LVI

DORMITORIO DE ALONSO DE LANZÓS

Asunción del Paraguay. 20 de octubre del Año del Señor de 1588

Después de varias jornadas de fiebre, delirios y convulsiones, a los que siguieron días de modorra en los que no había tenido ni ganas de abrir los ojos, Alonso de Lanzós se despertó mejor. Había dormido muchas horas —doce o trece, pues, a juzgar por la altura del sol, era casi mediodía— y se sentía más animado, aunque su mente seguía algo embotada y había cosas que no conseguía recordar con claridad.

Alargó la mano para coger una almohada que vio a los pies de la cama. El movimiento le produjo un agudo dolor en el abdomen, y dio un chillido. Cuando el dolor se disipó, dobló la almohada y se la puso bajo la cabeza. A continuación trató de alcanzar El caballero del Sol, un libro de caballerías que su hija le había comprado un par de días antes y que había dejado sobre la mesilla. Al principio le costó concentrarse, pero al rato se enfrascó tanto en la lectura que no se dio cuenta de que la puerta del dormitorio se abría.

—¡No deberías leer! ¡Aún estás débil! —lo amonestó Ana con una sonrisa de satisfacción, pues interpretaba este hecho como una buena señal de que su esposo se estaba recuperando.

—¿No has oído nunca decir que cuanto más se lee más se vive, esposa? —bromeó Alonso.

—¿De qué va ese libro?

—De cómo nos cambia la vida mientras nosotros nos esforzamos en cambiarla.

Ana lo miró con devoción. Seguía pálido, pero su mirada había recuperado la viveza y tenía ganas de bromear como antaño.

Irupé y Yeruti entraron en ese instante. La primera, con vendas colgadas del antebrazo izquierdo, y la segunda portaba una bandejilla con apósitos de hierbas y otros ungüentos.

Yeruti, con el semblante muy serio, procedió a quitarle la venda del pecho. Cuando hubo destapado la herida, se acercó y procedió a examinar sus bordes con atención.

—Se curará —dijo escuetamente.

—Bien. Creímos que no saldrías de esta, Alonso —suspiró Ana.

—Si mi hijo hubiera tenido verdadera intención de matarlo, lo habría hecho —afirmó Yeruti con hosquedad.

Alonso replicó conciliador:

—Yo también lo creo así, mujer. Si Mario falló, fue porque no tenía voluntad de matarme. ¿Por qué no ha venido hoy Manuela?

Las tres mujeres se miraron con expresión torva.

—Se ha quedado en… su habitación. No se encuentra bien —respondió Ana sin mirarlo.

—Es por Mario… Siguen sin encontrarlo, ¿verdad?

Tras un instante de vacilación, Ana respondió:

—Ya lo han encontrado.

—Entonces, ¿cuál es el problema? ¿Que Manuela no quiere perdonarlo? ¡Decidle que venga a hablar conmigo! Yo la convenceré.

Ninguna de las tres mujeres respondió.

—¡Traedlos a los dos! —continuó Alonso—. Quiero que se reconcilien. Mario es un buen mancebo y sería una desgracia…

Las tres mujeres agacharon la cabeza al unísono.

Alonso, pese a su debilidad, se percató de que le ocultaban algo.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

Ninguna contestó.

—¡Por amor de Dios! ¡Hablad! ¡Me estáis poniendo nervioso!

Yeruti levantó la cabeza. Tenía los ojos arrasados en lágrimas.

—Mario no vendrá… nunca.

—¿Se niega a verme? ¿Todavía me guarda rencor?

—No… No es eso…

—¿Entonces?

Yeruti estalló en sollozos.

—¡Está muerto! ¡O a punto de morir!

Alonso se incorporó bruscamente. El tirón en la herida le hizo lanzar un grito de dolor.

—¡Santo cielo! ¿Qué le ha ocurrido? —preguntó.

Los gemidos de Yeruti se incrementaron. Ana la abrazó, y se echó a llorar también. Tan solo Irupé se mantenía serena, aunque con un rictus de pesadumbre. Alonso la miró fijamente.

—Irupé…

—Están a punto de ajusticiarlo, si es que no lo han hecho ya. Por haber matado a los jaques y haber intentado asesinarte a ti.

—¡Dios misericordioso! ¿A qué hora es la ejecución?

—A las doce. Ya lo son.

Alonso lanzó un gemido. A continuación abrió el embozo de la cama.

—¡Llevadme a la picota! ¡Si aún es posible, quiero testificar!

Ana lo obligó a tumbarse de nuevo.

—Si te levantas, se te abrirá la herida y se volverá a infectar, esposo. Ya no se puede hacer nada por Mario…

Yeruti agarró a Ana del brazo.

—¡Dejadle intentarlo! Él ya ha vivido bastante. En cambio, mi hijo… Por muy pequeña que sea la posibilidad de salvarlo, debe ir.

—Tiene razón, Ana. El remordimiento me consumiría si no lo intentara.

Ana abrió la puerta del dormitorio y gritó a los criados que estaban en el patio:

—¡Preparad unas andas, deprisa!

—No podemos esperar a que preparen las andas, Ana —dijo Alonso, que había logrado ponerse en pie—. Hemos de llegar a la plaza cuanto antes. Sostenedme entre las tres. Está muy cerca. Lo lograremos.

Su esposa asintió, aunque temía que fuera tarde.