ARRABALES DE ASUNCIÓN
Asunción del Paraguay. Mes de mayo del Año del Señor de 1588
Jayán, el lugarteniente de Manuel Arillo, el Bocarrajada, regresó de anochecida a su cabaña de los arrabales de Asunción con un par de huevos de tucán, que era todo cuanto había conseguido para la cena después de haber pasado la tarde de caza.
Alguien le había advertido de que un misterioso médico había dado muerte en Santa Fe a dos de los matahombres que habían participado con él en la captura de Rocamunde y Manuela. Jayán nunca había espichado a ningún médico, aunque alguno se lo mereciera, y no creía que la muerte de sus subordinados tuviera que ver con él. Más bien creía que era una venganza del médico porque le hubieran hecho trampas en los naipes, ya que los tres jaques eran muy dados a la fullería de hacer la ceja[51] y seguramente lo habrían desplumado.
Sin embargo, por cautela, Jayán se había ocultado en la cabaña que había comprado años atrás para desaparecer de la circulación cuando fuera menester. Y en un oficio como el suyo, era menester bastante a menudo…
Antes de entrar, echó un vistazo al interior de la cabaña, que estaba en penumbra porque el sol acababa de ocultarse. Como no vio nada sospechoso, entró y echó la tranca. Después escondió la espada en el haz de leña que estaba debajo del fogón. Sacó un tizón, que había envuelto en hojas por la mañana para que se mantuviera encendido, sopló para avivarlo y prendió el candil de garabato.
Un embozado con un garrote en la mano derecha emergió de las tinieblas y caminó sin prisa hasta el círculo de luz del candil.
—¿Quién eres? —preguntó Jayán al desconocido.
El embozado bajó la capa.
—¡Rocamunde! ¿Estás vivo?
Mario blandió el garrote.
—¿Tienes alguna duda?
—¿A qué has venido? —preguntó Jayán mientras reculaba hacia el fogón para hacerse con la espada que había dejado entre la leña.
—¡A matarte! ¿Dónde está Bocarrajada?
El jaque se pasó la lengua por los labios. Si conseguía hacerse con la espada, Mario Rocamunde sería hombre muerto.
—¡Tranquilo! Si te olvidas de mí, te diré dónde se esconde.
—¿Después de treinta años a su lado le guardas tan poca lealtad?
—Él tampoco dudaría en entregarme. —Le hizo un guiño de complicidad a Mario mientras tanteaba con la mano izquierda entre la leña para coger la espada. Como todos los de su oficio, era un astuto fullero—. Yo no te disparé, Rocamunde… Fue Bocarrajada. Quería vengarse de tu padre. —Soltó una carcajada—. Sigue dolido porque le chirló la cara hace treinta años. ¡A lo mejor pensaba que matándote volvería a ser guapo! —Volvió a reírse—. Escucha, Rocamunde, tú y yo no tenemos ninguna cuenta pendiente. No me has hecho nada ni yo te he hecho nada a ti.
Mario estuvo a punto de gritarle que había apaleado, martirizado y asesinado a la mitad de sus parientes y amigos. Pero mantuvo la calma.
—Si me dices dónde está Bocarrajada, me enfrentaré a ti en un duelo justo, de igual a igual. Y que sea la voluntad divina quien decida cuál de los dos ha de morir…
Jayán, que ya se había hecho con la espada, se lanzó a clavársela en el pecho a Rocamunde.
—¡Serás tú quien muera, majadero! —gritó.
Mario se apartó de un salto. Luego, blandió el garrote y lanzó por los aires la espada de Jayán, que cayó cerca de la puerta.
El jaque lo miró patidifuso, incapaz de creer que aquel patán lo hubiera desarmado.
Mario dejó caer el garrote al suelo y agarró a Jayán del cuello.
—¡Dime dónde está Bocarrajada o te estrangulo!
Jayán farfulló a duras penas:
—Suél… ta… me… Te… lo… diré.
Mario aflojó la presión de sus manos sobre el cuello del jaque. Tras las consabidas toses, este dijo:
—Me encontré a Arillo en Asunción. Se había… enterado de que un médico había ma… tado a los jaques que estuvieron en Ko’ê.
—¡Porque vosotros arrasasteis la aldea con todos sus vecinos!
—Eran indios…
Mario lo sacudió indignado.
—¡Eran mis amigos, mis tovayás[52], bellaco! —aulló con rabia incontrolable.
Jayán asintió como avergonzado. En realidad, quería distraer a Mario para poder sacar la daga que llevaba al cinto, bajo la capa.
—Lo siento —añadió en tono sumiso—, no quería molestarte, Rocamunde. Me caen bien los indios… y los mestizos…, claro.
—¡Dime de una vez dónde se esconde Bocarrajada!
—Se fue a vivir con unos guaicurúes de por aquí[53]. Quería hacer… negocios con su jefe… y de paso desaparecer una temporada de Asunción…
—¿Dónde está el poblado de esos guaicurúes?
Jayán desenvainó lentamente la daga por debajo de la capa sin dejar de mirar a Mario.
—A unas cinco leguas de Asunción. Aunque no podrás encontrarlo sin mi ayuda, Rocamunde. Si me pagas bien, estoy dispuesto a acompañarte.
Intentó clavarle a Mario la daga en el vientre, pero él, que se había olido la maniobra, se apartó como un rayo.
Mario sacó el puñal de la mano izquierda por debajo de la capa, y cuando Jayán hizo un nuevo intento de clavarle la daga, lo apuñaló.
—Pu… to bas… tar… do…, me has mu… er… to —farfulló el jaque mientras se desplomaba.
Mario se agachó. Quería que Jayán le dijera por qué no podría encontrar el poblado de los guaicurúes. Pero ya nunca diría nada.
Un escalofrío le recorrió el cuerpo al oír el último estertor de Jayán. Matar, aunque fuera a un asesino, le revolvía las tripas.