Capítulo 15

Venecia, en la actualidad

Edie y Jeff se encontraban desayunando tarde en el apartamento de Jeff. Maria tenía el día libre y Rose se había negado a salir de su habitación en toda la mañana. Jeff casi no la había visto desde que volvió de casa de Roberto. Estaban rebañando el plato tras un desayuno a la inglesa en toda regla cuando sonó el teléfono.

—He caído en la cuenta a primera hora de la mañana —dijo Roberto—, es preciso que ampliemos un tanto nuestras miras. Quienquiera que fuese el que mató a Antonio y trató de secuestrarnos, va tras la misma pista que nosotros. Tenemos que adoptar un punto de vista totalmente diferente. ¿El tipo aquel que fue a verte…?

—¿Mario Sporani? Me había olvidado de él, y le prometí que le haría una visita en su hotel. Se aloja en el Becher.

Edie alzó la vista al oír el nombre de Sporani e interrogó a Jeff con la mirada.

—¿Nos vemos allí?

—No, no puedo, Roberto. Le prometí a Rose…

—Es verdad, Jeff. Y yo no quiero entrometerme entre un padre y su hija. ¿Edie está levantada?

—Sí. Te la paso.

—Hola.

—Buenos días. Supongo que estarás muy descansada, ¿me equivoco?

Edie se rió.

—He dormido como los muertos de San Michele.

—A punto estuvimos de acabar allí de verdad —replicó Roberto—. Bueno, ¿qué te apetece? ¿Patear museos y galerías con Jeff, o venir conmigo a seguir las líneas de investigación y darnos un homenaje en el Gritti cuando nos hayamos cansado de hacer de sabuesos?

—Tendré que pensármelo —dijo Edie, e hizo una mueca a Jeff, que estaba poniendo los ojos en blanco.

El mal humor de Rose de la tarde anterior no se había aligerado. Mientras cruzaban la Plaza de San Marcos, Jeff podía percibir el peso de su resentimiento mudo, pero no sabía qué hacer para que dijera algo. Su primera parada fue la basílica de San Marcos, a poca distancia andando desde el apartamento. Rose había estado antes allí, pero cuando era demasiado pequeña como para apreciar el lugar. Ahora las cosas eran diferentes: Rose parecía haber madurado diez años en los últimos dos y, no por primera vez, Jeff se estremeció al pensar en el daño que podía haberle producido la guerra de la separación de sus padres. Observándola mientras ella contemplaba enfurruñada las tumbas y el espléndido techo abovedado, empezó a comprender a qué se debía todo ese mal humor. Había estado bien hasta que Edie había aparecido; pero era imposible que Rose pensase… Era muy fácil creer que su hija estaba bien y que se las había arreglado para manejar con brillantez el trauma de los últimos años, pero ¿cómo podía saberlo de verdad? Todos guardamos algún secreto dolor. ¿Por qué iba Rose a ser diferente?

Ante el altar, observaron detenidamente la ornamentada piedra labrada y los fabulosos mosaicos que narraban el robo, en el siglo IX, del cuerpo de san Marcos por unos mercaderes venecianos, que lo habían llevado desde Alejandría a la ciudad.

—Esta basílica se construyó especialmente para albergar los huesos del santo —dijo Jeff, intentando despertar su interés.

Rose se encogió de hombros.

—¿Qué tiene de especial un puñado de viejos huesos?

Jeff sonrió.

—Sí, ya sé lo que quieres decir. A nosotros nos parece una idiotez, pero hace mil años la gente otorgaba una gran importancia a este tipo de cosas.

—No entiendo cómo podían saber que eran los huesos de san Marcos, de todos modos.

—Bueno, en realidad no lo sabían, pero querían creer que lo eran. Además, no había manera de demostrar que no lo fuesen, ¿no?

Ella volvió a encogerse de hombros.

—La mayoría de las reliquias eran falsas. De hecho, los huesos de los santos y de otros hombres santos se vendían como rosquillas. En Bizancio solían celebrarse subastas; algo así como el eBay del primer milenio.

Rose amagó una sonrisa. Jeff suspiró.

—Vamos. Creo que tenemos que hablar.

Siguiendo al gentío, doblaron a la derecha al salir de la basílica y penetraron en el laberinto de calles que quedan al norte de San Marcos, paseando por delante de las boutiques y de las tiendas de recuerdos y baratijas producidas en serie en cristal de Murano. Desde allí regresaron en dirección a la Riva degli Schiavoni, la ribera que da a la laguna, cerca del Palacio Ducal. Llegaron hasta el agua y se sentaron en el alto muro, con el canal chapoteando bajo sus pies, y se quedaron mirando las góndolas que cabeceaban al vaivén de la marea.

—Bueno —dijo Jeff en voz baja—. ¿Me vas a contar de qué va todo esto?

—¿El qué?

—Rose, por favor.

Ella levantó la vista de pronto.

—Esa mujer.

Jeff parecía confundido.

—Tu novia, Edie.

—¿Mi qué? Oh, así que es eso.

—Oh, papá, por favor, no insultes mi inteligencia. Lo sé todo sobre tú y ella. Lo he sabido desde hace mucho tiempo.

Jeff sacudió la cabeza y sonrió.

—¡No me trates con condescendencia! —exclamó Rose muy enfadada.

—Rose, para. Para, en serio. Lo has entendido todo mal. —La asió por un hombro y ella se volvió hacia él con el rostro desencajado de furia.

—No me digas.

—Sí, te lo digo. Edie y yo somos amigos. Es lo que siempre hemos sido.

—Eso no es lo que me han contado.

—¿Quién? Oh, ya veo…

—Me lo ha contado todo.

—Sea lo que sea lo que te ha contado tu madre, simplemente no es verdad.

—Me contó que tú destrozaste el matrimonio, que te liaste con Edie.

Jeff no sabía qué decir. Se limitó a mirar a su hija y de repente ella supo con total certeza que habían estado contándole cuentos chinos.

—Oh, papá —dijo, y extendió los brazos hacia él. Jeff la estrechó y por un instante se transportó a los tiempos en que Rose era pequeña y lloraba sobre su hombro después de una caída con la bici o de que el perro del vecino la asustase. Se apartó y miró su rostro, sus enormes ojos húmedos y sus labios carnosos. Se sentía increíblemente furibundo, furioso con la bruja embustera de su esposa, su ex esposa. Esa mujer carecía totalmente de escrúpulos. Le había mentido y engañado durante su matrimonio y ahora… Pero debía reprimir el resquemor, al menos de momento. Rodeó los hombros de Rose con el brazo y se quedaron en silencio unos instantes, observando los vaporetti.

—¿Por qué mentiría mamá así? —preguntó Rose.

Era una pregunta imposible de responder. Jeff miró a su hija e hizo un esfuerzo consciente por escoger las palabras con sumo cuidado.

—Supongo… En fin, supongo que mamá no podía enfrentarse a su sentimiento de culpa. Todos somos humanos, Rose. Tu madre y yo estábamos sometidos a mucha presión. Fue doloroso para nosotros y doloroso para ti. Quizá solo creyó que era lo más fácil que podía hacer. En realidad, no lo sé… —sus palabras fueron apagándose.

—¿Por qué tuvisteis que separaros mamá y tú?

Jeff respiró hondo.

—Tienes que comprender que cuesta mucho aceptar la infidelidad. Ninguna relación vuelve a ser lo que era después de algo así. —La miró fijamente, muy serio—. ¿Va todo bien? En casa, me refiero.

—¿Con mamá? Sí, claro. Pero bueno, no es como en los viejos tiempos.

—No. Lo siento, cariño.

Volvieron a guardar silencio. Entonces Rose dijo:

—¿La echas de menos?

—Echo de menos cosas de los viejos tiempos. Como tú.

—No le tengo mucho cariño a Caspian.

—¿Ah, no?

—Trata de decirme lo que tengo que hacer. Se cree mi padre.

Jeff miró intensamente el agua.

—Bueno, ahora es una especie de padrastro, y estoy seguro de que se preocupa por ti.

—Lo pasábamos bien, ¿verdad, papá? A mí me gustaba muchísimo venir a pasar los puentes y las vacaciones… tú, mamá y yo. Veníais los dos a recogerme al colegio y nos íbamos directamente al aeropuerto. Esos días yo nunca podía concentrarme en los deberes. Cuando llegábamos aquí, cogíamos un taxi marítimo desde el Marco Polo; esa primera visión de San Marcos cuando íbamos cruzando la laguna era siempre emocionante. —No le miraba, siguió con la vista fija en el agua. Finalmente, dijo—: ¿Te acuerdas del escondrijo?

—Por supuesto que sí.

Cuando Rose tenía cinco años, Imogen y él habían remodelado el interior del apartamento de San Marcos. Los obreros habían añadido una habitacioncita «secreta» especialmente para Rose. Escondida en una punta del apartamento, solo podía llegarse a ella a través de una puerta camuflada en el dormitorio más pequeño. A ella le encantaba.

—Ahí sigue aún —añadió Jeff—. La conservaré siempre.

De repente, Rose rompió a llorar y echó los brazos alrededor del cuello de su padre. Él la dejó llorar y le acarició dulcemente el pelo.

Pasados unos instantes, Rose se apartó, avergonzada, con lágrimas rodándole aún por la cara. Él puso un dedo debajo de su barbilla y le dio un beso en la frente. A continuación, le limpió las lágrimas con el dorso de la mano.

Ella se obligó a sonreír.

—Sé exactamente lo que necesitamos en este momento —dijo Jeff, y tiró de Rose para levantarla del suelo.

—¿Qué?

—Un fabuloso gelato de tres pisos cubierto de ralladura de chocolate con todos los extras. Y conozco el sitio perfecto donde conseguirlo.

Acababan de salir de la heladería cuando sonó el móvil de Jeff.

—Hola, Edie —dijo al reconocer el número en la pantalla.

—Jeff. —Por la voz, se la notaba alterada—. Tienes que venir aquí lo antes posible.

—He salido con Rose, Edie, ¿no te acuerdas?

—Lo sé.

—En cualquier caso, ¿dónde estás?

—En la habitación de hotel de Mario Sporani. Por favor, ven ya mismo… solo.

Miró a Rose y ella le dijo «Está bien» moviendo los labios.

—De acuerdo —dijo él con cansancio hacia el micro del teléfono—. Estaré allí en quince minutos.

Jeff dejó a Rose en el apartamento y corrió al hotel de Sporani. El Becher, en Campo San Fantin, era un hotel de categoría mediana, con aspectos mejorables, y claustrofóbico. La puerta de la entrada estaba entornada. En la recepción había seis policías uniformados: uno hablaba con el recepcionista mientras tomaba profusas notas en una libretita de piel; otros dos examinaban documentos apilados en unos estantes, en la pared del fondo, detrás del escritorio; un cuarto aguardaba delante de la puerta del ascensor y los otros dos se paseaban al pie de una estrecha escalera. Jeff se acercó a uno de los agentes de las escaleras.

—¿Qué está pasando?

—¿Usted es…?

—Jeff Martin. Unos amigos me han llamado al móvil para que me reuniera aquí con ellos.

—Me temo que no se permite pasar a nadie más allá de este punto, señor.

Jeff estaba a punto de protestar cuando oyó una voz que bramaba desde el rellano del primer piso.

—Déjenle pasar.

Jeff subió las escaleras de dos en dos. Aldo Candotti le esperaba delante de la puerta de la habitación 6, que se abría a un estrecho pasillo oscuro que comunicaba con la habitación a continuación.

—¿Qué ha pasado? —preguntó a Candotti.

—Tenía la esperanza de que usted y sus amigos pudieran iluminarme al respecto, signor Martin —respondió el oficial, y puso la palma de la mano en la espalda de Jeff para guiarle suavemente al interior.

Una luz mortecina se filtraba por la angosta ventana, que daba a un patio trasero dominado por un muro de escayola gris manchado del agua procedente de un canalón roto. La habitación estaba atestada de gente. Cerca de la ventana estaban Edie y Roberto hablando con dos hombres uniformados. Junto a la estrecha cama había una camilla de hospital, y encima de ella había un cuerpo tendido cubierto con una sábana. Jeff pudo ver una mata de pelo blanco y largo asomando por la sábana. Entonces, reparó en un trozo de cuerda deshilachada que colgaba de un enorme gancho, en lo alto de la pared, por encima de la puerta del cuarto de baño. En el suelo, cerca de la cama, había una silla patas arriba.

Jeff notó que se le revolvían las tripas. Retrocedió para evitar que un enfermero le aplastara los dedos de los pies con la camilla. El hombre dobló con cuidado la pronunciada esquina del pasillito que comunicaba con el rellano y rápidamente se perdió de vista.

Edie se acercó hasta donde estaba Jeff, le cogió de la mano y le llevó al otro lado de la habitación. Jeff acertó a verse fugazmente en el espejo de un tocador barato arrimado a la pared. Estaba palidísimo. Por todo el suelo había prendas y papeles tirados, habían volcado la maleta de Sporani y habían vaciado el contenido de los armarios. Había una pastilla de jabón en el suelo, al pie de la cama, y por la alfombra de recargados dibujos se veían los cristales de una botella de brandy hecha añicos. Todo el lugar apestaba.

—Creen que Sporani llevaba al menos veinticuatro horas muerto —dijo Edie en voz baja—. Roberto y yo vinimos a verle. El recepcionista nos dijo que no habían visto rastro de él desde ayer a primera hora y nos trajo aquí. Al no haber respuesta, utilizó la llave del hotel. Llamamos a la policía inmediatamente.

Roberto miró intensamente a Candotti.

—Subprefecto, ¿tiene usted alguna idea sobre quién ha podido hacer esto?

Candotti hizo una seña a los dos agentes para que los dejaran solos. Cuando hubieron salido, empezó a pasearse por el reducido espacio que quedaba entre la cama y la pared con las manos entrelazadas detrás de la espalda.

Signor Armatovani, Roberto —comenzó—. Estoy empezando a preocuparme por usted y por sus amigos aquí presentes. Parece que la muerte les está acechando. Los colegas de Florencia me han contado que tal vez la doctora Granger haya sido testigo de un asesinato en la Capilla Medici.

—Yo no soy ningún testigo… —empezó a decir Edie, pero Candotti levantó la mano.

—Por favor, yo no estoy acusando a nadie. Simplemente comento que allá donde va usted, se produce alguna muerte.

—La víctima del asesinato de Florencia era mi tío.

—Soy plenamente consciente de ello.

—Entonces, ¿a dónde quiere llegar exactamente? —dijo Roberto en un tono de voz inusitadamente duro.

—No dispongo de personal para interrogarles a usted y a sus amigos —dijo Candotti—, y no tengo pruebas que impliquen a ninguno de ustedes en ninguna de las repentinas muertes que ocupan actualmente la totalidad de mis días. Roberto, le conozco desde hace muchos años y conocí a su padre muy bien, pero por favor no abuse de nuestra relación. Si existe algún vínculo entre la muerte del profesor Mackenzie, la de su conductor Antonio Chatonni y la de Mario Sporani, la encontraré. Y creo que sería mejor para todos que usted, o sus amigos —lanzó una rápida mirada a Edie y Jeff—, decidieran hacerme antes una visita. Saben dónde encontrarme. —Dio media vuelta y salió de la habitación.

Unos segundos después, regresaron los dos agentes uniformados y los acompañaron fuera de la habitación hasta las escaleras.

Roberto se sentó entre Jeff y Edie a una mesa de madera en el fondo del bar Fenice, un local de vinos pequeño, tranquilo y vacío cerca del Becher. Deslizó por la mesa una copa de tinto en dirección a Edie y uno de los dos Pinot Grigio en dirección a Jeff.

—Sinceramente, no me parece aconsejable contarle nada a Candotti —empezó.

—No, por Dios —dijo Edie en voz queda—. Puede ser un viejo amigo de tu familia, Roberto, pero a mí me da escalofríos.

—Sospecho que Sporani sabía muchísimo más sobre todo este asunto de lo que me dejó entrever. —Jeff dio un sorbo a su vino.

—Y el estado en que estaba la habitación… —dijo Roberto—. ¿Por qué iba a poner la habitación patas arriba antes de colgarse? El equipo de medicina forense de Candotti seguramente encontrará algunas pistas útiles, pero no nos van a contar nada a nosotros, eso por descontado. No obstante, disfrutamos de una pequeña ventaja respecto de la policía. —Roberto extrajo una cosa de su bolsillo y la dejó sobre la mesa—. Antes de que llegasen los chicos de Candotti recogí esto.

Era una instantánea Polaroid. Tomada en la habitación del hotel, se veía a Sporani sosteniendo en la mano izquierda un rectángulo de cartulina blanca de aproximadamente el tamaño de una fotografía. A su derecha se veía un extraño objeto similar a un bolígrafo con el que Sporani señalaba hacia la cartulina.

Edie juntó las palmas de las manos.

—¿Cómo has…?

—Cuando saliste con el recepcionista y llamaste a Jeff, estuve un par de minutos a solas. Me puse los guantes y eché un vistazo por la habitación. Esto estaba en un bolsillo de la chaqueta de Sporani. Quienquiera que le matase, no reparó en ello.

—¿Qué es eso que tiene en la mano derecha? —preguntó Jeff cogiendo la foto.

—¿Ves lo que pone al lado?

—¿Penna Ultra Violetto? Es un juguete de niños. Recuerdo que Rose tuvo algo parecido hace años. Pero ¿qué…?

—Nos está diciendo que usemos luz ultravioleta. Esos bolis de juguete sirven para que se vea la tinta invisible, ¿no? —dijo Edie.

Roberto apuró su copa y se levantó.

—Vuelvo en cinco minutos.

En realidad tardó veinte minutos en volver. Entró en el bar dando grandes pasos y estampó un objeto de color morado y rosa chillón encima de la mesa.

—¡He tenido que recorrer cuatro jugueterías hasta encontrar la dichosa cosa esta!

Parecía un bolígrafo gordo para niños de diez años, pero cuando Edie lo cogió y giró la base del boli, una mancha de luz morada apareció sobre la superficie de la mesa.

—Qué chulo —dijo.

—¿Me dejas la foto, Jeff? —preguntó Roberto.

Jeff la sacó de su bolsillo y la depositó encima de la mesa boca abajo. Roberto colocó el bolígrafo a escasos centímetros de la superficie de la foto, encendió la luz y allí, manuscritas en una letra diminuta en el centro de la fotografía, pudieron leer dos frases:

msporani.com.it

Nosotrostres

Por el camino de vuelta al palazzo de Roberto, pasaron a recoger a Rose. No querían arriesgarse: alguien había intentado matarlos. Era evidente que Mario Sporani había sido asesinado, quizá por la misma persona. Rose estuvo encantada de quedarse viendo la tele en el salón mientras los tres adultos se reunían en la biblioteca.

Edie y Jeff se pusieron uno a cada lado de Roberto, que se sentó delante de su Mac y tecleó el nombre de la página web que apareció escrito en el dorso de la fotografía. Un instante después le pidieron introducir una contraseña. Tecleó «Nosotrostres» y aparecieron dos carpetas, etiquetadas simplemente como «1» y «2». Al hacer clic sobre la «1» se abrió un archivo titulado «notas» y, al abrir este archivo, apareció una página de texto en italiano. Roberto fue traduciendo conforme leía:

NOTAS:

COSIMO DE’ MEDICI: He descubierto poca cosa a partir del diario. Sé que Cosimo viajó hacia el este en 1410. Destino: Grecia, o tal vez Macedonia. Sé que allí encontró algo de muchísima importancia. Qué era exactamente, sigue siendo un misterio.

CONTESSINA DE’ MEDICI: La mujer de Cosimo. Visitó San Michele poco después de la muerte de su marido, creo que para hablar con los discípulos del padre Mauro y encargarles que dibujaran un mapa.

GIORDANO BRUNO: El gran místico y ocultista pasó una temporada en Venecia y en Padua en el año 1592. Había estado viajando por toda Europa y debió de llegar a sus oídos algo importante sobre Cosimo de’ Medici y su círculo. Creo que formó un grupo en Venecia para ocultar esta información, el «Secreto Medici». El grupo de Bruno tenía conexión, de alguna manera, con los primeros rosacruces, un grupo dedicado a las ciencias ocultas de sobra conocido en la Europa de aquel entonces. Estoy casi totalmente seguro de que Bruno alteró la pista dejada por Contessina e introdujo una segunda. Se halla en los archivos de la ciudad y ofrece una lectura esclarecedora.

LA CAPILLA MEDICI: El nexo de unión. Creo que hay algo allí, pero no sé qué es. Los secretos de Venecia conducen a los secretos de Florencia, los cuales a su vez conducen a los secretos de ¿qué lugar? ¿Macedonia? Se trata de algo sumamente importante, lo suficiente como para matar por ello.

—Tenías razón, Jeff, nos llevaba una buena ventaja —dijo Edie—. Sabía algo sobre el secreto que las pistas están protegiendo.

—Lo cual tiene sentido. Encontrar el diario Medici en la cripta hace cuarenta y tantos años representó el acontecimiento alrededor del cual pasó a girar toda la vida de Sporani. Era evidente que, fuera lo que fuese lo que encontró allí, se trataba de algo muy importante; ¿por qué si no iba alguien a enviar a un par de matones para amenazarle con matar a su familia?

—Entonces, ¿tú crees que llevaba todos estos años tratando de desentrañar este misterio?

—¿Por qué no?

—Yo creo que Sporani estaba siguiendo un rastro parecido al que seguimos nosotros —comentó Roberto—. Él no tenía la pista que aparece en la tablilla hallada en Florencia; de hecho, ni siquiera tenía conocimiento de su existencia, pero de alguna manera sabía algo sobre el mapa de Mauro.

—¿Cómo podía saberlo?

Roberto se encogió de hombros.

—Como bien has dicho, Jeff, el descubrimiento de Sporani en la cripta, el diario de Cosimo, constituyó un acontecimiento fundamental en la vida de este hombre. Evidentemente, hizo sus pesquisas y siguió un rastro que le convenció de que la mujer de Cosimo vino a Venecia y fue a ver a los discípulos de Mauro en 1464. De ello debió de inferir que Contessina introdujo una pista en San Michele para mantener oculto lo que él denomina el «Secreto Medici».

Jeff asintió.

—Sí, pero espera un momento. Cosimo murió en 1464, y la pista hace referencia al Puente Rialto, acabado de construir en 1591.

—Por tanto —replicó Edie—, o nos hemos equivocado completamente con la pista o la versión que leímos en la biblioteca de San Michele no es la original.

—No creo que hayamos entendido mal la pista —dijo Roberto—. Es solo que las cosas no son tan sencillas como parecían en un primer momento. Es perfectamente posible que Contessina viniese a visitar a los discípulos de Mauro y puede que dejase una pista, pero años después Giordano Bruno supo de un misterio que había envuelto a Cosimo de’ Medici. Formó un grupo para proteger lo que quiera que pudiese ser ese secreto. Por alguna razón, asumió la tarea de sustituir la pista dejada por Contessina y, de acuerdo con Sporani, la pista de Bruno lleva hasta otra, creada deliberadamente por él también.

—¿Por qué haría Bruno una cosa semejante? ¿Por qué cambiar la pista? —preguntó Edie.

—Típico de él. Giordano Bruno era un egomaníaco. Se consideraba una especie de profeta y se imaginaba a sí mismo como el fundador de una nueva religión. Estaba planeando organizar una cuando lo apresaron en Venecia. No me sorprende en absoluto que interfiriera, seguramente le encantaba pensar que lo había hecho mejor que un Medici.

—Entonces, ¿qué es exactamente lo que nos está diciendo Sporani? —preguntó Jeff.

—Está ahí, en el apartado dedicado a Bruno. Si Sporani sabía lo de la pista de San Michele, tendría el mismo poema que nosotros. Dice que Giordano Bruno lo alteró e introdujo un segundo verso. Claramente, la pista de San Michele era la de Bruno, por la época de la que estamos hablando. Como sabemos, el Rialto se terminó en 1591, no mucho antes de que Bruno viniese a Venecia. Sabemos que es así porque lo arrestaron aquí en mayo de 1592 y fue procesado por la Inquisición.

—Así pues, cuando fuimos al puente estábamos descortezando el árbol equivocado —intervino Jeff—. La pista se encuentra en los archivos de la ciudad.

—«Se halla escondido ahí junto a las líneas, / Más allá del agua, detrás de la mano del arquitecto» —citó Edie—. Debe de referirse a los dibujos del arquitecto. ¡Qué ingenioso!

—Y la placa de la pared del puente era una pista falsa —dijo Jeff, y miró la hora en su reloj—. ¿Estarán los archivos abiertos aún?

—No los necesitamos —dijo Roberto—. Creo que Mario Sporani era nuestro ángel de la guarda e hizo las labores de investigación.

Regresó a la pantalla inicial y abrió la carpeta titulada «2». Aparecieron dos documentos más; eran unas páginas escaneadas de un pergamino cubierto de letra menuda y prieta. Debajo de ellas pudieron ver una versión mecanografiada en italiano y en inglés. El primer documento empezaba así:

Viernes, 2 de mayo del año de Nuestro Señor de 1592

Palazzo Mocenigo, Campo San Samuele

Soy Giordano Bruno, a quien algunos se refieren como «el nolano». Esto es para mis hermanos de I Seguicamme, y ésta es mi historia.

Me hallo ahora en la casa del noble Giovanni Mocenigo, un hombre en extremo odioso. A sabiendas de que era un error, Mocenigo me convenció para regresar a Italia. La Inquisición de Roma me acosa desde hace muchos años. Mocenigo, mi mecenas de estirpe aristocrática, me prometió protección, pero sé que están reuniéndose las fuerzas contrarias a mí para darme muerte, y que mis días de libertad están contados. Temo que no saldré de Venecia con vida. Mocenigo deseaba aprender las Artes Ocultas, de las que yo soy un Maestro (como he demostrado en mis muchas y aclamadas obras). Pero ahora este hombre, que resulta carecer de entendimiento para las Artes Herméticas y es un impostor, me tiene atrapado aquí, en su palazzo, y todas las fronteras de esta ciudad están vigiladas. Mis enemigos están esperando que intente escapar.

Así, pues, éste es un mensaje al futuro, un mensaje de esperanza.

Hace veinte años cayó en mis manos un documento en extremo enigmático. Los detalles sobre cómo me hice con él no harán mucho bien a mi reputación, pero he de confesarlo todo. Gané el tesoro en una partida de naipes en la trasera de una taberna de Verona. Mi contrincante había perdido todo su dinero e insistía en que el pergamino que me ofrecía era una auténtica antigüedad, y que lo había escrito de su puño y letra nada más y nada menos que Contessina de’ Medici, la mujer del gran gobernante florentino Cosimo el Viejo. En un primer momento, creí que el pergamino carecía totalmente de valor. Casi se lo tiré a la cara, pero cuando lo leí con un poco más de atención me intrigó al punto de aceptar el obsequio.

Después, llegué a estudiar el documento con mucho detalle. Tratábase de un fragmento de una carta personal que aludía a la existencia de un fabuloso tesoro. Al final del fragmento había un acertijo compuesto en dos frases. Al principio, la pista apenas tenía sentido, pero poco a poco logré desentrañar parte de su significado. Y esta revelación me trajo a Venecia; más específicamente, me trajo al hogar de los monjes de San Michele, la Isla de los Muertos. Allí encontré un mapa que los monjes de la isla veneraban y, nuevamente, después de mucho esfuerzo y de aplicar toda mi erudición, hallé otra pista, un poema que me condujo hasta la fase siguiente.

Pero todos mis esfuerzos fueron en vano. El documento, aunque auténtico, solo conducía a un callejón sin salida. La pista de la carta, así como las otras que desenterré en San Michele, me conducían a una tumba situada en el centro exacto de la isla. Allí, con ayuda de mi fiel sirviente Albertus, desenterré un cofre de piel de grandes dimensiones. En su interior había solo una cosa, una placa metálica sobre la que habían grabado las palabras: «Todos los hombres son traicioneros».

Al principio di por hecho que se trataba de una suerte de broma elaborada, pero conforme pasaba el tiempo y yo aprendía más —acerca de lo cual no me atrevo a hablar ni siquiera ahora—, llegué a entender que aunque yo había fracasado en mis intentos, Contessina de’ Medici había escondido verdaderamente un gran secreto. Sencillamente, yo no había sido lo suficientemente sabio para dar con él. Durante veinte largos años he proseguido mi búsqueda. He aprendido mucho, pero no la verdad central. Tal dolor me produce mi fracaso que a duras penas logro tolerar que otro que no sea yo triunfe en esta búsqueda. Con este fin, esconderé la carta de Contessina de’ Medici. Solo es posible que descubra la verdad escondida el más determinado de los hombres. Tengo la suficiente humildad para decir que quien logre descubrir la naturaleza del Secreto Medici es un hombre verdaderamente grande. Que sea también honesto y sabio.

El segundo documento era más corto. Decía:

Jueves, 28 de febrero del año de Nuestro Señor de 1593 Venecia

Soy Albertus Jacobi. Mi señor, el gran erudito Giordano Bruno, ha sido trasladado a Roma encadenado y temo que pronto morirá. Mi señor me confió gran cantidad de documentos y papeles, entre los que hay un manuscrito de su obra más reciente. Pero lo más preciado es un documento que él descubrió hará dos décadas, alrededor de la época en que comencé mi asociación con él. Solo los grandes podrán ver esto, y solo los grandes desentrañarán sus secretos.

Los gemelos, los padres fundadores.

En la calle donde se deshacen de hombres como yo,

cinco ventanas por encima de un balcón.

El punto que toca el cielo;

una semiesfera por encima, y una semiesfera por debajo.

Edie, Jeff y Rose se quedaron esa noche en casa de Roberto. Rose se había quedado dormida delante de la televisión. Jeff la despertó suavemente y la acompañó hasta una habitación preparada para ella, en la primera planta. Vincent llevó entonces a Jeff y a Edie a sus habitaciones, por el pasillo, una magnífica galería a la que se accedía por un ancho tramo de escaleras de mármol. Roberto se quedó en la biblioteca a ver qué podía averiguar.

Desde las ventanas de su habitación Edie podía disfrutar de unas vistas fabulosas del Gran Canal. El agua parecía melaza. A su izquierda, el canal dibujaba una curva en dirección al sur. Una góndola alumbrada con farolillos se deslizó silenciosamente entre las sombras. Caía la niebla sobre la escena. Pronto, pensó, Venecia quedaría envuelta en un sudario húmedo, que deformaría la luz y aceleraría el sonido.

A Edie le costaba creer que todavía hubiera gente que viviera rodeada de semejante opulencia. La cama era de las de dosel y cuatro columnas, con sábanas de seda. En la chimenea ardía un fuego de leña y varias alfombras antiguas, colocadas con estudiado descuido, cubrían el suelo de piedra. De las paredes colgaban globos de cristal que arrojaban una suave luz. El techo era alto y estaba cubierto de molduras artesanales y cornisas cóncavas.

Se preparó un baño caliente y se quedó tumbada entre las burbujas durante un buen rato, empapándose de la atmósfera romántica de todo aquello. Cuando se hubo secado, se puso un camisón de seda y un quimono que habían dejado para ella encima de la cama. Sentándose en el suelo delante del fuego, se quedó mirando las llamas y dejó vagar la imaginación. Le habían pasado tantas cosas en los últimos días… y había tenido tan poco tiempo para asimilarlo todo.

Menos de cuatro días antes había estado trabajando en el panteón de la Capilla Medici, realizando el tipo de investigación que tanto le gustaba hacer. Entonces, de golpe, todo había saltado por los aires, fuera de control. Estaba asustada. Habían estado a punto de matarlos. Y, además, estaba lo de aquel pobre hombre, Mario Sporani, y lo de Antonio. Y ¿qué le parecía Roberto? Era brillante y apuesto, rico y encantador. Demasiado bueno para ser verdad, realmente. Pero es que además era amigo de Jeff; Jeff confiaba en él y para ella éste era como un hermano. Poniéndose en pie de un brinco, se apretó el cinturón del quimono y se dirigió a la puerta.

Fuera, en el rellano, estaba todo a oscuras pero se veía un leve resplandor procedente de la biblioteca y podía oír las notas de una sonata de piano. Roberto estaba sentado a una mesa con cobertura de piel, enfrascado en la lectura de un libro enorme de aspecto antiguo. Edie carraspeó ligeramente y Roberto se volvió.

—¿Eres un búho nocturno, como yo? —Su semblante sorprendido se transformó enseguida en una cálida sonrisa.

—Generalmente, no —respondió ella—. ¿Qué lees?

Echó un vistazo por encima de su hombro. Era un volumen encuadernado en piel, con las páginas cubiertas de una elegante letra impresa en una extraña tipografía. El papel estaba reseco y amarillento.

—Estoy tratando de averiguar a qué diantres se refería Giordano Bruno. No me vendría mal algo de ayuda. ¿Te importaría acompañarme con un coñac?

—Solo si es Paulet Lalique —sonrió Edie.

El semblante de Roberto no se alteró ni lo más mínimo.

Al poco rato, Vincent depositaba en la mesa redonda situada al lado del escritorio dos enormes copas junto a una botella de uno de los coñacs más caros del mundo.

—¿Qué libro es ése? —preguntó Edie, mientras Roberto servía las copas.

—Es uno de los siete tomos que forman los Informes de la Inquisición veneciana entre 1500 y 1770. Llevan mucho tiempo en la familia. Solo estaba leyendo sobre Andrea di Ugoni, un escritor amigo de Tiziano que fue procesado por herejía en 1565 y que escapó al castigo. Luego está el caso de Casanova, arrestado casi doscientos años después y encarcelado por «desacato a la religión». Creo que podríamos dar con algo que nos ayude a aclarar qué quería decir Bruno en su pista.

—Entonces, ¿Bruno fue procesado por la Inquisición veneciana?

—Debió de escribir su mensaje justo antes de que lo arrestaran. Mocenigo, ciertamente, le traicionó. Unos matones a sueldo lo sacaron en mitad de la noche de su habitación en el palazzo y lo metieron en el calabozo del dux.

—Yo pensaba que había sido encarcelado en Roma. ¿No fue allí donde lo ejecutaron?

—Pero primero lo interrogaron en Venecia. La Inquisición veneciana era mucho más liberal que su homóloga romana. El jefe de la Inquisición de Roma, la mano derecha del Papa, era un cardenal extremista llamado Roberto Bellarmino y apodado el Azote de los Herejes.

—Por el Azote de los Herejes. —Edie alzó su copa y dio un sorbo apreciativo a su coñac. Era deliciosamente suave e hizo entrar en calor a todo su ser—. Entonces, ¿los venecianos iban a dejar ir a Bruno sin castigarlo? —preguntó.

—No sé si habrían llegado tan lejos. No les agradaba que el Papa interfiriese en su sociedad, más liberal. De hecho, a lo largo de los siglos la ciudad entera fue excomulgada en varias ocasiones. La Inquisición veneciana era mucho más tolerante con ocultistas como Bruno, pero, por desgracia para él, el dux cedió ante la presión del Papa y, al cabo de unos meses en Venecia, las autoridades de la ciudad extraditaron a Bruno a Roma, donde acabaría quemado en la hoguera.

—Entonces, cuando Bruno dice: «En la calle donde se deshacen de hombres como yo», ¿crees que está hablando del lugar en el que ejecutaban a los subversivos?

Roberto pasó las páginas con cuidado.

—Curiosamente, durante los dos siglos de juicios a las brujas, llevaron ante la Inquisición de aquí menos de doscientos casos, solo nueve personas fueron juzgadas y ninguna de ellas ejecutada. Había otra clase de subversivos: espías, activistas políticos, instigadores de sedición. De lo que colijo de este registro, había dos lugares en Venecia donde se llevaban a cabo las ejecuciones de «indeseables». Mira.

Edie se inclinó hacia delante y Roberto le mostró una selección de registros. Entre 1550 y 1750 seiscientos siete ciudadanos calificados de «peligrosos» fueron ejecutados a manos de la policía del estado, el Consejo de los Diez. Los ahorcaron, lejos de la vista del público, en uno de estos dos lugares: o en la Calle della Morte o en la Calle Santi.

Edie se encogió de hombros involuntariamente.

—Tienes frío —dijo Roberto, echándole el brazo alrededor de sus hombros—. Ven, sentémonos más cerca del fuego.

Se sentaron frente a frente, con las piernas cruzadas, en una antigua alfombra Khotan. Por la ancha vidriera se veían volutas de niebla deslizándose por el Gran Canal.

—Supongo que nadie te habrá dicho nunca que tienes una casa espectacular —dijo Edie.

Roberto soltó una carcajada.

—Es todo cuestión de genes —dijo—. Deduzco que tus padres eran arqueólogos.

—El bueno de Jeff, como siempre —repuso Edie.

—Yo no me ofendería. Es un gran admirador tuyo.

—Entonces, ¿te contó que murieron en un yacimiento, en Egipto? Yo estaba allí.

—Lo siento.

—Fue hace mucho tiempo. —Dio un sorbo de su coñac—. Pero de ti no me ha hablado mucho. ¿Cómo os conocisteis Jeff y tú?

—Hace unos cinco años. Él aún estaba en Cambridge. Había venido él solo a pasar un par de semanas para documentarse acerca de un libro y me tiró sin querer la copa que estaba tomándome en El Cipriani. —Edie se rió—. Nos pusimos a charlar, nos hicimos amigos y, bueno… ¿Y tú?

—En la universidad. Jeff estaba un curso por delante en el King’s y era ya toda una estrella. Yo tenía dieciocho años y estaba totalmente deslumbrada con él… Sigo estándolo.

—Entonces, ¿él y tú…? —preguntó Roberto al cabo de unos segundos.

Edie sonrió.

—Jeff salía con una chica cuando nos conocimos. Y cuando rompieron, yo ya tenía novio. Luego Jeff conoció a Imogen y, no sé, ahora no se me pasaría por la mente. Sería como tener sexo con tu propio hermano. En cualquier caso, ¿qué hay de ti, Roberto? Seguro que tienes a las damas haciendo cola.

Roberto pareció azorarse.

—¡Vaya! —exclamó Edie—. ¡Te estás ruborizando de verdad! ¿Y bien?

—¿Y bien qué?

—Las damas.

—Me he enamorado un par de veces. Y las dos veces la cosa acabó en lágrimas.

—Así es la vida.

Roberto le acarició la mejilla. Edie se inclinó hacia delante y rozó sus labios con los suyos. Ninguno de los dos vio a Rose en el umbral, observándolos. Pero los dos oyeron el portazo de la puerta principal.

El hombre, alto y moreno, encendió un cigarrillo con el extremo rojo tenue de la colilla del anterior. A continuación la tiró, la pisó contra el suelo de mármol y escudriñó a través de los prismáticos que había montado sobre un robusto trípode.

Las vistas desde la ventana eran de una belleza extraordinaria, unas vistas que podían contemplarse en cualquier rincón del mundo gracias a postales, cajas de bombones y escaparates de agencias de viajes. Pero no eran éstas lo que le interesaba. Estaba concentrado en mirar un edificio al otro lado del Gran Canal, un palazzo color rojizo, la casa de Roberto Armatovani. Había visto a alguien llegar en barcaza y descargar bolsas de la compra, así como a un antenista que entró y luego se marchó. Y eso era todo. Habían transcurrido tres horas interminables y verdaderamente lentas. Estaba empezando a cansarse y su frustración iba en aumento. El día anterior casi había tenido suerte con la lancha, pero al final había escapado con vida por los pelos. Aquello le había enseñado una lección muy importante: esas personas podían parecer unos aficionados, pero no podía permitirse el lujo de subestimarlos.

De repente, se abrió de par en par la puerta del palazzo y la niña, Rose Martin, salió corriendo del edificio. Unos segundos después apareció Armatovani. Pero en Venecia una persona puede desaparecer en un abrir y cerrar de ojos. Roberto entró otra vez en la casa. Sin embargo, el hombre moreno vio hacia dónde se dirigió la niña y la siguió con los prismáticos. En pocos segundos llegó al Ponte dell’Accademia y —al hombre le costó creerlo— Rose se puso a cruzar el puente en dirección a su orilla del río.

—Rose ha debido de vernos —dijo Edie a Jeff. Se dejó caer en una silla colocada bajo un gigantesco espejo dorado y clavó la vista en el oscuro suelo de mármol—. Estábamos besándonos.

—Genial. —El semblante de Jeff era adusto.

—Mandaré a algunas personas —dijo Roberto—. Vincent puede ayudar. ¿Crees que podría haber vuelto al apartamento?

—Sabe Dios. Llama a Maria, pero yo tengo que salir de aquí.

El aire de la noche era gélido. Jeff corrió por el camino que discurría a la vera del canal y luego dobló a la izquierda y se adentró por el laberinto de callejas que rodeaba San Samuele. La niebla se había vuelto densa y pesada, borrando cualquier cosa que se encontrase a más de unos metros de distancia de él. La linterna que le había dado Roberto no le servía de mucha ayuda. Salió por una callejuela al Campo Francesco Morosini; a su izquierda, lo sabía, quedaba Campo Sant’Angelo y a la derecha estaba el Ponte dell’Accademia. Se detuvo, respiró hondo un par de veces y trató de impedir que el sentimiento de pánico absoluto se apoderara de él.

El hombre moreno vio que la niña se alejaba del Gran Canal y enfilaba por la izquierda, bordeando la Galleria. Había abandonado su puesto de vigía y estaba siguiéndola, manteniendo la distancia, consciente de que la niebla amplificaba todos los sonidos.

La vio escabullirse por un callejón. La niña ralentizó su huida unos segundos, sin saber muy bien por dónde ir. Se detuvo para orientarse. Él se metió rápidamente en un portal justo cuando ella barría con la mirada el campo, y luego estuvo a punto de perderla en la oscuridad cuando la niña echó a correr de repente por un pasadizo angosto. Iba en dirección a la punta de Dorsoduro, una punta de tierra que se curvaba hasta casi toparse con el barrio de San Marcos, donde la parte más oriental del Gran Canal se abría al Basino di San Marco.

Aquí la niebla era más densa y a punto estuvo de perderla de nuevo cuando salieron a Dogana é La Salute, un camino ancho que discurría a lo largo del borde oriental del Dorsoduro. A su izquierda quedaban los talleres donde se construían las góndolas. A esas horas estaban todos cerrados a cal y canto y el lugar estaba desierto.

A su derecha, el agua chapoteaba contra la piedra. El canalón de un taller de tejado bajo se había roto y el agua se había congelado formando una peligrosa película de hielo que ocupaba todo el ancho del camino. La niña aminoró la velocidad y salvó con cuidado el obstáculo para apretar de nuevo el paso al otro lado y desaparecer por el recodo de la punta misma de la península, en Dogana di Mare, la Antigua Aduana, un sobrio edificio con columnatas rematado con dos Atlas enormes, cada uno de los cuales sostenía un globo dorado.

El hombre la siguió con sigilo, observándola ralentizar el paso al doblar por la esquina del otro lado del edificio. La niña se detuvo en seco y se sentó en el borde del camino, se abrazó a sí misma y se quedó mirando intensamente, a través de la niebla que cubría el tramo de agua, hacia San Marcos. El hombre estaba tan cerca que podía oír su llanto. Al dar un paso hacia delante, en silencio, notó aquella conocida y deliciosa emoción de quien sabe lo que está a punto de ocurrir.

Pasando a todo correr por delante del amorfo Museo Guggenheim, Jeff avanzó en zigzag por la ruta más rápida que consiguió encontrar, haciendo caso omiso al dolor de su pecho. Ahora estaba bastante seguro de saber hacia dónde había podido dirigirse Rose. Era un lugar que a ella le encantaba, un lugar al que siempre volvían. A su izquierda, la niebla se tragó el Palazzo Dario. Jeff salió a Campo Salute, cuyo extremo septentrional representaba uno de los últimos tramos de orilla del canal antes de que el Gran Canal desembocase en el Bacino. Cien metros más y la escalinata de la iglesia de Santa Maria della Salute se materializaría en medio de la gris penumbra. Y llegó al lugar. El manto inflado de la niebla rodeaba las columnas de la Antigua Aduana. Y los latidos de su corazón se ralentizaron al ver a Rose sentada con las piernas cruzadas y la mirada perdida hacia San Marcos.

—Hey.

Rose se dio la vuelta con los ojos llenos de espanto. Pero al ver a su padre, todo su cuerpo se distendió.

Jeff se sentó junto a ella en el suelo. Durante unos segundos no pudo articular palabra y boqueó para recuperar el aliento. Entonces, de pronto, notó que Rose le echaba los brazos alrededor, hundía la cabeza en su pecho y se echaba a llorar como si fuera a partírsele el corazón.

—Esto no tiene nada que ver con Edie, ¿verdad, Rose? —dijo Jeff al cabo de un rato.

Ella se apartó para poder ver el rostro de su padre.

—Estás enojada con Edie, pero ella en realidad es un chivo expiatorio.

Rose sacudió la cabeza.

—Yo no…

—Estás jugando a que Edie es la mala de la película, pero en realidad estás simplemente enfadada con tu madre y conmigo. Nos culpas de haberte estropeado la vida, y tienes razón. La gente no debería tener hijos si no tienen la madurez suficiente para que dure el matrimonio. Lo siento, cariño, te he decepcionado terriblemente.

—Oh, papi… —Rose se echó a llorar de nuevo.

Por un segundo, Jeff desvió la mirada hacia el esplendor envuelto en el sudario de la niebla. Venecia se encontraba bajo ella, en alguna parte. Era posible alcanzarla, igual que podían alcanzarse los recuerdos de lo que había sido una vez, pero solo a través de una densa niebla.

—Vamos. Regresemos, ¿eh?

Jeff se puso de pie.

El hombre moreno sacó el arma de su funda y se apartó de la columna. Bajó al muelle y percibió, más que vio, que alguien se acercaba por el camino. Escupiendo un exabrupto, volvió a esconderse en silencio mientras Jeff aparecía ante su vista. Lo vio saludar a su hija y sentarse a su lado en el suelo.

La ira se adueñó de él por sorpresa. Le habían entrenado para matar sin contemplaciones y sabía retirarse con clínico desapego cuando la situación lo exigía. Cerró los ojos un segundo e hizo varias respiraciones profundas. Su dedo se tensó en contacto con el gatillo.

Un borroso haz de luz blanca se abrió paso entre la oscuridad cuando una lancha de la policía apareció a la vista. Escondiéndose detrás de una columna, observó, sin dar crédito, cómo se arrimaba a la orilla del canal y dos agentes saltaban al muelle.

Roberto aguardaba en los escalones de su palazzo. Jeff llevó en brazos a Rose, envuelta en una manta, y la subió directamente a su habitación. La niña se quedó dormida casi antes de que su cabeza tocara la almohada. Una vez abajo, Jeff aceptó agradecido la gran copa de coñac que le ofreció su anfitrión.

—Jeff, lo lamento de corazón… —dijo Edie.

Él alzó una mano para detenerla.

—No hay nada que lamentar. Creo que estamos muy bien —dijo.

—Dios, doy gracias por no volver a tener catorce años.

—Ídem.

—Cambiando de tema —dijo Roberto—. Edie y yo hemos hecho algo así como un avance.

—¿Así lo llaman ahora? —preguntó Jeff.

Roberto hizo oídos sordos a la broma y volvió a la página de los Registros de la Inquisición veneciana entre 1500 y 1770.

—Me alegro de que Rose esté a salvo —dijo—. No podría quererla más de lo que la quiero. Pero nosotros tres seguimos teniendo un trabajo que hacer, y tengo la sensación de que el tiempo se agota.

—De acuerdo, Roberto. Soy todo oídos.

—Había dos lugares en los que se llevaban a cabo las ejecuciones —explicó Roberto—. La Calle Santi, no lejos de aquí, cerca de la Accademia, y la Calle della Morte, que queda al este del Palacio Ducal, justo al salir del Campo de la Bragora.

—¿Puedo interrumpir? —dijo Jeff—. Cuando estaba buscando a Rose, lo único que había en mi mente consciente era encontrarla. Pero recuerdo haber visto fugazmente la parte superior de la Antigua Aduana asomando entre la niebla: dos figuras de Atlas sosteniendo un globo dorado.

—¿Qué tiene eso que ver con lo nuestro? —preguntó Edie.

—Hay quien dice que las figuras de Atlas eran dos gemelos. El verso del poema de Bruno, «los gemelos, los padres fundadores», debe de referirse a Cástor y Pólux, los mellizos de la mitología griega, vástagos de Leda y del dios Júpiter.

—¿Por qué? ¿Qué tiene eso que ver con Venecia, por amor de Dios? —Edie parecía exasperada.

—Mucho, de hecho. Los primeros pobladores de la laguna fueron refugiados salidos de Roma que huían de los bárbaros invasores. Consigo trajeron muchos ritos religiosos arcaicos, entre los que estaba la tradicional adoración a Júpiter y a sus hijos, Cástor y Pólux. Hubo un culto a los gemelos centrado en torno a un par de islas en las que se crearon algunos de los más antiguos asentamientos de Venecia, en el siglo IV o V. Por toda la ciudad hay imágenes de gemelos, incluidos los dos Atlas.

—O sea, ¿tú crees que el verso se refiere a la Calle Santi? Está a tiro de piedra de la Antigua Aduana —dijo Roberto.

—No, no es eso. Yo creo que se refiere al otro sitio, a la Calle della Morte. Se me vino todo a la mente cuando iba en la lancha. Hace años visité una iglesia de la zona. Se llama San Giovanni y está en el Campo de la Bragora; y «Bragora» deriva de la palabra «b’agral», que significa «dos hombres».

—Brillante. —Roberto sacudió la cabeza—. ¡O totalmente disparatado!

Jeff iba por su segundo café cuando Edie apareció en la sala del desayuno.

—¿Has dormido bien? —preguntó ella.

—Sorprendentemente bien. ¿Tú?

Edie sofocó un bostezo.

—Casi no he pegado ojo.

—Toma, esto te espabilará. —Le sirvió una taza de café cargado—. Escucha, Edie —empezó a decir Jeff, pero se detuvo cuando Roberto entró en la habitación precedido de Vincent, que llevaba una bandeja con dos jarras altas de plata y una taza con su platillo—. Estaba a punto de decirle a Edie que después de lo de anoche creo que debería quedarme hoy en casa con Rose.

—Por supuesto.

—No estoy de acuerdo —dijo Edie—. Creo que vosotros dos deberíais seguir esa pista y que yo debería quedarme con Rose.

—Pero…

—No hay pero que valga, Jeff. Ya lo he hablado con ella.

—¿Ah, sí?

—No pongas esa cara de sorpresa. Ella y yo éramos amigas antes, acuérdate. Me gustaría restablecer el equilibrio entre nosotras.

Jeff levantó las cejas y se encogió de hombros.

—Por mí, estupendo.

La temperatura había caído en picado durante la noche y el campo estaba frío y desierto. Unos cuantos árboles sin podar bordeaban uno de los lados de la plaza y alguna que otra paloma, lejos de las hambrientas bandadas de San Marcos, se paseaba con sus andares de pato por los adoquines irregulares. Jeff y Roberto se detuvieron en el centro del campo, envueltos hasta las orejas en sus gruesos abrigos de invierno y en sus bufandas.

—Aunque éste fue ciertamente un lugar de ejecuciones, posee también un lado más amable —dijo Roberto—. Vivaldi fue bautizado en esa iglesia de ahí, la de San Giovanni. —Señaló una fachada que había evolucionado evidentemente a lo largo de una sucesión de confusas renovaciones y ampliaciones—. Y allí se encuentra el edificio más interesante del campo, el Palazzo Gritti Badoer o, como lo conocemos hoy en día, el hotel La Residenza.

—Que tiene cinco ventanas encima de un balcón —observó Jeff, y repitió la segunda parte de la pista de Bruno—: «Cinco ventanas por encima de un balcón. El punto que toca el cielo; una semiesfera por encima y una semiesfera por debajo». ¿Y esto estaba aquí en la década de 1590?

—Con toda seguridad. Es del siglo XIV. Se puede saber por la forma de las ventanas y por el diseño de la galería. Así pues, tu idea no era tan disparatada al fin y al cabo.

Jeff estaba mirando hacia el tejado.

—No lo dudé ni por un instante. Pero no hay ningún «punto que toca el cielo», ¿no?

—Por desgracia, no —replicó Roberto.

Cruzaron el campo en dirección al palazzo. En la pared de un estrecho callejón pudieron ver un letrero que decía: «calle della Morte».

La entrada del hotel daba directamente a un vestíbulo donde había mucho eco. A la izquierda había una gran zona de recepción con escayolas profusamente decoradas en la parte superior de las paredes; cuadros del siglo XVII de colores oscuros e inquietantes y figuras atormentadas; grupitos de sillas y mesas antiguas. Al fondo de la sala había una cuadrilla de obreros organizando focos y colgando adornos. Uno de los hombres estaba encaramado en precario equilibrio en lo alto de una escalera de madera. Tenía los brazos extendidos hacia el alto techo, tratando de sujetar una ristra de lucecitas blancas.

Un señor de mediana edad vestido de uniforme verde oscuro de recepcionista apareció ante ellos. Llevaba el pelo teñido de un negro azabache y usaba quevedos.

—¿Puedo ayudarles? —preguntó.

—Buenos días —saludó Jeff—. ¿Están montando una función?

—Así es, caballero. Esta noche, de hecho. ¿En qué puedo…?

—Solo pasábamos por aquí. Mi amigo, Roberto Armatovani, me comentaba lo bonita que es la fachada del edificio y que nunca había estado dentro.

—¿Signor Armatovani? —La espalda del recepcionista se enderezó—. Por supuesto. Les pido disculpas por todo este desorden, la decoración debía haber estado lista hace horas. ¿Desean un café?

—Es muy amable, pero no, gracias —respondió Roberto—. ¿Puedo preguntarle por la naturaleza de la función?

—Ciertamente, signor. Es para una velada de gala de carnaval, organizada por la Sociedad Vivaldi. Es una función privada, pero estoy seguro de que podría hablar con el presidente.

—Es muy amable de su parte, ¿señor?

—Gianfrancesco… Francesco.

—Francesco… Conozco bien al presidente, Giovanni Tafani. Pediré a alguien de mi servicio que le llame por teléfono.

El recepcionista hizo una ligera reverencia y ellos dieron media vuelta para salir. En el exterior se quedaron los dos quietos, mirando hacia arriba, al bello estucado rococó de encima de la entrada principal.

—Tú realmente conoces a todo el mundo en Venecia, ¿verdad? —se admiró Jeff.

—No critiques, es de lo más útil.

—¿Y ahora qué?

—Bueno, es evidente que tenemos que subir al tejado de alguna manera y tengo bastantes esperanzas de que el encantador presidente de la Sociedad Vivaldi nos ayudará.

Cuando Jeff, Edie y Roberto llegaron al Palazzo Gritti Bradoer, el lugar estaba rebosante ya de invitados a la fiesta ataviados con sus mejores galas y todos enmascarados. Un conjunto de cuerda se encontraba en la mitad de la interpretación del vigoroso Cuarteto de cuerda n.° 9 de Schubert y los camareros, de librea, se deslizaban por toda la sala con sus bandejas cargadas de copas de champán.

Jeff había estado preocupado con la idea de dejar a Rose en casa, pero ella le había prometido que no saldría del palazzo bajo ninguna circunstancia. Y Roberto le había convencido de que Vincent era un guardaespaldas de primera.

Roberto llevaba un clásico traje de etiqueta Savile Row heredado de su padre. Su máscara representaba un águila de plumas negras y pico corto. Jeff, que era más alto y más ancho, había alquilado un esmoquin más moderno del sastre habitual de Roberto, en la Via XXII Marzo, y había elegido una elegante y sencilla máscara plateada. Con ayuda de Rose, Edie se había probado por lo menos doce vestidos en algunas de las boutiques más exclusivas de Venecia, decantándose finalmente por un vestido tubo en seda verde oscuro y una elaborada máscara dorada.

Un portero de gala les dio la bienvenida, les preguntó el nombre y los condujo inmediatamente ante el anfitrión de la velada, que se encontraba junto a un pequeño grupo de invitados cerca de los músicos. Giovanni Tafani era un hombre alto, de hombros anchos, de cincuenta y tantos años de edad, que llevaba una minúscula máscara dorada que de poco le servía a la hora de ocultar su rostro. Estrechó la mano de Roberto.

—Cuánto me alegro de que haya podido venir, maestro —dijo.

—Éstos son mis amigos: Jeff Martin, eminente historiador procedente de Inglaterra, y Edie Granger, afamada paleontóloga.

Tafani dedicó a Jeff una leve reverencia y a continuación tomó la mano de Edie y rozó su dorso con los labios.

Enchanté. —Enderezándose, añadió—. Déjenme presentarles a algunos de mis colegas.

Casi había transcurrido una hora entera cuando al fin Jeff y Edie vieron la oportunidad de escabullirse, dejando a Roberto de guardia tal como habían planeado. Tras abandonar la zona de la recepción, enfilaron por un corto pasillo que los llevó a un patio. Al otro lado había un salón comedor grande y vacío, a oscuras. Rodearon la sala y salieron sin que nadie los viera a un vestíbulo. Delante de ellos vieron un tramo de escaleras.

Edie encabezó la marcha, pero le costaba andar embutida en aquel vestido ajustado.

—Al cuerno —dijo pasados unos minutos. Se quitó los zapatos y se levantó el vestido a la altura de la cadera.

—¡Pero bueno! —bromeó Jeff.

—Métete en lo tuyo.

Llegaron al piso superior sin cruzarse con una sola alma. Estaba todo extrañamente tranquilo. El bullicio de la fiesta se había desvanecido por completo. En lo alto de las escaleras había un pasillo con tres puertas a cada lado que presumiblemente daban a sendas habitaciones. Al fondo pudieron ver una salida de emergencia.

La puerta no estaba cerrada con llave, y daba a unas sencillas escaleras grises. Una barandilla metálica bajaba dibujando una espiral por las cuatro plantas del hotel hasta el sótano. El leve eco de unas voces y un estrépito metálico les informó de que se encontraban directamente encima de la cocina. Alzando la vista, vieron que las escaleras trazaban un último medio giro para terminar en una puerta que se abría al tejado.

El frío los atenazó de inmediato. Jeff se quitó la chaqueta y se la echó a Edie sobre los hombros.

—No lo hemos planeado muy bien que digamos, ¿verdad? —dijo Edie mientras avanzaban con cuidado por una estrecha pasarela entre dos elevaciones.

Más adelante, el camino se abría a un cuadrado de unos diez metros de lado. En el centro había una vieja veleta que medía aproximadamente cinco metros de alto, era de bronce y estaba descolorida por el paso del tiempo. Un poste central sujetaba la veleta propiamente dicha: una flecha montada sobre un disco. A media altura, el poste tenía una semiesfera metálica del tamaño de una sartén wok grande, más o menos. Jeff se puso de puntillas para estudiar la semiesfera. Estaba también deslustrada y cubierta de óxido verde y vetas negras.

Caminó lentamente alrededor de la veleta. Al otro lado reparó en una marca hecha en el metal.

—La semiesfera tiene unas letras —dijo, y con un pañuelo de papel que sacó del bolsillo trató de limpiar parte de las manchas, pero estaban profundamente incrustadas. Con mucho cuidado, se subió en equilibrio encima de uno de los soportes de la base de la veleta para poder verlo mejor.

—¿Ves algo? —preguntó Edie.

—Distingo una «V» grande, un hueco, otra «v» más pequeña y luego… No. Espera un momento. —Intentó rascar la superficie con una uña—. Una «i».

—Vivaldi —canturreó Edie mientras Jeff bajaba.

—Tiene sentido. Al fin y al cabo, la mansión perteneció al buen hombre. Pero ¿por qué?

Edie se encogió de hombros.

—Y solo hay una semiesfera. Si ésta es la de arriba, ¿dónde está la de abajo?

La luna apareció en el cielo, al norte, como una rodaja parcialmente tapada por unas nubes deshilachadas.

—A no ser que… —dijo Jeff de repente, y se irguió—. Tiene que ser eso.

—¿Qué? —preguntó Edie, pero Jeff estaba ya camino de la puerta—. ¿Adónde…?

—Sígueme.

Sostuvo la puerta abierta para que Edie pasara.

—Estas escaleras bajan directamente al sótano —dijo Jeff—. Creo que deberíamos echarle un vistazo.

A medida que iban acercándose a la planta baja, los sonidos de la cocina fueron en aumento. Alguien decía a voces los platos que habían pedido los invitados de la recepción. A hurtadillas, bajaron el último tramo de las escaleras y llegaron a una serie de oscuros almacenes. A un lado, una puerta de dos hojas se abría a un ancho pasillo que acababa en un espigón de madera utilizado para la descarga de suministros del hotel.

Jeff empujó rápidamente a Edie a un hueco cuando uno de los empleados de la cocina apareció en la puerta de uno de los almacenes más grandes con un queso entero en las manos.

—Por aquí abajo tiene que haber otra semiesfera en alguna parte —dijo Jeff cuando el hombre hubo desaparecido.

—Si la hay, tiene que estar directamente debajo de la veleta. ¿Dónde sería?

Jeff miró detenidamente por el pasillo en dirección a las puertas que daban al malecón, y de nuevo hacia el lado contrario.

—Por ahí, a la derecha.

La última puerta, justo al otro lado del pasillo, estaba cerrada sin llave. La abrieron sigilosamente y Edie encontró un vetusto interruptor de luz de gruesa baquelita. Era una sala grande, húmeda y maloliente. En la pared del fondo un ventanuco estrecho y mugriento a media altura daba a un muro húmedo y cubierto de musgo. La luz se filtraba desde el campo por encima de sus cabezas. A la izquierda unas hileras de estantes metálicos contenían una colección de cajas y cajones; a la derecha había rimeros de cajas de menor tamaño, cada una con la imagen de un rollo de papel y con el nombre de la marca Dolce Vita en letras rojas, blancas y verdes.

Edie se sentó sobre un montón de cajones, apoyó las manos en las rodillas y echó un vistazo a la habitación. Jeff emitió un suspiro.

—Tiene que estar en alguna parte.

Cogió un par de cajas alineadas cerca del ventanuco trasero y, amontonándolas en el centro del sucio suelo de cemento, se subió encima para alcanzar una gran tapa de plástico rectangular que había en el techo. Sujetándola con las manos por dos de sus lados, se la pasó a Edie, quien la depositó en uno de los estantes metálicos. En el techo, a un lado del aplique de la luz, asomando entre el yeso, se veía la parte inferior de una semiesfera de metal.

—¡Aleluya! —exclamó Jeff.

Estaba deslustrada, pero mucho más limpia que su hermana gemela expuesta a los elementos en lo alto del tejado. Grabados en la superficie de metal había dos números romanos: «IV» y «V». Apenas discernible debajo de éstos había una línea de notas musicales inscritas sobre un pentagrama finamente grabado. Y, debajo, una sola palabra: «Anochecer».

Se oyó el eco de unas fuertes pisadas en el pasillo. Jeff extrajo un bolígrafo del bolsillo y copió la inscripción en la palma de su mano con cuidado de anotar todas las indicaciones musicales.

—Deprisa —susurró Edie, tirándole de la manga.

La puerta se abrió de par en par, ocultando a Jeff y a Edie, y entraron dos hombres en la habitación. La vieja puerta tenía una grieta larga y delgada que bajaba desde la parte superior hasta un travesaño colocado a la altura de la cadera, y a través de ella Edie y Jeff pudieron discernir lo que pasaba. Uno de los hombres era un camarero y el otro, de más edad, iba vestido con un sucio mono azul de albañil. El camarero estaba disgustado por algo. Caminó hasta el centro de la habitación y farfulló una orden apenas audible, para a continuación salir de allí a grandes pasos.

El albañil soltó un exabrupto en voz baja al arrancar la tapa de un recipiente de plástico. Después de rebuscar en su interior, sacó un desatascador y luego se dirigió a la puerta.

—¿Has visto algo escrito en la semiesfera? —preguntó Edie pasados un par de minutos.

—Sí, pero no tiene ni pies ni cabeza.

—Será mejor que volvamos por separado —dijo Edie cuando hubieron regresado a la zona de la recepción. El sonido de unas risas se elevó por encima de la música de cámara. Jeff se miró la palma de la mano. A su lado había una mesita auxiliar con papel y sobres del hotel colocados primorosamente dentro de un estuche de piel. Cogió del estuche una de las hojas con membrete y copió a toda prisa lo que tenía escrito en la mano, plegó el papel y se lo guardó en el bolsillo de la chaqueta. Unos segundos después estaba pasando entre la multitud que lo apretujaba en busca de Roberto y Edie.

Salieron del hotel en cuanto pudieron, sin llamar la atención. Roberto envió un mensajito a su nuevo chófer, el sustituto de Antonio, y se dirigieron al punto de encuentro que habían apalabrado. Estaba todo muy tranquilo. El silencio de la gélida noche era casi absoluto.

—¿Ha ido bien? —El aliento de Roberto era blanco y cálido en el aire helado.

—Puede que sí —dijo Jeff.

A su espalda se oyó de pronto un roce. Girándose sobre sus talones, alcanzaron a ver que alguien se metía a toda velocidad en un portal, a unos diez metros de distancia. Sin mediar palabra, los tres echaron a correr.

Directamente enfrente tenían un oscuro callejón cubierto; Jeff encabezó la carrera y al final llegaron a un cruce en forma de T. En lo alto del muro había un letrero amarillo, una flecha que señalaba al oeste con las letras «S. Marco» escritas debajo. El plan era encontrarse con la motora en un angosto canal llamado Río San Martin.

Edie lanzó un vistazo hacia atrás cuando doblaban a la derecha. Vio una silueta negra, un hombre, con el faldón del abrigo ondeando tras de sí. Llevaba una máscara negra que le cubría casi toda la cara. Unas largas plumas negras le salían hacia atrás a la altura de las orejas. Llevaba una pistola en la mano.

Los tres amigos entraron en una placita adoquinada. En el centro había un solo árbol desgreñado plantado en una maceta de reducidas dimensiones. Edie se quedó algo rezagada unos segundos para quitarse rápidamente los zapatos de sendas patadas y subirse el vestido. El pistolero llegó a la entrada del campo justo cuando Edie volvía a ponerse a la altura de Jeff y Roberto, en la otra punta. El hombre levantó el arma y disparó.

El disparo sonó amortiguado por el silenciador. La bala se estrelló en la pared, a escasos centímetros de la cabeza de Roberto. Luego rebotó por el callejón, desprendiendo pedazos de yeso.

—Vamos… ¡Ya no estamos lejos! —gritó Roberto.

El hombre disparó por segunda vez. Un trozo de escayola alcanzó a Edie en el brazo y ella gritó, pero no dejó de correr y agachó la cabeza. Cuando llegaron al camino adyacente al canal, otra bala silbó en la oreja de Jeff.

A unos cien metros delante de ellos vieron una barcaza que navegaba rumbo al norte. Al otro lado del canal un pequeño bote de remos se dirigía hacia un afluente; el remero estaba de espaldas a ellos.

Apretaron el paso en dirección a Ponte Arco, donde se suponía que tenían que encontrarse con la motora. El pistolero estaba acortando la distancia que los separaba. Se produjo otro disparo amortiguado y Roberto se tambaleó hacia delante como si hubiese tropezado con un adoquín. Del brazo izquierdo le salió un chorro de sangre. Un segundo disparo le provocó una sacudida que le hizo girar en el sitio. Se encogió en mitad del aire y cayó al canal.

—¡No! —chilló Edie, y titubeó. Pero Jeff la agarró y tiró de ella. No había tiempo para pensar. Actuaba por impulso, con un miedo animal obligándole a huir.

Doblaron a la izquierda, luego otra vez a la izquierda… derechos a un callejón sin salida.

Jeff trató de proteger a Edie, haciendo de escudo, mientras el pistolero ralentizaba el paso hasta caminar parsimoniosamente. Era alto y de complexión fuerte. Aun vestido de traje, no había duda de quién se trataba: era el mismo hombre que había acabado con Antonio y que los había amenazado a punta de pistola en la motora. Se detuvo y levantó el arma a la altura de los ojos, sosteniéndola firmemente con ambas manos.

—Entréguenme la pista, ya, o les pego un tiro. Entréguenme la pista y puede que les meta un tiro igualmente.

Jeff se metió la mano en el bolsillo, haciendo tiempo.

—Despacio.

—Jeff estaba a punto de sacar el trozo de papel cuando vio un minúsculo destello de luz en la oscuridad del callejón y a continuación apareció un objeto negro por encima de la cabeza del hombre armado. Con un gemido, el tipo se desplomó hecho un ovillo en el empedrado y el arma se le escapó de la mano extendida, rebotando ruidosamente por el suelo.

Un tipo bajo y fornido, con un sobretodo hecho jirones y unas botas viejas atadas con un cordel, se arrodilló para comprobar los daños causados por él.

—Dino —dijo Jeff, sin poder dar crédito a sus ojos.