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PLAZA MAYOR DE ASUNCIÓN

Asunción del Paraguay. 20 de octubre del Año del Señor de 1588

La mañana del 20 de octubre del Año del Señor de 1588, todo estaba preparado en la plaza Mayor de Asunción para ser escenario de uno de los espectáculos que más apasionaban a las gentes del Nuevo y Viejo Mundo: una ejecución pública.

La noche anterior el cabildo había mandado colocar, ante la puerta de la casa del gobernador, un estrado donde se sentarían las autoridades de la ciudad a contemplar la ejecución frente al rollo del que el reo sería colgado hasta morir.

Ese reo era Mario Rocamunde, que había sido condenado a muerte tras un juicio sumarísimo en el que lo acusaron de haber matado a traición a cuatro bravos soldados —la muerte convierte en héroes a los criminales— y de haber intentado asesinar al hombre más rico y respetado de la ciudad: Alonso de Lanzós, que aún se debatía entre la vida y la muerte.

A las diez de la mañana, a fin de dar tiempo al público a asistir al espectáculo, el regidor ordenó que un pregonero recorriera las calles anunciando que la ejecución tendría lugar bajo el sol del mediodía.

Media hora después, en la plaza Mayor de Asunción se arremolinaba una multitud de curiosos de todas las edades y razas que esperaban con ansia el comienzo del espectáculo.

Cuando faltaba una hora para la ejecución, el reo fue sacado de la cárcel del cabildo y paseado por las calles de Asunción, escoltado por cinco corchetes y un fraile, quien había pasado la noche junto a él y lo acompañaba para reconfortarlo y rogar por la salvación de su alma.

Al llegar a la plaza Mayor, los corchetes abrieron un pasillo entre la multitud para que pudiera desfilar el reo. Mario Rocamunde se detuvo un instante al pasar ante la casa de Alonso de Lanzós. La muchedumbre comenzó a insultarlo al tiempo que le lanzaba ajís, guayabas, cáscaras de banana y cuanto tenía a mano.

—¡Cobarde! ¡Gallinato! —coreaban entre risas los de la plaza.

El fraile se adelantó para consolar a Mario.

—No os dejéis desalentar por las necedades que os dicen —le susurró—. La mayoría son unos galloferos sin seso.

—¡Verdugooo, pela esa gallina antes de que se muera de miedo! —gritó uno. Y la multitud estalló en carcajadas.

—No es desdoro temer a la muerte —continuó el fraile—. No perdáis el tiempo que os queda escuchándolos. Arrepentíos de vuestros pecados y rogad a Dios Nuestro Señor que acoja vuestra alma en su seno.

Mario iba a contestarle que estaba equivocado, pero se limitó a dedicar al fraile una sonrisa lánguida. No le importaba morir. Algún día habría de hacerlo. Lo que le resultaba insufrible era haber causado la desgracia de la mujer que más quería en el mundo. Irse sabiéndola herida lo atormentaba. Si hubiera podido pedirle perdón, reconfortarla, decirle a Manuela que lo olvidara, que intentara ser feliz…, se habría sentido mejor.

«¿Qué te ha hecho esa familia para que le tengas tanta inquina? Primero intentas matar al padre y ahora tratas de destruir la honra de su hija», le había respondido el alguacil del cabildo cuando le pidió que le permitiera escribir a Manuela.

A Mario no se le ocultaba que el alguacil, un viejo amigo de Alonso de Lanzós, tenía razón. Algún día, Manuela se casaría con otro hombre y conseguiría ser feliz. Debía poner cuidado para evitar que las murmuraciones acabaran con la honra de su amada. Por esta razón, cuando la tarde anterior Manuela le había enviado una nota a la cárcel pidiendo despedirse de él, él se había negado.

Notó que se le humedecían los ojos. Todo cuanto había sucedido era responsabilidad suya. Por su mala cabeza. ¿Qué satisfacción había sacado de tantos meses de persecución y de venganza? Lo de hombre vengado, corazón apaciguado era una solemne mentira, porque el suyo sangraba de remordimiento. Había vengado a los suyos, sí, pero a cambio de su alma. Porque había traspasado una línea que no tenía retorno: la de matar.

Estos eran los pensamientos de Mario cuando el alguacil le dio un empujón para que prosiguiera su camino hacia la picota.