CASA DE ALONSO DE LANZÓS Y ANA DE ROJAS
Asunción del Paraguay. 27 de octubre del Año del Señor de 1588
Una semana después, Mario Rocamunde se detenía indeciso en la puerta de la sala. Dentro, Alonso de Lanzós aguardaba sentado en una silla de baqueta, apoyado en cojines junto a la ventana. A su lado, Ana le leía un libro. Al percatarse de su presencia, Alonso le hizo una seña para que se acercara.
—Gracias por recibirme, señor —dijo Mario tras avanzar hasta la mitad de la estancia. Se le veía ruborizado e incómodo.
—No tienes por qué dármelas. Tú hubieras hecho lo mismo por mí —replicó Alonso. Estaba pálido y ojeroso, pero su rostro, ya sin tensión, mostraba una gran placidez.
—Mi madre me dijo que habíais empeorado.
—La herida se me abrió a consecuencia del paseo algo inoportuno que tuve que dar para asistir a… cierta ceremonia —bromeó—. Pero mi hija no me hubiera perdonado que faltase. Y tú menos…
—Así es, señor. —Mario, aún cohibido, esbozó una media sonrisa—. Espero que estéis mejor.
—La herida no volvió a infectarse gracias a los remedios de tu madre, que es una gran sanadora y una gran mujer. Generosa, valiente… y de mucho talento y corazón.
—Lo sé, señor. Siempre deseé parecerme a ella… Aunque no lo haya conseguido.
—Tendrás tiempo… Le he pedido a Yeruti que se quede con nosotros en Asunción. Ana anda dándole vueltas a la idea de levantar un hospital junto a la catedral, y tu madre le sería de gran ayuda… —Bajó la voz—: En mi opinión, debería nombrarla capitana de médicos.
—Don Alonso, además de daros las gracias por haberme salvado la vida…, ¡os ruego que me perdonéis el haber intentado mataros!
—Tampoco yo soy del todo inocente, Mario. Te confieso que la noche que fui a hablar contigo en Buenos Aires llevaba una pistola bajo la capa por si decidía matarte.
—Pero no lo hicisteis.
—No fui capaz.
—En cambio, yo…
—Tú tampoco. Te arrepentiste en el último momento.
Mario abrió los ojos sorprendido.
—¿Cómo lo sabéis?
—Tu madre, que te conoce bien, me dijo que, si hubieras tenido la determinación de matarme, lo hubieras hecho.
Mario asintió.
—Tenía el propósito de atravesaros el pecho con la espada, pero fui incapaz. Me repugnaba… Desvié el acero en el último instante… Al ver que caíais al suelo fulminado, pensé que os había roto una arteria y me derrumbé. Vos no erais un tipo sin escrúpulos como Bocarrajada y sus jaques. Aunque hubierais ordenado mi muerte…
—Nunca la ordené.
—Lo sé. Bocarrajada actuó por su cuenta, para vengarse de mi padre. Manuela me lo ha contado. Estoy arrepentido de haber intentado mataros, y también de haber matado a los jaques…, aunque se lo merecieran. Razón tenía fray Luis cuando me decía que «mayor gusto que el vengar es el perdonar». Si le hubiera hecho caso…
—¡Olvida esas cuitas, Mario! Y hablemos de cosas más alegres. Supongo que has venido a pedirme la mano de Manuela.
—Sé que no merezco que me la concedáis. Si rehusáis, lo entenderé y me iré… En España se considera pecado casarse contra la voluntad del padre.
Alonso soltó una carcajada.
—¡Mancebo, estamos en el Nuevo Mundo! ¡Y concederte su mano no depende de mí, sino de mi hija! Las mujeres de esta casa no piden permiso para casarse, lo hacen con quien les parece. ¡Lo que es una suerte! —Le guiñó un ojo—. Porque a Ana nunca le hubieran permitido casarse con un bastardo como yo… En cuanto pueda sostenerme en pie, celebraremos los desposorios[55], y adjudicaré a Manuela como arras las tierras de Buenos Aires. Antes de que acabe el año se celebrará la boda.
—¡Gracias, señor!
—Dame un abrazo y olvidemos todo lo que ha pasado.
Se abrazaron conmovidos.
—¡Os juro que no volveré a mostrar aceros nunca más, don Alonso! Quiero ser un hombre de bien, como vos. Un ganadero que mire por la prosperidad de estas tierras y no maltrate a los indios. —Se apartó de él y lo miró a los ojos—. Como hijo de Yeruti, aunque no haya nacido de su vientre, soy indio. Su tevy es mi tevy, sus parientes, mis parientes…, y siempre será así. Si eso supone una contrariedad para vos o para vuestra hija…
—¡Honra merece quien a los suyos honra! —exclamó Alonso.
Ana, conmovida, añadió:
—¡Me alegro de que no te parezcas a tu padre! Tienes sus rasgos, pero tu corazón es más generoso.
—¿Cómo era mi padre?
Ana entornó los ojos.
—Seductor, valiente y leal. Pero tenía también un alma oscura, ambiciosa y despiadada…, como todos los soldados que vienen a conquistar estas tierras. Por eso Mencía, tu madre, no se casó con él.
—Según me contó Manuela, ya estaba casado…
—Estoy hablando de antes de que se casara con Isabel. Durante la travesía al Nuevo Mundo, Salazar y Mencía, aunque no hacían más que discutir, se gustaban. Nadie se dio cuenta. Creo que yo fui la única que lo advirtió. En mi fuero interno creía que se casarían cuando llegáramos a Asunción. Y eso me contrariaba porque en aquel tiempo estaba tontamente enamorada del capitán. O eso creía. Mencía, con buen criterio, se apartó de Salazar en cuanto tocamos tierra. Era una mujer muy inteligente, de gran valía, y sabía que, si se casaba con él, la anularía. Y la habría hecho sufrir.
Mario Rocamunde, que había escuchado con suma atención, preguntó al cabo de unos instantes:
—¿Y mi madre? Siento curiosidad por saber cómo era.
Le respondió Irupé, que llevaba un rato escuchándolos apoyada en el marco de la puerta.
—Nuestra madre fue la mujer más asombrosa, valiente y recta que conocí. Cuando murió, toda la ciudad fue a despedirla…
—Pero me abandonó…
—No tuvo otro remedio.
Alonso puso su mano sobre el brazo del joven.
—Irupé te ha dicho la verdad. Tu madre tuvo que enfrentarse sola a infortunios terribles y a traiciones de supuestos amigos y protectores que quisieron arrebatarle el mando por ser mujer. Unos para medrar a su costa; otros para protegerla. ¡Como si le hiciera falta! Pocos varones hubieran llevado a cabo la hazaña de cruzar el océano con las naos desarboladas a causa de una tempestad y sin instrumentos de navegación ni víveres porque los piratas nos los habían robado. Mencía, tu madre, lo consiguió. Cuando llegó a Asunción, muchos hombres la miraban con prevención por aquello de que faldas no deben quitar barbas. Ella mostró un comportamiento intachable para no avivar resquemores. Al final consiguió el respeto que merecía. Todos en Asunción recuerdan la entereza, intrepidez y dignidad de Mencía de Calderón. Debes estar orgulloso de ella.
Mario se volvió a Ana.
—Señora, vos la conocisteis personalmente… Fuisteis su amiga íntima…
—¿Qué quieres preguntarme? —le interrumpió Ana.
—¿Me quería?
—Mucho, Mario. Mucho. Nunca se perdonó haberte abandonado.
—¿Os hablaba de mí?
—Era muy reservada… A veces, yo percibía un rictus de dolor cuando se tropezaba con algún infante de tu edad. Pero no decía nada… Solo me habló de ti en una ocasión varios años después. Vino a verme a casa a la hora del almuerzo. Parecía nerviosa e impaciente, pero no acababa de decirme qué sucedía. Alonso se despidió con el pretexto de atender un negocio, pues pensaba que Mencía quería hablar a solas conmigo. No estaba errado. En cuanto abandonó la estancia, Mencía me dijo:
»“¡Lo he visto, Ana! ¡Lo he visto!”.
»“¿A quién?”.
»“A Pedro… A mi pequeño. Es un muchacho muy hermoso. Igualito al capitán… Crece sano y fuerte, y parece feliz…”.
»“¿Está en Asunción?”, me asombré.
»“No. Hace unos días hice un viaje a la reducción de Ko’ê con la disculpa de llevar a fray Luis y fray Martín útiles de labranza, cuchillos, tijeras y calderos”.
»“Ha sido una insensatez, Mencía”.
»“Cada día durante todos estos años he soñado con estrechar a mi hijo entre mis brazos…, con besarlo…, con verlo crecer…”.
»“¿Le dijisteis que sois su madre?”.
»Negó con la cabeza.
»“Apenas pude hablarle… Le di un caballo de madera y un soldadillo de plomo que tiempo ha había comprado a un alemán con intención de regalárselo algún día. Intenté retenerlo a mi lado el mayor tiempo posible, pero tenía prisa por irse con sus amigos a jugar al río”.
»Me conmovió ver que tenía los ojos inundados en lágrimas, pues Mencía era una mujer fuerte, de las que se tragan las penas.
»“Quizá algún día podáis decirle la verdad”.
»“Si fuera por mí, ya lo habría hecho, Ana. Pero mis hijas no me lo perdonarían. Las hundiría en el deshonor. Sus esposos son gentes de calidad, y ya sabes cómo piensan los hombres… Consideran que las mujeres somos las depositarias de la honra, que ellos no se molestan en guardar, y nos hacen responsables de su pérdida”.
»“No todos los hombres son así, Mencía. Alonso es diferente… Él hubiera aceptado al niño”.
»Mis palabras la llenaron de zozobra.
»“¿Le contaste lo que ocurrió?”.
»“Juré no decirlo”.
»“Podría habérsete escapado…”.
»“Cuando Alonso regresó a Asunción, le dije que el viaje había sido terrible, que me producía espanto recordarlo. Y jamás me volvió a preguntar por los meses que habíamos pasado en la selva. Soy una mujer muy afortunada por tener a mi lado a un hombre así”.
»“Ojalá pudiera yo decir lo mismo…”.
»Parecía tan triste que se me ocurrió preguntar si no había vuelto a ver a Salazar. Por su expresión me di cuenta de que había sido un error. Tras un incómodo silencio, me respondió:
»“Lo imprescindible. Y nunca a solas. Él tiene su propia familia, y yo la mía”, recalcó.
»“Estamos en el Nuevo Mundo, Mencía. Aquí es diferente… Quizá si hubierais aceptado…”.
»“Lo nuestro no habría funcionado. No soy de esas mujeres que acatan la voluntad de un hombre y dejan todo por complacerlo. Ni tú tampoco, Ana”.
»“Si algún día tengo una hija, me gustaría que se pareciera a vos, Mencía. ¡Tan fuerte e inteligente como vos!”.
»“¡Para lo que me sirve!”.
»“Sois la mujer más admirada de Asunción”.
»“Pero estoy sola. Mis dos hijas mayores están casadas… Irupé se ha hecho mayor…”.
»“Deberíais dejar constancia de nuestra historia”, la animé.
»“Hay mucho que no se puede contar, Ana”.
»“Al menos, no debería quedar en el olvido vuestra lucha para traer a las mujeres desde Extremadura hasta Asunción”.
»“Muchas no llegaron…”.
»“Por eso… no deberíais permitir que se olvidara nuestra hazaña”.
»“Las hazañas de las mujeres nunca se escriben. A nadie interesan”.
»“Hacedlo vos. Quizá dentro de muchos años alguien se muestre interesado… ¿Continuasteis el relato de la travesía que empezasteis a escribir en Santos?”.
»“No he tenido tiempo”.
»“Pues terminadlo…, me gustaría leérselo a mis hijos”, le dije.