Capítulo 6

Venecia, en la actualidad

El tren de la tarde con destino a Florencia iba lleno y Jeff tuvo suerte de conseguir plaza, aunque en primera clase. Apretujado contra la ventanilla por una señora enorme que ocupaba el asiento contiguo, contemplaba el paisaje que pasaba a toda velocidad ante sus ojos. Maria no había opuesto la menor objeción a la idea de cuidar de Rose y Jeff había prometido a su hija que harían algo especial a su vuelta; contaba con estar de regreso en Venecia al día siguiente.

Aunque solo había visto a Mackenzie una o dos veces en su vida, seguía costándole creer que el hombre hubiese fallecido. Hacía casi tres meses que no veía a Edie; ella le había prometido que iría a verle a Venecia, al estar trabajando tan cerca, en Florencia, pero siempre estaba demasiado liada y él no había querido avasallarla. Pero esta noticia, junto con lo que acababa de saber por el enigmático Mario Sporani, le había impulsado a hacer algo. La había telefoneado nada más enterarse de la noticia y ahora estaba en el primer tren para Florencia.

Mackenzie, tal como él mismo sabía, tenía un carácter brusco, muchos enemigos y solo unos pocos amigos de verdad. Era respetado por sus conocimientos y por su vasta experiencia, pero muchos de sus colegas le consideraban un egomaníaco insoportable al que la notoriedad se le había subido un tanto a la cabeza. Sin lugar a dudas, no gozaba de popularidad entre el resto de los profesores, pero a Jeff le costaba creer que le hubieran asesinado por sus defectos.

Abrió el Corriere della Sera que había comprado en la estación y en la tercera página encontró un reportaje entero dedicado al asesinato. Mackenzie había muerto estrangulado con un alambre. Uno de los miembros de su equipo había encontrado el cuerpo hacia las ocho de la tarde del día anterior. La policía florentina no soltaba prenda respecto de los detalles, como era de esperar. Jeff reparó en que al lado del artículo principal había una reseña sobre los Obreros de Dios, el grupo de fanáticos que llevaba manifestándose delante de la Capilla Medici desde la llegada del equipo de trabajo de Mackenzie. Jeff la leyó con creciente interés.

Florencia, 17 de febrero

Con la impactante noticia de ayer sobre el asesinato de uno de los divulgadores científicos más reconocidos del mundo, el profesor Carlin Mackenzie, la policía florentina ha tomado serias medidas contra la organización de los Obreros de Dios. Este grupo, encabezado por el carismático pero escurridizo sacerdote dominico Giuseppe Baggio, llevaba tres meses celebrando vigilias diarias en el exterior de la Capilla Medici, y ayer por la mañana se pidió a los manifestantes que se dispersaran de inmediato. De acuerdo con informaciones oficiales, el padre Baggio dio instrucciones a sus seguidores para que ignorasen la petición de la policía de abandonar las inmediaciones, lo que propició la intervención inmediata de las autoridades. Afortunadamente, el grupo dejó de oponer resistencia y la policía los ha dispersado, mientras que ha retenido al padre Baggio para someterle a interrogatorio. El religioso abandonó la comisaría ayer antes del mediodía, pero se negó a hacer declaraciones a los reporteros congregados en el exterior, alegando que solo hablaría para una revista católica local, La Voz.

El padre Baggio y su grupo han insistido en que no deben tocarse los cuerpos de los Medici. El cabecilla del grupo declaró recientemente a La Voz: «Creo que el profesor Mackenzie y su equipo están poniendo en peligro su alma misma al llevar a cabo este impío trabajo. Están trabajando al servicio del Demonio y pagarán por sus pecados».

El padre Baggio es famoso por sus arrebatos fundamentalistas en el púlpito y ha habido quien ha asegurado que sus radicales comentarios y proclamas se han ganado la reprobación de sus superiores. El cura ha dejado claro a todo aquel que ha querido prestarle oídos que se ve a sí mismo como un Savonarola de nuestros días, es decir, como el fanático clérigo dominico que gobernó Florencia por breve espacio de tiempo a finales del siglo XV y que murió quemado en la hoguera en la Piazza della Signoria en 1498. Baggio no oculta su ambición de «expulsar de la Italia de hoy toda fuerza demoníaca», como él mismo ha dicho. En los últimos años se ha manifestado en contra de los gays, ha arremetido contra cadenas de televisión locales por emitir lo que él considera «pornografía» y, lo más destacado de todo, él y sus secuaces protagonizaron un intento fallido de destrozar numerosas piezas que se exhibían en una reciente exposición retrospectiva dedicada a Robert Mapplethorpe. Ahora, al haber sido asesinado en su propio laboratorio —a pocos metros de donde se manifestaban los Obreros de Dios— el hombre del que Baggio decía que «trabajaba para el Demonio», hay quien empieza a dirigir un dedo acusador a la organización que encabeza el dominico.

Jeff salió entre el gentío a la Stazione di Santa Maria Novella y, una vez en el vestíbulo principal, se detuvo unos instantes para mirarlo: se trataba de un enorme espacio de aspecto más bien destartalado, con un mugriento despacho de billetes a un lado y una hilera de puestos de prensa al otro. Era una estación de ferrocarril que no arrojaba el menor indicio sobre las maravillas de la antigua ciudad que había al otro lado de sus puertas. Edie y él se vieron el uno al otro en el mismo momento.

Se dieron un abrazo y Jeff tuvo la sensación de que ella no quería soltarse de sus brazos. Cuando se separaron, se dio perfecta cuenta de que Edie estaba poniendo cara de valiente.

—Ha pasado muchísimo tiempo, demasiado… —dijo simplemente.

Jeff la siguió al aparcamiento, en el exterior del edificio. Echó su bolsa en el maletero del pequeño Fiat de Edie y se encogió para sentarse en el asiento del copiloto.

—¡Cómo me alegro de verte! —dijo Jeff sonriendo mientras ella dirigía el vehículo por la larga pendiente que bajaba de la estación a la calle.

Había mucho ajetreo, las calles estaban atascadas de coches. Edie enfiló la Via Sant’Antonino. Jeff iba mirando los antiguos edificios, los oficinistas, los turistas, los vendedores ambulantes, los tenderos y los proveedores, un popurrí de actividades humanas que llevaba más de un milenio desarrollándose en Florencia con pocas diferencias.

—Imagino que ha debido de ser bastante duro —dijo Jeff.

—Mucha gente despreciaba a mi tío y, si te soy sincera, podía ser verdaderamente insoportable. Pero nadie se esperaba esto, ha sido terrible.

—¿Por qué no me llamaste?

—Lo pensé varias veces, pero no sé… No pensé que pudieras hacer nada y no quería preocuparte innecesariamente. Además, anoche me tuvieron hasta muy tarde en la comisaría de policía junto a mi abogado. Han interrogado a todo el equipo por lo menos una vez y ninguno de nosotros tiene permiso para salir de Italia hasta que hayan terminado las pesquisas.

Metió el coche en un espacio libre, detrás de la Capilla Medici, y condujo a Jeff al interior del edificio por una puerta lateral. Él la siguió por la escalera que descendía al panteón; la iluminación era tenue y el silencio resultaba inquietante. En una sala adyacente a la cámara principal distinguieron a un hombre que estaba quitándose lentamente su bata de laboratorio.

—¿Conoces a Jack Cartwright? —preguntó Edie.

Cartwright le tendió la mano a Jeff.

—Me alegro de volver a verte —dijo en un tono más bien frío.

Jeff se quedó confuso.

—Nos conocimos en el trigésimo cumpleaños de Edie… en Londres.

—Ah, sí, claro —respondió Jeff—. De eso hace muchísimo tiempo. —Jeff sonrió burlonamente a Edie y ella le dirigió una mueca de sonrisa—. Siento mucho la pérdida —añadió serio.

Jack Cartwright, un hombre de cuarenta y pocos años, era un especialista sumamente respetado en el estudio del ADN antiguo. Aunque en los círculos académicos gozaba de gran admiración, había vivido durante años bajo la sombra de su padrastro.

—Gracias. Ha sido un golpe muy duro para todos. —Cartwright poseía una voz profunda y resonante y un rostro amable de rasgos suaves. Cogió el abrigo de una percha de la pared y empezó a ponérselo—. Bueno, me temo que he de irme a toda prisa. Tengo una reunión en la universidad. Espero poder verte de nuevo más tarde, Jeff.

Edie se volvió hacia Jeff y puso una mano sobre su brazo.

—Pasa al laboratorio, sentémonos.

Acercó una silla para Jeff y ella tomó asiento en otra.

—Cuando me llamaste, me dijiste que tenías algo importante que contarme.

—Anoche recibí la visita de un señor que me contó que había intentado avisar a Mackenzie de que corría peligro de alguna manera.

Edie suspiró y sacudió lentamente la cabeza.

—Imagino que te refieres al señor Sporani, ¿verdad?

Jeff asintió.

—Ha venido por aquí unas cuantas veces. Está convencido de que allá por los años sesenta, en algún momento, encontró un objeto que perteneció a los Medici. Pero es incapaz de apoyar su afirmación con alguna prueba fehaciente.

—Me dijo que habían ido a verle unos tipos que habían amenazado a su familia. Y sí que era el vigilante de la capilla, ¿no?

—Sí, hasta hace unos cinco años. Si te soy sincera, Jeff, a mí me parece que se le ha ido un poco la cabeza.

De repente Jeff se sintió un poco ridículo.

—Debo decir que a mí Sporani me pareció bastante cuerdo —dijo—. Me lo creí totalmente.

Edie cogió las manos de Jeff entre las suyas.

—Aprecio tu interés, de corazón —dijo. Se levantó y preguntó—: Ya que estás aquí, ¿te gustaría echar una ojeada?

—Me encantaría.

Lo llevó al panteón.

—Aquí hay enterrados cincuenta y cuatro miembros de la familia Medici —explicó Edie—. Justo antes de que Carlin muriera… de que le mataran, habíamos empezado a trabajar con un cuerpo que mi tío creía que era el de Cosimo el Viejo. —Señaló una mesa ocupada por un bulto tapado con una cobertura de plástico blanco.

—¿Cómo que «creía»?

—Es una larga historia.

—¿Tú sigues trabajando aquí?

—Jack y yo volvimos a primera hora de la mañana. Me he dado cuenta de que mantenerme ocupada me ayuda. A los demás les hemos dado unos días de descanso.

Jeff lanzó un vistazo a la otra sala, en la que Mackenzie había tenido su despacho.

—La policía lo ha vaciado prácticamente —dijo Edie.

Los ordenadores habían desaparecido, así como muchos de los archivadores que en su día habían ocupado los estantes de encima del escritorio. Los documentos que habían quedado sobre la mesa del difunto profesor habían sido organizados en pulcros montones.

—¿Tienes alguna idea de qué puede haber detrás de todo esto? —preguntó Jeff y se sentó encima de una mesa de disección vacante, justo al lado de la puerta del despacho de Mackenzie. Y vio algo raro en el semblante de ella—. Tú sabes algo.

—Mi tío había recibido al menos una amenaza de muerte —contestó simplemente.

—¿Cuándo?

—La primera fue hace unas semanas. Él no sabía que yo lo sabía, pero pocas cosas pasan aquí sin que yo me entere. Me encontraba en su despacho, buscando documentación para un informe clínico, cuando me encontré con una nota, uno de esos ridículos mensajes hechos con palabras recortadas de periódicos; menudo tópico de mierda… Decía algo así como: «Detengan el trabajo, o correrá con las consecuencias».

—¿Entonces, cuando apareció Sporani…?

—Bueno, no podía reconocer que había visto la misiva.

—No, claro. Debes de estar muerta de miedo.

—Lo estoy.

—¿Jack sabe algo de esto?

—Él y yo nunca hemos tenido una relación estrecha y no podía decirle nada sobre la carta, pensaría que había estado fisgando.

—¿Qué dice la policía?

—No mucho, la verdad. Uno de los ayudantes del laboratorio tiene una hermana policía y nos hemos enterado de alguna cosilla gracias a ella. Están trabajando a partir de la suposición de que se trató simplemente de un asesinato oportunista. Como puedes ver, aquí no tenemos seguridad de verdad.

Jeff la miró a los ojos.

—Pero hay más, ¿verdad?

—Sí —contestó ella en voz baja, y le contó entonces lo del objeto que habían encontrado dentro del cuerpo apenas unas horas antes de que mataran a Mackenzie, que desde entonces nadie había vuelto a ver.

—¿Se lo has dicho a la policía?

—Por supuesto. Pero para ellos no significa gran cosa. No tuvimos tiempo de analizar el objeto debidamente y a simple vista parecía no tener absolutamente ningún tipo de señal.

—¿Parecía?

Edie suspiró.

—Mi tío me llamó a última hora de la tarde en que murió. Yo estaba en un acto en Pisa. Dejó un mensaje en mi móvil, que no oí hasta la mañana siguiente, cuando Jack me llamó para comunicarme que Carlin había muerto.

»La última vez que vi a mi tío con vida estaba sentado en esa misma silla, estudiando la tablilla a la luz de la lámpara de su escritorio. Aún estaba irritado conmigo por una estúpida discusión que habíamos mantenido unas horas antes y apenas se inmutó cuando me despedí de él. Serían las siete. La policía calcula que murió poco después de esa hora y no más tarde de las diez de la noche. Su mensaje se grabó un poco antes de las nueve.

—¿Qué decía?

—Esto.

Edie sacó su teléfono móvil, abrió la bandeja de entrada de mensajes y puso el altavoz. La voz del fallecido científico salió del aparato.

«Edie. No dispongo de mucho tiempo. Yo… —Mackenzie sonaba entusiasmado y nervioso a la vez, y su voz era más aguda de como la recordaba Jeff—. Estoy mirando la tablilla y sobre su superficie acaban de empezar a aparecer unas rayas. Es extraordinario. Solo puedo concluir que su estructura química está modificándose a medida que la tablilla absorbe humedad. En el cuerpo debía de estar envuelta en una delgada capa de fluido embalsamador que la mantuvo aislada herméticamente de la atmósfera. Al sacarla para lavar su superficie, la tablilla ha empezado a hidratarse de nuevo. Las líneas van apareciendo ahora a una velocidad asombrosa, color verde fluorescente contra el fondo negro. Debe de tratarse de algún raro compuesto sulfuroso.

»Distingo una especie de animal y, debajo, unos renglones escritos. Veamos… —Edie y Jeff pudieron oír cómo su silla arañaba el suelo mientras Mackenzie se recolocaba bajo la lámpara—. El animal es un león. Pero tiene algo extraño… Espera, es un león alado. Sí, ahora lo veo. Debajo de él… algo escrito, en italiano, un verso por lo que parece. “Sul’isola dei morti / i seguici di ‘geographus incomparabilis’ / progettato qualcosa nessuno ha desiderato / Sarà ancora là / Al centro del mondo”. No tengo ni idea de lo que eso significa… Un momento… Puedo ver a un par de centímetros del borde inferior… dos, no, tres líneas ondulantes separadas entre sí de manera uniforme. Bueno, Edie, escucha esto…».

Se oyó entonces un pitido, el indicador de que se había agotado la memoria del teléfono.

Edie cerró el laboratorio con llave y salieron por la planta superior de la cripta. La Via dei Pucci bullía de actividad, mientras ellos se dirigían andando a un pequeño café enfrente de la capilla. Tenía unos toldos rojos y unas pantallas de plástico para proteger a los clientes del viento del invierno. Dentro solo unas pocas mesas estaban ocupadas. Un camarero que reconoció a Edie les llevó hasta una mesa próxima a un fuego de leña abierto, y pidieron dos cafés.

Jeff cogió una servilleta. Sacó un boli del bolsillo superior de la chaqueta y dibujó una representación aproximada de un león alado.

—¿Cómo era el poema?

Edie reprodujo el mensaje otra vez.

—Suena arcaico, y mi italiano está lejos de ser perfecto —dijo Jeff—. Pero creo que la traducción sería: «En la Isla de los Muertos, los seguidores del geographus incomparabilis»… ¿Qué demonios es eso?

Edie se encogió de hombros.

—«Excelso geógrafo», imagino.

Jeff la miró sin entender nada.

—Vale, entonces: «En la Isla de los Muertos, los seguidores del… excelso geógrafo… hicieron… no, diseñaron algo que nadie quería». ¿Puedes volver a ponerlo?

Mientras escuchaba, escribió el poema en otra servilleta:

En la Isla de los Muertos,

los seguidores del excelso geógrafo

diseñaron algo que nadie quería.

Allí estará todavía,

en el centro del mundo.

Edie miró la servilleta.

—¿Qué quiere decir?

—Bueno, el león alado es el símbolo de Venecia, eso es evidente.

—¿La Isla de los Muertos? ¿El centro del mundo?

—Ni idea.

Llegaron los cafés y Edie dio vueltas al suyo con aire ausente.

—Tu tío parecía asustado.

—Ésa fue también mi impresión inmediata.

—Lo que implicaría que se había tomado las amenazas de muerte más en serio de lo que daba a entender.

—No andaba escaso de enemigos, eso lo sabía.

—Pero ¿tú crees que va más allá, que el objeto que descubristeis está relacionado directamente con su asesinato? ¿Qué me dices del tal Baggio?

Edie pareció enfadarse.

—No creas que no he pensado en él —dijo—. Pero la policía no ha sacado nada. El buen sacerdote tiene una coartada perfecta: estaba oyendo una misa nocturna en presencia de unas setenta personas mientras se cree que mataron a Carlin; luego estuvo en un grupo de oración hasta la medianoche. No es más que lo que aparenta ser: un chalado, pero no un asesino. Aun así, estoy totalmente convencida de que mi tío murió a causa de la tablilla que encontramos. De lo contrario, sería demasiada coincidencia.

—En ese caso, ¿por qué no le has contado a la policía lo del mensaje del contestador?

—Porque no veo en qué podría servir de ayuda, y…

—¿Y qué?

—No sé, por instinto. A lo mejor es una bobada…

Jeff la miró con expresión socarrona.

—Tengo la sensación de que no puedo confiar en nadie.

Cuando salieron del café y volvieron al coche de Edie, el sol brillaba bajo. Edie condujo hasta Via del Giglio y después en dirección suroeste hacia el Ponte alla Carraia para ir a su apartamento, al otro lado del río. El Arno estaba de color naranja fuego, la piedra del puente se había vuelto gris casi negro y la larga cola compuesta por centenares de coches lo moteaba de rojo. Edie avanzó hasta el puente y quedaron atrapados de inmediato en el enorme atasco.

Se apoyó sobre el claxon en un inútil esfuerzo por que se moviesen los coches que tenía delante. Entonces se abrió un hueco minúsculo y se metió por él a toda prisa para girar y salir del puente.

Continuaron a lo largo del río en dirección a la Piazza Frescobaldi. Allí giraron a la derecha y volvieron sobre sus pasos para girar a continuación a la derecha y meterse por una calle más estrecha, relativamente libre de tráfico.

Jeff miró por el retrovisor de su lado y echó un vistazo por el cristal de atrás.

—Puede que te suene ridículo, pero me parece que nos vienen siguiendo —dijo—. Mira por el espejo. Un Mercedes gris con los cristales ahumados, dos coches más atrás. Salió del puente detrás de nosotros.

Edie tomó la siguiente a la izquierda. Entonces, sin indicación, dio un rápido volantazo a la derecha para meterse por una calle lateral. Unos segundos después el Mercedes gris reapareció y aceleró hacia ellos.

—¡Mierda! —exclamó Edie y pisó a fondo.

Al cabo de la calle giraron a la izquierda para salir a una calle principal, la Via Romana, y enfilaron por ella en dirección al sur, hacia una amplia piazza. Allí volvieron a encontrar un atasco, lo que les dio algo de tiempo para reflexionar; en cuanto empezaron a moverse, Edie cogió la primera bocacalle a la derecha para abandonar la calle principal. Recorrió la calle a gran velocidad y dobló a la izquierda al llegar al final, bordeando así el Piazzale di Porta Romana.

Jeff miró hacia atrás y se llevó una desilusión al ver que su perseguidor se metía por la misma calle que ellos a no más de veinte metros por detrás.

—No podemos ir al apartamento —dijo Edie—. Tengo que deshacerme de ellos.

Estaba a punto de acelerar cuando bajó de la acera una mujer con un cochecito. Edie pisó con fuerza el freno. La mujer retrocedió rápidamente y les echó toda clase de pestes, mientras Edie cambiaba a segunda y salía disparada.

—Dirígete a la autopista —dijo Jeff.

La A1 quedaba a solo unos kilómetros en dirección sur por una avenida. Se metieron entre el tráfico y por un momento perdieron de vista al Mercedes gris. Edie conducía a gran velocidad y Jeff se sorprendió agarrándose cada dos por tres al salpicadero de plástico.

—¿Podrías tratar de no disfrutar tanto de la situación?

—Créeme, ésta no es mi idea de pasárselo bien —repuso ella.

Cuando ya les quedaba poco para la autopista, avistaron de nuevo el coche de los cristales ahumados. Iba esquivando vehículos más lentos a un lado y a otro y reduciendo la distancia con el coche de Edie.

Cogieron la salida de la A1 que indicaba Roma y se dirigieron hacia el este.

—Tal vez ha sido mala idea. No podemos dejar atrás a ese bicho —dijo Jeff.

Edie hizo caso omiso y pisó a fondo el acelerador, rebasando a toda velocidad a los coches por el carril de la izquierda. Los campos oscuros pasaban vertiginosamente. A lo lejos, a su izquierda, podían ver las luces de Florencia.

—Si se te ocurre alguna idea, éste podría ser un buen momento para decirla —dijo ella.

Jeff vio una señal que indicaba una estación de servicio a doscientos metros.

—Sal ahí.

Edie redujo ligeramente la velocidad y esperó al último momento para dar el volantazo. Salieron de la autopista con los neumáticos chirriando por la brusca desviación. El tramo estaba a oscuras, pero más adelante y a su izquierda distinguieron un resplandor de colores: una gasolinera y un área de servicio.

Edie quitó las luces y de pronto se vieron metidos en un túnel de oscuridad, pues unos árboles tapaban la gasolinera. Sin apenas aminorar la marcha, giró bruscamente a la izquierda y avanzó entre dos hileras de coches aparcados. Jeff miró atrás. Ahora no se veía ni rastro del otro vehículo. Edie giró el volante y el coche describió una curva cerrada, dejando a la derecha una fila de camiones estacionados. Detuvo el coche. Entre los camiones divisaron el Mercedes, que pasaba a gran velocidad por el tramo de autopista del que acababan de salir y dejaba atrás la estrecha salida.

—¿Y ahora qué?

El rostro de Edie estaba sumido en la negra sombra. Por la ventanilla entraba apenas un rayito de luz.

—Deja el coche aquí. No podemos arriesgarnos a volver a la autopista y que nos vean. Vamos a la gasolinera. Seguramente solo les hemos sacado un par de minutos.

La entrada al área de servicio, a la que se accedía por una escalera cubierta, se encontraba a no más de diez metros de distancia. El lugar estaba lleno de gente y se mezclaron con los viajeros de primera hora de la noche, con familias y con clientes que paraban a tomarse un café rápido en el camino de vuelta del trabajo a casa.

Arriba, una pequeña galería compuesta por una farmacia, un bar, una cafetería y unos lavabos formaba una pasarela que cruzaba la autopista por arriba. El lugar apestaba a tabaco y comida basura. Una y otra vez echaban la vista atrás, pero no tenían la menor idea de quién era su perseguidor ni de cuál era su aspecto. Cruzaron la pasarela a paso ligero, procurando no atraer la atención de nadie. Al otro lado bajaron las escaleras y se encontraron en un aparcamiento para vehículos pesados. Un camión articulado giró lentamente a la derecha delante de ellos y tuvieron que retroceder unos pasos. El aire apestaba a humo de gasoil.

Al doblar por una esquina vieron una furgoneta blanca. El conductor, un hombre vestido con vaqueros y chaqueta de borrego con un pitillo colgando de los labios, estaba cerrando en esos momentos el portón trasero. Dentro distinguieron unas cajas de cartón apiladas. Jeff corrió hacia el conductor y Edie esperó en la acera, mirando angustiada a su alrededor mientras se ceñía el abrigo al cuerpo con las dos manos. La temperatura había caído de golpe y veía su aliento flotar en el aire. Vio que Jeff sacaba la cartera del bolsillo y extraía de ella un par de billetes. Al instante, hizo señas a Edie para que se acercase y el conductor subió a medias el portón. Se montaron y el conductor lo bajó de nuevo para cerrar. La furgoneta aceleró y se marcharon de allí.

El hombre iba a Bolonia y había accedido a llevarles hasta Galluzzo, a unos kilómetros al sur de Florencia, nada más dejar la autopista. Desde allí cogieron un taxi para volver a la ciudad. El apartamento de Edie se encontraba en Via Sant’Agostino. Indicaron al taxista que los dejase en la Piazza Santo Spirito, desde donde solo tenían que andar un poco. Eran las siete de la tarde y los bares empezaban a llenarse de clientes, con lo que la plaza se pintaba de todo un arco iris de colores procedentes de los escaparates de las tiendas y de los restaurantes.

Edie iba delante. Ralentizaron el paso al aproximarse al apartamento. La calle estaba llena de coches y de gente parándose a mirar los escaparates. Al piso de Edie, encima de una elegante tienda que vendía papel de regalo personalizado y exclusivos artículos de escritorio, se accedía por un portal escondido bajo un arco. Vivía en un edificio antiguo de tres plantas, renegrido por la contaminación de la concurrida vía pública.

Al entrar, el vestíbulo se iluminó automáticamente y Edie cerró con rapidez la puerta. Una ancha escalera de piedra conducía a dos pisos por planta; el de Edie estaba en la segunda.

Hasta que llegaron a la puerta de su apartamento no se dieron cuenta de que algo andaba mal. Estaba entreabierta.

—Espera aquí —dijo Jeff, y abrió la puerta con sigilo. Entró con un cuidado exagerado y se detuvo para aguzar el oído; no se oía más que el tráfico de la calle. Edie parecía asustada y Jeff se puso un dedo en los labios antes de dar dos pasos con sumo cuidado para entrar en el recibidor del apartamento. Al final del pasillo volvió a detenerse, se apoyó de espaldas contra la pared y a continuación cruzó rápidamente el salón, el espacio central del apartamento. Edie se unió a él y juntos contemplaron incrédulos los destrozos.

El suelo estaba cubierto de papeles esparcidos. El ordenador de Edie apareció hecho pedazos, con las diferentes partes repartidas por la alfombra y la pantalla rota a golpes. Discos, libros, papeles y archivos habían sido arrojados por todos lados y las estanterías estaban volcadas.

Sin decir palabra, Edie acercó la silla de su escritorio, se sentó y escondió la cabeza entre las manos. Al cabo de unos segundos alzó la cabeza. Tenía los ojos humedecidos y la tez muy pálida.

—¿Quién haría algo así? —quiso saber.

Jeff apoyó dulcemente la mano en su hombro y se dirigió a la diminuta cocina americana, prácticamente intacta. Enseguida encontró una botella de brandy. Sirvió dos medidas largas en un par de tazas de té y le pasó una a Edie.

—Toma. Creo que te vendrá bien.

Edie se quedó mirando la taza sin mucho entusiasmo y acto seguido se la bebió de un trago.

—Gracias.

—No pretendo parecer insensible —dijo Jeff al cabo de unos instantes—, pero me parece que no deberíamos quedarnos aquí demasiado tiempo.

Edie no dijo nada.

—Quien sea el que nos haya seguido, es evidente que sabe dónde vives. No tardarán en atar cabos.

—¿Y qué quieres que le haga? —replicó Edie.

Jeff desvió la mirada.

—Solo creo que…

—No pienso ir a ninguna parte, Jeff.

El rostro de Edie era el vivo retrato de la ira, con todo el dolor y la rabia saliendo a la superficie con fuerza. Se agachó y recogió del suelo un marco de plata con la fotografía de sus difuntos padres: el cristal estaba hecho añicos. Con mucho cuidado, desprendió los fragmentos que quedaban y tocó delicadamente la imagen con la yema de un dedo. Luego, fue a dejarlo sobre la encimera de la cocina.

—¿De qué demonios va todo esto? —Estaba colorada. Jeff se daba perfecta cuenta de que le estaba costando muchísimo contenerse. Se derrumbó en una silla y empezó a llorar.

Jeff no estaba muy seguro de lo que debía hacer, pero de pronto las lágrimas cesaron tan rápidamente como habían brotado y Edie levantó la cabeza para mirarle, con los ojos enrojecidos y las mejillas mojadas. Se secó la cara con el dorso de la mano y sollozó.

—¿Adónde se supone que debo ir? ¿Llamo a la policía?

Jeff arrimó una silla y se sentó cerca de ella, echándole un brazo alrededor de los hombros.

—Creo que la policía no podrá protegerte… y no les has dicho nada sobre el mensaje del contestador. En el mejor de los casos, considerarán que les has engañado. En el peor, podrían sospechar de ti como cómplice en el asesinato de tu tío.

—Esta clase de historias no les pasa a la gente como nosotros —dijo ella al cabo de unos segundos—. Normalmente nos dejan vivir nuestra vida tranquila. No caben persecuciones en coche ni asesinatos.

Jeff levantó las cejas.

—Entonces, ¿qué sugieres tú? —Edie miró a su alrededor contemplando aquel caos y sintiéndose perdida.

—Si quieres saber quién mató a tu tío, la primera pista viene de la tablilla. Y nos está diciendo claramente que tenemos que ir a Venecia.