PICOTA DE LA PLAZA MAYOR DE ASUNCIÓN
Asunción del Paraguay. 20 de octubre del Año del Señor de 1588
Los corchetes retuvieron al reo en mitad de la plaza. Querían dar tiempo a las autoridades de la ciudad para que se acomodaran en el estrado situado frente a la picota.
Pasaba un cuarto de hora del mediodía. El sol calentaba de firme y el público, que llevaba más de dos horas a la espera de que comenzase la ejecución, manifestó su disgusto con murmullos y gritos de protesta. Aunque enseguida halló consuelo en la contemplación de las magníficas galas que las autoridades de la ciudad y sus esposas se habían puesto para la ocasión. Contemplaron boquiabiertos el desfile de brocados, tafetanes y joyas que lucían los que se acomodaban con todo el sosiego del mundo en las sillas del estrado, protegidas del sol por un toldo adamascado. Tal despliegue de lujo se debía a que hacía una semana había llegado a la ciudad de Asunción nada menos que don Juan de Torres de Vera y Aragón, el Adelantado del Río de la Plata, acompañado de otros gentilhombres.
Iba con él un hombre nacido en Asunción a quien todos auguraban un gran porvenir: Hernando Arias Saavedra, nieto de doña Mencía de Calderón, al que comúnmente se conocía como Hernandarias.
Una vez los ilustres invitados se hubieron acomodado en sus sillas, el secretario del cabildo hizo una seña a los corchetes para que acercaran el reo al cadalso.
En ese momento entró en la plaza Alonso de Lanzós, apoyado en Ana e Irupé, mientras Yeruti lo sostenía por la espalda. Iba tal como se había levantado de la cama, en camisa y bragas, que cubría con una amplia capa que le llegaba hasta las pantorrillas. Al ver a Mario Rocamunde caminando hacia la picota, exclamó con voz quejumbrosa:
—Acercadme al cadalso. ¡Deprisa!
No era fácil abrirse paso entre la abigarrada multitud. Ana, Irupé y Yeruti empujaban con todo el brío del que eran capaces para intentar avanzar. Alonso, pálido como un muerto, se mordía los labios para soportar el dolor que le producían los empellones. Tenía la frente cubierta de sudor, pero su desvalimiento y los esfuerzos de las mujeres provocaban los recelos de los que tenían alrededor, pues pensaban que aquel hombre se fingía enfermo para colocarse en primera fila.
Mario Rocamunde llegó al pie del rollo, y el alcalde mayor de Asunción indicó con un gesto al secretario del cabildo que procediese a leer la sentencia.
El escribano sacó de una carpeta un papel y lo leyó con voz pausada.
—«Esta es la justicia que manda hacer Su Majestad, como castigo y ejemplo, a este hombre llamado Mario Rocamunde por haber dado muerte alevosa a cinco soldados y haber intentado asesinar a un ilustre vecino de esta muy noble y leal ciudad de Nuestra Señora Santa María de la Asunción». Doy fe de ello yo, Diego González de Santa Cruz, escribano público y del cabildo.
La multitud, harta ya de esperar, dio un alarido de entusiasmo.
—¡Vítor, Vítor! —gritaron algunos.
—¡Que le cuelguen ya! —gritaron otros.
Alonso, Ana, Yeruti e Irupé incrementaron los esfuerzos para llegar hasta el rollo, pero solo consiguieron despertar la ira del público, que se esforzaba en cerrarles el paso.
—¡Dejadnos pasar, por amor de Dios! —rogó Alonso.
—¡El que seáis rico no os da derecho a colaros, viejo! —le increpó un joven, envidioso de la calidad de la capa que llevaba Alonso.
—Tenemos que salvar a un inocente —insistió Ana.
—¡No los dejéis pasar! ¡Que nosotros hemos venido a primera hora de la mañana a coger sitio! —apostilló una mujer de carnes generosas.
Mario Rocamunde subió al cadalso donde le aguardaba el ejecutor, que inmediatamente le echó dos dogales al cuello. El fraile le dijo que esperara un poco, que tenía que rezar dos salves y un credo por el alma del condenado.
—¡Paaasoo! ¡Dejadnos paso! —gritó Yeruti dando empellones para tratar de alcanzar el cadalso.
Con todo, sus voces angustiosas solo despertaban risas entre el numeroso público.
—¡Abridnos paso! —dijo Ana a voz en grito ante el cariz que tomaban los acontecimientos—. ¡Es un apestado!
La multitud, aterrada por la posibilidad de contagio, se iba apartando de ellos conforme avanzaban. De esta forma consiguieron alcanzar la picota en el tiempo que duró el rezo del fraile.
El esfuerzo había sido demasiado grande para Alonso. Sentía que se le nublaba la vista y estaba a punto de desmayarse. Levantó la cabeza hacia Ana y musitó:
—Ayúdame a llegar, esposa, por lo que más quieras.
Ella negó con la cabeza para darle a entender que era tarde. El verdugo estaba alzando a Mario.
Yeruti, mortalmente pálida, intentó subir al cadalso, pero los corchetes la detuvieron.
—¡Soltadme! ¡Es mi hijo! —aulló.
Mario, al oírla, respondió:
—¡Habéis sido la mejor madre que un hombre podría tener! ¡Os quiero! ¡Marchaos!
—¡Apártate de ahí, india, si no quieres que te ahorquemos a ti también! —gritó el capitán de los corchetes a Yeruti.
El verdugo soltó la cuerda y Mario cayó al vacío, colgando de ella. Segundos después comenzó a agitar los pies con la desesperación del ahogo.
La multitud estalló en risas y chanzas mientras Yeruti aullaba de dolor.
—¡Detened la ejecución! —aulló Alonso con las escasas fuerzas que le quedaban.
Ana soltó a Alonso, que se precipitó contra el suelo, y echó a correr hacia el estrado de las autoridades. Los corchetes que custodiaban al reo se lanzaron en su persecución.
El capitán de los corchetes levantó a Alonso del suelo.
—Escuchadme. Ese hombre es inocente… ¡Detened la ejecución, por amor de Dios! —susurró Alonso al capitán.
—Ya es tarde, amigo. Dentro de unos minutos estará en el infierno.
Aprovechando que los corchetes perseguían a Ana, Irupé se puso debajo de Mario y le sujetó de las piernas para evitar que siguiera estrangulándose. Yeruti corrió a ayudarla.
Ana había logrado subir al estrado de las autoridades y gritó:
—¡Hernandarias, ayudadme! ¡Tengo algo que deciros!
El nieto de doña Mencía, al reconocerla, se acercó:
Nadie oyó lo que la dama le dijo al oído, pero Hernandarias se adelantó al borde del estrado y dijo:
—¡Detened la ejecución! ¡Ese hombre es inocente! ¡Alonso de Lanzós está dispuesto a testificar que es así! ¡Y su palabra es de gran valor en esta ciudad!
La multitud comenzó a dar gritos de protesta al verse privada del espectáculo.
El verdugo, ayudado por uno de los corchetes, sostuvo a Mario Rocamunde para evitar que se estrangulara mientras un segundo corchete lo bajaba de la horca.
Don Juan de Torres de Vera y Aragón, el Adelantado del Río de la Plata, se acercó al borde del estrado y, para calmar a la multitud que no cejaba en sus protestas, anunció:
—¡Mañana por la noche quemaremos un castillo de fuegos artificiales, con fuentes y cascadas, para celebrar la fundación de un nuevo asentamiento en el Río de la Plata: la Ciudad de Vera de las Siete Corrientes, que algún día espero sirva de estación de paso entre la ciudad de Nuestra Señora Santa María de la Asunción y el Puerto de los Buenos Aires!
Siguieron vítores y aplausos enardecidos de la multitud, que opinaba que, si había algo que superaba a una ejecución, eso eran los fuegos artificiales.
Yeruti se puso de rodillas y, con las mejillas cubiertas de lágrimas, dio gracias a todos los dioses que conocía:
—¡Gracias, Señor misericordioso! ¡Gracias, Ñamandú, por haber salvado a mi hijo!