LIV

CASA DE ALONSO DE LANZÓS Y ANA DE ROJAS

Asunción del Paraguay. Mes de octubre del Año del Señor de 1588

Alonso de Lanzós cerró el libro de cuentas y, tras escurrir la pluma, la dejó sobre la mesa junto al tintero. Se puso en pie, nervioso. La preocupación por la salud de su hija le impedía concentrarse. Manuela había llegado a Asunción muy desmejorada, y en estos meses no había hecho más que empeorar: había enflaquecido aún más y continuaba ausente, como si el deseo de vivir la hubiera abandonado. No se parecía en nada a la joven ingeniosa, vivaz y alegre que lo había recibido en Buenos Aires diez meses atrás, cuando le explicó, con la mirada encendida, que había conocido a un mancebo extraordinario con quien quería casarse: Mario Rocamunde.

Se apartó del bufete y empezó a dar vueltas por la habitación. ¡Si pudiera encontrar a Mario, su hija recuperaría las ganas de vivir!

Manuela había escrito a todos sus amigos y conocidos de Buenos Aires rogándoles que buscaran al chico y le dijeran que volviera, pero todos habían respondido que no habían vuelto a verlo y que no tenían idea de dónde podría estar.

Él también había hecho todo lo que estaba en su mano para localizarle. Había escrito a los cabildos de todas las poblaciones o asentamientos de la cuenca del Plata preguntando si había pasado por aquellos lugares un hombre con las señas de Mario Rocamunde. Incluso había pagado a un honrado capitán para que lo buscara personalmente. Pero todas las pesquisas habían resultado infructuosas.

Aunque no quería decírselo a su hija, para no incrementar su dolor, Alonso estaba convencido de que había cruzado el Atlántico para poner tierra de por medio y evitar volver a cruzarse con ella, pues seguía creyendo que era su hermana.

Su esposa también le preocupaba. El abatimiento de Manuela la tenía muy angustiada. Por las noches iba a hacer guardia a la puerta del dormitorio de su hija y, de día, la seguía con disimulo a todas partes. Cuando Manuela se encerraba en su cuarto, Ana se quedaba en la puerta escuchando si lloraba o no. El resultado de estas cuitas era que su mujer comía y dormía poco y mal, y Alonso temía que enfermase.

La situación se había agravado desde la semana anterior. Ana había conseguido sacar a su hija de casa con el pretexto de que la ayudara a escoger un presente para doña Isabel, su madrina. Manuela, a regañadientes, la había acompañado a ver a un platero que tenía su tienda de portal cerca de la iglesia Mayor de Asunción. Regresaron con una joya exquisita: una botellita con forma de corazón, decorada con esmaltes y filigranas, que tanto servía para lucir como colgante como para llevar perfume.

Al llegar a casa, Ana había confesado a Manuela que la joya era para ella, y la joven la guardó en su joyero sin hacer caso de la alhaja. Cuando su madre la convenció de que se la colgase del cuello y se mirara al espejo, Manuela se había echado a llorar amargamente y había corrido a encerrarse en su dormitorio.

Desde aquel día Manuela no comía apenas. Tampoco salía de su cuarto ni de día ni de noche. «Debí darme cuenta de que no era adecuado regalarle un perfumero con forma de corazón», se lamentaba Ana.

Llamaron al médico para ver si podía hacer algo contra un mal ante el que se sentían impotentes, pero este dictaminó que la joven padecía una melancolía severa debido a un trastorno de los humores. Le recetó, amén de la consabida sangría, agua de láudano a discreción y unas píldoras negras que debía tomar tres veces al día.

La sangría la debilitó, pero el agua de láudano y las píldoras la serenaron bastante. Tanto era así que aquella tarde Ana consiguió que Manuela la acompañase a visitar a unas amigas.

Alonso se acercó a la ventana y miró a través de los cristales. Se admiró una vez más de que aislasen de los ruidos, del viento y de la lluvia y, sin embargo, dejaran pasar la luz. Había pocas casas en Asunción con cristales en las ventanas; eran un lujo que muy pocos podían permitirse y, a decir verdad, tampoco eran necesarios. Sin embargo, en Pontedeume, donde había nacido, su madre y él tenían que cerrar las contraventanas para protegerse del frío, al tiempo que los condenaban a pasar muchas horas a oscuras, alumbrándose solo con la débil luz de la lumbre. No tenían dinero ni para velas ni para cubrir las ventanas con papel encerado. Por eso, cuando pudo construirse una casa en el Nuevo Mundo, había hecho instalar cristales en las ventanas.

La luz era amarillenta, señal de que estaba a punto de ponerse el sol, y Alonso agitó la campanilla. Ittaní, una caria bajita y pizpireta, acudió a su llamada y le informó de que su mujer y su hija aún no habían regresado. Alonso bajó al patio a esperarlas.

Media hora más tarde, Ana y Manuela seguían sin volver, y Alonso contenía su impaciencia paseando bajo las columnas de madera del pórtico. Cuando se puso el sol, consciente de que ya se había pasado con creces la hora de visita, decidió ir a buscarlas. Llamó a los criados para que ensillasen su caballo y se lo trajesen junto con una linterna, pero antes de que tuvieran tiempo de hacerlo, oyó que se abría la puerta de la calle y corrió al zaguán. El portero no había encendido aún el candil que siempre ardía por la noche y estaba completamente a oscuras.

—¿Sois vosotras? —preguntó.

—Sí, esposo.

—¿Qué os ha ocurrido? ¿Por qué habéis tardado tanto?

—Manuela sufrió un desmayo, y mi amiga Eugenia Loaiza no consintió en que saliéramos de su casa hasta que le hizo beber un caldo y se recuperó.

—¿Por qué no me mandaste aviso? ¡Hubiera ido a buscaros con una silla de manos!

—No queríamos preocuparte… Y nos han traído los criados de Eugenia. Los acabamos de despedir.

Alonso abrazó a su mujer y a su hija. Los tres permanecieron en silencio y a oscuras unidos en aquel abrazo que transmitía sus sentimientos mejor que las palabras.

—Perdonad lo mucho que os hago sufrir, padres —balbució Manuela—. He intentado con todas mis fuerzas superar el dolor, pero no soy capaz.

—¡Eres tú quien tiene que perdonarme, hija mía! Si no me hubiera dejado influenciar por doña Isabel… ¡Soy yo el principal responsable de esta tragedia!

En ese instante un embozado salió de entre las sombras del zaguán.

—Así es —dijo—. Tú eres el responsable, ¡y vas a morir por ello! —Manuela se interpuso y la espada la hirió en un brazo. Mario la apartó y clavó el acero en el costado izquierdo de Alonso—. ¡Contigo se ha cumplido el juramento que hice de vengar a los míos, Alonso de Lanzós!

Manuela dio un aullido al notar que su padre se desplomaba. El suelo del vestíbulo estaba completamente a oscuras, y se agachó para palpar su cuerpo. Al llegar a la altura del corazón y notar que las manos se le humedecían, la joven gritó:

—¡Maldito seas, Mario Rocamunde! ¿Qué has hecho?

—Justicia.

Manuela, furibunda, se puso en pie y le restregó las manos ensangrentadas por la cara.

—¿Llamas a esto justicia?

—La sangre se venga con sangre. Juré que vengaría la muerte de los frailes y de mi gente…

—¡Bellaco ruin! ¡Mi padre nunca hubiera hecho esto contigo! Ni siquiera cuando creía que éramos hermanos…

Mario dio un respingo.

—¿No somos hermanos? —preguntó con estupor.

—¡No! ¡Eres hijo de Juan de Salazar y de Mencía de Calderón!

Mario Rocamunde se quedó sin habla, anonadado por la revelación. Cinco minutos antes, ninguna noticia lo habría hecho más feliz. Pero ahora era tarde. Aunque Manuela y él no fueran hermanos, aquella muerte los separaba para siempre. Ella jamás le perdonaría que hubiese matado a su padre. Y aunque lo hiciese, el cadáver de Alonso de Lanzós se alzaría en mitad de cada discusión, de cada desacuerdo…, interponiéndose entre ellos. Tiró la espada al suelo y se dirigió hacia la salida con paso vacilante.

Manuela recogió a tientas la espada del suelo y le gritó crispada:

—¡Si la sangre se venga con sangre, tendré que matarte, Mario Rocamunde!

Él se detuvo en la penumbra esperando su ataque. Deseaba que aquella pesadilla acabase de una vez, y la muerte era la mejor forma de conseguirlo.

Manuela no tuvo valor para clavarle la espada y la soltó.

El portero irrumpió en el zaguán iluminando a los presentes con la vacilante luz del candil que llevaba en la mano. Al ver en el suelo el cuerpo ensangrentado de Alonso, se persignó:

—Dios Nuestro Señor lo acoja en su seno. ¿Quién lo ha matado?

Manuela señaló a Mario, que seguía inmóvil en el umbral.

El portero retrocedió aterrado, pues pensaba que aquel hombre con la cara manchada de sangre acabaría con él.

Ana, arrodillada en el suelo, trataba de restañar la sangre que se extendía por el jubón de su esposo.

—¡Roque, ve a buscar ayuda, por amor de Dios! —gritó enloquecida al portero.

Mario se apartó de la puerta al percibir que el portero lo veía como una amenaza.

—Salid sin cuidado —susurró.

El portero echó a correr calle abajo. Cuando estuvo a una distancia prudencial de la casa y del desconocido, comenzó a gritar:

—¡A mí la justicia! ¡Auxilio! ¡Han dado muerte a Alonso de Lanzós! ¡Avisad a los corchetes!

Manuela comenzó a sollozar.

Ana, que seguía intentando detener con la bastilla de su falda la sangre de Alonso, preguntó:

—¿Estás bien?

—Ha sido solo un rasguño.

—Entonces ayúdame a contener la hemorragia. ¡Por lo que más quieras!

La joven tardó unos segundos en entender el significado de sus palabras.

—¿Padre no está… muerto? —balbució.

—No, se ha desmayado. ¡Pero pierde mucha sangre! ¡Pide a los criados que traigan luz! ¡Y ve a coger a mi habitación la arqueta de las curas! ¡Se le va la vida! —gimió—. ¡Date prisa, hija, por lo que más quieras!

Al ver que Manuela, presa del estupor, no reaccionaba, Mario decidió ir él mismo a buscar la arqueta. En el patio se cruzó con otro servidor que, alertado por los gritos de Ana y Roque, se dirigía al zaguán con una linterna.

Mario se la quitó, y se dirigió a las escaleras para subir al primer piso donde suponía que estarían los dormitorios de la familia.

No se le ocultaba que lo más prudente hubiera sido huir, porque los alguaciles llegarían enseguida. Había atacado a traición a uno de los hombres más ricos y respetados de Asunción y, si los corchetes lo apresaban, lo matarían.

«Hace nada quería matar a Alonso de Lanzós, y ahora daría la vida por salvarlo», pensó con amargura.

Después de mirar en tres habitaciones, vio que en la cuarta había una cama de matrimonio con dosel, y dedujo que se trataba del dormitorio de Ana y Alonso. Recorrió con la linterna la estancia. En una mesita cerca de la ventana vio el aguamanil y dos arquetas. La primera contenía joyas de Ana. Levantó la tapa de la segunda y vio que en su interior había vendas, ungüentos y unas tijeras. Se la puso bajo el brazo y corrió de vuelta al zaguán.

Cuando llegó, varios criados rodeaban el cuerpo exangüe, iluminándolo con hachas y velas. Manuela, de rodillas junto a su madre, trataba de desanudar, con manos temblorosas y atolondradas, las agujetas del jubón de Alonso.

Mario abrió la arqueta y le alargó las tijeras.

—Toma —dijo.

Manuela cortó el jubón y la camisa para examinar la herida. La espada había tropezado en una costilla y, en lugar de atravesarle el corazón, se había desviado hacia abajo desgarrándole la carne hasta la cintura. No le había afectado a ningún órgano, como habían supuesto todos al ver tanta sangre. Pero la herida era larga y profunda y Alonso de Lanzós era un anciano de más de cincuenta años. Mario dudaba de que resistiese el emponzoñamiento de los humores que se produciría después como consecuencia del corte.

—¡Traed al cirujano, deprisa! —gritó Ana angustiada.

Mario se incorporó para ir a buscarlo, pero Manuela lo detuvo con aspereza:

—Tú lárgate de aquí, Mario Rocamunde. Ahora sé de tu talante, ¡de lo que eres capaz! ¡Bastante daño has hecho ya a un inocente!

Mario sintió como si una bola de cañón se hubiera precipitado sobre su cabeza y lo hubiera aplastado contra el suelo. Había dado por cierto que Alonso de Lanzós había ordenado su muerte para no tener que explicarle a su hija que eran hermanos. Sin embargo, Manuela decía que era inocente. ¿Y si Bocarrajada hubiera actuado por su cuenta, sin la anuencia de Alonso? Jayán le había contado que Arillo quería vengar en él una ofensa que le había inferido su desconocido padre, pero él, cegado por el odio, no había prestado atención a las palabras del jaque. El remordimiento se le enroscó en el cuello como una soga. Alonso de Lanzós no era un desalmado como aquellos, sino un buen hombre, amén de ser el padre de Manuela, y lo había despachado de un tajo, sin darle la más mínima oportunidad de explicarse.

—Mi madre… conoce hierbas para evitar que las heridas se emponzoñen… Ella podría curarlo —musitó.

—¡Yeruti se quedó con nosotros en Asunción! —gritó Ana, que se aferraba a la posibilidad de salvar a su esposo por pequeña que fuese—. Está en la iglesia… ¡Corre a buscarla!

—La traeré. —Miró a Manuela y añadió—: Después me marcharé de Asunción. Para siempre.

La joven apartó la mirada.

Mario echó a correr en dirección a la iglesia, que estaba a pocas manzanas de distancia. Al llegar, vio que los fieles estaban abandonando el templo, y trató de entrar a buscar a su madre apartando a la gente con brusquedad.

—¡Es aquel! ¡Es aquel! —aulló el portero que iba por delante de los alguaciles.

Los corchetes mostraron aceros, y su capitán, un hombretón de cara recosida y un ojo a distinta altura que el otro, gritó:

—¡Date preso!

—¡Voy a entrar a pedir a mi madre que auxilie al herido! ¡Después me entregaré, lo juro por mi honor! —replicó Mario.

—¡Me tomas por bobo, hi de pu! ¡Lo que quieres es acogerte al refugio en sagrado! —replicó el capitán.

—¡Escoltadme y veréis que digo la verdad! —insistió Mario.

El capitán se volvió a sus hombres y gritó:

—¡Prendedlo de una vez!

Los alguaciles rodearon a Mario y comenzaron a darle empellones hasta que lo derribaron al suelo, donde lo patearon a placer.

Yeruti, que acababa de salir del templo, al ver lo que le hacían a su hijo, intentó penetrar en el corro de corchetes.

—¡Soltadlo! —gritó.

Los corchetes la tiraron al suelo de un empujón.

—¡Madre, por lo que más quieras, salva a Alonso de Lanzós! —aulló Mario.

Al oír el alboroto, Manuela se asomó a la puerta, pero el grito de su madre la hizo volver al zaguán.

—¡Ha abierto los ojos, hija! ¡Tu padre ha abierto los ojos!

Manuela se arrodilló junto a su padre. En efecto, había abierto los ojos, pero parecía vaciado de sangre de tan pálido como estaba. La joven temió que hubiera experimentado la mejoría que precede a la muerte.

Alonso movió débilmente los labios, pero no logró articular ni una palabra.

—Aguanta, amor mío, aguanta. ¡Te curarás! ¡Tienes que curarte, Alonso! —gimió Ana apretándolo contra su pecho.

Los criados se miraron unos a otros. Uno de ellos se persignó y musitó una oración en voz baja, a la que poco a poco se unieron los demás.

Los corchetes irrumpieron en el zaguán empujando a Mario Rocamunde, que llevaba las manos atadas a la espalda.

—¿Es este el asesino, señoras? —preguntó el capitán de los corchetes señalando a Mario.

Ana, concentrada en intentar mantener a Alonso con vida, no respondió. Pero Manuela se puso en pie y, mirando a Mario desafiante, dijo con firmeza:

—Sí, capitán. Ese es.