Capítulo 7

Florencia, 4 de mayo de 1410

Hacía una noche estrellada, sin una sola nube, perfecta para pasear, perfecta para meditar sobre el lugar que ocupaba uno dentro del orden de las cosas. Cosimo llegó tarde a casa de su amigo el antiguo condotiero Niccolò Niccoli. Construida en el siglo XIII, la casa era hermosa y antigua. Estaba situada cerca de la iglesia de la Santa Croce, en el sureste de Florencia, no lejos de donde las murallas de la ciudad bajaban al encuentro del Arno. Detrás de la casa un exuberante y amplio jardín se extendía en dirección al centro de Florencia. Era allí donde Niccoli celebraba la mayoría de las reuniones con Cosimo y con sus amigos, un grupo que recientemente había decidido denominarse —no demasiado en serio— la Liga Humanista.

Un sirviente abrió la puerta a Cosimo y le acompañó en silencio por el interior de la casa. Cruzaron el grande y tenebroso vestíbulo de suelo de mármol y siguieron por toda una serie de habitaciones comunicadas entre sí hasta llegar al jardín. Al cruzar el magnífico umbral de la puerta, Cosimo pudo percibir voces y risas. Sus compañeros se habían congregado junto a una fuente que representaba a Ícaro ascendiendo hacia el sol. Eran los habituales de estas reuniones de humanistas florentinos, y buenos amigos de Cosimo. Al aproximarse vio a Ambrogio. Quería hablar con él antes del final de la velada, pues su amigo partía justo al día siguiente hacia Venecia, donde entraría a trabajar al servicio del dux. Pero en ese momento atrajo su atención la presencia de un hombre de más edad al que no había visto nunca y que hablaba al pequeño grupo. Era extraordinariamente alto, flaco como un pajarillo e iba vestido con una saya negra de corte bastante antiguo. Llevaba la barba gris muy corta, tenía los pómulos muy marcados y unos grandes ojos negros llenos de vida.

Cosimo avanzó los pocos pasos que le quedaban para llegar a la zona empedrada y cuando estuvo junto a sus amigos, el desconocido concluyó su relato. Dos o tres de los allí congregados rieron afablemente.

—Ah, aquí está —dijo Niccoli cuando Cosimo apareció ante él. Ataviado con la toga roja que siempre llevaba en aquellas ocasiones, Niccoli se apartó un poco del grupo y abrazó al joven Medici. Luego, rodeándole los hombros, el anfitrión le llevó hacia los congregados—. Cosimo, quisiera presentarte a Francesco Valiani, nuestro invitado de honor esta noche, que llegó a Florencia hace tan solo cuatro días procedente de sus viajes por tierras remotas.

—Es un placer conocerle, señor —declaró Valiani—. He oído hablar tanto de vos… y todo ello bueno.

Cosimo soltó una discreta risa.

—Bueno, me deja más tranquilo. —Se volvió hacia Niccoli—. Siento mucho llegar tarde, ha sido un día de lo más desconcertante.

Niccoli estaba a punto de preguntarle por qué cuando lo distrajo un sirviente que se había colocado junto a su codo. Luego, volviéndose de nuevo hacia la concurrencia, anunció:

—Fuentes fidedignas me informan de que se nos requiere ante la mesa. Si tienen la bondad, caballeros. —Con una seña les indicó que le siguieran al interior de la casa.

El comedor era inmenso y el montaje organizado por Niccoli resultó desmesurado —como era propio en él— hasta para el círculo de amigos de Cosimo, que siempre trataban de superar a los demás cuando había que organizar esta clase de encuentros. La sala estaba iluminada únicamente con la luz de las velas de una enorme lámpara de plata que colgaba cerca de la mesa. Un pequeño grupo de músicos tocaba en un rincón: un laudista, un bello y joven arpista y un hombre de más edad a la flauta.

Acomodados los comensales en sus respectivas sillas, apareció una tarta dorada de enormes dimensiones servida en una bandeja de plata. Se requerían cuatro esclavos para transportarla y para subirla al centro de la mesa. Un sirviente de mediana edad, ataviado con uniforme verde y con el pelo blanco cortado muy corto, se inclinó y con gran ceremonia cortó el pastel. Al hacerse una abertura en la tarta, dio la impresión de que ésta se abombaba. De pronto, una ave de color amarillo brillante se abrió paso entre la cobertura del pastel y voló por el salón, apabullada. A continuación, salieron de la tarta unos diez o doce pájaros más, que dieron varias vueltas por el salón y rápidamente encontraron las puertas que daban a los jardines.

Los invitados rompieron en espontáneos aplausos. La tarta estaba rellena de dátiles y piñones —amén de algún que otro excremento de pájaro—. Dos esclavos la trocearon y rápidamente la sirvieron en platillos de plata.

Una vez terminada la tarta, se retiró la bandeja de plata y aparecieron platos nuevos. En ellos se sirvió pechuga de capón en gelatina. Cuando se hubo consumido el manjar, le siguieron doce platos más, entre los que había pichones, venado, cisne y unos higos importados especialmente, envueltos en un papel de oro fabulosamente fino.

Los hombres comían ruidosamente, hablaban con la boca llena, reían a carcajadas unas veces, otras discutían enardecidamente antes de ponerse de acuerdo y darse palmadas los unos a los otros en la espalda, para retornar de nuevo al festín y consumir otras viandas. Bebieron en abundancia excelentes vinos del lugar, así como caldos de Francia.

Fue un banquete para el recuerdo y Cosimo halló un goce especial en los acontecimientos de esta noche, pues sabía que sería el último encuentro de esta naturaleza al que asistiría en un tiempo. Tal vez, incluso, ésta podría ser la última noche de farra que viviera junto a ese grupo concreto de amigos, pensó. Seguiría viendo a estos hombres, seguiría disfrutando de su compañía ocasionalmente, pero pronto estas reuniones juveniles y exuberantes se verían sustituidas por banquetes organizados para y por nuevos amigos y socios del mundo de la banca, los amigos de su padre y aquellos hombres con los que Giovanni había designado que su hijo se relacionase.

Los invitados paladearon a continuación toda una colección de dulces y postres lácteos, regados con fuertes licores y con un vino dulce procedente de Normandía especial para postres. Cosimo estaba a punto de cambiarse de sitio para acercarse a charlar con Ambrogio, cuando Niccoli se puso en pie, en la cabecera de la mesa, y solicitó a la concurrencia que se trasladase a otra sala en la que Francesco Valiani les dirigiría unas palabras.

Los aristócratas se acomodaron en unos mullidos sofás y Valiani tomó asiento en una silla colocada delante de ellos. Los sirvientes se ocuparon de servir más bebida a los hombres, y mientras se preparaba la escena se hizo el silencio.

—He vivido dos años en Turquía —empezó diciendo el viejo—. Durante gran parte de ese tiempo fui invitado de Mehmet, el carismático hijo del antiguo sultán Bayazid I, a quien, como probablemente sepan, llamaban el Relámpago. Bayazid era un hombre sumamente instruido, así como un temible guerrero, y su hijo, quien a lo largo de toda mi estancia allí estuvo ocupado tratando de impedir que su país sucumbiese a la guerra civil, siguió sus pasos. La biblioteca del sultán es un lugar lleno de maravillas de valor incalculable que podría haberme tenido atrapado allí una vida entera, en vez de solo dos años.

»La biblioteca es una maravilla no solo por la increíble colección de libros que alberga, sino también por las referencias que pude encontrar allí a fuentes arcanas guardadas absolutamente fuera del alcance del hombre corriente. El sultán, que había oído hablar de mis humildes obras, me hizo el inmenso honor de concederme autorización para estudiar allí a mis anchas. En esta biblioteca encontré manuscritos originales de dramaturgos griegos, un manuscrito de un discípulo de Platón, así como gran cantidad de volúmenes escritos en extraños idiomas que no había visto en mi vida. El bibliotecario me contó que algunos de esos libros tenían su origen en el grandioso imperio de los egipcios y databan de muchos miles de años atrás. Están escritos en un idioma jeroglífico perdido, que ningún hombre con vida comprende.

Valiani miró las caras embelesadas que llenaban la sala.

—Pero, como decía, pese a la magnificencia de estas cosas, más emocionante aún es la promesa de que quedan por descubrir tesoros mayores en rincones recónditos de la tierra del turco. Lo que más pesar me causa es que no pude sacar provecho de dicha información, ya que a los pocos días de haber hecho estos descubrimientos en la biblioteca del sultán, mi vida misma se vio amenazada.

»Mehmet perdió finalmente el control de su país. Escapó a Constantinopla y vive para combatir de nuevo. Cuenta con muchos recursos y la mayoría de su pueblo está de su parte. Para mí, la situación se tornó peligrosa por el mero hecho de mi nacionalidad y de haber disfrutado de protección especial por parte del sultán, que ahora temía por su propia vida. Hice rápidamente los preparativos para abandonar la ciudad. Fue entonces cuando el destino, creo yo, intervino.

»Dos de mis compañeros de viaje, Michelangelo Gabatini y Piero de’ Marco, fueron asesinados cuando se dirigían al puerto en el que habían conseguido el pasaje para cruzar el Egeo. Uno de sus esclavos sobrevivió al ataque y huyó para avisarme. El puerto se había vuelto un lugar demasiado peligroso; no me quedaba más remedio que poner la vista al norte y esperar poder huir a Adrianópolis, para cruzar desde allí la frontera con el norte de Grecia.

»No os aburriré con los pormenores de mi viaje. Baste decir que las cuatro semanas que tardé en llegar a Adrianópolis fueron quizá las más largas de mi vida. Uno de mis esclavos murió de fiebre por el camino, otro escapó de nuestro campamento una noche y apareció a la mañana siguiente en el lecho de un barranco.

»Ahora, aquí sentado en el confort de este hermoso palazzo, puedo afirmar que todo aquello mereció la pena. Pero en su momento no me lo parecía. Sin embargo, lo más importante es que en Adrianópolis me aguardaba el mayor de los descubrimientos. Hallé refugio en un monasterio que se encuentra justo al otro lado de las murallas de la ciudad. Los bondadosos monjes nos dieron comida y agua, incluso nos facilitaron una habitación que los esclavos compartieron, y aquellas valerosas almas que habían escapado junto a mí fueron tratadas como iguales por esos santos hombres. Confieso que me encontraba muy enfermo y, tan pronto como llegué, caí en una negra fiebre de la que creí no poder recuperarme jamás. Los monjes cuidaron de mí y poco a poco fui recuperando las fuerzas. Corrían rumores acerca de la expansión de la agitación civil más allá de la capital y de que la vida tras aquellos sagrados muros no estaría a salvo por siempre. Los monjes, empero, no daban muestras de temor y habían depositado su destino en manos del Señor.

»Cuando estuve bien, expliqué a los monjes someramente cuál era mi misión en aquel país y les hablé de las maravillas que había encontrado en la biblioteca del sultán en Constantinopla. Uno de los monjes en concreto, el hermano Aliye, quedó fascinado con lo que tenía que contarles y se creó entre nosotros un vínculo especialmente estrecho. Era joven y ávido de sapiencia. Había vivido en el monasterio desde la edad de diez años, pero había nacido en el pueblo que había cerca de allí. Sus padres habían muerto y los santos hombres habían cuidado de él hasta que lo iniciaron en la Orden.

»Una noche, justo antes de mi planeada marcha para proseguir mi huida hacia Grecia, Aliye vino a verme después de vísperas. Parecía desasosegado. Le pregunté qué le inquietaba. Al principio no quiso hablar, pero luego me abrió su corazón y me contó una historia extremadamente peculiar. Me dijo que un día, siendo un niño, un desconocido se había presentado en casa de sus padres, en el pueblo, a altas horas de la noche. Aliye se había hecho el dormido, pero mirando por entre los párpados entornados había visto a sus padres conversando con el desconocido. El hombre les entregó un paquetito y después se marchó sin mediar más palabras. El hermano Aliye vio a su padre esconder el paquete debajo del suelo de la cabaña en la que vivían. Al día siguiente tanto su padre como su madre aparecieron muertos. Nadie podía hablar de cómo habían muerto y él era un niño demasiado pequeño como para que le contaran qué había ocurrido durante el último paseo de sus padres de vuelta a casa, después de trabajar en los campos, y que habían encontrado en una zanja cercana sus cuerpos mutilados.

»Aliye me contó que apenas unos instantes antes de que llegasen los monjes para llevárselo al monasterio, recuperó el paquete que había sido entregado a sus padres. Aun siendo un niño, sabía que había una relación entre aquel paquete y la muerte de sus padres y que ese objeto debía de poseer un significado especial. Poco después de instalarse en el monasterio, Aliye abrió el paquete que le habían dejado sus padres. Dentro encontró un mapa. Esa noche, justo unas horas antes de mi partida de Adrianópolis, me lo mostró.

»“He atesorado este secreto toda mi vida”, me dijo. Era el único nexo que le quedaba con sus padres. No podía deshacerse de él, pero me dijo que estaría encantado de que yo lo copiara durante las horas que me quedaban en compañía de los monjes, y que esperaba que me fuese de alguna utilidad en mis viajes y en mis planes.

Valiani hizo una pausa para recuperar el aliento y para tomar un sorbo de vino.

—Quedé anonadado con lo que descubrí. El mapa de Aliye describía una ruta hacia otro monasterio, en lo alto de la montaña de Golem Korab, en el noroeste de Macedonia. Este monasterio, apartado del mundo, fue un refugio secreto para los monjes que huyeron de los ejércitos musulmanes hace cientos de años. A un lado del mapa había un bloque de texto en el que se explicaba que el cenobio contenía fabulosas maravillas literarias y herméticas. Decía también que el bibliotecario del mismo había conservado a buen recaudo volúmenes insustituibles que se creyeron perdidos durante la destrucción de la biblioteca de Alejandría: originales de la erudición griega y textos de magos egipcios y helénicos, todo un universo de ciencia, magia y sabiduría perdida.

Valiani se puso en pie y un esclavo se acercó a él. Llevaba en las manos una ornada caja y la había abierto para que su amo pudiera sacar el objeto que había dentro. El viejo dio un paso hacia su público.

—Y ahora permitan que me aparte de la convención. —Sostuvo en alto un rollo atado con una cinta de seda negra. Deshizo el lazo y dejó que la seda cayese al suelo. Con gran ceremonia, abrió el rollo—. Amigos míos, he aquí la copia que hice. Cuando abandoné el monasterio y la bondad de Aliye y de su hermandad, sabía que no podría hacer yo solo el viaje a Macedonia; estoy demasiado viejo y la huida de Constantinopla mermó irremediablemente mis fuerzas. De hecho, no creo que viva mucho más y sé que ya no volveré a viajar allende las fronteras de esta tierra. No tengo parientes, ni herederos, ni alumnos. A falta de ellos, he resuelto traer esto a Italia y legarlo a quienes son dignos de recibirlo, a aquellos cuyas ideas respeto y admiro. Por la correspondencia que he mantenido con el señor Niccoli con anterioridad a esta velada, así como por las muchas cosas que he oído contar acerca de todos ustedes, he llegado al convencimiento de que debería dejar en sus manos este tesoro, para que hagan con él lo que deseen. Sé que actuarán con sabiduría y honor.

El asombro tenía sumidos en el silencio a todos los oyentes. Niccoli se puso en pie y avanzó hacia el viejo.

—¿Estás seguro de esto, maestro Valiani?

—Estoy seguro —respondió el erudito—. Pero se impone la máxima discreción: hay muchos que desearían echarle el guante a este tesoro. Por eso, he introducido una serie de salvaguardas en mi oferta.

Escrutó cada uno de los rostros que lo miraban.

—¿Salvaguardas? —preguntó Cosimo.

—Este mapa está incompleto, habrán reparado en ello —explicó Valiani, y señaló una zona redonda en blanco, de unos ocho centímetros de diámetro, en el centro del mapa—. Aquí, en el centro, falta un fragmento fundamental. El trozo que falta está en Venecia. Si desean descubrir los secretos de Golem Korab deben viajar antes a la Serenísima República. No bien lleguen allí, envíen un breve mensaje a un tal Luigi, en una casa de huéspedes llamada I Cinque Canali. Luigi es un personaje de lo más inusual, pero pondría mi vida en sus manos. Él les conducirá a la parte del mapa que falta.

Se quitó entonces un anillo de un dedo. Se dirigió hacia Cosimo y se lo entregó. Era una sortija de plata con un granate rectangular de gran tamaño.

—Entreguen esto a Luigi como prueba de su identidad. Una vez tengan la parte que falta del mapa, deben protegerlo por todos los medios a su alcance y abandonar Venecia sin tardanza. Si necesitan ayuda, no podrán fiarse más que de unas pocas personas. El granate es la piedra de mi familia y una señal secreta para mis amistades. Lo último que van a necesitar es esto —añadió, y entregó a Cosimo una llavecilla de oro—. El resto queda en sus manos.

Valiani se marchó poco después de haberles hecho aquella inesperada ofrenda, pero unos cuantos invitados de Niccoli se quedaron a debatir la cuestión. Cosimo estaba entusiasmado y no pudo dejar de pensar en Valiani hasta que la madrugada lo sorprendió hablando aún del tema con su íntimo amigo Ambrogio Tommasini y el anfitrión de la velada, Niccolò Niccoli.

—¿Podemos fiarnos de él? —preguntó Cosimo, mientras daba vueltas en sus manos a la llave dorada que Valiani les había entregado.

—Es un hombre honesto —aseguró Niccoli—. No tiene ningún motivo para mentir sobre su fortuito hallazgo. No dije nada antes, pero de joven Francesco Valiani fue profesor mío. Le debo mucho. Siempre fue noble y fiel y su corazón es puro. Respondería por él con mucho gusto.

Cosimo miró a su amigo a los ojos.

—Eso me basta —dijo—. Veamos ahora el mapa.

Niccoli lo desenrolló encima de la mesa, entre Cosimo y él. Se trataba de una copia bien dibujada, arrugada y manchada tras el largo viaje que lo había llevado a Florencia. Representaba una cordillera que cruzaba el pergamino en diagonal, con una maraña de topónimos a su alrededor. Entre las montañas se abría paso un sendero serpenteante pintado de rojo, el inicio de la ruta a Golem Korab y al remoto monasterio descrito por Valiani. En el centro había un agujero allí donde debían aparecer el monasterio y los montes circundantes, con lo cual el mapa resultaba poco menos que inútil.

—Es una tierra accidentada —comentó Niccoli—. Yo no he viajado tan al este, pero parece un camino de montaña peligroso, especialmente aquí. —Señaló el borde del agujero—. Sabe Dios cómo será el terreno en las inmediaciones del monasterio.

—Las grandes recompensas no se reservan para los débiles de corazón —repuso Cosimo.

—No, ciertamente no, amigo mío. Pero me temo que has de tener un corazón muy recio si estás pensando en visitar Golem Korab.

Mientras el sol color mandarina se alzaba sobre los montes lejanos, Cosimo y Ambrogio cruzaron en silencio la cancela de la propiedad de su amigo y tomaron la vereda de tierra que les llevaría de vuelta a la ciudad. Cosimo iba absorto en sus pensamientos, tratando de dar solución al conflicto de emociones que el misterioso invitado de Niccoli había desatado en su cabeza.

—Conozco ese silencio —dijo Ambrogio.

—¿Ah, sí?

—Es tu silencio ausente, el que te envuelve cuando intentas resolver un problema aparentemente irresoluble.

Cosimo se echó a reír.

—Bien expresado, amigo mío, pues ciertamente me envuelven los pensamientos.

—Valiani propone un reto tentador, eso no puedo negarlo.

—Es un sueño hecho realidad, ¿no te parece, Ambrogio?

—Casi demasiado bueno para ser cierto podría ser otra manera de describirlo.

Cosimo se volvió para mirar a su amigo, mientras se adentraban por un bosquecillo de píceas.

—¿No te fías del hombre?

—Oh, yo no he dicho eso. Es solo que…

—¿Qué?

—Creo que ninguno de nosotros, a excepción de Niccolò, por supuesto, se hace una idea de los peligros que implica el aceptar el ofrecimiento de Valiani.

—Oh, vamos, Ambrogio, halagamos nuestro ego en el estudio de las ideas esotéricas y nos sentimos a gusto en presencia de pensamientos elevados, pero yo creo que todos nosotros estamos hechos de una pasta más resistente de lo que muchos pueden imaginar.

Ambrogio sonrió.

—No era mi intención insultarte, querido Cosi. Tal vez estaba pensando en mí mismo.

—Entonces te insultas a ti mismo, Ambrogio. Si yo soy capaz de plantearme la posibilidad de una fantástica aventura, entonces tú también puedes.

Dio una palmada a su amigo en la espalda y éste reaccionó teatralmente, tambaleándose hacia delante, fingiendo haber sido herido de muerte. Los dos se echaron a reír.

—Tal vez pueda —dijo Ambrogio—. Pero ¿es que te has olvidado? Hoy parto a Venecia.

—No, no me he olvidado, amigo mío, y si te digo la verdad, me apena. Seríamos dos estupendos compañeros de viaje.

—Lo seríamos, pero me temo que no será así. —Y rodeó fuertemente con el brazo los hombros de Cosimo.

Cuando llegó a casa, en la Piazza del Duomo, Cosimo estaba exhausto, pero no conseguía conciliar el sueño; su cabeza seguía trabajando a toda velocidad. Sin embargo, ahora ya sabía lo que tenía que hacer. Se lavó a toda prisa y su criado le afeitó y vistió. Entonces, a solas en su alcoba, con los sonidos de la calle de primera hora de la mañana subiendo hasta su ventana, se sentó ante su escritorio y trató de concentrarse lo suficiente para ponerse a escribir.

Se trataba de una sencilla nota, un mensaje para su amada, Contessina de’ Bardi, en el que le pedía que se reuniese con él esa noche. Necesitaba hablar con ella. Dobló la nota y la selló con el escudo de armas de los Medici. Luego, llamó a Olomo para indicarle lo que debía hacer.

El día transcurrió despacio. Jugó con su hermano pequeño, Lorenzo; escribió en su diario y deambuló por las calles de Florencia.

Llegó pronto al punto de encuentro propuesto por él mismo, el jardín de la casa de Niccoli, donde sabía que nadie les acecharía.

Cosimo le esperaba sentado en un banco de piedra debajo de una pérgola cubierta de flores, y antes de que ella se diese cuenta de su presencia, vio a Contessina bajando cuatro escalones, con el vestido de terciopelo verde acariciando la piedra. Alta y esbelta, sus cabellos negro azabache, sus altos pómulos y sus labios carnosos hacían de ella la encarnación misma de la perfección ateniense.

—Cosi, pareces atribulado —dijo ella, cogiendo las manos de él y sentándose a su vera en el banco.

Él contempló sus ojos de ébano.

—No puedo ocultarte nada, Contessina.

Ella no le interrumpió ni una sola vez mientras Cosimo le contaba la historia de Valiani.

—Así pues, sientes que debes ir a ver ese lugar y desentrañar esos misterios por ti mismo, ¿sí? —dijo cuando hubo terminado—. Pero, Cosimo, ¿y nosotros?

—No cambia nada, mi Contessina. Regresaré al cabo de unos meses y continuaremos con nuestros planes de boda. Te lo prometo.

—¿Y tu padre, Cosi? ¿No sabe nada de esto?

—Nada.

Ella le sostuvo la mirada.

—Quiero ir contigo.

Cosimo sonrió.

—Ésa sería una idea que podría valorar, amor mío, pero los dos sabemos que no es posible.

—¿Por qué? —preguntó Contessina—. He estudiado a los maestros tan a fondo como tú, y también yo albergo el ardiente deseo de saber más.

—Pero tu familia nunca permitiría que…

—Y supongo que la tuya sí.

Cosimo reconoció que tenía razón.

—Será tremendamente peligroso.

—Lo sé.

—Y me acusarán de haberte raptado. Destruirá la relación entre nuestras familias.

—Eso es ponerse un tanto melodramáticos, ¿no te parece, Cosi?

—No, no me lo parece, mi Contessina —replicó dulcemente Cosimo. Y añadió, ahora con acero en la voz—: Contessina, tendré que hacer esto sin ti.

Ella miró el cielo, cada vez más oscuro, por encima de la pérgola, y las rosas se recortaron contra el fulgor ámbar del anochecer.

—Está claro que has tomado la decisión. ¿No hay nada que yo pueda decir?

—Podrías desearme buena suerte.

Cosimo miró las manos de su amada, entrelazadas fuertemente sobre el regazo, y se fijó en la blancura de los nudillos. Entonces, ella clavó sus ojos negros en los de Cosimo y dijo:

—Cosimo, amor mío, me espanta la mera idea de que te embarques en este viaje, pero sé que cuando se te mete algo en la cabeza no hay vuelta atrás. Es una de las muchas cosas que adoro de ti. Te desearé buena suerte, por supuesto que sí; pero más que cualquier otra cosa, te ofrezco mi amor eterno.

Le besó tiernamente en la mejilla.