Londres, junio de 2003
Sean Clifton, el especialista en el Quattrocento italiano de Sotheby’s, bajó en el ascensor de seguridad a las cámaras subterráneas de las oficinas de la casa de subastas, en el barrio de Mayfair. Siguió al vigilante en silencio por el pasillo intensamente iluminado, con el eco de sus pisadas contra el suelo de cemento, hasta la puerta de la sala de documentos provista de aire acondicionado, y aguardó a que el hombre teclease su código de seguridad en el sistema de cierre electrónico. A continuación, el vigilante hizo pasar el ordenador y el maletín por la cinta de seguridad y, acto seguido, abrió completamente la pesada puerta de acero para permitir a Clifton comenzar su trabajo.
Una vez en la sala y solo, Clifton se relajó y se dispuso a acometer la tarea que tenía por delante. Una de las frecuentes obligaciones de su trabajo consistía en autentificar y evaluar documentos antiguos de muy diversa índole. Ante sí, sobre la mesa, tenía un hallazgo único: una colección recientemente descubierta de insólitos rollos pertenecientes al gran humanista del Renacimiento Niccolò Niccoli.
Antes de empezar, Clifton se puso unos guantes blancos de lino, carraspeó sin el menor ruido y se acomodó en su silla. Entonces, examinó la colección de manuscritos, dispuesta en dos pilas diferentes. A la izquierda, un montón de documentos sueltos y sin atar, y a la derecha un conjunto de rollos atados con una cintita roja. Se inclinó hacia delante, apartó el montón de pliegos sueltos y empezó a abrir el primero de la pila de rollos perfectamente atados y organizados.
Sentado a su mesa, guardaba un absoluto silencio. El único sonido que se oía en la sala era el que él mismo producía al inspirar y exhalar, al mover papeles de un lado a otro y al reacomodarse en la silla o teclear de tanto en tanto en su portátil, para redactar el informe sobre el archivo Niccoli y calcular el precio de subasta.
Tenía que leer despacio, dadas las características de la escritura, y en algunos sitios el texto resultaba apenas legible. Llevaba leídas seis páginas de apretado texto, y había empezado a trasladarse al universo de hacía seis siglos y de los pensamientos de uno de los viajeros más aventureros del siglo XV, cuando llegó la revelación. Tiempo después lo recordaría como la repetición a cámara lenta de un grandioso momento deportivo. El meollo de la colección estaba compuesto por tres volúmenes de diarios, manuscritos y fechados en 1410, en los que Niccolò Niccoli ofrecía la detallada crónica de un viaje desde Florencia hacia el este, a Macedonia. La narración recogía sus alegres correrías, una aventura llena de color y entusiasmo. Pero el viaje parecía no tener un propósito específico. Entonces, al pasar una página, a Clifton le dio un vuelco el corazón. Confundido, hizo una breve pausa y entonces empezó a leer lo más rápido que pudo.
Era como si el autor se hubiese cansado de su propio relato y hubiese cambiado de marcha de repente. O tal vez había caído presa del delirio y se había puesto a describir una fantasía. Era algo de lo más extraordinario. Niccoli era famoso por su racionalidad y por su devoción al estudio y a las artes. Entonces, ¿a qué obedecía todo aquello? ¿Había sufrido el erudito un pasajero ataque de locura? Lo que de pronto había empezado a describir no guardaba relación alguna con la realidad del siglo XV.
La sorpresa duró solo unos instantes, antes de quedar sustituida por un sentimiento muchísimo más fuerte, algo que Clifton no habría imaginado jamás. A lo largo de los quince años que llevaba dedicado a estudiar documentos de valor incalculable y antigüedades nunca antes vistas, jamás había sentido la tentación de apartarse del buen camino. Pero ahora, viendo aquellas extraordinarias páginas, se sintió completamente abrumado.
Acercó el escáner que tenía conectado al portátil y rápidamente lo pasó por cada una de las páginas que tenía delante para guardar la información en el disco duro. Sin plantearse ni por un instante lo que estaba haciendo, devolvió los documentos a su posición anterior, apagó el ordenador y salió de la habitación. Al otro lado de la puerta de la cámara, Clifton atravesó el arco de rayos X del puesto de seguridad, siguió al vigilante hasta la superficie y abandonó el edificio, embriagado de emoción ante las expectativas.