Londres, junio de 2003
Habían reservado y luego rechazado buen número de lugares en los que celebrar la reunión, hasta que finalmente tuvo lugar en un hotelito de Bayswater. En la habitación había tres hombres: Sean Clifton; Arnold Rossiter, profesor universitario de Oxford y experto asesor; y Patrick McNeill, vicepresidente primero de Vitax, una división de Fournier Holdings Inc., gigantesca empresa propiedad de un multimillonario franco-canadiense coleccionista de arte, de nombre Luc Fournier. McNeill era la mano derecha de Fournier, y Rossiter, asesor a sueldo, había sido personalmente seleccionado por el empresario porque sabía tanto sobre la turbia vida privada del profesor que podía confiar casi incondicionalmente en él.
Hacía calor y el hotel no disponía de aire acondicionado. Clifton estaba nervioso y sudaba tan profusamente que se le habían formado unos oscuros círculos alrededor de las sisas de la camisa. Enjugándose la frente con un pañuelo de algodón que había perdido su blancura, miró a los otros dos en silencio y extrajo de su maletín una carpeta rectangular de plástico translúcido. Era la primera vez que veía a Rossiter, pero conocía su reputación. El profesor rondaba los setenta años, tenía la tez cubierta de manchas y se le veían perfectamente las venas a través de la pálida piel de su cabeza calva. Medía poco más de un metro setenta y su traje de lino sin costuras completaba la imagen del intelectual desaliñado.
Clifton pasó la carpeta a McNeill.
—Se trata de copias, por supuesto.
Sus nervios contradecían la frialdad que había precisado para pasar por delante del vigilante en la cámara de seguridad de Sotheby’s dos semanas antes.
McNeill sacó las fotocopias de la carpeta. Había unas cuarenta hojas, impresas por las dos caras, escritas a mano. Leyó las primeras páginas en silencio, fascinado.
—¿Y su familia heredó estos documentos recientemente?
Clifton asintió y fue hacia la ventana, desde donde observó la calle con recelo. Se dio la vuelta hacia la sala y encendió un cigarrillo.
—Obviamente, necesitaré algo de tiempo para leerlo todo… —dijo Rossiter.
—Diez minutos —repuso Clifton, entornando los ojos por el humo—. Tiene diez minutos.
McNeill dirigió a Rossiter una mirada divertida.
—Más le vale ponerse las pilas —dijo, y se acomodó en un sofá.
Rossiter tomó asiento delante de una mesa, cerca de la puerta, y se puso a leer.
—Le sugiero que eche un vistazo a las páginas marcadas —dijo Clifton.
Rossiter pasó las hojas despacio y su entusiasmo fue en aumento. Nunca había visto ese documento, pero en el mundo académico hacía tiempo que venía debatiéndose sobre la posibilidad de su existencia. Sabía que los originales se habían perdido supuestamente hacía unos años, pero corría el rumor de que tal vez se conservasen aún unas copias de fragmentos, desaparecidas quizás en el desván de personas que ni se imaginaban que los tenían o bien al fondo de alacenas en bodegas cubiertas de polvo. Como consecuencia, eran muy pocos los que habían visto este documento desde la época en que se redactó, seis siglos antes. Conforme iba leyendo, empezó a entender por qué Sean Clifton estaba tan interesado en cerrar un trato con Fournier: uno de los pocos aspectos que habían trascendido a los medios de comunicación sobre el dueño de Fournier Holdings era que se trataba del coleccionista más acaudalado y entusiasta de documentos y artículos de los principios del Renacimiento. Y el que ahora estaba consultando constituía un hallazgo sumamente extraordinario.
Clifton se acercó a la mesa y empezó a recoger las páginas fotocopiadas.
—Se acabó el tiempo.
Rossiter hizo amago de protestar, pero McNeill le hizo callar con un ademán.
—¿Hemos perdido el tiempo, profesor? —le preguntó.
—No. Estas copias corresponden a un manuscrito auténtico de puño y letra de Niccolò Niccoli.
—Gracias. Eso era todo lo que quería saber. Ahora, me pregunto si sería usted tan amable de dejarnos a solas.
Rossiter pareció sorprendido unos segundos, pero entonces se dio la vuelta y salió de la habitación.
—Bueno —dijo McNeill cuando se cerró la puerta—. Usted quiere diez millones de libras, ¿es correcto?
—Correcto.
—Entonces no va a poder ser.
Por un segundo, Clifton pareció desinflarse.
—¿Por qué?
—Porque mi jefe ofrece cuatro millones. Cien mil ahora y el resto en dos pagos cuando… se hayan cumplido otros requisitos.
—¡Absurdo!
—En ese caso, me temo que no podemos llegar a un acuerdo.
Se dio la vuelta para marcharse.
McNeill no había dado más que dos pasos y estaba estirando el brazo para coger el picaporte, cuando Clifton dijo:
—Vale, vale. Ocho, con un millón por delante.
McNeill ni siquiera interrumpió el movimiento de su pierna al dar otro paso, y se dispuso a abrir la puerta.
Clifton suspiró y dio un par de pasos hacia él.
—De acuerdo… seis.
McNeill se detuvo y volvió a la habitación. Colocándose tan cerca de Clifton como para asegurarse de que éste pudiera notar su aliento en la cara, dijo lenta e intencionadamente:
—Cuatro y medio, con doscientos cincuenta por anticipado. Es nuestra última oferta.
Clifton retrocedió un paso y encendió otro cigarrillo.
—Cinco millones, y es suyo.
McNeill dirigió la mirada a la ventana, al otro lado de la habitación. El único sonido que se oía era el ruido del tráfico, abajo.
—Muy bien. Cinco millones. Pero éstas son nuestras condiciones.
Clifton dio una calada honda a su cigarrillo.
—A cambio de doscientas cincuenta mil libras esterlinas, nos quedaremos con las copias durante dos semanas. Si a mi jefe le gusta lo que ve, uno de los nuestros recogerá los originales en la cámara de Sotheby’s. Solo entonces recibirá el resto del dinero —explicó McNeill.
—¡No!
—Entonces lléveselas a otra parte.
Clifton se mordió el labio.
—¿Y el dinero?
—A mediodía del lunes se depositarán doscientas cincuenta mil libras en una cuenta en Suiza. Usted deberá entregar los documentos a las diez de la mañana de ese mismo día en una caja de seguridad que le especificaremos. La transferencia de fondos a su cuenta descodificará automáticamente una secuencia de seis dígitos elegida por usted que deberá transmitir vía Internet a mi representante. Ese código nos permitirá acceder al documento. Sin dinero, no hay código, y viceversa. Mi gente le enviará los detalles por correo electrónico.