EN BUSCA DE LOS GUAICURÚES
A cuatro leguas de Asunción. Mes de julio del Año del Señor de 1588
Llevaba dos semanas inspeccionando la selva, cinco leguas a la redonda de Asunción, en busca del poblado guaicurú donde, según Jayán, se había refugiado Manuel Arillo, el Bocarrajada.
Mario Rocamunde no tenía otra meta en la vida que la venganza. Sus sueños de convertirse en el ganadero más próspero de Buenos Aires, de proveer de carne y cueros a Santa Fe, Asunción e incluso la Ciudad de los Reyes se habían derrumbado cuando se enteró de que Manuela era su hermana. No se resignaba a no volver a verla nunca más… Manuela…, su amada Manuela… Los ojos se le humedecieron, y esta vez no era a causa del sudor. Se mordió los labios hasta hacerse sangre. No encontraría la paz hasta haber acabado con todos los asesinos. Ya solo quedaban dos: Bocarrajada y Alonso, el instigador de la matanza. El ansia de acabar con ellos lo carcomía. Sin embargo, no podía ocultarse a sí mismo que el continuo ir de un lado a otro, el poco dormir y el menos comer le estaban pasando factura. Había adelgazado mucho, las ojeras le invadían las mejillas y, por momentos, el abatimiento se apoderaba de él.
«Ya me queda poco… Ahora no puedo desfallecer. Pero ¿qué haré después?», se planteó. Y como no fue capaz de hallar una respuesta, decidió que no habría un después.
Un gruñido ronco lo sacó de sus sombrías reflexiones. Aunque le resultaba vagamente familiar, no logró identificar a qué animal de la selva pertenecía, así que se ocultó entre la maleza.
Al poco, los gruñidos se multiplicaron. Mario sonrió. Solo el agotamiento de tantos días de búsqueda justificaba que no hubiera acertado a reconocer el concierto de gorrinos. Sacó de su hatillo las ropas castellanas, se las vistió y, tras ceñirse la espada, avanzó en la dirección de donde provenían los gruñidos de cerdos.
Cien varas más adelante, se encontró con una partida compuesta por diez blancos y unos treinta indios que arreaban una piara de veinte cerdos. «Por la cantidad de gorrinos que llevan, van de exploración», dedujo.
Dos arcabuceros le apuntaron con sus armas mientras el capitán de la expedición desenvainaba la espada en tanto preguntaba:
—¡Alto! ¿Quién va?
—¡Gente de paz! —respondió Mario.
—¡Acércate mostrando las manos!
Rocamunde así lo hizo y, tras las presentaciones de rigor, explicó:
—Busco un poblado guaicurú por los alrededores de Asunción. ¿Sabéis por ventura dónde está?
—Ya me gustaría… —respondió el capitán—. Y no soy el único. Don Juan de Torres de Vera y Aragón ofrece una fortuna a quien le diga dónde está ese poblado.
—¿Quién es ese caballero?
—¡Nada menos que el Adelantado del Río de la Plata! Está empeñado en propinar a esos indios un castigo ejemplar. Y obligarlos a irse para siempre de Asunción.
—¿Por qué? —preguntó Rocamunde.
—Los guaicurúes amedrentan a los vecinos de Asunción con incursiones en las que roban cuanto se les antoja. El Adelantado ha ordenado que haya siempre un retén listo para perseguirlos, pero, después de cada correría, los indios desaparecen misteriosamente, sin que hasta la fecha hayamos logrado averiguar dónde se esconden.
—Entonces…, ¿su poblado está por aquí?
—Sí, vive Dios, y ¡a fe mía que no debe de andar lejos! Se dice que está entre el río y aquellas montañas de allí enfrente. Pero hemos registrado el terreno y…
—No cejaré hasta dar con él.
Los soldados intercambiaron miradas sardónicas. Mario Rocamunde, demacrado y exhausto por las privaciones, no parecía capaz de descubrir lo que otros mejor pertrechados no habían conseguido.
—Si lográis encontrarlo, no os olvidéis de reclamar la recompensa —replicó burlonamente el capitán ante lo que juzgó una fanfarronada. Y sin más alzó la mano para indicar a sus hombres que reanudaran la marcha.
Rocamunde tomó la determinación de registrar palmo a palmo el trozo de selva que quedaba entre el río y las montañas.
A lo largo de la mañana, el cielo se fue cubriendo con una losa de nubes oscuras que no dejaba pasar la luz, aunque sí un calor sofocante. Al atardecer, estando Mario al pie de las montañas, una pavorosa tormenta rompió los nubarrones y estos comenzaron a derramar agua a raudales, que iba formando ríos de lodo en el suelo de la selva.
Agotado de chapotear en aquel barrizal, Mario decidió subir a una montaña rocosa que vio enfrente para buscar un sitio donde pasar la noche a resguardo de la lluvia. El ascenso le resultó bastante penoso, porque desde lo alto caían torrenteras de agua, lodo y piedras que lo golpeaban y hacían que se resbalara. Para colmo, la lluvia lo vapuleaba con tal fuerza que lo obligaba a caminar encorvado.
Cerca de la cumbre vio a un mytú[54] que se adentraba al vuelo en una caverna y lo siguió. La entrada era tan estrecha que, en algunos tramos, las rocas le desgarraban las calzas. Pero pasado un recodo, la cueva se ensanchó lo suficiente para poder tumbarse, y así lo hizo. Rendido por el agotamiento, se durmió enseguida.
Varias horas después, ya de amanecida, lo despertó un estruendo de agua que atribuyó a un aguacero. Al incorporarse, vislumbró una tenue claridad al fondo de la cueva y se puso en pie decidido a explorarla mientras esperaba a que cesara el chaparrón.
A medida que se internaba en la caverna, el estruendo del agua aumentaba. Pensó que debía de haber alguna chimenea por la que entraba la lluvia y que el sonido, al tropezar en las paredes rocosas, se multiplicaba. Pero al volver un recodo, el ruido se tornó ensordecedor. Ya no cabía atribuirlo a un aguacero y, asustado, echó a correr hacia la luz pensando que un torrente avanzaba desde algún ramal de la cueva y lo arrollaría. Por fin alcanzó la salida. Una nube de agua pulverizada lo envolvió, dejándolo empapado. Hizo una visera con las manos para poder ver. A su izquierda, a unos veinte pies de distancia, caía una catarata. A ella se debía el estruendo.
Se enjugó el agua de los ojos y avanzó hasta el borde del precipicio. A sus pies había una hoya cubierta de vegetación adonde la catarata caía formando un lago. Un poco más allá, en sus aguas remansadas, nadaba un grupo de macás. La luz del amanecer, que se internaba en el fondo de la sima en forma de haces, hacía resplandecer las plantas que crecían en torno al lago.
Mario se quedó un rato extasiado, contemplando aquel lugar paradisíaco que nunca habría descubierto de no haber sido por el mytú. Iba a regresar por donde había entrado cuando se fijó en que, pegado a la cascada, había un camino que descendía zigzagueando hasta el fondo de la hoya. Pero no se veía ningún poblado, ni siquiera una choza.
En ese instante, unas cincuenta varas más abajo, una niña de unos diez años, vestida con una falda y una capa de piel de nutria, salió de detrás de la cortina de agua.
Mario se sobresaltó al ver que la capa de la niña estaba decorada por su parte interior con dibujos geométricos de color rojo.
«Es una guaicurú. ¡Y su poblado ha de estar detrás de la cascada! —se dijo—. Jayán no mentía cuando aseguró que nunca lo encontraría sin ayuda».
Tomó como referencia un pindó que crecía en el punto de la cascada por el que la muchacha acababa de salir para recordar dónde estaba la entrada al poblado.
Vio que la niña descendía por el sendero que serpenteaba junto a la caída del agua. Llevaba un gran cesto de mimbre, que sujetaba en la frente con una cincha, y dedujo que se dirigía a las rozas a recolectar plátanos o maíz, porque las mujeres de su tevy usaban un cesto similar para tal menester.
De repente, un hombre salió de detrás de una roca y se abalanzó sobre ella, tirándola al suelo. La pequeña pataleaba y gritaba con todas sus fuerzas mientras el agresor la arrastraba de un brazo. Con el ruido del agua, su gente no la oía.
Mario increpó al agresor con todas sus fuerzas para que la soltara. Pero la catarata se tragaba el sonido de su voz. No le cabía duda de que el asaltante era un hombre blanco, porque llevaba una capa embreada sobre los hombros. Luego, al fijarse en la cabeza desgreñada, pensó que probablemente lo que mantenía la capa tiesa era la roña más que la brea.
La niña peleaba con desesperación tratando de morder a su atacante, que la arrastraba detrás de una peña.
Mario descendió a trompicones, resbalándose por el húmedo sendero que discurría junto a la cascada. Iba tan deprisa que tenía que agarrarse a las plantas para no precipitarse por la catarata, pero se hallaba demasiado lejos del agresor. Cuando llegó a su altura, ya estaba desbarrigando a la niña. Aunque no le podía ver la cara, no tenía duda de quién era el violador.
—¡Bocarrajada, suéltala o te mato! —aulló con tal furia que su voz se sobrepuso al ruido del agua.
El jaque se volvió sin soltar a la pequeña.
—¡Rocamunde! Te hacía entre los muertos… —Echó su capa hacia atrás y se puso en pie con los pantalones bajados—. Me coges en mal momento. —Señaló con un gesto su verga enhiesta—. Así que, sea lo que sea lo que quieras de mí, tendrá que esperar…
—¡Suelta a la niña o te mato!
—¿Vas a matar a un hombre desarmado? —Apartó la capa con las manos para mostrarle que no llevaba espada.
Mario tiró la suya a la catarata.
—Pelearemos con las manos.
—¿Permitirás que me suba antes las calzas? —preguntó burlón.
—Sea…
—Quitémonos también las capas —propuso el jaque.
Mario se deshizo de la suya con rapidez, pero Bocarrajada se la quitó con una lentitud exasperante. Ducho en toda clase de marrullerías, en lugar de dejarla en el suelo, la arrojó sobre la cabeza de Mario.
—¡Maldito bellaco! —aulló indignado el joven mientras apartaba la capa de su cara. Retrocedió para alejarse del jaque sin darse cuenta de que se estaba acercando al borde de la cascada.
Bocarrajada, con una sonrisa feroz, le dio una patada para arrojarlo a la catarata. Pero Mario, que se había quitado a tiempo la capa de los ojos, se agarró a su pierna y lo arrastró en la caída.
Un grito espantoso, sobrecogedor, salió de las gargantas de ambos hombres mientras se precipitaban al vacío desde diez varas de altura.
La niña guaicurú gateó hasta el borde del precipicio. Al pie de la cascada, el agua seguía agitada por el choque de los dos cuerpos. Poco a poco se calmó, pero ninguno de los dos emergía.
La muchacha había visto en muchas ocasiones a los jóvenes guerreros de su tribu tirarse desde lo alto de la cascada, pero ellos conocían el emplazamiento de las rocas del fondo y sabían esquivarlas, y los extranjeros, no. Tras casi medio minuto de espera, llegó a la conclusión de que se habían golpeado contra una piedra y habían perecido. Apesadumbrada por la muerte de su protector, la niña se incorporó para irse. En ese instante, vio emerger a su salvador y, segundos después, al hombre que la había atacado. Al principio solo tenían el ansia de respirar, pero en cuanto recobraron el aliento empezaron a pelearse. Trataban de hundirse el uno al otro y, cuando estaban debajo, el agua burbujeaba. Gritó al ver que el hombre que la había atacado tenía una daga en la mano e intentaba clavársela a su defensor.
—¡Ayaic, protector de las almas, salva al hombre bueno! —musitó.
El joven se hundió en el agua y arrastró consigo al del puñal. Los cuerpos de los dos dieron vueltas sobre sí mismos espumando la superficie. Por fin, esta se tiñó de rojo. Segundos después, un cuerpo emergió del fondo y la corriente lo arrastró hasta la orilla, donde quedó varado entre unos juncos.
La niña corrió ladera abajo hacia el lugar donde yacía el hombre, lo arrastró hasta la orilla y le dio la vuelta. A veinte varas de distancia, un cadáver rodeado de un círculo rojo flotaba en el agua.