli.

Jeff estaba a punto de responder a eso cuando sonó su móvil.

—Papá, soy Rose.

—Hola, cariño.

—Acaban de llamar del hospital: Roberto se ha despertado y quiere veros.

—Entonces, ¿realmente habéis leído la transcripción? Es increíble.

Roberto tenía sondas en los dos brazos y le habían puesto un pulsioxímetro con los cables sujetos en una peana, junto a su cama, cerca de un monitor de actividad cardiaca que no paraba de emitir pitidos. Tenía magulladuras en la cara, una ristra de tiras de esparadrapo le juntaba los bordes de una brecha en la frente y tenía partido el labio superior. Era evidente que sentía mucho dolor, pero que trataba de que no se le notase.

—¿Alguna novedad sobre el pistolero?

—Candotti parece tener tan poco a lo que agarrarse como cuando murió Sporani.

—Seguro que le tendré por aquí interrogándome en cuanto los médicos le den autorización.

—Pues que el gorila de la puerta le pare los pies. —Jeff y Edie habían estado a punto de no poder acceder a la habitación privada de Roberto gracias a la vigilancia de su guardaespaldas personal, una mole de ciento treinta kilos vestido con traje negro.

Roberto hizo una mueca al sonreír.

—Oh, Lou es un gatito cuando le conoces bien.

—No estoy seguro de querer conocerle mejor —replicó Jeff frotándose la zona del brazo por donde le había agarrado mientras le hacía pasar a la habitación, unos minutos antes.

—Tafani sí fue de gran ayuda —dijo Edie—. Aun así, con la pista del Gritti Badoer estamos completamente en blanco.

—No te preocupes por eso; es cosa mía. Por cierto, ¿la tenéis?

Jeff tendió a Roberto el papel con membrete del hotel.

—Gracias. Tenéis que seguir la línea de investigación relacionada con Vivaldi. Id a Padua en cuanto podáis.

—Eso es más fácil en la teoría que en la práctica.

—Bobadas. No tenéis más que llamar a la familia Niccoli.

—Oh, por supuesto… qué fácil —empezó a decir Jeff en tono sarcástico, y se detuvo—. ¡Un momento! No me lo digas: les conoces.

—Bueno, a decir verdad…

Edie se rió y se inclinó hacia delante para acariciarle a Roberto la mejilla con la palma de la mano.

—No tienes precio.

—Vaya, gracias…

Se oyeron unos suaves golpes de nudillos en la puerta y entró Aldo Candotti.

Roberto hizo todo lo posible por sonreír.

—Estábamos justo hablando de usted, subprefecto.

Jeff se dirigió a la puerta y Edie besó a Roberto en la mejilla.

—Y Jeff —dijo Roberto desde la cama, con semblante serio—. Llevaos a Rose con vosotros.

En tiempos, el Palazzo Moritti había formado parte de una inmensa finca situada a unos cuatro kilómetros y medio del centro de Padua. Con el paso de los siglos habían ido vendiéndose trozos de tierra y ahora era una mera sombra de su esplendor de antaño, una majestuosa mansión enclavada en un exclusivo barrio de las afueras.

Edie, Jeff y Rose salieron de Venecia a primera hora en un coche alquilado. Rose no se volvió loca con la idea de tener que ir pegada a ellos, pero Jeff no estuvo dispuesto a admitir un no por respuesta. Durante la mayor parte del viaje la niña se mantuvo encerrada en sí misma, en el asiento de atrás, escuchando su iPod.

Concertar una entrevista había resultado ser, efectivamente, una tarea tan fácil como Roberto había dicho que sería, y Giovanni Ricardo Marco Niccoli, el vigésimo tercer barone, se había mostrado encantado de conocer a unos amigos de Roberto Armatovani.

El palazzo se encontraba en una calleja tranquila de las afueras de Padua, trazada de este a oeste, flanqueada de árboles y a la que se accedía por una avenida principal. Cruzaron unas majestuosas verjas de hierro forjado y prosiguieron por una pista ancha de grava que los llevó por un bosquecillo de cipreses hasta el hermoso Palazzo Moritti, del siglo XV, diseñado supuestamente por un discípulo de Brunelleschi. Un mayordomo elegantemente vestido salió a recibirles a la enorme puerta principal y los escoltó a lo largo de un pasillo lleno de eco hasta un salón.

El barone Niccoli les esperaba. Era un hombre alto, vestido con un caro traje azul oscuro. Tenía el pelo blanco y ondulado y unos ojos castaños cálidos y afables.

—Bienvenidos —dijo, con un inglés apenas teñido de acento. Estrechó la mano a Jeff y saludó a Edie con un beso en el dorso de la suya—. Y tú debes de ser Rose. Una auténtica rosa inglesa, por lo que veo.

Rose sonrió de oreja a oreja y todo su enojo acumulado se deshizo al instante.

—Imagino —siguió diciendo el barone Niccoli— que no te habrá hecho ninguna gracia haber sido arrastrada hasta aquí por culpa de los asuntos de tu papá. ¿Estoy en lo cierto?

—Durante todo el viaje hizo como si no existiéramos —declaró Jeff.

—¡Papá…!

Niccoli se rió.

—Bueno, yo tengo el antídoto perfecto contra el aburrimiento.

Nada más pronunciar aquellas palabras, dos jóvenes entraron en el salón andando a zancadas. Iban en vaqueros con rotos y camiseta, pero sus rasgos resultaban aristocráticamente clásicos. Aún más llamativo era el hecho de que fuesen como dos gotas de agua, al menos a ojos de un desconocido.

—Rose, éstos son mis hijos: Filippo y Francesco.

Uno tras otro, saludaron a Rose estrechándole la mano.

—¿Te gusta el motocross?

—Bueno… —interrumpió Jeff.

Rose le lanzó una mirada.

—Nunca lo he hecho, pero me gustaría probar. —Dedicó una mirada retadora a los adultos.

—Es bastante seguro, Jeff, llevan protecciones por todo el cuerpo y casco —explicó Niccoli.

Unos segundos después Edie y Jeff estaban sentados en compañía del barone, con sendas tazas de café en una mesa entre ellos y él.

—Bueno, cuéntenme más detalles sobre lo que les ha traído aquí. Por cierto, ¿está bien Roberto? Me sorprendió un poco que no me telefonease él personalmente.

—Sufrió un accidente. Nada demasiado grave, pero tendrá que guardar cama unos días.

—Cuánto siento oír eso. Me encantaría volver a verle. Tenía a su padre en gran estima.

—Estamos preparando un documental histórico para la televisión —dijo Edie—. El presidente de la Sociedad Vivaldi de Venecia nos habló de usted. Al parecer, el compositor se hospedó aquí durante unos meses, entre 1709 y 1710.

—Sí, correcto.

—Y quedó fascinado con los diarios de uno de sus antepasados, Niccolò Niccoli, el condotiero que además fue amigo íntimo de Cosimo el Viejo.

El barone estiró el brazo para coger su espresso y dio un sorbo.

—Sí, entiendo la atracción que reviste para la televisión. La historia está poblada de conexiones entre unos personajes históricos realmente fascinantes. Mi ilustre antepasado fue el primero en elevar a nuestra familia a la clase aristocrática. Le debemos mucho.

—Los diarios resultan particularmente interesantes —siguió diciendo Jeff—. El episodio en que Vivaldi acude aquí para instruir a varios miembros de la familia se sale completamente de lo normal. Nos interesa la descripción que hace de cuando robó los diarios para luego devolverlos en un ataque de arrepentimiento.

Niccoli rió entre dientes.

—Así fue, aunque yo creo que la historia se ha exagerado bastante. —Suspiró—. En fin, les ayudaré en lo que esté en mi mano. Hasta hace poco poseíamos varias copias de los diarios. En la década de 1920 un conocido historiador británico, J. P. Wheatley, pasó un año aquí traduciendo los originales y trabajando con la versión que Vivaldi había transcrito y devuelto a mis antepasados a consecuencia de lo que usted denomina un «ataque de arrepentimiento». Pero entonces se produjo el incendio.

Jeff y Edie se cruzaron una mirada preocupada.

—¿No conocen ese detalle? Ocurrió hace más de treinta años, en algún momento de 1977. Yo estaba en Oxford. Mi padre se encontraba enfermo y mi madre, la baronessa, había muerto, lo cual en cierto sentido fue un alivio. Ella amaba la biblioteca y aquello la habría destrozado.

—¿Fue un incendio provocado? —preguntó Edie.

—Sí, se supo que lo habían cometido unos horribles matones de poca monta de la ciudad. La policía los apresó, pero nada pudo devolvernos lo que se había perdido. La mitad de la biblioteca quedó destruida: varias Biblias de incalculable valor, una primera edición del Mensajero de las estrellas de Galileo, también éste de valor incontable. Perdimos más de dos mil ejemplares, entre ellos la edición de Vivaldi de los diarios de mi antepasado y prácticamente todo lo que tradujo el profesor Wheatley. Solo pudimos salvar unas cuantas páginas del primer volumen.

—Pero ¿los originales sobrevivieron?

—Posiblemente.

—¿Qué quiere decir?

—Los incendiarios eran también ladrones. Antes de iniciarse el fuego, retiraron de las estanterías unos cuantos volúmenes. Sin embargo, eran bastante ineptos. A lo largo del año siguiente se localizaron varios tomos extremadamente valiosos. Al fin y al cabo, les resultaba prácticamente imposible vender los libros. Hallamos uno de Petrarca, otro de Aristóteles, dos de Boiardo y una colección de dibujos originales de anatomía de Leonardo.

—¿Pero los diarios nunca aparecieron?

—Tristemente, no.

Jeff miró a Edie; la decepción era evidente en su rostro y reflejaba la suya propia.

—Siento no poder serles de más ayuda.

—Ha mencionado una parte de uno de los tomos que se salvó de las llamas. ¿La conserva aún?

—Sí, pero no es más que un fragmento del original.

—¿Podríamos verlo?

El barone apuró su taza y la dejó en el platillo.

—Síganme.

Fueron por un ancho pasillo hasta llegar a una estancia amplia. A un lado, unas ventanas de cristal ofrecían las vistas de exuberantes jardines y de un lago con un cenador de color azul claro construido sobre pilotes en uno de los extremos del agua. La pared de enfrente estaba revestida con paneles y exhibía una hilera de retratos, en los que la nariz característica de la familia se repetía casi como una fotocopia, a lo Warhol renacentista.

Cruzaron una puerta doble y continuaron por un pasillo decorado con sencillez. El barone se detuvo al llegar a un pasadizo abovedado y les hizo pasar a la biblioteca, una sala de grandes dimensiones, sin una sola ventana. Nada indicaba que hubiese sido reconstruida a finales de la década de 1970. En el centro había dos sofás de aspecto antiguo, colocados respaldo contra respaldo. Tres de las paredes estaban forradas de estanterías hasta el último centímetro, repletas de miles de libros.

—Qué envidia —comentó Jeff.

—Nuestros mayores tesoros se guardan aquí, en estas vitrinas de cristal —dijo Niccoli—. Tras los sucesos de 1977, quedó claro que teníamos que ser un poco más cuidadosos.

Abrió una de las vitrinas marcando una secuencia numérica en un teclado. Debajo de tres estantes de lomos de piel había dos anchos cajones. Al abrir el inferior, Edie acertó a ver un trozo de papel de seda y unas láminas plastificadas. El barone extrajo lentamente una carpeta de piel y la trasladó a una mesita.

Dentro había cuatro láminas de papel protegidas con plástico por medios profesionales. Cada una de las páginas estaba hecha pedazos y dos de ellas presentaban evidentes marcas de quemado en los bordes. Una de las páginas estaba fragmentada en tres trozos que habían sido dispuestos de tal manera que pudiera leerse el texto.

—¿Esto es todo lo que queda de la traducción inglesa? —preguntó Jeff, sin poder dar crédito.

—Trágicamente, es todo lo que sobrevivió de los tres volúmenes. Según el informe de la policía forense que recibimos unos seis meses después del incendio, hay ciertas pruebas que confirman que la copia de Vivaldi quedó destruida durante el fuego. También se quemó un noventa y cinco por ciento de la traducción en tres volúmenes del profesor Wheatley. Aparecieron unos diminutos fragmentos de papel carbonizado que presentaban la misma filigrana que estas páginas, pero los originales auténticos, escritos de puño y letra de mi antepasado… en fin, espero que no los tiraran a un río o que los usaran para revestir tuberías. Prefiero pensar que alguien, en algún lugar, conserva los diarios como un tesoro, aun sin tener derecho a poseerlos.

—¿Me permite? —preguntó Edie.

—No faltaba más. Tómense su tiempo, se lo ruego. Lean estos tristes restos. Tengo unas cuantas tareas aburridas de las que ocuparme.

… el rescate fue verdaderamente un milagro, pero Cosimo no lo apreció en aquel momento. Descubrió muchas cosas sobre su prometida, pero lo que aprendió fue tal vez demasiado brutal como para aceptarlo de buen grado. Solo mucho más tarde me enteré de los detalles más concretos de su aventura en Venecia: la historia del extraordinario Luigi, lo del cura traidor, lo de la lucha en la capilla…

… el capitán y toda la tripulación, excepto seis marineros, perecieron en aquella espantosa tormenta. Yo no sé cómo conseguí llegar a tierra. Solo recuerdo el frío, el agua helada y los gritos. Encontré el cuerpo de Caterina ahogada e hinchada. Para mi gran alivio y dicha, Cosimo y Contessina habían sobrevivido, pero se encontraban en estado de conmoción, al igual que Ambrogio, que salió del suplicio solo con cortes leves y magulladuras.

El mar nos había arrastrado hasta una playa cercana a un pueblo de pescadores. Unos viejos nos encontraron y nos llevaron a la aldea. Todos se portaron con suma amabilidad. En un momento dado, llegaron a la orilla parte de los víveres que llevaba el barco. Cogimos lo que necesitábamos para el resto de nuestro viaje y dejamos el resto para que se lo repartiesen nuestros rescatadores. Era lo mínimo que podíamos hacer por quienes nos habían dado comida y cobijo.

Los integrantes de la tripulación que habían sobrevivido se quedaron en Ragusa a esperar un barco que los llevase a Italia. Nosotros permanecimos en esa elegante y noble ciudad el tiempo justo para orientarnos y prepararnos para el viaje hacia el sureste, hacia Macedonia. Empleamos algunos de los objetos de valor que rescatamos del Gisela para intercambiarlos por caballos, suministros y mapas y para pagar a guías locales…

… una tierra salvaje. Solo diez o doce años antes el lugar había sufrido la invasión de los turcos. Las gentes, míseros campesinos casi en su totalidad, vivían apenas un poco mejor que los esclavos. El sultán controlaba con mano férrea la vida cotidiana en esta penosa provincia, cuya población, por otra parte, vivía espiritualmente bajo el yugo del patriarca de Constantinopla…

… Nos hallábamos en grave peligro, por supuesto. Por un lado, nos parecía que lo más sensato era evitar a los numerosos soldados que mantenían a raya a los campesinos. Pero, por otro, éramos vulnerables a los ataques de los ajduks, los integrantes del movimiento de resistencia local. El tercer día, habiendo cruzado sanos y salvos la frontera de Macedonia, llegamos a las regiones más remotas, la falda de los Alpes Dináricos, y a la cumbre más elevada, el propio Korab…

… un país tan agreste e inhóspito. Ambrogio se quejaba sin cesar, por supuesto. Contessina y Cosimo eran inseparables y prácticamente actuaban como una sola persona, no solo fortalecidos por lo que habían pasado sino además impelidos por una ardiente ambición. Yo, lo admito, estaba cansado. Pero, como viajero más experimentado, mis compañeros confiaban en mí…

… vimos una luz a lo lejos, en lo alto, en el cielo, cerca de donde Korab se erigía en medio de la oscuridad… pista de montaña nos llevaba directamente al este. Por el camino encontramos un villorrio compuesto por casuchas de piedra; habían sido arrasadas. En el interior de una de ellas había dos bultos negros: una madre y un niño abrazados, víctimas del fuego.

De todos mis viajes, aquélla fue la imagen más triste, una visión que me acompañará todos los días de mi vida. El olor a carne quemada y a paja carbonizada pesaba aún en el aire. Cierta clase de terror había pasado por allí poco tiempo antes, quizá la noche anterior.

A primera hora de esa noche alcanzamos la cima de la montaña y allí, mientras el sol flotaba bajo, envuelto en una bruma rojiza, alcanzamos a ver por primera vez el monasterio de Golem Korab…

… El abad, el padre Kostov, era un hombre alto y fornido. Aun ataviado con su hábito informe, burdamente tejido, poseía una indefinible dignidad. Había estudiado en Génova y en París y hablaba cuatro idiomas. Nos interrogó largo y tendido antes de permitirnos entrar en el monasterio. Pero en cuanto el abad nos aceptó como invitados, fuimos tratados con suma cortesía…

… primera noche cenamos con el abad en sus espartanos aposentos, junto a los dormitorios de los monjes, y le hablamos de nuestra misión. Él nos explicó que se encontraban en peligro. Un señor de la guerra llamado Stasanor había arrasado las aldeas cercanas y había puesto sus codiciosos ojos en ellos…

… pasaron tres días desde nuestra llegada cuando por fin nos mostró la biblioteca… muchas maravillas que hicieron que nuestras tribulaciones merecieran la pena. Desde aquel momento, Cosimo y Ambrogio Tommasini rara vez se dejaban ver; el buen abad les había dado total libertad para moverse por el lugar, así como permiso para copiar todo aquello que quisieran…

… pero una sensación de temor envolvía el monasterio… temor a Stasanor era omnipresente. Lo notaban los monjes y también nosotros.

… por la más pura casualidad… la noche del ataque…

… el buen abad vino a vernos después del rezo vespertino y nos manifestó su deseo de que supiéramos algo relacionado con su monasterio, algo a lo que ningún extraño había tenido acceso nunca. Y así fue como nos enteramos del milagro de san Jacobo y vimos su obra…