Venecia, en la actualidad
Jeff Martin se sacó con cuidado el cuello del jersey de cachemir por la cabeza y se acarició el mentón, cubierto de una barba de tres días. Cuando esa noche, un rato antes, había salido de su apartamento, había sido demasiado tarde ya para afeitarse; y al verse de pasada en el espejo del vestíbulo, al salir del edificio, había pensado que tenía aspecto de cansado, con la tez algo sucia y la mata de pelo castaño, algo larga, un tanto lacia y sin vida. Los intensos ojos azules de Jeff poseían aún algo de su antigua chispa, se dijo a sí mismo para animarse, pero no podía negarse que había tenido mejor aspecto en otros tiempos.
Ahora, sentado en el Harry’s Bar, mirando en derredor, reflexionó —no por primera vez— acerca de lo que se le habría pasado a Ernest Hemingway por la mente en aquel mismo escenario más de medio siglo atrás: «En el Harry’s encuentras todo lo habido y por haber… excepto, tal vez, la felicidad». Aquel lugar estaba igual que entonces; tampoco habían variado aquellas sensaciones, pensó. Las paredes, con su zócalo de madera, lucían el mismo tono crema de cuando inauguraron el local, allá por 1931. Los camareros, apuestos y elegantes, vestían el mismo uniforme de pantalones negros, pajarita blanca y chaqueta blanca almidonada. El menú era muy parecido, la distribución del bar no había cambiado un ápice y la disposición de las mesas y sillas de este salón no muy grande era idéntica al diseño soñado por el fundador, Giuseppe Cipriani, el cual había bautizado así al Harry’s cuando un amigo suyo, Harry Pickering, aportó las doscientas libras que hicieron falta para la apertura del local. Y el Harry’s seguía desprendiendo aquel mismo aura de refinada melancolía que había poseído tanto tiempo atrás.
—¿Otra?
La pregunta sacó a Jeff de sopetón de sus ensoñaciones. Miró a su amigo, el vizconde Roberto Armatovani, y asintió.
—¿Por qué no?
No se habían visto desde hacía un tiempo. Roberto, un musicólogo de fama mundial, había pasado una temporada en Estados Unidos como profesor invitado en varias universidades. Se habían citado un rato antes para disfrutar de una cena escalofriantemente cara en el restaurante, en la planta de arriba. Ahora los dos estaban un tanto empachados, pero relajados. El camarero había acudido a su mesa y casi de inmediato le pidieron dos Bellinis más.
—Bueno —dijo Roberto—. ¿Qué tal se está adaptando Rose a Venecia?
—Ah, estupendamente. Está en una edad muy mala, pero está cogiéndole bastante cariño a mi querida y vieja Maria. Lo cual me quita un peso de encima.
Rose, la única hija de su desventurado matrimonio, era lo mejor que había producido en su vida. Jeff lamentaba no poder verla más, pero su madre, Imogen, la mujer con la que había estado casado trece años y de la que se había divorciado hacía dos, parecía decidida a hacerle sufrir y darle quebraderos de cabeza. Era la primera vez que Rose visitaba el hogar adoptivo de su padre, y desde la disolución del matrimonio Jeff solo había podido verla un puñado de veces. Rose vivía con su madre en Hogsdown, una inmensa y gélida casa solariega en Glouscestershire que había heredado Imogen de sus difuntos padres. Con una momentánea punzada de tristeza, Jeff se dio cuenta de que su hija de catorce años era casi una mujercita y de que pronto habría perdido para siempre a su chiquitina.
Dio un sorbo a su Bellini y volvió a dejarlo en la mesa. Entonces miró a Roberto, que estaba tan distendido como siempre, era un hombre que en aquel entorno se encontraba como pez en el agua. Vestía su sempiterno uniforme de vaqueros negros, jersey negro de cuello alto y chaqueta negra de piel. Llevaba el pelo entrecano cortado bien corto. Y con su rostro delgado, sus ojos prácticamente negros y sus pómulos altos, no aparentaba en absoluto los cuarenta y cuatro años que en realidad tenía.
Los dos hombres se habían conocido hacía cinco años. Roberto era una autoridad en música antigua y, en concreto, en las composiciones de Palestrina, el maestro del siglo XVI que había sido el favorito del papa Julio III. Pero Roberto era mucho más que eso. Era también un extraordinario erudito, soberbio violinista, autor de varios populares sobre toda una serie de crípticas materias y, lo que más le había atraído a Jeff de él, un experto en la historia de Venecia. Jeff había estado con él en dos yacimientos arqueológicos y le había echado una mano con la documentación de su última obra, una crónica sobre el primer asentamiento de Venecia en el siglo IV.
Para Roberto, todas sus actividades no eran más que elaborados pasatiempos, puesto que era el heredero de una de las mayores y más antiguas fortunas de Italia. El árbol genealógico de la familia Armatovani se remontaba al siglo XIII e incluía entre sus ramas a media docena de príncipes, cardenales y numerosos señores de la guerra y aristócratas del lugar. Roberto era el más joven de cuatro hermanos y el único que seguía viviendo en Venecia después de que sus padres fallecieran. Vivía en uno de los pocos palazzos que no habían sido convertidos en lujosos apartamentos u hoteles.
—Bueno, ¿qué? ¿No vas a contarme nada de tu viaje, Roberto? Llevo toda la noche esperando que lo menciones.
—Cielos. Para serte sincero, estoy tan contento de estar en casa que no me paro mucho a pensar en ello. —Su inglés era «oxbridge» de pura cepa—. En fin, ha sido… bueno… ¿cómo describirlo? Una experiencia. Creo que no sabían muy bien qué hacer conmigo. Allí creen que es obligatorio que los profesores europeos usemos chaqueta de mezclilla y fumemos en pipa.
Se echaron a reír los dos.
—Pero ¿qué tal la tourné? Estoy seguro de que los machacaste.
—Por supuesto —respondió Roberto—. Y tienen unos cuantos músicos jóvenes excelentes. Pero ¿qué tal tú, Jeff? No tienes muy buen aspecto que digamos.
—Bah, tonterías.
—¿Algo va mal?
—Roberto, estoy bien. De hecho, estoy más contento de lo que me he sentido en mucho tiempo.
—¿«Contento»? Qué palabra tan rematadamente repugnante. No quiere decir nada, pero nada en absoluto. Justo a mitad de camino entre «agonía» y «éxtasis». Muy burgués por tu parte, amigo mío.
Jeff se encogió de hombros y apuró el vaso.
—Vale, pues «realizado», entonces. Me siento realizado. ¿Vale eso?
—Mejor.
—Tú sabes mejor que nadie lo deprimido que estaba cuando me vine a vivir aquí, pero ahora está todo superado.
—¿Y no echas de menos tu antigua vida?
—¿A Imogen?
—No, no me refiero a esa bruja. Digo tu ilustre carrera, ser el joven prodigio, el extraordinario historiador…
—No.
—¿Por qué será que no te creo?
—Bueno, vale, sí. A veces me sorprendo preguntándome cómo me iría la vida ahora si las cosas hubiesen evolucionado de otra manera. Intento de verdad mantenerme al corriente, aun cuando sea considerado persona non grata en Cambridge. Y, aparte, está lo que hago contigo.
Jeff hizo una seña al camarero y pidió otra ronda. No estaba siendo del todo sincero con su amigo. Adoraba Venecia y estaba empezando a disfrutar de verdad de su trabajo con Roberto. El problema era que para éste sus investigaciones no constituían más que uno de sus múltiples intereses, pues Roberto parecía poseer la mágica capacidad de llevar a cabo diez proyectos diferentes a la vez. Su reciente viaje a América había interrumpido el curso de sus indagaciones, y Jeff sabía que, ahora que Roberto había vuelto, inmediatamente se volcaría en media docena de nuevos proyectos, como mínimo. Aparte de esto, tenía que reconocer que empezaba a echar de menos la satisfacción que le había reportado saberse un miembro respetado de la comunidad académica, un profesor del Trinity College de Cambridge.
Su ascenso al estatus de autoridad mundial en la historia de la Alta Edad Media había entrado a formar parte de una leyenda. Ya en la universidad había llegado a ser considerado un auténtico prodigio. Antes incluso de sus exámenes finales, había escrito un revolucionario estudio sobre el antisemitismo en la Francia del siglo X, que fue publicado en la principal revista académica, el Journal of European History. Tras esto, se había graduado con matrícula de honor por el King’s College de Londres antes de cumplir veinte años.
Se trasladó a Cambridge y allí se convirtió en el protegido de Norman Honeywell-Scott, afamado académico con importantes contactos. A Jeff no le daba ningún reparo reconocer que se había montado en el carro de Honeywell-Scott. Pero a los tres años de empezar a colaborar con el historiador de Cambridge, se pelearon y nunca más volvieron a dirigirse la palabra. Honeywell-Scott se fue a la Sorbona, donde se convertiría en un astro aún más luminoso del firmamento académico. Aquel mismo verano, Jeff conoció a Imogen Parkhurst y se enamoró de ella, de la hija única del ministro sir Maxwell Parkhurst, del gabinete tory, cuyos ancestros habían amasado una fortuna financiando las guerras napoleónicas.
El padre de Imogen nunca le había visto con buenos ojos —su madre había fallecido nueve años antes— y Jeff sabía que pese a toda su brillante trayectoria y a su éxito académico, Imogen se encontraba en un nivel inaccesible para él. Jeff había nacido en un piso de dos dormitorios, encima de un comercio de Wickford, Essex, y su padre era el propietario de un negocio de suministros eléctricos. El peso intelectual solo compensaba en parte unos orígenes humildes. Imogen le había negado con vehemencia que sus sentimientos hacia él derivasen de un tardío acto de rebelión contra sus padres; pero, por supuesto, era una bobada. Entonces, cuando menos se lo esperaba, Jeff se enteró de que Imogen mantenía una relación con un amigo de la familia, Caspian Knightley, un primo lejano de la difunta Diana Spencer.
Desde aquel momento en adelante, las vidas de Jeff e Imogen empezaron a divergir. Dos meses después de haberse separado, sir Maxwell fallecía en un accidente de helicóptero e Imogen heredaba los millones de la familia. Jeff se volcó en el trabajo y depositó toda su fe en una serie para televisión sobre Carlomagno para la elaboración de cuyo guion y presentación había sido elegido. El capítulo piloto resultó un fracaso y prácticamente de la noche a la mañana Jeff perdió su oportunidad. El fracaso, el primero de su carrera, fue un duro golpe para él. Había vuelto a beber y entonces, influido por sus amigos de los medios de comunicación, coqueteó por breve espacio de tiempo con la cocaína. En poco tiempo su vida académica empezó a debilitarse. Pocos meses después, con el divorcio concluido, siguió el consejo del director del Trinity e inició unas prolongadas «vacaciones» en Italia.
En cierto sentido, había sido afortunado. Durante su matrimonio con Imogen había conocido a unas cuantas personas útiles con quienes había fraguado una auténtica amistad. Una de esas personas era Mark Thornton, uno de los abogados matrimonialistas más hábiles de Gran Bretaña. A Thornton nunca le habían agradado mucho los Parkhurst y dedicó poco tiempo a Imogen. Se dejó la piel para conseguirle a Jeff un acuerdo excepcionalmente bueno, lo que significaba que el hijo del electricista de Wickford tendría la vida solucionada con un piso en Mayfair, un lujoso apartamento en la plaza de San Marcos, Venecia, y un puñado de millones en el banco. Pero Jeff sabía que si hubiese podido reescribir la historia y hubiese dispuesto de más tiempo para estar con Rose, de mil amores habría sacrificado el lote.
—¿Hay alguna ricura en el bar? —preguntó de repente Roberto.
—¿Cómo dices?
—Pareces excesivamente interesado en algo o en alguien de allí.
—Disculpa, solo estaba pensando en Rose —mintió.
—Sin lugar a dudas, es toda una mujercita. Casi no podía creerlo cuando pasé a buscarte esta tarde. ¿Y se lleva bien con la irreductible Maria? Eso sí que es notable.
Jeff se echó a reír.
—Mi ama de llaves nunca te ha resultado muy simpática, ¿verdad, Roberto?
—No —respondió—. Esa mujer no puede ni verme.
—Bobadas. —Jeff miró la hora: acababan de dar las once—. Mira, disculpa que sea un coñazo, pero tengo que volver ya. Esta ronda la pago yo.
Fuera del Harry’s hacía un frío helador y su aliento flotaba suspendido como una neblina en el aire. Era la víspera del Carnivale, una noche fría y límpida de febrero, la época favorita de Jeff en Venecia. Se subieron el cuello de los respectivos abrigos y echaron a andar por la calle Vallaresso en dirección a San Moise, pasando por delante de las boutiques de diseñadores, a cada lado de la calle. Se despidieron en la intersección con la promesa de verse de nuevo el domingo para comer en el Gritti Palace. Jeff metió las manos en los bolsillos del abrigo y se encaminó a San Marcos.
Estaba todo tranquilo. La mayor parte de los turistas estaban bien tapados en la cama y los vendedores ambulantes africanos recogían ya sus bolsos imitación Louis Vuitton y sus Rolex de cinco dólares. Cruzó la plaza por el lado oeste y apretó el paso para atravesar un corto pasillo. Su apartamento se encontraba en la planta superior del lado norte de la plaza. Dobló a la derecha y siguió por un angosto pasaje que daba la vuelta al edificio. El silencio solo era interrumpido por el suave chapoteo del agua del canal, a su izquierda. Al llegar al portal que daba al vestíbulo de la casa, se palpó el bolsillo en busca de la llave. Y justo cuando la introducía en la cerradura, oyó una leve tos. Dio media vuelta. De pie entre las sombras había un hombre con un largo abrigo negro y un sombrero. Por un fugacísimo instante, la luz procedente de una ventana del edificio de Jeff dio en un objeto brillante que sostenía el hombre en una mano, arrancándole un destello en medio de la negrura.
—Disculpe. No era mi intención sobresaltarle —dijo el hombre, al tiempo que salía de la penumbra. No medía más de un metro cincuenta y tenía la cara llena de arrugas y ajada. Llevaba puesto un abrigo desaliñado y un sombrero de fieltro, por debajo del cual una melena larga y blanca le caía hasta los hombros. Dio un paso en dirección a Jeff apoyándose pesadamente en un bastón de madera con una empuñadura de metal sumamente pulida—. Me llamo Mario Sporani. Usted no me conoce, pero dispongo de cierta información que creo que le resultará de interés. ¿Podría abusar de su hospitalidad? Hace un poquito de frío aquí.
—¿Qué clase de información? —preguntó Jeff, mirando al hombre de arriba abajo sin fiarse de él.
—Relacionada con la historia.
—¿Con la historia?
—Discúlpeme. He viajado esta noche desde Florencia, donde resido. Hace años fui vigilante de la Capilla Medici. Hay un asunto de máxima importancia que necesito tratar con usted. —Tendió a Jeff una deteriorada fotografía en blanco y negro. En ella se veía a un Mario Sporani mucho más joven sosteniendo un cilindro negro de unos treinta centímetros de largo. En uno de los extremos del tubo Jeff distinguió a duras penas un emblema: un conjunto de cinco bolas y un par de llaves cruzadas, el escudo de armas de la familia Medici—. Yo soy una de las poquísimas personas que han visto este objeto en quinientos años —prosiguió Sporani—. Y ahora ha desaparecido de la faz de la Tierra.
La sala de estar de Jeff era espectacular: un vasto espacio diáfano, amueblado en estilo moderno, todo a base de acero mate, madera oscura, suave tono crema y telas blancas. La pared de enfrente de la puerta estaba ocupada por unos inmensos ventanales que daban a San Marcos, el Campanile y San Giorgio Maggiore detrás. A la derecha de esta sala estaba la cocina y a la izquierda un umbrío pasillo que comunicaba con los dormitorios.
Mario Sporani se encontraba de pie en el umbral de la puerta, absorbiéndolo todo en silencio y con un destello de apreciación en la mirada.
—Hermoso —dijo llanamente, y Jeff le indicó que tomara asiento. La casa estaba en silencio. Rose y Maria, al parecer, se habían acostado.
Jeff fue a la cocina y se puso a preparar café. No le quitaba el ojo de encima a Sporani, quien contemplaba embelesado el salón y las vistas desde las ventanas. Le siguió con la mirada mientras se ponía de pie y se acercaba a admirar los cuadros, primero, y a continuación observaba con detenimiento unas estanterías de cristal que contenían toda una colección de artefactos.
A los pocos minutos Jeff estaba a su lado con una bandeja en las manos. Sporani contemplaba un cuadro de un desnudo yacente.
—A primera vista hubiera jurado que se trataba del Desnudo Sdraiato de Modigliani, pero hay algo que no concuerda.
Jeff evaluó al viejo.
—Es una de las primeras obras de su época veneciana en el Istituto per le Belle Arti di Venezia; más o menos de la época en que empezó a fumar hachís, de hecho. Al año siguiente Modigliani se trasladó a París y rehízo este cuadro.
Sporani sacudió la cabeza lentamente.
—Fascinante.
Jeff depositó la bandeja en una mesita de acero inoxidable entre dos sofás cerca de las ventanas.
—Muy bien —dijo, al tiempo que ofrecía una taza a Sporani—. ¿De qué va todo esto?
—Como es natural, está usted escéptico, señor Martin. También yo habría reaccionado de la misma manera hace cuarenta años. —Dio un sorbo a su café—. Como le he dicho, fui el vigilante de la Capilla Medici hasta que me jubilé hace unos años. Yo era el responsable de la misma cuando la terrible inundación de noviembre de 1966 arrasó Florencia y destruyó tantas maravillas.
Jeff le miraba en silencio. Calculaba que Sporani tendría seguramente cerca de setenta años, pero aparentaba más edad.
—La mañana en que las aguas del Arno se salieron de madre y afluyeron a nuestro barrio en forma de fuerte torrente, me las apañé para abrirme paso bajo la tormenta y llegar a la capilla. Mis peores temores se habían cumplido: la cripta estaba anegada y los cuerpos de los Medici sepultados corrían el peligro de que el agua arramblase con ellos.
»Yo era joven e impulsivo. Sin parar a pensar en mi propia seguridad, bajé a toda prisa a las cámaras funerarias y a punto estuve de morir ahogado; escapé por los pelos. Poco pude hacer para proteger la cripta, pero felizmente, aunque el agua había causado daños inmensos, se pudo evitar lo peor y esa misma noche la riada que inundaba el barrio empezó a remitir. Mientras me encontraba en el interior de la cripta, luchando por escapar del agua que no paraba de crecer y crecer, me topé con un extraño objeto, un tubo de ébano. Inmediatamente, al ver el emblema, me di cuenta de que antiguamente había pertenecido a los Medici. Pero no tenía ni idea de qué se trataba. Como le digo, yo era joven. Debí entregarlo a las autoridades, pero no pude, o por lo menos no así como así.
Hizo una breve pausa para dar otro sorbo a su café.
—Rompí el sello. Dentro encontré un fajo de documentos cubiertos de una escritura menuda. Estaban redactados en un extraño idioma. Luego concluí que debía de ser griego y, por supuesto, no entendí ni una sola palabra.
—¿No pensó en que se lo tradujese alguien? —preguntó Jeff.
—Bueno, lo pensé. De hecho, mencioné mi hallazgo a un par de amigos, lo cual probablemente fuese un error. Debí sencillamente mantener la boca cerrada.
Jeff parecía confundido.
—Ninguno de ellos pudo ayudarme, ya ve usted. Hasta los que tenían algunos conocimientos de otros idiomas no fueron capaces de traducir más que alguna que otra palabra suelta. Pero me enteré de una cosa fundamental: la última página del documento contenía una firma, la de Cosimo de’ Medici, el gran mecenas y protector de Florencia. Aunque le he dicho que no podía entender ni una palabra del documento, se trataba evidentemente de una especie de diario, pues el texto estaba dividido en fragmentos, en cuya parte superior siempre aparecía una fecha. Memoricé las fechas, y tiempo después descubrí que correspondían al año 1410.
—¿Y eso le incitó por fin a entregar el hallazgo?
—Debí hacerlo —respondió Sporani, y dejó su taza vacía en la mesita—. Y lo habría hecho. No soy ningún ladrón.
—¿Cómo que lo habría hecho?
—Dos noches después de mi descubrimiento alguien llamó a golpes en el portal de mi casa. Mi mujer y mi bebé dormían en la habitación del fondo. Bajé a ver quién era. Dos hombres me metieron en el vestíbulo con una pistola pegada a mi cabeza. Uno de ellos era inglés, creo, y el otro italiano. Éste era el que llevaba la voz cantante, aunque a decir verdad ninguno de los dos dijo gran cosa. Querían el documento Medici.
—¿Cómo se habían enterado?
—No estoy seguro, pero no debí contar nada a nadie sobre mi hallazgo. Se lo entregué, por descontado. Cuando el italiano reparó en que el sello estaba roto, no me cupo duda de que iba a matarme. Tenía que pensar rápido en algo. Les dije que cuando lo encontré ya estaba roto.
—¿Y le creyeron?
—No lo sé. Creo que el hombre que empuñaba el arma estaba dispuesto a apretar el gatillo, pero el inglés lo detuvo. Dijo algo que no olvidaré jamás: «Si alguna vez le cuentas a alguien algo de esto, le volaré los sesos a tu bebé».
Desde el exterior llegó el tenue sonido de la sirena de una embarcación.
—Entonces, ¿por qué está aquí ahora?
Sporani contemplaba ensimismado el panorama desde las ventanas, como en un sueño. De pronto, salió de sus ensoñaciones y dirigió unos ojos cansados a Jeff.
—Oh, ya no pueden hacerme nada, señor Martin. Mi bebé se convirtió en un apuesto joven, pero hace cinco años se mató en un accidente de moto en Bolonia. Y mi mujer, Sophia, falleció el mes pasado. Cáncer de mama.
—Lo lamento.
—Oh, no tiene por qué. Tuvimos una vida dichosa, los tres juntos.
Jeff sirvió un poco más de café para los dos.
—Y bien, ¿por qué ha venido a verme?
—Necesito su ayuda. Usted, supongo, sabe del Proyecto Medici, el equipo que está estudiando los vestigios de la capilla.
—Sí.
—Bueno, pues yo creo que se hallan en grave peligro.
—¿Por qué piensa eso?
—Por lo que acabo de relatarle.
—Pero eso pasó hace más de cuarenta años…
—La primera vez que oí hablar del Proyecto Medici manifesté mi oposición. Comuniqué a las autoridades de la Universidad de Pisa que financian el equipo mi convicción de que una persona o un grupo de personas no deseaba que se molestase a los cuerpos. Nadie quiso escucharme.
—Entiendo por qué puede que se mostrasen escépticos —admitió Jeff.
—Ciertamente. En aquel momento no pude aportar nada que les hiciera verme de otro modo, aparte de como un chiflado.
—Pero ¿ha hablado usted con el equipo?
—Por eso es por lo que he acudido a usted, señor Martin. El profesor Mackenzie ni siquiera accede a atenderme. Ya tienen su cupo diario de manifestantes, gente como el padre Baggio. ¿Ha oído hablar de él?
Jeff asintió. Sporani le dedicó una mirada penetrante.
—Su vieja amiga, Edie Granger… Usted sabrá por ella que el profesor Mackenzie es un hombre arrogante. Pero es preciso que alguien le convenza para que reconsidere su trabajo en la capilla.
Lo de Jeff y Edie era una larga historia. A decir verdad, ella era su mejor y más antigua amiga. Se habían conocido en la universidad y, aunque desde aquel entonces cada cual había seguido por derroteros muy diferentes, habían mantenido una estrecha amistad. Cuando se conocieron, ella era una gótica de dieciocho años que llegó a obtener matrícula de honor en química y patología, antes de completar un doctorado en paleontología. Sus amigos bromeaban con que estaba perpetuando el negocio de la familia; tanto su padre como su madre habían sido arqueólogos.
—Solo he visto al profesor Mackenzie unas cuantas veces. En realidad, solo le conozco por su reputación.
—Sí, claro, el mundialmente famoso paleontólogo, algo así como una celebridad en nuestros días, el hombre al que su revista Times apodó «El detective de las momias». A lo mejor es demasiado importante para hablar conmigo, motivo por el cual acudo a usted. Es la única persona capaz de convencerles del peligro al que se enfrentan.
Jeff se quedó mirando a Sporani y sacudió lentamente la cabeza.
—Odio tener que sacarle de su ilusión, señor Sporani, pero está usted bastante equivocado. Yo no puedo hacer nada. Además, no estoy seguro de que sus temores estén justificados.
—¿Ah, no?
—Pues, mire, no. Creo en su historia, pero aquello sucedió hace mucho tiempo. A lo mejor los dos tipos que se colaron en su casa eran simplemente unos ladrones, y supieron comprar su silencio.
—Tal vez —replicó Sporani, clavando a Jeff una intensa mirada—. Pero hace un año, antes de que mi Sophia muriese y poco después del anuncio del plan de exhumación, recibí esto.
Sporani tendió un sobre a Jeff. De su interior, éste sacó la única hoja de papel que contenía y leyó el siguiente breve mensaje:
DETENGA A SUS AMIGOS. NO PERTURBEN LAS TUMBAS DE LOS MEDICI. PUEDE QUE SU HIJO HAYA MUERTO, PERO SU MUJER VIVE AÚN.
Durante la mayor parte de la noche, Jeff fue incapaz de conciliar el sueño. Y antes del alba estaba en pie y vestido. Estaba preparando una cafetera bien cargada cuando entró Rose bostezando y con la melena hecha una maraña rubia.
—¡Está viva! —Jeff sonrió de oreja a oreja.
—Ella hizo una mueca y se frotó los ojos.
—¿Siempre te levantas tan temprano, papá?
—Solo cuando me paso la noche entera de marcha.
Rose se sobresaltó por un instante y entonces cayó en la cuenta de que su padre estaba tomándole el pelo. Desarmaba con su sonrisa, una sonrisa que —pensó Jeff— la hacía parecerse a su madre. Pero apartó aquellos dolorosos recuerdos. Oyeron a Maria enchufar el aspirador en el pasillo. La señora asomó la cabeza por la puerta y dio los buenos días antes de comenzar las faenas del día.
—Cuando más me gusta esta ciudad es cuando no hay gente pululando, Rose —dijo Jeff, y dio un trago largo a su café—. Un psiquiatra podría extraer de eso algunas conclusiones alarmantes, pero es lo que hay. —Se puso una cazadora marrón—. Toma algo de café. Y he puesto un par de cruasanes a calentar en el horno.
—¿Adónde vas?
—Tengo cosas que hacer.
Bajó en el ascensor, cruzó el vestíbulo de suelo de mármol, saludó al adormilado portero y salió al estrecho pasadizo que quedaba a la espalda del edificio. Al doblar la esquina, estuvo a punto de tropezar con un cuerpo tendido en la penumbra. El hombre gimió y se incorporó con sorprendente velocidad.
—Ah, mi amigo Jeffrey —dijo el tipo con una voz ronca y de acento muy fuerte.
—Dino. No es el día en que habitualmente te dejas caer por aquí.
Dino se frotó los ojos.
—Voy cambiando la rutina. Así los turistas están más al loro —replicó, acompañando sus palabras con una torcida sonrisa forzada.
Dino llevaba viviendo en la calle desde que Jeff se había instalado en San Marcos. Durante su oscura etapa inicial en Venecia, cuando abandonó su antigua vida en Inglaterra, Jeff había trabado amistad con el hombre, al que invitaba a tomar café y un bocadillo. En esas ocasiones Dino le había revelado algunos episodios de su biografía. Su huida de Kosovo después de que mataran a su mujer y a su pequeña. Las había enterrado, cavando con las manos desnudas, y se había puesto en camino hacia el oeste sin otra cosa que la ropa que lo cubría. Antes de la guerra había sido profesor de matemáticas en Pristina. Ahora vivía de los pocos euros que los ricos turistas americanos se dignaban ocasionalmente tirarle.
Dino seguía una rutina de acuerdo con la cual se presentaba en San Marcos una vez por semana, después de haber recorrido toda una lista de puntos calientes turísticos los días anteriores. Y Jeff siempre le ofrecía un puñado de euros o le invitaba a café. En cierto sentido, tenían un vínculo en común: los dos eran exiliados, hombres que habían cruzado el velo de la vida normal. Dino era profundamente religioso y creía con toda su alma que simplemente estaba cumpliendo el tiempo que le correspondía vivir aquí en la tierra, y que volvería a ver a su familia de nuevo en un mundo mejor. Jeff, ateo confeso, tenía sus propias ideas al respecto, pero comprendía que la mera existencia de su amigo era de gran ayuda para él, pues constituía un constante recordatorio de que su propia hija, Rose, estaba bien viva y coleando.
—Toma, Dino —dijo Jeff, tendiéndole unos billetes absolutamente nuevos—. Cómprate algo de comer. Yo tengo que irme. Hablamos la próxima vez, ¿vale?
Dino cogió el dinero y estrechó la mano de Jeff.
—Que Dios te bendiga —dijo con una sonrisa.
Una luz anaranjada se extendía en el cielo por el este cuando Jeff entró en San Marcos a zancadas, y unas sombras alargadas cubrían de franjas la piazza. Al llegar a la Torre dell’Orologio inició un trayecto zigzagueante, entrando por la calle Larga para girar a la izquierda en la calle dei Specchieri. No había un alma, los comercios estaban cerrados. Jeff casi pudo imaginar que toda la población del planeta había sido exterminada y que era el último hombre que quedaba para recorrer a solas esos silenciosos callejones. Pero enseguida estaba pasando el río San Zulian, donde se cruzó con una señora que llevaba un perrillo minúsculo con su correa. Entre sus labios de brillante carmín sujetaba una fina boquilla negra que no se quitó ni para reñir al chucho por entretenerse en una farola. La ceniza de su cigarrillo cayó al adoquinado. Detrás de ella venían andando dos señoras de mediana edad, de tez ajada y ojos cansados. Las dos tenían un aspecto extremadamente gris, salvo por los pañuelos multicolor con que se tapaban el cabello y la frente hasta las cejas.
Cuando llegó al Rialto el sol asomaba, transformando las aguas del Gran Canal en una paleta pastel. Por debajo del puente pasó un vaporetto abarrotado de pasajeros madrugadores. El puente en sí estaba prácticamente desierto; detrás de los cristales protegidos con rejilla podían verse camisetas con góndolas y baratas máscaras de carnaval. Hacía tiempo que Jeff había concluido que Venecia era, como a él le gustaba llamarla, un «amplificador de sentimientos»: si estabas feliz, te hacía sentir más feliz, y si estabas deprimido, era capaz de hundirte todavía más. De un modo u otro, Venecia siempre había sido un sitio especial para él y para su ex mujer. Habían venido cuando contrajeron matrimonio. Henchidos de confianza e impulsados por la boyante situación del mercado de valores, habían comprado el apartamento de San Marcos. Pero también en Venecia era donde Jeff se había enterado de la infidelidad de Imogen.
Habían dejado a Rose en Londres con la niñera y habían cogido un avión a Venecia para pasar aquí dos noches. La tarde de su llegada se fueron directamente a cenar al Danieli; fue un gesto típicamente extravagante, pero en aquel entonces Jeff vivía a lo grande el fastuoso estilo de vida al que había llegado ya a acostumbrarse. Al volver por la Riva Degli Schiavoni, pasaron por el piano bar del Monaco y allí Imogen le contó que estaba liada con otro. A la mañana siguiente ella cogió el avión para Inglaterra. Él prefirió quedarse un poco más; necesitaba tiempo para pensar, para tratar de asimilar la noticia.
Solo y rota ya su pareja, Venecia se transformó para él en una ciudad de fantasmas. Notó que perdía el contacto con la realidad. Se quedaba metido en la cama, en su apartamento, dándole vueltas al asunto con el corazón y con el alma, tratando de entender en qué se había equivocado.
Se sentía mal por él, por supuesto, pero sobre todo le preocupaba Rose y estaba furibundo contra Imogen por haber roto su familia en dos. La ira se apoderó de él y le volvió estoico, y él mismo se sorprendió de su crueldad. Nada más volver a Inglaterra, planteó la demanda de divorcio y anestesió cualquier sentimiento que hubiera tenido antaño hacia su pérfida esposa.
A veces se preguntaba si habría sido buena idea regresar a la ciudad en la que su mundo se había venido abajo, pero quería demasiado este lugar como para dejarlo escapar. No podía culpar a Venecia de lo que le había hecho su mujer. En la primera época, poco después del divorcio, se había pasado largas noches paseando por el vacío laberinto de Venecia escuchando a Samuel Barber y a Tom Waits en su iPod, y preguntándose si alguna vez volvería a ser feliz.
Edie, su vieja amiga, le había ayudado a salir adelante. Se había tomado un período de permiso para estar junto a él en Venecia. Le había obligado a ir a restaurantes, le había hecho hablar y había racionado la cerveza que él hubiera bebido como si fuese agua. El vínculo que los unía se hizo más fuerte que nunca. Jeff sabía que Edie sentía absoluta indiferencia por Imogen. Nunca había dicho una sola palabra en contra de su ex mujer, pero conocía tan bien a Edie que en ocasiones casi se entendían por telepatía. Imogen había estado celosa de su relación, sin lugar a dudas, pero no tenía por qué. Edie era su amiga más querida, se querían como hermanos; Imogen había sido su mujer y él la había amado durante un período de su vida.
Al pensar en Edie, se le vino a la mente lo sucedido la noche anterior y el extraño personaje de Mario Sporani. El hombre estaba convencido de que Jeff podría de alguna manera hablar con Edie para que influyese en Carlin Mackenzie, y estaba totalmente seguro de que el equipo que trabajaba en la Capilla Medici corría un peligro real. El viejo se había marchado poco después de mostrarle aquella extraña nota, pues había declinado su invitación a pasar la noche en su casa. Jeff le había prometido, no muy convencido, que consultaría con la almohada la idea de hablar con Edie. Sporani estaría por Venecia un par de días y Jeff había aceptado su proposición de quedar a tomar un café antes de que abandonase la ciudad. Ahora no sabía qué pensar de todo aquello. No podía evitar preocuparse por Edie, pero ¿no sería, en realidad, una chifladura? Solo los chalados devotos creían que exhumar a los Medici traería problemas. Seguro que Sporani estaba en un error, que era todo fruto de su fantasía. Quizás el haber perdido a sus seres queridos le había afectado la razón.
Bajó por el brazo norte del Rialto e inmediatamente dobló a la derecha para cruzar por el Mercato del Pesce, «el mercado de pescado». Le encantaba ese lugar, le gustaba hasta el fuerte olor del pescado al ser destripado por los hombres, ataviados con sus mandiles blancos y sus botas de caucho. En cada puesto del mercado podía ver bandejas repletas de calamares cual sesos distendidos, de cangrejos chasqueando al aire las tenazas en un intento por llegar a un lugar que jamás encontrarían, y atunes enteros luciendo en el lomo el nombre del pescadero que los haría rodajas para alimentar a treinta familias. Detrás de los puestos de pescado había hileras y más hileras de mostradores cargados de frutas y verduras, y detrás de éstos, puestos de flores, una explosión de color de absolutamente todas las tonalidades imaginables.
A Jeff le encantaba cocinar y éste era su lugar predilecto para la compra de productos frescos. Todos los tenderos le llamaban por su nombre de pila. Eran muy chistosos y a lo largo del último año le habían enseñado un auténtico catálogo de coloquialismos y frases obscenas.
Se paseó tranquilamente por los puestos seleccionando las mejores piezas de pescado que pudiera encontrar: unos filetes de trucha que sabía que a Rose le iban a chiflar. A continuación eligió unos calabacines, unas berenjenas, champiñones y unas patatas nuevas. A los quince minutos de haber entrado en el mercado, había terminado sus compras y tenía dos bolsas de plástico llenas de todo lo que iba a precisar para la cena de esa noche.
El día había roto del todo cuando salió del mercado. La gente empezaba a abarrotar las calles y la luz había transformado la anterior atmósfera taciturna en el fulgor de una verdadera mañana. Era hora de tomarse un café y tal vez incluso un aperitivo.
Dejó las bolsas de la compra junto a una mesa e hizo una seña al camarero para que se acercase a tomarle nota. Fue entonces cuando reparó en la televisión del rincón del fondo, elevada sobre una repisa de madera. Se veía el telediario, pero el volumen estaba muy bajo. Una imagen de un tanque en plena explosión y de los rostros de unos soldados recién acribillados. A continuación el presentador desde el plató pronunció unas palabras inaudibles y la imagen cambió. Llegó el camarero con el café y con un par de galletitas en el platillo. Jeff dirigió la vista de nuevo hacia la pantalla del televisor: ahora se veía una franja de color en la parte inferior de la imagen y Jeff pudo leer que ponía Capilla Medici, Firenze. Por encima del rótulo, la imagen de una sala escasamente iluminada. Al instante se dio cuenta de que se trataba de la cripta de la capilla. Entonces, la imagen se deshizo y dejó paso a una foto de primer plano del profesor Carlin Mackenzie.
Jeff sintió un repentino espasmo en la boca del estómago. Estaba a punto de llamar al camarero para que subiese el volumen del televisor cuando la imagen de la pantalla se desvaneció y en su lugar apareció una fotografía de Downing Street. Metió la mano en el bolsillo y sacó el teléfono. Pulsó las teclas. Su mente trabajaba en modo automático. Dio con el Servicio de Noticias de la BBC por Internet. Volvió a teclear para abrir la pantalla de «Última hora» y leyó a toda velocidad el avance de la noticia. Solo cuando terminó de leer la última frase se dio cuenta de que le temblaban las manos.