Capítulo 2

Florencia, a día de hoy

Edie Granger cerró con llave su Fiat rojo en el aparcamiento privado junto a la Capilla Medici y recorrió el trecho de pavimento adoquinado que la separaba de las puertas de acceso. Medía un metro ochenta y, gracias a una tabla diaria de ejercicios de una hora de duración, se encontraba en excelente forma física. Edie colocaba entre una de sus máximas prioridades la elegancia en el vestir, cosa rara para una académica inglesa y algo que le hacía granjearse el cariño de sus amistades italianas, quienes solo medio en broma aseguraban que Edie era el vivo retrato de la actriz Liv Tyler.

Al igual que llevaba haciendo cada día de los últimos meses, Edie se esforzó por ignorar a los tipos encapuchados que, pancarta en mano y ataviados con raídos hábitos marrones, se manifestaban delante de las puertas de la capilla. Los manifestantes pertenecían a un extraño grupo denominado por ellos mismos los Obreros de Dios. Encabezados por un fanático dominico, un tal padre Baggio, se oponían a cualquier proyecto de investigación científica que se llevase a cabo en el interior de la Capilla Medici. Para Edie, hacía ya tiempo que habían entrado a formar parte del paisaje.

Mostró con un rápido ademán su pase al llegar a la cabina de admisiones, nada más franquear las puertas, subió las escaleras de dos en dos y entró a zancadas en la parte del panteón por la que pululaban a diario centenares de visitantes mientras leían las inscripciones de las tumbas de los Medici.

Al fondo, un trozo de capilla había quedado acordonado para impedir el acceso del público, y una tienda de lona color crudo ocultaba la entrada a una angosta escalera que bajaba hasta la cámara funeraria, cuyos profundos nichos, a cada lado de la sala, albergaban los sarcófagos. Al entrar en la zona de trabajo, Edie eludió un par de mesas de disección y cruzó la puerta que comunicaba con el primero de dos laboratorios que quedaban a mano izquierda.

La cámara funeraria de debajo del panteón de la Capilla Medici consistía en una sala de techo bajo de unos diez metros por seis. No había mucho sitio y hacía calor, pero un potente sistema portátil de aire acondicionado mantenía fresco el aire. Las paredes del laboratorio estaban llenas de aparatos de rayos X, espectrómetros y analizadores de ADN. Al fondo de la cámara principal se encontraba el despacho de Carlin Mackenzie, en el que había cajas de huesos selladas dispuestas de manera incongruente junto a un par de Mac trucados.

Edie acababa de tomar posesión de su banco de trabajo y estaba echando un vistazo a las lecturas de un espectrómetro de infrarrojos, cuando Mackenzie entró acompañado de dos hombres trajeados. Edie los había conocido en otra ocasión: el más bajo de los dos se llamaba Umberto Nero y era el vicerrector de la Universidad de Pisa, y el otro hombre, más joven que el anterior, era un político local muy conocido, Francesco della Pinoro, actualmente el candidato con más opciones de ganar las elecciones municipales.

—Ah, Edie —dijo Mackenzie. El profesor era un hombre de corta estatura, gordinflón, de sesenta y muchos años. Usaba unas gafas a lo John Lennon y tenía una mata de fino pelo blanco y una cara atractiva que encantaba a los realizadores de documentales para la televisión—. Caballeros, les presento a mi sobrina, Edie Granger.

Della Pinoro le tendió la mano y Nero la saludó bajando levemente el mentón. Edie y él se habían cruzado en numerosas ocasiones pero nunca se había preocupado mucho la una por el otro.

—Edie, quería preguntarte si podrías atender unos minutos a nuestros invitados. Su coche tiene que llegar enseguida; ¿podrías dedicarles una breve visita guiada?

—Por supuesto. —Edie se las ingenió para insuflar una pizca de entusiasmo a su voz.

—Excelente. Caballeros, gracias por sus valiosos comentarios. Me pondré en contacto con ustedes muy pronto. —Mackenzie les estrechó la mano y dio media vuelta.

—Por aquí.

Edie guió a Della Pinoro y a Nero de vuelta a la cámara central y los llevó hasta una mesa metálica alargada. Mientras caminaban por el piso de piedra, fue describiéndoles el proceso de embalsamamiento de los cuerpos sepultados en los nichos y cómo se mantenían conservados en el interior de esa cámara. Rodeó la mesa con paso tranquilo y miró a los visitantes. Entre ellos y ella había un muerto de 470 años.

Se apartó de la cara un mechón suelto de negro pelo rizado y clavó la mirada en los dos hombres con sus ojos color madera quemada, cruzó los brazos y se irguió al máximo de su estatura, descollando claramente sobre ellos.

—Les presento a Ippolito de’ Medici, hijo ilegítimo de Giuliano de’ Medici, duque de Nemours —les explicó—. Durante casi medio milenio el misterio ha rodeado su muerte. Hay quien ha conjeturado que este joven, pues contaba solo veinticuatro años de edad cuando murió, fue asesinado por su primo Alessandro, el cual a su vez fue eliminado por otro amigable pariente, Lorenzino de’ Medici. Pero no había pruebas, hasta ahora. Acabamos de terminar de trabajar con estos restos y hemos hallado pruebas evidentes de que Ippolito murió envenenado.

Nero miraba la momia y alzó la vista. Edie se fijó en que estaba un tanto pálido. Rápidamente, condujo a los hombres a una sala más pequeña que comunicaba con la cámara principal, donde el olor a tierra y a ropa vieja no era tan intenso. Había un hombre sentado ante un banco de trabajo, escudriñando por la lente de un enorme microscopio.

—Nos encontramos ahora en el corazón mismo de toda la operación —continuó Edie—. Esta sala y el laboratorio contiguo contuvieron en su día hasta doce ataúdes, pero la mayor parte de ellos resultaron seriamente dañados en la inundación de 1966. Los cuerpos, que eran los de miembros de menor relevancia del clan Medici, fueron sepultados nuevamente en otra parte de la capilla. Ahora esta sala alberga el laboratorio principal en el que analizamos el material extraído de las momias del panteón.

—¿Cómo pueden estar seguros de que el hombre de ahí fuera murió asesinado? —preguntó Della Pinoro, que llevaba los últimos minutos especialmente interesado en el escote en forma de pico de la bata de laboratorio de Edie—. ¿No habrían desaparecido todas las pruebas hace siglos?

—Buena pregunta —respondió Edie, aliviada ante la posibilidad de demostrar sus conocimientos—. El propósito fundamental del trabajo que llevamos a cabo aquí es determinar con toda certeza la causa del fallecimiento de los miembros más destacados de los Medici. Puede que estos cadáveres les parezcan simples carcasas inertes —añadió, indicando mediante un ademán la cámara de la que acababan de salir—, pero nos cuentan una cantidad increíble de cosas que hasta ahora habían permanecido ocultas.

—¿Cómo por ejemplo?

—A menudo tenemos que reconstruir el contexto a partir únicamente de los restos del esqueleto, que habitualmente es todo lo que queda después de quinientos años. Pero hasta unos huesos medio deshechos pueden contarnos infinidad de cosas. Las enfermedades comunes en la época, como la sífilis o la viruela, dejan marcas elocuentes en la delicada estructura de los huesos de la víctima que nosotros podemos estudiar gracias a análisis inmunohistoquímicos y ultraestructurales.

Della Pinoro lucía una expresión de confusión.

—En el caso de Ippolito —prosiguió Edie—, hemos podido realizar un análisis minucioso de su esqueleto que ha puesto de manifiesto niveles inusuales de unas sustancias químicas denominadas salicilatos.

—¿Y eso demuestra…?

—Pues que Alessandro se libró de ser acusado de asesino porque en su lecho de muerte Ippolito presentaba todos los síntomas normales de la malaria: fiebre, rigores, dolores de cabeza insoportables y dolor fuerte en el abdomen. Pero el envenenamiento con esencia de gaulteria produce prácticamente los mismos efectos, y la esencia de gaulteria contiene salicilato de metilo.

Della Pinoro se disponía a decir algo cuando un movimiento detrás de los hombres llamó la atención de Edie.

—Ah, están sacando el más reciente objeto de discordia.

—¿Objeto de discordia? —preguntó Nero mientras ella se dirigía ya a la puerta.

—Al parecer, éste es Cosimo de’ Medici, Cosimo el Mayor —respondió Edie, y condujo a los dos hombres hasta otra mesa de disección que se encontraba justo a continuación de la plataforma que contenía los restos de Ippolito. Junto a ella se encontraban Mackenzie y su hijastro, Jack Cartwright, el experto en ADN del equipo.

—¿Al parecer? —Mackenzie miró a Edie con expresión socarrona.

—Tenemos opiniones encontradas respecto a la identidad de este cuerpo —les explicó Edie—. Mi tío está seguro de que se trata de Cosimo, pero yo aún no me doy por convencida.

Jack Cartwright, el hombre alto y de anchas espaldas que se encontraba junto a Mackenzie, dio un paso adelante y se presentó a los visitantes. Venía de pasar la mañana en la Universidad de Florencia.

—¿Y tú de qué lado estás, doctor Cartwright? —preguntó el vicerrector, apartando la vista del cadáver.

Cartwright se disponía a responder cuando apareció una joven que parecía bastante aturdida.

—Lamento la interrupción —dijo—. Ha llegado el coche de nuestros invitados.

El vicerrector no pudo disimular el alivio que le producía la noticia, y antes de que Della Pinoro pudiera articular palabra se había arrimado a Mackenzie para decirle:

—Le estoy muy agradecido de que haya podido sacar un poco de tiempo… Y gracias, doctora Granger, por la visita guiada.

A los pocos minutos, Edie regresó de acompañar a los visitantes a su coche. Mackenzie y Cartwright estaban examinando el cuerpo tendido en la mesa. Mackenzie, lupa en mano, estaba levantando con cuidado, y con ayuda de unas pinzas, la solapa de una túnica de seda asombrosamente bien conservada. Habían pasado dos semanas estudiando el material extraído de este cuerpo, sometiendo a análisis las muestras de tejido y las estructuras óseas mediante una unidad portátil de rayos X. Pero hasta esa mañana no habían tomado la decisión de sacar el cuerpo de su nicho para inspeccionarlo más detenidamente. Éste compartía nicho con otro ocupante, y Mackenzie creía que se trataba de los restos de Contessina de’ Medici, esposa de Cosimo I, que había muerto en 1473.

—Verdaderamente, desearía que no sacases nuestros trapos sucios a relucir delante de otras personas —dijo Mackenzie sin levantar la vista.

—No veo qué daño puede hacer el reconocer que hay desacuerdos dentro del mundo académico —repuso Edie al tiempo que cogía otras pinzas de una bandeja.

—Bueno, pues yo sí. No me fío de esa gente. Están siempre al acecho de cualquier excusa para cortar la financiación de nuestros trabajos.

—A mí me parece que estaban más interesados en salir de aquí lo más rápido posible.

—Puede ser, pero para mí Della Pinoro es como una víbora.

—¿Por eso me los encasquetaste a mí? —replicó Edie.

Mackenzie le lanzó una mirada. Edie apartó la vista y cambió rápidamente de tema.

—Exquisita textura la de esta chaqueta de seda.

—Ciertamente. Echa un vistazo a esto.

Mackenzie le ofreció su lupa a Cartwright. El cadáver iba ataviado con una blusa de seda color crudo y una chaqueta de terciopelo que en su día debió de haber sido del más intenso y bello color morado. Los botones de la chaqueta eran de oro macizo.

Edie se encogió de hombros.

—Cabría esperar que Cosimo hubiese sido enterrado con sus mejores galas, pero eso podría aplicarse igualmente bien a cualquier otro miembro destacado de la familia.

—Tal vez sí. ¿Habéis encontrado algo a partir de las muestras del ADN, Jack?

—Aún estamos en ello —respondió Cartwright, tendiéndole la lupa a Mackenzie—. Está resultando más complicado de lo que esperábamos.

Mackenzie suspiró y levantó cuidadosamente la tela de la chaqueta, a punto de deshacerse. La tensa piel marrón de la momia quedó expuesta a la luz. Parecía un cuerpo hecho de papel maché.

—Bueno, para eso hemos sacado al pobre chico de su tumba —dijo.

Cosimo de’ Medici, o Cosimo el Mayor, como se le conocía también, había sido uno de los miembros más importantes de los Medici, y había hecho más que ningún otro por elevar a la familia al ilustre lugar que ocupaba en la historia. Nacido en Florencia en 1389, durante una generación fue el gobernador de facto de la ciudad. Él encendió la chispa del Renacimiento italiano y amasó una fortuna inmensa para la familia. Tras su fallecimiento, en 1464, se le concedió el título oficial de Pater Patriae, «padre de su patria».

Mackenzie deslizó el escalpelo a lo largo del torso seco del cuerpo y la cuchilla sajó limpiamente la piel. Mackenzie dibujó con ella un corte en Y, primero hacia abajo y a continuación a un lado y otro del cuerpo. Los embalsamadores habían trabajado con notable pericia. El viejo cadáver era muy diferente del de Ippolito, cuyo cuerpo, aunque sepultado más tarde, había quedado reducido a poco más que un esqueleto desmoronándose. Pero bajo el tenso pellejo solo había una cavidad seca. Los órganos internos eran una fracción de su tamaño original y estaban tan secos como la piel de su dueño.

Mackenzie fue desprendiendo fragmentos de cada uno de los órganos y depositándolos en tubos de ensayo con su etiqueta individual, para finalmente cerrarlos con sus tapones. Edie los colocaba con cuidado en una rejilla, en un lateral de la mesa. A continuación, explorando más adentro, el profesor raspó el esternón y una costilla para extraer una minúscula muestra de cada uno y depositó las raspaduras en sendos botes de muestras.

Mackenzie se inclinó sobre la momia y examinó el hueco de su pecho.

—Qué raro —comentó al cabo de unos instantes—. Parece que hay un objeto extraño depositado junto a la columna vertebral. No puedo verlo bien del todo. Edie, échale un vistazo.

Edie desplazó una lupa de mesa para colocarla encima del cadáver y examinó toda la zona de alrededor del empequeñecido corazón.

—Veo una cosa, una superficie negra está incrustada en las capas epidérmicas anteriores, creo. Desde luego, no parece un artefacto natural.

—Ayudadme a mover el cuerpo para ponerlo de lado —indicó Mackenzie.

Edie y Jack Cartwright giraron delicadamente el cadáver, elevando unos sesenta centímetros por encima de la mesa uno de los costados. Era liviano como una pluma.

—Un poquito más —dijo Mackenzie, agachado detrás de la antigua momia con la cabeza pegada a los hombros. Con precisión de cirujano, deslizó el escalpelo a lo largo de la línea de la columna vertebral, con cuidado de no insertar la cuchilla más que una fracción de pulgada para no dañar las vértebras. Entonces, se enderezó y levantó a la luz las pinzas metálicas. Sostenían un delgado rectángulo negro, sin rasgos distintivos.

Carlin Mackenzie se encontraba a solas en la cámara funeraria de la Capilla Medici. El reloj digital de su escritorio señalaba que quedaba poco para las nueve de la noche, pero él ni estaba cansado ni tenía la menor gana de apagar los ordenadores para marcharse a su apartamento de la Via Cavour, a poca distancia de allí.

Había sido un día extraordinario, tal vez el más extraordinario de su vida, sin duda el más importante de sus cuarenta años de paleontólogo. La naturaleza del artefacto que habían descubierto en el interior el cuerpo de Cosimo de’ Medici seguía siendo un enigma, pero el mero hecho de su existencia planteaba un acertijo. Salvo por la perturbación natural de la inundación de 1966, estos cuerpos habían permanecido intactos desde el día en que habían sido enterrados. Sin embargo, ahí estaba ese extraño objeto rectangular, oculto en el reseco tejido epidérmico de un hombre que había muerto hacía más de quinientos años.

El objeto descansaba en una placa Petri junto al ordenador de Mackenzie. Edie, Jack Cartwright y él lo habían estudiado tan exhaustivamente como se habían atrevido, sin correr riesgos innecesarios. Era totalmente negro, un pedazo de piedra similar al granito de exactamente 3,9 por 1,9 centímetros, y con un grosor de pocos milímetros. Un simple análisis con rayos X había demostrado que era macizo, aparentemente sin marcas de ningún tipo y de una densidad uniforme. No habían querido someterlo a ninguna clase de test químico hasta poder estar seguros de que la piedra no resultaría dañada. Valiéndose de un potente microscopio, su estructura cristalina había resultado ser una mezcla de feldespato, cuarzo y potasio, es decir, un granito excepcionalmente puro denominado amanortosita.

Mackenzie empezó a anotar sus comentarios en un cuaderno. Hizo una lista con las cosas que habían averiguado ya: la estructura química del objeto, su masa, densidad y dimensiones. Entonces, dejó el bolígrafo en la mesa y cogió el rectángulo de piedra para sostenerlo a la luz, entre el índice y el pulgar enfundados en látex. Con un sobresalto, reparó en que algo en el objeto había cambiado. Habían empezado a aparecer unas tenues líneas verdes en su antes lisa superficie. Las líneas cambiaban y se entrecruzaban delante incluso de su mirada. Estiró el brazo para asir la lupa y las observó más de cerca: aquello era verdaderamente llamativo. Cerca de uno de los extremos del rectángulo estaba formándose una tenue silueta verde. Debajo de ésta, Mackenzie empezó apenas a distinguir unas letras, y dos tercios más abajo, apareció un grupo de rayas.

—Esto es asombroso —se oyó decir a sí mismo. Por unos instantes no supo muy bien qué hacer. Entonces, agarró el teléfono y rápidamente marcó un número. Respondió un contestador automático. Marcó otro número de memoria. Saltó un segundo contestador y, sin la menor vacilación, se puso a describir lo que podía ver sobre la faz de aquella tablilla de piedra.

Dos minutos después, iba a añadir unos últimos comentarios cuando oyó un pitido y entendió que había agotado la memoria del contestador automático. Colgó el teléfono y clavó la mirada en la pared. Lo que había visto le llenaba de entusiasmo, pero también de miedo. Nunca había sido un hombre supersticioso. Era científico de formación, pero no podía negar sus miedos más recónditos. Aquello constituía simplemente la última gota de una serie de extraños sucesos y coincidencias de las que no había hablado a nadie. ¿Con dejar aquel mensaje habría sido suficiente? ¿O se habría excedido? ¿Habría puesto en grave peligro a otras personas?

Oyó un ruido leve procedente de la cámara del otro lado de la pared. Miró hacia la pantalla de plástico que separaba el despacho de la cámara funeraria. Silencio.

Depositó la tablilla negra en su sitio, en la placa Petri, y sacó la lupa. En ese preciso momento sintió un repentino e intenso dolor en el cuello. Percibió, más que vio, que alguien se inclinaba sobre él. Se echó las manos a la nuca y tocó el frío acero de un alambre. Su atacante lo retorcía con una fuerza increíble.

Los ojos del científico se hincharon. Boqueando para tratar de aspirar aire, intentó quitárselo de encima y, a la vez, meter como fuera los dedos por debajo del alambre con el que le estaban ahogando. Pero resultó de todo punto inútil. Un dolor espantoso le hacía estallar la cabeza y la vista empezó a nublársele. Su atacante tiraba de él hacia atrás cada vez más, seccionándole el cuello. Por un fugaz instante, Mackenzie creyó poder zafarse, pero el hombre que tenía a su espalda era demasiado fuerte para él. Se le soltaron los esfínteres y evacuó; un efluvio hediondo ascendió desde el asiento. Se oyó entonces un chasquido minúsculo apenas audible: era la tráquea de Mackenzie al partirse en dos, momento en que la oscuridad se cernió sobre él.