Capítulo 1

Florencia, 4 de noviembre de 1966

Cuando el vigilante de la Capilla Medici, Mario Sporani, abrió de golpe los ojos a las cinco menos cuarto de la mañana y oyó el estrépito de las contraventanas de su habitación golpeando contra el muro del edificio, creyó que el mundo había tocado a su fin. Se despertó de inmediato, totalmente despejado, y de pronto se le vino a la mente un pasaje del Apocalipsis: «Y la serpiente escupió agua por la boca como un río, tras la mujer, para que la riada la arrastrase».

Por un instante pensó que estaba atrapado en una vívida pesadilla. Pero en ese momento las contraventanas de madera se cerraron con una fuerza tal que el cristal de la ventana del dormitorio se hizo añicos, y los brillantes fragmentos salieron despedidos por la habitación. La lluvia azotaba el edificio con tanto ahínco que Mario creyó que la vieja piedra iba a deshacerse y que la estructura entera podría desmoronarse. Eso no lo estaba soñando, ni mucho menos.

En un periquete había salido de la cama y tiraba de su mujer, Sophia, para sacarla por la puerta y acudir con ella al dormitorio del crío, al final del pasillo. Oía el llanto del niño por encima del caos de la tormenta. Sophia sacó al bebé de su cunita y trató de calmarlo.

—Sophia, llévate a Leo al cuarto de atrás y quedaos allí, cierra las contraventanas y asegúralas bien. Ahora os llevo una manta y una linterna. Luego tengo que ir a la capilla.

—Pero Mario, no puedes salir con la que está cayendo.

—Tengo que ir —repuso él—. Solo Dios sabe los daños que se han producido ya. El panteón podría inundarse, y los cuerpos…

Salió por la puerta. Al poco rato regresó con un biberón para el niño, una linterna, un poco de pan y la colcha de su cama de matrimonio. Mario besó a su mujer y al niño, dio media vuelta y salió deprisa, cerrando bien la puerta con llave antes de echar a correr a toda velocidad por el pasillo del edificio, bajar como una flecha la angosta escalera de madera —tan a oscuras que apenas podía distinguir los escalones— y cruzar el pasillo que llevaba al portal.

Al descorrer el pestillo, el vendaval entró con furia en el vestíbulo y a punto estuvo de derribarle. Dejó la puerta sujeta contra la pared, incapaz de volver a cerrarla, y, agachando la cabeza, dio dos pasos para salir a la escalinata de la entrada. Fuera era noche cerrada. Unos nubarrones de tormenta habían tapado la luna y era evidente que había habido un corte en el suministro eléctrico.

Justo cuando Mario se asomó a escudriñar por el filo del portal del edificio, un relámpago descomunal iluminó todo el cielo. La calle entera estaba inundada de agua sucia que corría a gran velocidad, a la altura de la rodilla. Apestaba a cloaca. Vio pasar dando vueltas una rueda de bicicleta, flotando por la Via Ginori hacia la Piazza San Lorenzo. Respiró hondo y se metió en el agua.

El frío le cortó la respiración. Caminaba sin poder saber por dónde pisaba y bajo las botas el pavimento parecía resbalar. No había nada a lo que poder agarrarse, excepto a los ladrillos y a la piedra empapados de los edificios. El cielo se iluminó ligeramente y los rayos de la luna se colaron entre la negrura con su tenue y fría luz, lo justo para ayudarle a distinguir el curso de la Via Ginori y los muros de la basílica de San Lorenzo, delante de él.

Mario trató de avanzar más deprisa, pero era inútil. Inclinado hacia delante, avanzaba apenas unos centímetros contra la corriente. Y tuvo que pegarse al muro de una casa para dejar pasar una rama seguida de un neumático, una caja vacía y una papelera que el viento había arrastrado a su paso para finalmente estamparlos contra un edificio o dejarlos aterrizar caprichosamente en medio de la riada de lodo.

Cuando llegó a la esquina de Via Ginori con Via dei Pucci, estaba agotado y embadurnado de barro. Le escocían las mejillas del frío helador y ya no notaba los dedos de los pies. La habitualmente concurrida calle principal estaba desierta. Por la vía pública discurría aquella misma lengua de cieno pardo, salpicando contra la antigua mampostería de cada lado de la calle. Desde muy lejos aún, Mario oyó un estrépito y unos chirridos metálicos, seguidos de un grito. Mientras contemplaba boquiabierto toda aquella devastación, otro relámpago rasgó el cielo y las gotas de lluvia se transformaron en piedras de granizo que rebotaban en los tejados y le daban en la cara.

Siguió adelante por la calle principal hasta el muro de la basílica, que le ofreció un pequeño amparo frente al granizo. Aquí la corriente era más impetuosa y hubo de echar mano de toda su fuerza para impedir que le arrastrase. Pero entonces, justo cuando estaba cerca de las puertas de la capilla, otra rama voló dando vueltas en dirección a su cabeza. Se agachó para esquivarla, pero fue demasiado tarde. La rama le golpeó en plena cara y Mario cayó de espaldas al torrente.

El lodo le pasó por encima, haciéndole girar y girar por debajo de la superficie. Se clavó algo duro en las costillas y a continuación logró ponerse primero a cuatro patas y luego de pie, tras lo cual intentó encontrar algo a lo que agarrarse en medio del barro. Casi lo consiguió, pero perdió pie y volvió a verse metido en el agua, con la boca llena de lodo. Lo escupió, asqueado, y agitó los brazos cual aspas de molino; de repente se sintió aterrado. Con la mano derecha se agarró a una arandela de metal que había en el muro de la basílica. Se aferró a ella desesperadamente y tiró con fuerza para ponerse de pie, sin dejar de resoplar y de boquear para no ahogarse, con un sabor asqueroso en la garganta.

Estaba a punto de alcanzar la entrada de la capilla y casi no conseguía impulsarse con todas sus fuerzas para avanzar, aferrado al muro. Maniobrando con cuidado para rodear un contrafuerte de piedra, divisó por fin las puertas. Se habían desenganchado de las bisagras y el agua entraba a raudales.

Con renovada determinación, Mario se abrió paso por el torrente en dirección a la entrada y descendió la media docena de peldaños de piedra que conducían a la planta principal de la cripta. Aquí el agua le llegaba por los gemelos, cada vez más, y la riada marrón-grisácea que entraba por la puerta y bajaba la escalera como una cascada arrastraba desechos hasta allí. Junto a la puerta había una vitrina de pared con una linterna y un hacha. Rompió el cristal y cogió la linterna.

Estuvo a punto de resbalar en el suelo de piedra, pero consiguió bajar hasta el nivel de la sala principal. A través del techo bajo y abovedado se oía, como un eco, el retumbar del agua. Las paredes de la sala estaban ocupadas por monumentos dedicados a más de cincuenta de los miembros de la familia Medici, fallecidos hacía siglos y enterrados en sencillos ataúdes de madera bajo el suelo. Estas esculturas conmemorativas estaban por encima del nivel del suelo, pero el agua no paraba de entrar y pronto estaría lamiendo las estatuas y los ornados sarcófagos. Pero ni siquiera esto constituía la preocupación principal de Mario Sporani. Mucho más preocupante era la posibilidad de que el agua pudiese encontrar la manera de penetrar el suelo y alcanzar las cámaras funerarias propiamente dichas. Tenía que hacer todo lo posible para evitar que eso pasase.

Mario vadeó en dirección al altar, en la zona elevada del fondo del panteón. Había allí dos enormes ángeles de piedra, situados a ambos lados de una plataforma de mármol. Detrás se encontraba el acceso a la cripta de la familia Medici.

Avanzó lo más deprisa que pudo por aquella agua helada en dirección al altar. La trampilla que daba a las cámaras funerarias era sorprendentemente liviana y cedió enseguida. Dentro, distinguió una escala. Trató de ver algo en la penumbra con ayuda de la linterna, pero lo único que logró distinguir fueron los travesaños de la escala perdiéndose en el vacío. Delante de él el agua entraba a raudales y podía oír el chapoteo que hacía en el suelo de piedra, algo más abajo de donde se encontraba. Moviéndose lo más deprisa que pudo, se agachó para meterse por el hueco del suelo y tiró de la tapa de la trampilla para encajarla de nuevo, justo por encima de su cabeza. No quedaba del todo sellada, por lo que siguió colándose agua, escala abajo, hasta la cripta.

Unos instantes después Mario había descendido al piso de la cámara y estaba iluminando con el foco de la linterna los antiguos muros y las hileras de nichos de piedra practicados a ambos lados. Había un fuerte olor a moho y humedad, a tierra vieja y a descomposición, pero estaba acostumbrado a esos olores y ya no le molestaban. De pronto, oyó un crujido ominoso. Girando sobre sus talones, vio cómo se desprendía del muro un sillar de piedra que se estampó contra el suelo. Y el agua entró en un gran chorro.

Mario estuvo a punto de perder el equilibrio. Impulsado por un miedo primigenio, escaló como pudo hasta una cornisa de piedra que quedaba justo detrás de él. A poca distancia pudo distinguir la abertura de uno de los nichos de enterramiento y el borde de un sudario, deshilachado y gris. A continuación se produjo un segundo crujido y cayó otro sillar de piedra que, al introducirse en el agua, salpicó hasta bien arriba las paredes de la cámara. A Mario se le resbaló la linterna de la mano y se le hundió en el agua ante su propia mirada, para perderla de vista de golpe. La sala quedó completamente a oscuras. Una voz le decía algo a gritos dentro de la cabeza: que era un idiota por haber bajado allí. ¿Qué iba a conseguir con ello? Y ahora —insistía la voz— iba a dejar la vida en el intento. Se uniría a los muertos que tenía alrededor.

Pero el pánico pasó y en su lugar se instaló una férrea determinación. Estaba a ciegas, pero sabía cómo salir de allí. Impulsándose desde la cornisa, se deslizó de nuevo al agua helada. Le llegaba por los muslos y lamía ya las cornisas en las que descansaban aquellos antiguos cadáveres. Haciendo caso omiso del entumecimiento de las piernas y de una creciente sensación de mareo, Mario se abrió paso para volver a donde sabía que estaba la escala. En medio de la oscuridad, tanteó en busca de la seguridad que le ofrecían los travesaños de metal, pero aún los tenía demasiado lejos. Estirando los brazos, se abrió camino a la fuerza, totalmente a ciegas, contra el agua que seguía entrando a raudales por el boquete del muro.

Justo cuando empezaba a perder toda esperanza, tocó algo metálico con la yema de los dedos. Asió el borde de la escala y se impulsó hacia arriba para subirse al primer travesaño.

Al levantar el pie para apoyarlo en el siguiente travesaño, notó que la escala vibraba de pronto y empezaba a soltarse de la pared. Mario echó el cuerpo hacia delante y su peso obligó a la escala a pegarse de nuevo a la mampostería. Por encima de su cabeza pudo ver un resquicio de luz que se filtraba por la tapa de la trampilla, allí donde no había quedado del todo encajada en su sitio. El agua hedionda descendía como una cascada y le empapaba la cabeza y la espalda. Notaba cómo le palpitaba el corazón desbocado en el pecho mientras subía el pie al siguiente travesaño con mucho cuidado. La escala se estremeció de nuevo. Seis travesaños más y podría tocar la tapa de la trampilla.

Entonces distinguió una cosa que se mecía en el agua, a no más de dos metros de distancia. Era un tubo negro de unos treinta centímetros de largo.

Mario giró sobre sí mismo con todo el cuidado del mundo. Alargó el brazo, sus dedos rozaron el objeto y por los pelos consiguió cogerlo. Entonces, se metió el tubo por la cinturilla de los pantalones y trepó por la escala con todas sus fuerzas; los pernos de agarre se soltaban ya de sus orificios. Con un esfuerzo casi sobrehumano, estiró el brazo para palpar el borde de la trampilla. Sus dedos hallaron el borde metálico de la abertura. El agua le empapaba la cara y apenas podía encontrar aire para respirar. Impulsado por una sensación de puro terror, se las apañó para impulsar su cuerpo hacia arriba. Apoyó los pies contra la rugosa pared de piedra, empujó la tapa de la trampilla y salió, echándose sobre el suelo del altar boqueando y jadeando.