Venecia, en la actualidad
Dejando a Dino junto al pistolero tendido boca abajo, Edie y Jeff regresaron al canal a todo correr. Allí estaba la motora, y el nuevo chófer estaba sacando del agua el cuerpo de Roberto para meterlo en la embarcación.
—¿Está vivo? —grito Edie.
El conductor no respondió. Roberto estaba tumbado sobre la espalda. Tenía la camisa manchada de rojo y Edie pudo ver el corte de su brazo izquierdo, por el que brotaba la sangre. Tenía la cara azulada y los labios blancos. No daba señales de vida.
Edie le bombeó los pulmones y sopló aire por su boca. Todavía nada. Volvió a bombear y apretó la boca contra la de él por segunda vez. De pronto, la cabeza de Roberto se levantó bruscamente y de su boca salió un chorro de agua que le empapó a Edie el vestido. Los ojos se le abrieron de par en par.
—Rápido… al hospital —gritó Edie.
Jeff saltó al asfalto. El chófer se puso rápidamente al timón, tiró del acelerador de mano y giró la motora en el agua.
Mientras veía alejarse la motora, Jeff se marchó a toda prisa en dirección al callejón. Casi lo había alcanzado cuando una siniestra figura surgió de la oscuridad y le empujó hasta chocar contra el muro. El tipo, envuelto en una capa, desapareció por un estrecho pasaje cubierto entre dos casas.
Del callejón le llegó un gemido en voz baja. Echó a correr por el adoquinado y se encontró a Dino hecho un ovillo en el suelo, contra la pared. Respiraba con dificultad, entrecortadamente.
—Dino… estás herido.
Su amigo se agarraba el abdomen con las dos manos y tenía la ropa encharcada de sangre.
—Jeff —murmuró.
Jeff buscó como pudo su teléfono móvil y marcó el número de emergencias.
—Nos has salvado la vida —dijo.
Dino pestañeó para abrir los ojos y sonrió débilmente.
—Enseguida vendrá una ambulancia…
Dino empezó a temblar.
Jeff se quitó la chaqueta y se la echó encima.
—Aguanta. Por favor, aguanta.
Se inclinó hacia delante al ver que Dino sacaba una cadena de plata que llevaba alrededor del cuello.
—Jeff, tienes que quedarte con esto. Eres mi único amigo.
La cadena se partió. Dino la puso en la mano de Jeff y un estuchito ovalado de plata se abrió. Dentro había dos pequeñas fotografías, una de ellas de una mujer de melena negro azabache. La otra foto era de una niña pequeña de ojos castaños. Tendría unos seis o siete años y a través de su sonrisa se veía que le faltaban un par de dientes.
—Jeff, amigo mío. Yo no la necesito. Veré a mis chicas muy pronto, muy…
Jeff no tenía ni idea de cuánto tiempo permaneció allí sentado, junto al cuerpo de Dino. De pronto, unos brazos fuertes le levantaron del suelo con poca delicadeza y alguien se puso a gritarle algo al oído. Dos agentes de la policía le sujetaron los brazos detrás de la espalda y le pusieron unas esposas en las muñecas. Jeff protestó, pero no le hicieron caso. Le llevaron por la fuerza hasta el canal, en cuyas aguas cabeceaban dos motoras de la policía y una ambulancia. Cuando estaban metiéndole en una de las dos motoras, alcanzó a ver una camilla que alguien empujaba en dirección a la ambulancia.
El interrogatorio duró dos horas. ¿Qué estaba haciendo con el muerto? ¿De qué le conocía? ¿Dónde estaba el arma? ¿Había hecho el trabajo él solo? ¿Qué motivos tenía? Pero, entonces, justo cuando estaban a punto de llevarle a un calabozo, le soltaron. Se había presentado un testigo, un vecino de un piso de la callecita en la que Dino había muerto. Lo había visto todo, desde el instante en que Jeff y Edie habían sido arrinconados hasta la llegada de la policía. El pistolero misterioso había disparado a Dino a corta distancia y a continuación había huido, justo cuando Jeff volvía al callejón.
Durante el interrogatorio Jeff no había dejado de angustiarse por Rose. La policía no le ofreció protección alguna; los agentes que le habían interrogado parecían convencidos aún de que estaba implicado de alguna manera, pero no tenían ninguna razón para retenerlo. Le habían permitido hacer una llamada a casa de Roberto, pero nadie había cogido el teléfono. Después, le habían obligado a apagar el móvil. Al salir de comisaría, volvió a encenderlo y probó de nuevo. Esta vez Vincent cogió la llamada casi de inmediato y le tranquilizó diciéndole que Rose dormía a salvo. Su segunda llamada fue para pedir un taxi marítimo y diez minutos después iba a toda velocidad por el Gran Canal, cerca de Ferrovia.
El Ospedale Civile, el hospital principal que daba servicio a las islas del Rialto, se parecía a muchos de los bellos y bien conservados edificios que se apiñaban con tanta elegancia en el corazón de Venecia. Ocho siglos antes, en tiempos del dux Renier Zeno, había sido erigido para albergar a una de las seis cofradías importantes de la ciudad y se lo conocía como la Scuola Grande di San Marco. A través del arco central de un tríptico enmarcado en trampantojos que representaban escenas de la vida de san Marcos, los venerables del barrio habían entrado y salido, ejercitando sus deberes cívicos. Casi un milenio después, las ambulancias marítimas se acercaban a la entrada por un costado del edificio. Por debajo de aquel mismo arco entraban las camillas que, a través de unas puertas de plexiglás, accedían a la sección de accidentes y urgencias. Una vez dentro, el lugar se parecía mucho a cualquier otro hospital occidental y a la una del mediodía de un domingo de Carnaval, cuando Jeff llegó sin aliento y con el estómago revuelto, resultaba un lugar absolutamente deprimente.
Encontró a Edie sentada en un rincón apartado de la sala de espera, cerca de una máquina de refrescos. Una moderna ventana de marco metálico tapada con una persiana de aluminio la separaba del antiguo campo del otro lado del cristal. Se abrazaron y Jeff se dio cuenta de que había estado llorando.
—Sigue en quirófano —dijo ella, mientras Jeff se desplomaba en la silla contigua.
—¿Qué han dicho los médicos?
—Nada.
—Dino ha muerto.
—¿Dino?
—El hombre que nos salvó la vida. Era un vagabundo, un mendigo. Le conocía desde hacía siglos.
—Lo siento —dijo Edie en voz baja, y cogió la mano de Jeff.
Una camilla apareció de pronto por la puerta. Dos enfermeros con mono verde hacían lo posible por tranquilizar a un hombre que no paraba de agitarse, tratando de arrancarse los tubos de los brazos y de quitarse una mascarilla de oxígeno. Jeff se pasó la mano por el pelo, respiró hondo y clavó la mirada en el suelo, sintiéndose totalmente desdichado.
Se oyó un carraspeo y alzó la vista.
—Signor Martin, signorina Granger. —Aldo Candotti les miraba fijamente con las manos entrelazadas en la espalda—. Necesito hablar con ustedes.
Los escoltó por el pasillo hasta una sala desnuda, provista de una mesa y unas cuantas sillas incómodas, con las paredes pintadas de blanco crudo, un tubo fluorescente en el alto techo y el suelo de cemento. Con un ademán, Candotti indicó a Edie y a Jeff que tomaran asiento.
—Comprenderán que tengo que hacer mi trabajo y que necesito que me respondan a un puñado de preguntas de lo más desconcertantes. Signor Martin, signora Granger, la última vez que nos vimos, en la habitación del malogrado Mario Sporani, les dije que me preocupaban ustedes dos porque a su alrededor no paraba de morirse la gente. Ahora nos encontramos con otro cadáver entre las manos.
Edie suspiró.
—Subprefecto, ¿no le parece que queríamos ayudarle? Estábamos en una fiesta en el Gritti Badoer. Tomamos unas copas y salimos juntos hacia las once de la noche. Cuando nos íbamos, un hombre armado con una pistola y vestido con traje de carnaval nos persiguió. Roberto resultó herido de bala.
—Sí, sí, he hablado con los agentes que recogieron al signor Martin. Un asesino chiflado les estuvo persiguiendo por media Venecia, entonces, les salvó un valiente mendigo que, ¿resulta que era amigo suyo?
—He hecho una declaración pormenorizada —dijo Jeff.
—¿Y no tiene ninguna pista sobre la identidad del pistolero?
Jeff le sostuvo la mirada a Candotti.
—No tengo absolutamente ni idea.
Candotti resopló.
—Subprefecto —dijo Edie—, créame cuando le digo que me siento como si en los últimos días alguien me hubiese metido por la fuerza en una especie de pesadilla. Hasta la semana pasada yo llevaba una plácida vida en Florencia, desempeñando mi trabajo. El problema más grave que tenía consistía en asegurarme de que mi espectrómetro de infrarrojos no dejase de funcionar y de que mis valoraciones fuesen precisas. Desde entonces, han matado a mi tío y mi vida ha corrido peligro en más de una ocasión.
Candotti se volvió hacia Jeff.
—¿Y usted, signor Martin? ¿También llevaba usted una vida que podamos considerar un modelo de normalidad?
Jeff se encogió de hombros.
—Nadie me disparaba con una pistola, si se refiere a eso.
Candotti se puso en pie de repente con la cara crispada de ira y frustración.
—¡Santo Dios! —exclamó—. Me entran ganas de meterles a los dos en un calabozo hasta que encuentren algo más interesante que contarme.
—Lo siento —dijo Jeff—. Quisiera poder ayudarle.
Candotti respiró hondo y se levantó.
—Muy bien. No puedo sonsacárselo por la fuerza, aunque hay momentos en que desearía que así fuera, pero siento que debo recordarles a los dos que son ustedes huéspedes de nuestro país. Su posición es, digamos, delicada. Están callándose información pertinente a esta investigación, y yo quiero esa información. Puede que esta noche no les haya ofrecido una zanahoria, pero créanme que la próxima vez acudiré a ustedes con una vara muy, muy larga.
Cuando Candotti salió dando un portazo, Jeff y Edie regresaron al caos de la sección de accidentes y urgencias sin intercambiar apenas una palabra, cada cual perdido en sus reflexiones. Transcurrió lentamente una hora hasta que un joven doctor con una bata inmaculada se les acercó a grandes pasos con un portapapeles en la mano.
—Ustedes son los amigos del signor Armatovani, ¿verdad? —Se sentó enfrente de ellos—. Ha tenido mucha suerte. Una bala le ha destrozado el húmero izquierdo y se le ha quedado alojada en el hombro. Nos ha llevado su tiempo extraerla y ha causado daños bastante graves en los nervios. La segunda bala le atravesó de parte a parte. Por pura chiripa, no le tocó la columna vertebral ni ningún órgano vital. Produjo algunos daños en los tejidos internos, pero se los hemos recompuesto. Esperamos que se recupere por completo.
—¿Podemos verle? —preguntó Edie.
—Sigue inconsciente y le mantendremos en ese estado al menos ocho horas más para facilitar el proceso de curación. Si yo fuera ustedes, me iría a casa a descansar un poco. El horario de visitas empieza a mediodía. Estoy seguro de que su amigo estará encantado de verles mañana por la tarde.
Fuera, el campo estaba escalofriantemente silencioso. Una vez más, la niebla había llegado de la laguna, envolviéndolo todo en un velo semejante a una tupida telaraña. Jeff miró su reloj: eran las 2:15.
—Vamos, mi casa no queda lejos.
En este barrio había pocas farolas. Edie se estremeció y Jeff le rodeó los hombros con un brazo, estrechándola contra su cuerpo.
Dejaron la vía pública principal para seguir por una calleja estrecha que terminaba en un cruce. Jeff no dejaba de echar miradas hacia atrás y en derredor. Delante de ellos distinguieron el tenue resplandor de un estrecho canal y una pasarela; a cada lado del puentecillo había cuerdas con ropa tendida. Un sonido de arañazos a su izquierda les hizo dar un respingo a los dos. Un chucho esquelético emergió de entre las sombras cubiertas de niebla, les dedicó una mirada de desprecio y echó a correr.
—¡Mierda! —exhaló Jeff con intensidad, y se rió.
A los pocos minutos llegaron al Palacio Ducal. Por allí se paseaban sin rumbo fijo unos cuantos juerguistas nocturnos y un grupito de lugareños achispados discutían escandalosamente debajo de la Torre dell’Orologio. Jeff y Edie continuaron por la callejuela del lado norte de San Marcos y llegaron a un angosto pasadizo que daba a la entrada del apartamento.
Cuando Jeff hubo abierto la puerta del apartamento, Edie se tiró en uno de los sofás y bostezó. Jeff se dedicó a coger unas tazas y poner en marcha la cafetera.
—¿Sabes qué? He estado pensando… —dijo Edie—, ¿cómo es posible que Bruno, que murió en 1600, nos haya dirigido a una pista sobre Vivaldi, que nació más de un siglo después?
—Precisamente, Watson —dijo Jeff. Por alguna razón, concentrarse en el misterioso rastro de pistas resultaba una distracción agradable después de los horrores de la velada—. Solo cabe la posibilidad de que Vivaldi, o alguien relacionado con él, supiera de la pista dejada por Bruno y la cambiase, del mismo modo que Bruno cambió la pista dejada por Contessina de’ Medici en San Michele.
—Pero ¿por qué?
—A lo mejor era miembro de I Seguicamme.
—Supongo que es posible —replicó Jeff—. Roberto dijo que el grupo se deshizo… ¿cuándo fue exactamente? ¿A finales del siglo XVIII?
—¿Y cuándo murió Vivaldi?
—No estoy del todo seguro, ¿en la década de 1740, o de 1750?
—Y pasó la mayor parte de su vida aquí en Venecia, ¿no es así? —inquirió Edie.
—Así pues, ¿estás sugiriendo que hubo una especie de linaje, que I Seguicamme fue un grupo que protegió el Secreto Medici al que se refería Mario Sporani? ¿Que cada generación de integrantes sintió que tenía que mejorar las pistas o hacerlas aún más difíciles de descifrar?
—Tal vez. Pero tanto si Vivaldi tuvo que ver con I Seguicamme como si no, alguien relacionado con él debió de resolver la pista de Bruno.
Jeff se acercó con los cafés y dejó una taza en una mesita baja junto al sofá. Edie estaba tumbada a lo largo, con la cabeza apoyada en un almohadón, mirando el techo.
—Gracias —murmuró.
Con una taza en la mano, Jeff se dirigió a las enormes ventanas y se quedó mirando la piazza casi desierta. Las fachadas decoradas de las teterías y de las caras bombonerías estaban apagadas. El campanile parecía una especie de cohete imposible convertido en piedra. Repasando los acontecimientos de la noche, Jeff sintió de pronto un espasmo de angustia en la boca del estómago. Habían estado todos tan cerca, tan, tan cerca… y Dino, pobre Dino.
Miró a Edie. Se había quedado dormida en el sofá sin probar el café. Sonrió para sí. No había vuelto a verla de ese modo desde los tiempos de la universidad, cuando ella se quedaba frita habitualmente en el sofá de algún amigo, incluso mientras la fiesta seguía a su alrededor. Fue a por una colcha del dormitorio, se la puso encima y la besó dulcemente en la frente.
¿Qué estaba pasando? Qué difícil se hacía entender nada de todo aquello. Primero pareció que Contessina era el centro de interés, luego Bruno y ahora Vivaldi. Era como un catálogo de figuras excelsas, un desfile de distinguidos personajes históricos. Y no parecía haber entre ellos ninguna conexión, salvo esta nebulosa referencia a una sociedad secreta, I Seguicamme, «Los Seguidores». ¿Sería ése el tenue vínculo que relacionaba a una dama principal archimillonaria con un hereje medio loco y con el compositor de Las cuatro estaciones?
Vivaldi; tenía que centrarse en Vivaldi. Contessina de’ Medici les había conducido hasta Giordano Bruno y Bruno les había conducido a Vivaldi. Vivaldi era la nueva clave, y la pista que él, o que alguien relacionado con él había dejado, les conduciría hasta la siguiente pieza del rompecabezas. Pero él no sabía nada de Vivaldi.
Dio un sorbo a su café y en ese momento se le vino a la mente una idea mucho mejor.
—Por supuesto —dijo en voz alta—. Por supuesto.