Venecia, mayo de 1410
Estaba flotando. Todo era perfecto; no sentía dolor. Todo temor había desaparecido. Pero, más que nada, experimentaba una abrumadora sensación de alivio. La presión se había desvanecido y, con ella, todas las expectativas depositadas en él. Nadie podía tocarle aquí, en este paraíso. Nadie podía insistir en que luchase. Pero tampoco había nada por lo que luchar, porque nada tenía importancia. Podía vivir así eternamente, flotando sin más. Era como ser un bebé recién nacido otra vez.
Entonces apareció un rostro. ¿Era su madre? Estaba de pie, mirándole desde arriba. Le llamaba por su nombre. Notó su suave mano en la mejilla, acariciándole la cara, apartándole delicadamente el pelo de los ojos. «Cosimo», oyó que decía. Pero entonces su voz se tornó casi inaudible y de nuevo estaba flotando, flotando en el cálido mar de dicha que tan rápidamente había llegado a apreciar.
Tommasini y Niccoli se encontraban sentados dentro de una pequeña embarcación en el punto de encuentro, San Silvestro, en el Gran Canal, en el límite del barrio de San Polo. La noche era serena. A lo lejos divisaban las luces de las enormes casas de orillas del canal.
Niccolò Niccoli fue el primero en ver a la mujer. Envuelta en una larga toquilla gris que le cubría la cabeza, llevaba un farolillo que apenas daba luz.
—Sois Niccolò Niccoli —dijo con total naturalidad.
Él asintió en silencio.
—Tengo un mensaje urgente.
—¿De quién?
—No puedo revelarlo. El mensaje es éste: Vuestro amigo Cosimo tiene lo que buscáis, pero está herido. Está en buenas manos. Un barco os aguarda. —Y miró al otro hombre de la embarcación.
—¿Cosimo está herido? —preguntó Niccoli.
—No de gravedad.
Niccoli sintió que el alivio le recorría todo el cuerpo.
—¿Quién eres?
—Soy Caterina Galbaoi. Debéis dejar que os lleve ante la persona que me envió. No hay tiempo que perder.
Ambrogio se unió a ellos en el camino.
—Niccolò, esto podría ser una trampa —dijo, sin quitarle el ojo de encima a la mujer.
—No es ninguna trampa —replicó ella, serenamente—. Esta noche se ha derramado sangre. Al amanecer vuestro amigo Cosimo será buscado por asesinato. Todos seréis arrestados y juzgados como cómplices. El dux es un hombre acosado, y es astuto. No tendréis esperanzas de sobrevivir, y todo lo que el maestro Valiani ha hecho por vosotros habrá sido inútil.
—¿Valiani?
—El maestro Valiani es mi tío.
En un abrir y cerrar de ojos, Niccoli desenvainó la espada y puso la punta de la hoja en la garganta de la mujer.
—Demuéstralo —dijo entre dientes.
La mujer respiró hondo y sacó la mano de debajo de la toquilla. Llevaba una sortija de plata rematada con un granate rectangular de gran tamaño.
Envainando la espada, Niccoli le hizo una profunda reverencia.
—Por favor, aceptad mis más humildes disculpas, signora.
La barca se acercó a la isla de Giudecca, al otro lado del ancho canal, al sur de las islas principales de la República. Los dos hombres remaban mientras Caterina los guiaba por una vía fluvial que bajaba hacia el sur desde el Gran Canal y desembocaba en las aguas abiertas de la laguna. El agua estaba quieta como una balsa de aceite y negra como la pez, pero aquí fuera, lejos del recinto de la ciudad enferma, el aire parecía más fresco.
Al otro lado de la muralla que rodeaba la isla se erigían algunos de los palacios más suntuosos de Venecia, cada cual enclavado en una finca exuberante, hogar de muchas de las familias más aristocráticas de Italia. La mayoría de los venecianos rara vez veían a los miembros de esas familias. Con las primeras noticias sobre la peste habían desaparecido por completo, creyendo que aquí estarían a salvo.
Estaba muy oscuro pero, al pasar por delante de un promontorio, unas luces destellaron justo delante de ellos y poco a poco surgió de la penumbra el mástil de un navío. Cuando estuvieron más cerca, empezaron a distinguir la forma del casco. Se trataba de una carabela de unas cincuenta toneladas. Tenía dos velas triangulares desplegadas, laxas en aquella opresiva quietud.
Detrás de ellos se acercaba un birreme grande que se propulsaba por el agua gracias a un nutrido equipo de remeros. En popa iban dos arqueros sujetando el arco a la altura de los ojos. Vestían la librea de la Armada veneciana con el blasón de san Marcos, el león en oro sobre rojo.
—¡Diablos! —exclamó Niccoli cuando una flecha hendió el agua junto a ellos.
El trecho que separaba las dos embarcaciones se acortaba a gran velocidad. Una lluvia de flechas surcó el aire. Uno de los proyectiles dio en el costado de la barca y el resto voló a ras por encima de sus cabezas. Luego, pasaron silbando media docena de flechas que cayeron a diez metros del birreme. Sus perseguidores estaban siendo disparados desde la carabela.
Una segunda descarga voló sobre las aguas y un arquero de la proa del navío perseguidor lanzó un grito y cayó derribado a las frías aguas de la laguna. Se lanzó entonces una tercera tanda de flechas, más numerosa esta vez, y varias saetas más salieron disparadas desde el birreme. Se oyeron más gritos cuando las flechas daban en carne.
Con un último y desesperado esfuerzo, los florentinos lograron arrimarse a la carabela. Niccoli aupó a Caterina a la escala de cuerda que colgaba de un lateral del barco y, mientras una lluvia de flechas atizaba el costado de la nave y rebotaba en el casco, la damisela trepó a bordo. Tommasini subió por la escala lo más aprisa que pudo. Una flecha golpeó justo a un palmo de él. Antes de que subiese a bordo el último de los compañeros habían izado el ancla y la carabela había empezado a moverse.
—Hemos escapado de milagro, amigos.
Niccoli fue el primero en acudir junto a Cosimo.
—La joven nos dijo que estabas herido.
—Una conmoción leve, nada más.
Niccoli reparó en la fea brecha que lucía Cosimo en la frente. Tenía un ojo amoratado, le habían cortado la manga de la túnica y llevaba un ancho vendaje en el brazo.
—Un poco más que eso, por lo que se ve —repuso Niccoli, y ayudó a Cosimo a reposar suavemente la cabeza hacia atrás—. Pero parece que te han cuidado bien.
Cosimo propinó a su amigo una palmada en la espalda.
—Bueno, ¿qué es lo que está pasando, en nombre de Dios? —preguntó Tommasini. Tenía los rubios bucles pegados a la cara por el salitre y las mejillas aún coloradas por el esfuerzo de la arriesgada huida.
—No sé mucho más que vosotros —empezó a decir Cosimo. Les habló escuetamente de lo que había sucedido desde el instante en que salió del Palacio Ducal hasta que había subido a bordo del barco, hacía algo más de media hora—. Antes de que me lo preguntéis, no tengo ni la más remota idea de quién me salvó. Pero sé que a ese hombre le debo mi…
Enmudeció al ver un cambio de expresión reflejado en el semblante de sus amigos. Miraban hacia algo que quedaba a su espalda. Cosimo se volvió y vio que se trataba de Caterina. Detrás de ella, muy cerca, había una figura ataviada de blanco, sujetando un farolillo a la altura del hombro.
—Me parece que queréis decir que le debéis la vida a esta mujer, señor Cosimo —dijo Caterina.
Todos vieron a la misteriosa figura de blanco retirarse la capucha. Unos largos rizos negros cayeron sobre la tela blanca.
Cosimo cruzó la cubierta en tres zancadas.
—¡Contessina! —exclamó—. Querida mía, Contessina… —Entonces se detuvo—. No sé si pellizcarme o si buscar un médico que me vea. ¿Estoy imaginando cosas? ¿Por el golpe que recibí en la cabeza, tal vez?
—Mi amor —dijo Contessina—. No soy ninguna alucinación.
El rostro de Cosimo estaba blanco como una sábana.
—Caballeros, si nos excusan, creo que mi dama y yo tenemos que hablar.
Se sentaron en el camarote del capitán, un angosto cuchitril provisto únicamente de una mesa de navegación, una escuálida litera y un incómodo banco de roble.
—Has matado a dos hombres esta noche —dijo Cosimo.
—A tres. No podía dejar que el cura huyese.
—La Contessina que dejé en Florencia hace menos de dos semanas no habría podido matar ni a una mosca.
—Cosi, siento no haber sido sincera contigo.
—Ya no sé quién eres.
—Sigo siendo la misma mujer, tu prometida, la mujer que quieres a tu lado para amarla.
—Contessina…
Ella se inclinó hacia delante y puso un dedo en sus labios.
—Deja que te cuente toda la historia, amor mío. Tú sabes que el maestro Valiani fue profesor de Niccolò. Pues bien, también dio clases a mi hermano mayor, Marco. Un día me encontraba en la biblioteca cuando Marco estaba recibiendo clase. Valiani había formulado a mi hermano una pregunta sobre matemáticas y no sabía la respuesta. Valiani probó con otra. Marco tampoco fue capaz de responder a la segunda pregunta. No había manera.
»Al final, Valiani se alteró bastante. Empecé a preocuparme por que mi hermano recibiese una buena tunda. De pronto, Valiani señaló hacia mí con un brusco movimiento de la cabeza y dijo: “Eres un burro. Hasta tu hermana pequeña podría responder estas preguntas”.
»Yo no sé lo que me sobrevino. Puede que tuviese miedo por mi hermano, o tal vez por mí misma. Simplemente balbucí: seis y cuatro. De repente, Valiani sonrió. “Muy bien”, dijo. “Probemos con otra”. Debí de dar la respuesta correcta, porque volvió a sonreír.
»El maestro estaba fascinado conmigo. Mandó a mi hermano fuera, a hacer unos deberes, y continuó formulándome preguntas. Mira, Valiani es muchas cosas. Es un humanista, por supuesto, pero también es un miembro veterano de la secta hereje conocida con el nombre de los arrianos. Ellos rechazan el concepto de la Santísima Trinidad. Como consecuencia, son anatema para Roma. Además, Valiani es un maestro en numerosas artes orientales desconocidas en Italia, espadachín fabuloso y un hombre versado en conocimientos arcanos. Él se convirtió en mi maestro y en mi guía. Fue siempre gentil, siempre bondadoso, pero yo sabía que era poco más que una rareza para estudiar. Me instruyó en latín y griego, en matemáticas, filosofía e historia. Me entrenó con la espada y el arco. Y aprendí a cabalgar y navegar.
»Era nuestro secreto y, como te decía, yo apenas era algo más que materia de experimento para el maestro. Entonces, hace tal vez cinco años, me contó que se disponía a embarcarse en lo que casi con toda certeza sería su último viaje. No se había casado nunca y no tenía herederos. Bromeaba con que si yo hubiese nacido varón, todo habría resultado mucho más fácil. Y me suplicó que nunca permitiese que mi talento se echase a perder, porque creía que algún día ocurriría algo que cambiaría las cosas y yo sería importante para él, importante para la causa humanista, importante para el mundo del saber.
»Hace dos semanas Valiani apareció de nuevo en mi vida. Me habló de sus descubrimientos y del secreto del mapa. Me explicó que tenía la intención de ofreceros a ti y a tus amigos la oportunidad de ir a buscar los tesoros de Golem Korab, pero además quería que yo actuase como lo que él denominó “su seguro”.
»No, Cosi, no me malinterpretes —dijo Contessina rápidamente, y tocó la mano de Cosimo—. No es que el maestro Valiani no confiase en ti o no tuviese fe en tus habilidades, sino que estaba convencido de que dos cabezas son siempre mejor que una. Sabía que no podía hablarte de lo mío, y sabía también que no era el mejor momento para que yo te contase toda la historia, no en ese momento, no en Florencia.
—¿Pero…?
—Cosi, yo solo quiero que entiendas una cosa: no he sido enviada para interferir de ninguna manera. El maestro sabía que encontraríais muchos peligros a lo largo del camino. Sabía que algún indicio de lo que estabas buscando llegaría de algún modo a manos de los codiciosos y de los villanos. Había oído rumores sobre peste y guerra y, gracias al valiente y noble Luigi, sospechaba también del padre Enrico. Pero solo se enteró de todo esto en fechas recientes y desde Florencia no podía hacer nada para cambiar el escondite del fragmento del mapa.
—¿Y qué me dices de tu familia, Contessina? Es imposible que hayas salido sin más por la puerta.
—Valiani me facilitó las cosas. Mis padres creen que estoy en Padua, alojada en casa de la familia de mi hermano.
—¿Les has engañado?
—Los dos tenemos habilidad para ello, Cosimo.
—¿Y cómo llegaste a Venecia?
—Viajé hasta Rávena con Valiani. Este barco, La Bella Gisela, es propiedad de un rico comerciante genovés, otro antiguo alumno de Valiani y compañero arriano. La nave se dirige a Ragusa con una carga de exquisitas telas, alumbre y sal.
—¿Cómo sabías que me iban a atacar?
—No tenía ni idea, pero el maestro Valiani sabe que el dux es un hombre taimado y calculador. Tus atacantes procedían de la guardia personal de Steno. El cura también estaba a sueldo del dux.
Se produjo entre los dos un silencio glacial.
—Parece ser —dijo él al cabo— que me han tomado por un pelele. Todo el mundo.
Los siguientes dos días Cosimo permaneció a solas en su camarote. Era su manera de ocuparse de los problemas: se aislaba del resto y se reservaba sus opiniones; sus amigos sabían que no debían entrometerse. Ambrogio tenía otras preocupaciones: se había pasado la travesía entera tumbado en cubierta con un cubo entre las rodillas. Niccolò era un marinero experimentado cuya familia había contado también con avezados navegantes, por lo que a bordo de un navío se sentía como en casa, para disgusto de Ambrogio.
Contessina nunca había visto a Cosimo tan enfrascado en sí mismo como entonces. Le molestaba, pero podía entender cómo se sentía. Él consideraba que Contessina le había traicionado de alguna manera, que había vivido oculta tras una máscara más engañosa que cualquier disfraz del carnaval veneciano, que se había enamorado de otra persona por medio de sus artimañas.
La Bella Gisela avanzaba pegado a la costa dálmata. Era un navío grande pero veloz y, con la cooperación del capitán, Cosimo vigilaba el rumbo conforme viajaban hacia el sur. Aquella región se hallaba bajo soberanía veneciana, un territorio conservado para hacer frente al turco. Cruzando la bahía de Venecia a unas veinte leguas náuticas al oeste de Trieste, se acercaron a San Bartolomeo, al norte de la península de Savudrija. Desde el sur de Istria, donde la península terminaba bruscamente, rodearon las islas de Kvarneri, al oeste de tierra firme. Aquí, muchos brazos de mar y cuevas resguardadas ofrecían refugio seguro a piratas despiadados, grupos rivales que vigilaban las aguas desde Trieste hasta Split desde tiempo ha.
Era primera hora de la mañana cuando Cosimo se despertó de un profundo sueño por el cabeceo y bamboleo del barco. Un reloj de arena que había dejado suelto en la pequeña mesa de trabajo de la esquina voló de una punta a la otra de la habitación y a punto estuvo de golpearle la cabeza. Se bajó con torpeza de la litera, perdió el equilibrio y se estampó contra la mesa, de espaldas.
La cubierta estaba inundada y la tripulación hacía denodados esfuerzos para cerrar todas las escotillas. Cosimo se abrió paso lentamente hasta el puente, donde el capitán libraba una batalla perdida por mantener el control del timón. El viento ululaba, las velas parecían a punto de estallar. Cosimo solo conseguía tenerse en pie agarrándose a unos cabos colocados a lo largo de la aleta de babor.
Otra ola lanzó el barco hacia arriba como si de un madero a la deriva se tratase. Mientras se desplazaba aquel muro marino, el agua cayó torrencialmente sobre el navío, golpeando las velas con un sonido sordo y chorreando por toda la cubierta.
Se oyó un grito desde la proa. Cosimo alcanzó a ver que uno de los marineros era barrido por el mar. Una ola gigantesca zarandeó salvajemente el barco y lanzó a Cosimo a la otra punta de la cubierta. No tenía nada a lo que aferrarse. Los ojos le escocían por la sal del mar y a duras penas podía ver lo que le rodeaba. Algo chocó contra su cabeza y otro espasmo de dolor le recorrió de arriba abajo. Los ojos se le llenaron de sangre. Asiendo desesperadamente el aire, al fin tocó un cabo suelto.
No veía nada más que rojo. Entonces, oyó un terrible crujido. El mástil principal se desplomó sobre la cubierta, aplastando a dos marineros.
Cosimo trató de avanzar por la cubierta, pero era incapaz de asirse firmemente a la cuerda. Cuando otra tromba de agua le golpeó, abrió la boca para recobrar el aliento. El capitán había desaparecido y el timón estaba hecho pedazos. Cosimo acertó a oír los gritos de una mujer por encima del fragor de los elementos: Contessina estaba agarrada al baluarte de popa, rodeando con los brazos una tornapunta vertical.
Asiéndose con uñas y dientes, Cosimo se abrió paso hacia ella. Contessina le vio y gritó su nombre. Con reservas de fuerza que desconocía que tuviese, Cosimo se impulsó para avanzar. Unos instantes después había llegado a su lado. Ella estaba absolutamente agotada y apenas podía articular palabra. Le manaba sangre en abundancia de un corte que se había hecho encima del nacimiento del cabello.
De la parte anterior del barco les llegó un rugido y La Bella Gisela se encontró encaramada en lo alto de una montaña de agua. El mar negro y rugiente se abalanzó sobre el barco por los cuatro costados como un gigantesco torrente primigenio, tragándoselo todo. Contessina se abrazó a él con tal fuerza que parecía que estuviesen fundiéndose, volviéndose uno solo.
«Así es, pues —pensó Cosimo—. En esto consiste morirse».
Se sintió minúsculo, insignificante, irrelevante, una mota, un puntito, nada. Mientras el barco volvía a emerger, asomando como un barquito de juguete en medio de las aguas infinitas, experimentó una extraña sensación de alivio. Pronto todo habría acabado.