Venecia, en la actualidad
—Por mucho que contemple estas vistas, siempre me parecen impresionantes —dijo Edie mientras miraba por las ventanas del salón de Jeff. Él estaba de pie a su lado, con una mano sobre su hombro. Habían llegado a Venecia hacía apenas una hora. Se acercaba la hora de comer y la muchedumbre llenaba ya San Marcos. Al otro lado de la plaza una pequeña agrupación de músicos tocaba encima de un escenario elevado unas piezas de Vivaldi y de Mozart. Más cerca del Palacio Ducal varios payasos subidos en zancos iban de acá para allá por las irregulares losas del suelo repartiendo globos a los niños y grupitos de transeúntes ataviados con máscaras desfilaban por la plaza, algunos de ellos vestidos con ornados trajes. El carnaval se encontraba en plena efervescencia.
Se oyeron unos ruidos en la puerta del piso. Al darse la vuelta, vieron a Rose y a Maria cargadas de bolsas.
Edie levantó una ceja.
—Le dejé mi tarjeta de crédito —explicó Jeff—. Me sentía mal por haberla abandonado ayer.
Edie le dedicó una mirada de escepticismo.
—¿Y no crees que eso es compensar en exceso? —Miró entonces a Rose con una gran sonrisa—. ¿Cómo está usted, señorita? Hacía que no te veía… Santo cielo, ¿cuánto tiempo?
Rose dejó las bolsas que traía y dirigió una fría mirada a Edie. Jeff, desconcertado, estaba a punto de decir algo cuando oyeron una tos y vieron a un hombre alto, vestido de negro de arriba abajo, apoyado en la puerta del apartamento con una sonrisa juguetona en los labios.
—Nosotras encontramos signor Roberto en entrar al edificio —anunció Maria con su inglés defectuoso, y pasó por delante de Roberto con su trajín de bolsas, obligándole a pegarse a la puerta para dejarla pasar. Se fue andando como un pato por el pasillo en dirección a los dormitorios, sin parar de menear la cabeza ni de chasquear la lengua en señal de desaprobación.
Roberto entró en el piso, tomó la mano de Edie y la besó con ademán teatral. Ella se ruborizó.
Jeff vio a Rose detrás de Roberto, con cara de muy malas pulgas.
—Id conociéndoos, vosotros dos —dijo, y fue hacia su hija.
La llevó al vestíbulo.
—¿Qué demonios te pasa?
Ella bajó la vista al suelo.
—¿Y bien?
—Realmente no lo sabes, ¿verdad? —dijo Rose. Los ojos se le estaban llenando de lágrimas. Jeff dio unos pasos hacia ella para abrazarla, pero ella dio media vuelta sobre sus talones y echó a correr por el pasillo.
—Rose… —dijo él. Pero la puerta de la habitación de la chica se cerró de un portazo. Tendría que ocuparse de eso más tarde. Sintiéndose fatal, regresó al salón.
Sin apartar los ojos de Edie, Roberto dijo a Jeff:
—¿Cómo te las has ingeniado para que no nos conociéramos hasta ahora?
—Oh, lo tenía todo bastante calculado —respondió Jeff tratando de decirlo en tono alegre. Edie parecía perfectamente a gusto con tantas atenciones hacia ella y evaluaba a Roberto con igual falta de disimulo—. En cualquier caso, ¿qué te trae por aquí? —preguntó Jeff.
—Tenemos mesa en el Gritti, ¿no te acuerdas?
—Es cierto. Lo había olvidado por completo.
—Pero si vosotros…
—Roberto, ven conmigo. —Con los ojos ligeramente enrojecidos, Rose aguardaba en el vano de la puerta que comunicaba con el vestíbulo. Sostenía hacia el frente una bolsa—. Quiero que me des tu sincera opinión sobre esta chaqueta. —Caminó hacia el salón y tiró de la mano de Roberto, mientras lanzaba puñales con la mirada en dirección a Edie.
Cuando hubieron salido del salón, Jeff soltó un suspiro.
—Lo siento —dijo.
Edie se encogió de hombros.
—Son cosas de la edad, supongo, pero es evidente que he hecho algo para ofenderla, aunque haga más de un año que no la veía.
—Y Roberto no ha hecho sino empeorar la cosa. Rose está locamente enamorada de él.
—Por cierto, ¿quién es? —Los ojos de Edie lanzaban destellos.
—¿Roberto? Es como si fuera mi mejor amigo aquí, un tío alucinante. De hecho, creo que podría echarnos un cable. ¿Te importa si le cuento lo que ha pasado?
—¿Por qué crees que podría ayudarnos?
—Roberto es lo más parecido a un genio que he conocido en mi vida. Y confío en él incondicionalmente.
Edie se encogió de hombros.
—De acuerdo.
Se dieron la vuelta y vieron a Rose con su chaqueta nueva, cogida de la mano de Roberto.
—Preciosa —dijo Jeff.
—¿A que sí? —replicó Rose hoscamente, y se sentó en la otra punta del sofá a revisar el resto de sus compras.
—Roberto, eres la persona a la que necesitaba ver.
Jeff lo llevó a una mesa y le entregó una transcripción del mensaje de voz de Mackenzie. Mientras lo leía, Edie le contó lo del hallazgo de la tablilla y lo de la llamada telefónica de su tío la noche en que lo asesinaron.
—Así pues, ¿crees que lo asesinaron debido a lo que encontrasteis?
—Parece probable, sí —respondió Edie.
—Bueno, es evidente por qué habéis venido a Venecia —dijo Roberto—. Pero lo que lo hace más interesante son las tres líneas onduladas. Cuando aparecen junto con el león, forman el símbolo de I Seguicamme.
—¿Lo cual significa…?
—De manera más o menos literal significa «Los Seguidores». Fueron un grupo que se escindió de los Rosacruces. Se reunían en Venecia con regularidad, sus integrantes acudían aquí desde todos los rincones de Europa. Surgieron por primera vez en algún momento de mediados del siglo XV. La última vez que se supo de ellos fue a finales del XVIII.
—¿Y a qué se dedicaban estos seguidores?
—Nadie lo sabe con exactitud. Marsilio Ficino los menciona en su De vita libri tres, y Giordano Bruno alude al grupo en su obra La cena de las cenizas, pero estas referencias son principalmente místicas, apenas comprensibles.
—¿Ficino? —dijo Jeff—. ¿El místico? Trabajó al servicio de Cosimo de’ Medici, ¿no es cierto?
—Tradujo un manuscrito para él justo antes de que Cosimo muriera, el Corpus hermeticum, una famosa recopilación en la que se describían los antiguos fundamentos de la magia.
—Pero ¿qué tiene esto que ver con el poema? —preguntó Edie.
—Bueno, ¿ése es el enigma, no? Jeff, esta traducción… ¿es correcta?
Edie reprodujo el mensaje nuevamente para que Roberto pudiera oírlo.
—Pero ¿cómo traducís el geographus incomparabilis? —preguntó.
Rose se acercó a la mesa y se puso al lado de Roberto.
—¿Qué estáis haciendo? —preguntó—. ¿Habláis del geographus incomparabilis?
—Efectivamente —respondió Roberto.
—Así era como apodaban al padre Mauro, el gran cartógrafo. Acabo de hacer un trabajo sobre él para el colegio.
—Pues muchas gracias, Rose —dijo Roberto—. Un gusto exquisito y una estudiante aplicada.
Rose no cabía en sí de gozo.
—El padre Mauro fue un veneciano; bueno, para ser exactos, nació en Murano. Trabajó en el convento de San Michele… —empezó a explicar Roberto.
—En la Isla de los Muertos —exclamó Jeff—. ¡Pues claro!
Tanto él como Roberto se dieron cuenta de que Edie los miraba sin entender.
—San Michele es el cementerio de Venecia.
—Y el verso dice que lo que diseñó Mauro, fuera lo que fuese, se encuentra todavía allí.
—Yo no sé mucho sobre Mauro, pero su fama le vino por su mapamundi. Lo terminó justo antes de morir, en… ¿cuándo fue? ¿1465, 1470?
—1459 —le corrigió Roberto.
—Pero el mapa se encuentra en la Biblioteca Marciana, aquí al lado —añadió Jeff, señalando hacia la Piazetta.
—Bueno, sea lo que sea a lo que se refiere el verso, no se trata del mapa de Mauro que está en el museo —puntualizó Edie.
—Tal vez, aunque desconocemos cuándo se hizo la inscripción que aparece en la tablilla, ¿no? Es decir, podría referirse a algo que se encontraba en la Isla de los Muertos hace cinco siglos pero que después cambió de ubicación.
—Buena observación. ¿Alguien había manipulado el cuerpo del panteón en algún momento? —preguntó Roberto.
—Si te refieres a si lo habían diseccionado antes de que nosotros lo exhumáramos, la respuesta es no —dijo Edie.
—Así pues, la tablilla que encontrasteis debieron de colocarla allí cuando lo enterraron o justo antes.
—Sin lugar a dudas.
—En ese caso, Jeff tiene razón. Si el autor del poema está haciendo referencia al famoso mapa de Mauro, entonces podría encontrarse en la Biblioteca Marciana y sería prácticamente imposible conseguir echarle un vistazo de cerca.
—¿Es fácil llegar a San Michele? —preguntó Edie—. ¿Podemos ir en vaporetto?
Roberto sonrió.
—No digas tonterías.
El chófer de librea de Roberto, Antonio, un hombre de una belleza fuera de lo normal, con su pelo negro azabache y sus rasgos bellamente cincelados, se encontró con ellos en el embarcadero próximo a los Jardines Reales. Los escoltó hasta la lancha de Roberto, una preciosa motora azul de acero y teca, restaurada alrededor de 1930. Jeff y Edie recibieron ayuda para subir a bordo, mientras Roberto permanecía unos instantes en la proa explicándole a Antonio adónde tenía que llevarlos. Cuando regresó a popa, llevaba en las manos una canastilla de mimbre.
—Antes de venir, Antonio se las arregló para que el cocinero nos preparase rápidamente algo de picar —explicó.
Jeff puso los ojos en blanco.
—Viejo finolis…
Edie dedicó a Roberto la más radiante de sus sonrisas. Al poco, estaba sirviéndoles Dom Pérignon del 96 en sendas copas de champán de exquisita factura, mientras la motora viraba al oeste para salir al Gran Canal. Pasaron a gran velocidad por delante de magníficos palazzi a uno y otro lado y se deslizaron bajo el Ponte dell’Accademia, para seguir a continuación la curva de la vía fluvial. Justo antes de alcanzar San Samuele, a su derecha, Jeff señaló un precioso palazzo rojizo a escasa distancia de ellos, un poco más adelante, en la misma orilla del canal.
—Ésa es la choza de Roberto —dijo, y dio un bocado a un delicioso pastelito.
—Vaya antro —comentó Edie con una sonrisa burlona.
En los alrededores del Rialto el canal presentaba un tráfico intenso de vaporetti, y a lo largo de las riberas los restaurantes se veían atestados de visitantes extranjeros que habían acudido atraídos por el Carnaval.
Un poco más adelante, nada más pasar la majestuosa fachada del Ca’ d’Oro, llegaron a un gran afluente por el que se llegaba al extremo septentrional de Venecia y al Canale delle Fondamenta Nuove. Esta vía fluvial se estrechaba hasta algo más del ancho de una barcaza y la motora tuvo que ralentizar la marcha al mínimo. Después de pasar bajo una serie de puentes en estado ruinoso, el canal volvió a ensancharse y cogieron velocidad. Unos minutos después salieron a la Sacca della Misericordia, la zona de fondeo particular en que se hallaban amarradas cientos de embarcaciones. Desde allí pusieron rumbo al este y salieron velozmente a mar abierto.
Directamente delante de ellos divisaron la isla amurallada de San Michele. Antonio aceleró y surcaron las gélidas aguas grisáceas, avanzando en paralelo a la Fondamenta, el extremo nororiental de la ciudad, y luego bordeando la punta meridional de la Isla de los Muertos. El viento aquí soplaba con fuerza y el aire era muy frío. Edie se ciñó bien el abrigo y levantó el cuello para protegerse las orejas. Sentía que el aire frío del mar le quemaba las mejillas y empezó a anhelar que la travesía tocase a su fin.
El chófer ralentizó la motora al aproximarse a una de las esquinas de la casi cuadrada isla y divisaron por primera vez su impresionante cara norte, con sus muros color ámbar de diez metros de alto. Un poco más adelante pudieron ver la torre de la iglesia de San Michele y el campanario rematado en cúpula. Un vaporetto que se deslizaba lentamente entró en su campo visual y amarró. De él salió al muelle un numeroso grupo de gente; viudas que iban a visitar tumbas. La ropa negra que las cubría casi de pies a cabeza contrastaba vivamente con los brillantes rojos y amarillos de las flores que portaban.
—Nos adentramos en el reino de los insignes difuntos —dijo Jeff a Edie, agarrándose de su brazo y poniendo una mueca de espanto fingido.
—Pues yo de ellos lo sé todo.
—Sí que es verdad. Pero este lugar es bastante especial: aquí encontraron su reposo final figuras como Ezra Pound, Stravinski, Sergéi Diaghilev o Joseph Brodsky.
La motora se alejó del muelle describiendo una curva y penetró por un estrecho brazo de mar que prácticamente llegaba hasta el centro de la isla. A unos cien metros por la vía fluvial Antonio arrimó la motora a la orilla y apagó el motor. Unos minutos después Roberto los guiaba por tierra. Señaló el campanario y dijo:
—El monasterio en el que Mauro vivió y trabajó está ahí detrás. No queda mucho.
El archivero del monasterio se reunió con ellos en la entrada a los claustros. Era un hombre alto, vestido con hábito de monje. Aunque estaba totalmente calvo, tenía un aspecto extraordinariamente juvenil y lozano. Sin embargo, sus ojos poseían cierta serenidad indefinible que no se correspondía con alguien tan joven.
—Maestro —dijo en voz baja, al tiempo que le tendía la mano a Roberto—. Soy el padre Pascini. El prior le envía sus disculpas por no atenderle personalmente y me ha pedido que les ayude en lo que esté en mi mano.
—Es muy amable de su parte —respondió Roberto—. Éstos son mis amigos: Jeff Martin y Edie Granger.
El monje les saludó con una leve inclinación de la cabeza.
—Bienvenidos.
—Roberto conoce a todo el mundo en Venecia —susurró Jeff al oído de Edie mientras el padre Pascini les indicaba con un gesto de la mano que le siguiesen por el antiguo claustro.
—¿De qué modo exactamente puedo serles de ayuda?
—Estamos interesados en la obra del padre Mauro.
—Ah, nuestro más ilustre hermano. Parece que de repente todo el mundo está interesado en sus mapas.
—¿Cómo? —dijo Jeff—. ¿Quién más ha estado indagando?
—Esta misma mañana he recibido una llamada telefónica —respondió el padre Pascini—. De un historiador de Londres, ¿se lo pueden creer?
Entraron en una pequeña capilla. El monje cruzó el suelo de mármol y los llevó por una puerta, bajaron un tramo de anchos escalones y entraron en una sala alargada, oscura y estrecha, con las paredes cubiertas de estanterías de ébano abarrotadas de antiguos volúmenes.
—Bueno, ¿y qué es lo que quieren saber del padre Mauro?
—Ha mencionado usted sus mapas —dijo Jeff—. En plural. Yo pensaba que su mapamundi se encontraba en la Biblioteca Marciana, en la ciudad.
—Así es. Pero Mauro dibujó más de un mapa a lo largo de su vida. Aquí en esta biblioteca conservamos un ejemplo menor de su mapamundi. Lo tenemos expuesto a la vista del público.
Los llevó al centro de la habitación, a pocos pasos, donde había una vitrina de cristal no empotrada. El mapa había sido bellamente conservado. Medía aproximadamente un metro ochenta por un metro ochenta. Casi toda su extensión estaba ocupada por un círculo y a simple vista parecía repleto de imágenes aleatorias, unas enormes figuras festoneadas, de color tostado y con el borde azul. El azul se adentraba en las regiones más claras, como la tinta cuando extiende sus dedos en el agua. Pero al mirar con más detenimiento aquel asombroso objeto, parecía que las siluetas se movían y poco a poco se iban volviendo reconocibles: era un amorfo mapa de Europa, África y Asia. Gradualmente fue dejando de ser una obra de arte abstracta para convertirse en una pieza de artesanía científicamente diseñada.
—Entonces, ¿en qué se diferencia este mapa del que hay en la Marciana? —preguntó Edie.
—Éste terminaron de hacerlo después del fallecimiento de Mauro —explicó el padre Pascini—. Sus mejores discípulos.
—«Los seguidores del geographus incomparabilis» —citó Jeff.
El monje pareció extrañado.
—¿A qué se debe esta repentina fascinación con Mauro? El hombre que me telefoneó esta mañana estaba sumamente interesado en este mapa en concreto. Aquí tenemos por lo menos una docena más, pero era precisamente de éste del que quería saber.
—¿Es mucho esperar que dejase un nombre o algo? —preguntó Edie.
—Dijo que llamaba del departamento de historia del University College de Londres. Pero no dio más detalles.
—¿Por qué este mapa está aquí?
El monje se volvió hacia Jeff.
—Se consideró inferior al célebre mapa que se encuentra hoy en la Marciana. Lo encargó el rey Casimiro IV de Polonia, pero lo devolvió diciendo que no había quedado satisfecho. En verdad, sin embargo, era porque se hallaba en apuros económicos y, para ocultar su embarazosa situación, dijo que el mapa era de calidad inferior. Por eso nos lo quedamos aquí.
—Bien por ustedes —dijo Edie.
—¿Sería posible sacar el mapa de la vitrina? —preguntó Roberto con tono esperanzado.
El padre Pascini sacudió la cabeza.
—Me temo que eso es imposible, señor Armatovani, pero podría ofrecerles una lupa, si lo desean.
—Eso sería magnífico.
El padre Pascini desapareció y regresó al poco rato con una enorme lupa de pie. La empujó hasta la mitad exacta de uno de los largos lados de la vitrina de cristal y ajustó la lente en el extremo superior.
—Les dejo que estudien —dijo, y se retiró a una mesa del fondo de la sala.
—Es increíblemente bello —comentó Edie.
—Una asombrosa obra de artesanía; increíblemente detallado. Mirad las palabras; apenas queda un resquicio libre entre los títulos de las imágenes.
Las ilustraciones representaban castillos y torres, algunas rematadas con espléndidas banderas multicolor; caballeros con armadura a lomos de poderosos corceles; extrañas bestias, serpientes, grifos; dibujos abstractos y franjas de todos los colores del arco iris. Cuanto más de cerca se observaba, más detalle parecía haber; era un microcosmos de exquisita belleza y asombroso arte.
—El verso reza «En el centro del mundo» —dijo Jeff, y desplazó la lente hasta un punto cercano al centro del mapa—, pero lo único que acierto a ver es una maraña de palabras e imágenes. ¿Qué representaría esto en un mapa actual?
Edie escudriñó la imagen a través de la lente de aumento.
—¿Algún lugar de alrededor de Turquía? ¿Irak, tal vez?
—¿Tenéis alguna idea sobre lo que estamos buscando?
—Ninguna en absoluto.
—¿Puedo? —preguntó Roberto, y se inclinó hacia delante para echar un vistazo al área crítica.
—¿Ves algo?
—Nada, aparte de letreros de regiones. Se trata de Persia, por lo que se ve. Distingo el Éufrates y las montañas del sur. Era una región que los venecianos conocían bastante bien ya a mediados del siglo XV, gracias a Marco Polo y otros exploradores.
—¿Pero no hay nada inusual ahí en el mapa?
—No lo parece. —Roberto retrocedió unos pasos, con el ceño fruncido. De repente se le iluminó la cara—. Por supuesto.
—¿Qué? —preguntaron Edie y Jeff al unísono.
—El centro del mundo. No en sentido literal. Para los habitantes del siglo XV, el centro del mundo era la Ciudad Santa… Jerusalén.
Roberto desplazó la lupa hacia la izquierda. Aquí el mapa aparecía cubierto de nombres y de ilustraciones, aún más profusas y elaboradas que las de la región de Persia. En la zona de la Ciudad Santa el pergamino parecía presentar un sutil pero inconfundible resplandor: Jerusalén aparecía representada con unas rutilantes torres y cúpulas, rodeada de hombres armados. Era evidente que los creadores del mapa quisieron honrar aquel lugar por encima de todos los demás.
—Yo no puedo ver nada inusual aquí —dijo Roberto al cabo de un largo silencio—. Echad un vistazo.
Pero Edie tampoco encontró nada raro. Retrocedió unos pasos y observó mientras le tocaba el turno a Jeff.
—Nada, es inútil —dijo, irguiéndose—. Éste tiene que ser el mapa, encaja con el poema a la perfección: hecho por «los continuadores del geographus incomparabilis». Además está el hecho de que Casimiro lo devolvió; los continuadores «diseñaron algo que nadie quería». Pero no tenemos la menor pista sobre lo que estamos buscando y, al no poder sacar el mapa…
—¿Algún avance? —dijo el padre Pascini, que apareció a su lado.
—Ni el menor asomo —respondió Roberto.
—Hay otro mapamundi.
—¿Ah, sí?
—Se trata de un ejemplar de escaso valor, una obra de prueba, podríamos decir. Y presenta daños en varios puntos. También fue rechazado por la persona que encargó su diseño.
—¿Podemos verlo?
—Por supuesto, síganme.
El padre Pascini los llevó por un pasillo hasta una puerta cerrada con llave.
—Éste es uno de los archivos —dijo cuando entraban—. En estas cajas especiales guardamos nuestros documentos. —Señaló unas estanterías metálicas empotradas en la pared—. Cada documento se conserva en un ambiente libre de ácidos y con la humedad y la temperatura bajo control. Para ver el mapa tienen que entrar en esta sala. —Les indicó un recinto de cristal, en el rincón—. Ahora les traigo guantes y pinzas.
A los pocos minutos los tres amigos estaban sentados a una mesa dentro de la salita de visionado, con el mapa entre ellos. Había sido cubierto con una lámina de plástico transparente sobre la que el padre Pascini había colocado otra gran lupa.
Los bordes estaban deshilachados y el mapa presentaba un desgarro profundo, hacia el tercio inferior una línea dentada lo recorría de parte a parte y las ilustraciones eran mucho menos detalladas que las del mapamundi de la sala principal.
Edie examinó una zona próxima a Oriente Medio y manipuló la lente para acercarla un poco más al mapa, hasta que encontró una ilustración que representaba Tierra Santa.
—Bueno, ¿qué me decís de esto? —exclamó, y se hizo a un lado para que Jeff y Roberto pudieran echar un vistazo.
Inmediatamente debajo de la imagen de una ciudadela con deslumbrantes banderas rojas en lo alto de un par de torres, distinguieron unas líneas manuscritas con letra minúscula y descolorida que desentonaba del resto de indicadores y etiquetas del mapa. La naturaleza de aquella leyenda resultaba también bastante incongruente, pues era un poema de cinco versos en italiano. Roberto fue traduciéndolo conforme lo leía en voz alta:
—Llegando por el agua, / el hombre del nombre perfecto: / un hombre triste, engañado por el Demonio. / Se halla escondido ahí junto a las líneas, / al otro lado del agua, detrás de la mano del arquitecto.
Cuando abandonaron el monasterio se había hecho de noche y una densa niebla se había abatido sobre la Isla de los Muertos. Cuando esa tarde se habían dirigido al monasterio, el sol y el aire fresco que soplaba hacia el mar habían conferido a San Michele un aspecto muy similar al de cualquier otro rincón de Venecia, pero ahora, en medio de la impenetrable oscuridad, se había transformado en un lugar lleno de sombras y de temores nefandos.
Al echar la vista atrás en el instante de cruzar la muralla exterior y avanzar por el camino empedrado en dirección a la motora, el monasterio parecía una silueta recortada en cartulina negra. Había muy pocas luces en esta parte de San Michele, y las que había cerca casi no iluminaban nada. De hecho, la luz más brillante procedía de los destellos de innumerables estrellas: la Vía Láctea, una estela de purpurina garabateada de punta a punta del firmamento sin luna.
Edie nunca había estado antes allí y, aunque trabajaba casi a diario con los muertos, el carácter gótico del lugar le había parecido más bien agobiante incluso a la luz del día. Ahora, lo único en lo que podía pensar era en la incontable cantidad de muertos que había a su alrededor, los famosos y los corrientes, que habían vivido, muerto y caído en el olvido de todos salvo de los gusanos. Parecía que hasta la última película mala de terror y el último cuento de hadas perverso hubiesen encontrado su lugar aquí en la oscuridad. El viento había cesado, pero el suave chapoteo de la laguna era constante. Sonaba como un lamento.
La motora los aguardaba sumida en la negrura, cabeceando delicadamente en el agua contra la pared del muelle. Sin perder ni un instante, se subieron a la embarcación. El conductor encendió el motor; al encender los faros, dos manchas color limón iluminaron el agua.
—Llévanos directamente a casa, por favor, Antonio —le dijo Roberto, y se dejó caer sobre la suave tapicería de cuero de uno de los asientos de popa para pasajeros. Un instante después notaron que la lancha aceleraba y viraba entre las márgenes del canal para poner rumbo a toda velocidad hacia el mar abierto.
Iban sentados en silencio, cada cual rumiando sobre lo que habían descubierto, cada cual contento de ver que las sombras de San Michele se disolvían en el agua. Durante unos minutos más navegaron directamente al sur, hacia Fondamenta Nuove y las luces de la ciudad, pero, de pronto, sin previo aviso, notaron que la motora viraba hacia el puerto. Por un segundo, Roberto no reaccionó. Luego, Edie y Jeff vieron que se levantaba para ir a hablar con Antonio. En ese preciso instante el conductor se dio la vuelta para encararse hacia ellos. Llevaba la gorra bajada sobre las cejas y unas gafas negras. En la noche opaca apenas podían distinguir los rasgos de su cara, pero era evidente que no se trataba de Antonio. El hombre sostenía un arma que apuntaba directamente a Roberto.
—Por favor, siéntese, signor Armatovani.
Roberto calló unos segundos.
—Siéntese. No lo volveré a decir. Solo necesito a uno de ustedes. No se me conoce precisamente por mi paciencia y, créanme, si disparase a dos de ustedes este viaje resultaría mucho más fácil.
—¿Qué le ha pasado a Antonio? —quiso saber Roberto.
—Oh, fue a darse un baño refrescante.
—La motora ralentizó y se dirigieron hacia un punto más al sur, a lo largo de Fundamenta Nuove, apartado de la ruta principal del Gran Canal. El conductor mantenía el arma apuntada hacia ellos y parecía que no le costaba mucho hacer virar la motora con una mano y echar vistazos hacia delante solo de tanto en tanto.
Al cabo de poco rato estaban aproximándose al muelle. Justo delante se veía un muro de piedra gris, un caminito estrecho y una hilera de casas. En el sendero pudieron ver a unas cuantas personas que pasaban a toda prisa por allí, con el cuello de los abrigos vuelto hacia arriba, echando vaho por la nariz a la noche fría.
—Bien, les pediré que no se muevan y guarden silencio —les susurró el conductor.
Edie miraba hacia delante, hacia el muro del canal que cada vez estaba más cerca, cuando se fijó en que Roberto sacaba algo sigilosamente con los pies de debajo de su asiento. A una velocidad pasmosa, levantó un cilindro negro. Se oyó un chasquido seco y hubo un fogonazo de luz naranja. Roberto cayó al suelo, derribado por la fuerza del retroceso, y la bengala cruzó toda la motora, rebotó contra el salpicadero del timón y zigzagueó fuera de control por la proa.
Un intenso destello luminoso resquebrajó la oscuridad en el instante en que la bengala explotó, a solo unos metros de distancia, y el pistolero, atónito, se vio propulsado hacia atrás, contra el acelerador de mano. El arma cayó a su espalda, resbaló por la pulida madera de la proa y se hundió en el canal. La motora casi salió despedida por encima del agua mientras rugían los motores. Edie y Jeff trataron de agarrarse, pero salieron volando y se estamparon contra las sillas que tenían delante. Jeff acabó despatarrado en el fondo de la embarcación, golpeando en la cabeza a Roberto con la rodilla.
Fuera de control, con la palanca del acelerador a tope, la motora giró y corcoveó en el agua, antes de estrellarse lateralmente contra el muelle haciendo saltar por el aire pedazos de teca y metal. Lo último que Jeff oyó antes de notar cómo le envolvía el gélido manto del agua fue el chirrido del metal contra la piedra y, a lo lejos, la voz de Edie gritando.
Unos brazos fuertes lo estaban sacando al muelle; la piedra áspera le presionaba el vientre. Boqueó para recobrar el aliento. Se enjugó los ojos y pudo ver a Edie que, arrodillada junto a Roberto, le tocaba delicadamente la cabeza con un paño ensangrentado. Edie se volvió hacia Jeff con expresión de alivio en el rostro. Él se acuclilló a su lado, mientras trataba de recuperar la respiración.
Roberto le miró con una mueca.
—Estoy bien.
A su derecha oyeron unos gritos procedentes del muelle.
Jeff se incorporó y vio un cuerpo mutilado que flotaba en el agua; una pierna renegrida golpeando el muro de piedra del muelle. Era Antonio, el conductor; lo habían atado a la popa de la motora. Aún llevaba una soga anudada a las muñecas, y el otro extremo estaba atado a una cornamusa.
De pronto, Jeff tuvo consciencia del frío que hacía. Se estremeció y apartó la vista de aquella imagen espeluznante, sintiendo indignación e impotencia. Una lancha de la policía y una ambulancia se abrían paso por las aguas heladas en dirección a ellos. Detuvieron los motores y cubrieron los escasos metros restantes con las máquinas paradas. Del asesino de Antonio no había ni rastro.
—Hola, Rose. Sí, lo siento mucho, cariño. Hemos tenido un pequeño accidente… No, nada grave… estamos todos bien. Estoy en casa de Roberto, pero volveré a casa más tarde. Mira… No, escucha. No me esperes levantada. Mañana iremos a pasar el día fuera los dos juntos, te lo prometo. Sí, sí… Maria está contigo viéndolo también, ¿verdad? Sí, eso está muy bien. Bueno, mi amor… Mañana te haré yo el desayuno y te enseñaré los sitios… Vale, adiós.
Había sido una noche agotadora. Atendieron la herida de la cabeza de Roberto allí mismo y, a continuación, los tres fueron escoltados a la comisaría de policía, un feo edificio achaparrado situado en Ponte della Libertà, el paso elevado que comunica Venecia con tierra firme. Una vez allí, los separaron. Jeff respondió a las preguntas e hizo una declaración pormenorizada, y se disponía a solicitar un abogado cuando lo llevaron de la sala de interrogatorios a una sala de reuniones en la que se encontró a Roberto y a Edie hablando con un hombre con el uniforme de policía muy arreglado. Poco después, abandonaban la comisaría.
El agente era el jefe de policía de Venecia, Aldo Candotti, y en estos momentos estaba sentado en el extremo de un sofá dorado del siglo XVII, sujetando entre los dedos el pie de una copa Schott Zwiesel de jerez vacía. Era un hombre de complexión muy fuerte, un ex remero internacional venido a menos por culpa de su amor por los buenos vinos y por un exceso de venado tierno. Tenía unas mejillas rubicundas y una nariz ancha sobre la que descansaban un par de anteojos Dior.
En el otro extremo del sofá estaba sentado Roberto. Se había duchado y mudado, pero aún tenía el pelo mojado y una gasa cubría el corte que había sufrido antes. Edie removía su whisky de malta solo, servido en vaso ancho. Se encontraban en la planta baja de la biblioteca del Palazzo Baglioni, el hogar veneciano de la familia Armatovani desde el siglo XV. El palazzo, orientado hacia el Gran Canal, era el ejemplo perfecto del esplendor decadente. Sus cuatro pisos de altura, sus hileras de ventanas bizantinas y sus columnatas desmoronadizas lo hacían tan bello como un Tiziano o como un motete de Byrd. En el interior, cada habitación estaba repleta de muebles antiguos que llevaban en el edificio desde que fueran adquiridos siglos antes. La biblioteca era una vasta sala de altas paredes, cubiertas por todas partes, del suelo al techo, de librerías de palisandro que albergaban millares de libros, una colección que había ido acrecentándose cada generación. Los libros iban desde una edición del siglo XVIII, de incalculable valor, del Leviatán de Hobbes, a primeras ediciones en piel de obras de Hemingway firmadas por el autor. Varios antepasados de Roberto habían sido extravagantes bibliófilos y la biblioteca Armatovani estaba considerada una de las mejores en manos privadas.
—Bueno, Roberto, le dejo ya con sus invitados —dijo Candotti, levantándose del sofá y depositando su copa con cuidado sobre una mesita con tapa de mármol—. Uno de mis hombres pasará a verle mañana por la mañana para informarle de las novedades. Esta noche iniciaré la búsqueda del misterioso desconocido. ¿Hablará usted con la familia del malogrado Antonio?
Roberto asintió en silencio. Aldo Candotti les estrechó la mano a los tres y se marchó por el ancho pasillo acompañado por Vincent, el mayordomo flaco como un palillo y extremadamente distinguido que había trabajado ya al servicio de los padres de Roberto y que formaba parte integrante de la casa.
—Una noche llena de incidentes —comentó Roberto—. ¿Y qué hemos descubierto, amén del hecho de que nuestra vida está realmente en peligro?
—¿Puedes recordar las palabras exactas de la inscripción del mapa? —preguntó Edie, tomando asiento en el sitio que había dejado libre Candotti.
—Dispongo de algo mejor que eso —respondió Roberto—. Un tanto ajado y emborronado tal vez, pero suficientemente legible.
Y desplegó un papel arrugado y manchado, lo alisó lo mejor que pudo y leyó en voz alta las frases del poema que había transcrito del mapa de San Michele:
Llegando por el agua,
el hombre del nombre perfecto:
un hombre triste, engañado por el Demonio.
Se halla escondido ahí junto a las líneas,
más allá del agua, detrás de la mano del arquitecto.
—¿Cómo lo interpretas tú? —preguntó Jeff a su amigo.
—Es en lo único en que he estado pensando entre el interrogatorio policial y mis esfuerzos por mostrarme amable con el jefe de policía.
—¿Y bien? —preguntó Edie.
—La primera parte es bastante evidente, pero los dos últimos versos son un poco más enigmáticos. —Roberto miró sus rostros confundidos y sonrió—. ¿El hombre del nombre perfecto? Tiene que ser Andrea Da Ponte.
—¿El que diseñó el Rialto? Por supuesto.
—«Llegando por el agua, / el hombre del nombre perfecto» —dijo Edie para sí—. Ponte, puente… muy bien. Pero ¿por qué «un hombre triste, engañado por el Demonio»?
—Bueno, eso no es tan evidente. —Roberto se inclinó hacia delante para ofrecerse a rellenar el vaso de Edie, antes de pasarle la botella a Jeff—. A finales de 1591, conforme se acercaba la fecha de entrega del encargo hecho a Da Ponte, aparecían sin cesar grietas en la estructura principal del puente y solo gracias al andamiaje se pudo evitar que toda ella se derrumbase en el Gran Canal. Cuenta la leyenda que una noche el ingeniero estaba paseándose a solas a orillas del canal cuando se presentó ante él el demonio. Da Ponte, aterrorizado, se quedó inmóvil. El demonio le sonrió cruelmente y le contó que podía ayudarle a resolver todos sus problemas con el puente. El diseñador estaba tan desesperado que escuchó lo que pretendía ofrecerle.
—Seguro que quería su alma, ¿a que sí? —interrumpió Edie.
—No, de hecho no. Quería el alma de la primera persona que cruzase el puente. —Roberto dio un sorbo a su copa—. Da Ponte pensó, obviamente, que se trataba de una magnífica oferta y aceptó de inmediato. Pocas semanas después, el puente fue terminado con éxito. La noche antes de la inauguración oficial, Da Ponte estaba dando los últimos retoques a un sillar ornamental de uno de los extremos del puente, mientras en su hogar su esposa encinta, Chiara, aguardaba su regreso. Alguien llamó a la puerta de la casa de Da Ponte. Su mujer abrió y se encontró frente a un joven obrero procedente de la obra que le dijo que debía acudir al lugar rápidamente, que su marido se había herido. Chiara Da Ponte salió corriendo de la casa y, pensando que Andrea se encontraba en el otro lado del canal, subió al Rialto y corrió lo más aprisa que pudo en dirección al otro extremo. Su marido no la vio hasta que ella hubo cruzado del todo, y en ese mismo momento oyó una horrible y fría carcajada a su espalda. Aterrado por su mujer y por su bebé nonato, subió rápidamente al puente y se llevó a Chiara a casa.
»Un mes más tarde, Chiara cayó enferma de peste y ella y el bebé murieron. El dolor de Da Ponte fue inconsolable, y se dice que, todavía hoy, el fantasma de Chiara Da Ponte y el de su bebé pueden verse el día del aniversario de su muerte deambulando por el puente, perdidos, buscando el descanso que por siempre jamás les estará vedado.
Edie apuró su vaso.
—Bonito cuento, Roberto.
—Gracias. —Sonrió y sostuvo la mirada de Edie unos segundos.
—Así pues, eso explica lo del «hombre triste», etcétera. Pero ¿qué dices del resto? No pensarás seriamente que la siguiente pista está realmente escondida en el propio puente, ¿no?
Roberto se encogió de hombros.
—Supongo que eso de «con las líneas» podría referirse a las líneas de mortero entre los sillares que soportan el puente —dijo Jeff—. Pero ¿y lo de «más allá del agua, detrás de la mano del arquitecto»?
—Solo hay una forma de averiguarlo —contestó Roberto, poniéndose de pie.
A las dos de la madrugada las riberas del Gran Canal en la zona del Rialto estaban prácticamente en silencio. Al acercarse al puente en un bote de remos, Jeff, Roberto y Edie vieron a un borracho solitario volviendo a casa haciendo eses. Al otro lado, y a todo lo largo del canal, había ventanas brillantemente iluminadas, y a lo lejos se oyó el retumbar apenas perceptible de un bombo, flotando en medio de la noche.
Roberto guió el bote lentamente por el canal. El tráfico había quedado reducido a la nada y los vaporetti habían dejado de circular. Pasaron despacio por debajo del puente y Jeff ayudó a Roberto a maniobrar en dirección al punto en el que la piedra mojada se encontraba con el agua del canal. Jeff pasó a encargarse de dirigir la pequeña embarcación. Roberto sostuvo una potente linterna y Edie le ayudó a buscar por los muros. Vieron sillares partidos, antiguos ganchos y hierros oxidados, pero nada de todo aquello se asemejaba a una mano o a la marca del hombre que había construido el puente cuatro siglos antes.
Tras hacer recular la barca de una vez, Jeff remó para llevarlos por el canal hacia el muro del otro lado. Dibujaba un arco por encima de sus cabezas en mitad de la noche negra. Allí repitieron la búsqueda, y a un tercio del muro de la cara sudeste del puente encontraron lo que buscaban: una plaquita de latón de no más de unos centímetros. Representaba una única y sencilla imagen: la mano de una persona, abierta, con la palma a la vista.
Jeff mantuvo inmóvil el bote agarrándose a una gran arandela de hierro a unos metros de la placa, y Roberto sostuvo la linterna al nivel de la imagen.
—La mano del arquitecto —dijo Edie.
—Fascinante. Nunca antes había reparado en ella y he debido de pasar miles de veces por debajo de este puente.
—Pero no entiendo de qué nos sirve —dijo Jeff—. Está empotrada en piedra maciza. Difícilmente vamos a ponernos a rascar el Rialto para sacarla, ¿no?
—No —suspiró Roberto.
—¿Y ahora qué? —preguntó Edie, sofocando un bostezo.
—Esta noche no podemos hacer nada más. Sugiero que nos vayamos todos a descansar un poco. Creo que vamos a necesitar echar mano del pensamiento lateral para resolver este acertijo. —Roberto se volvió a Jeff—. Os llevaré a tu casa.