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ANA DE ROJAS CONTINÚA SU RELATO

Ribera del Mamoré. De junio a diciembre del Año del Señor de 1557

Empezó a llover torrencialmente pocos días después de que alumbrara a nuestro hijo Alonso. Porque aunque estaba muerto, le puse tu nombre, esposo. La corriente del Mamoré creció, y las inmensas llanuras por las que discurría se inundaron.

Al poco tiempo nos vimos rodeados de inmensas praderas tan hermosas que Yagua dijo que, si bien no habíamos encontrado El Dorado, habíamos hallado la Tierra sin Mal, el paraíso de los guaraníes. Y tenía razón: aquella aldea a la orilla del lago —con caza, pesca y terrazas de cultivo— era un auténtico edén. Pero yo estaba tan triste que era incapaz de apreciarlo.

Fray Juan se mostraba sombrío, obsesionado con reanudar la búsqueda de El Dorado cuanto antes. Paseaba de un lado a otro, con la mirada torcida, repitiendo que ya era hora de partir. Creo que los sufrimientos y el hambre lo habían enloquecido, pues de otra forma era inexplicable que persistiera en aquel empeño, cuando yo no me había repuesto todavía del parto y Mencía estaba en el séptimo mes de preñez.

A diferencia de fray Juan, ella y Salazar eran felices. Pasaban todo el tiempo juntos paseando y charlando.

Una tarde el fraile se acercó a ellos y les dijo que al día siguiente deberíamos reemprender la búsqueda de El Dorado.

Mencía se negó rotundamente a salir del poblado hasta que naciera el niño.

—Y más después de lo que le ha sucedido al hijo de Ana —dijo.

—Lo que quiero decir es que dejemos a las mujeres aquí y vayamos solos, capitán.

—¡No, fray Juan! ¡No haremos tal cosa! —replicó Salazar.

—¡Prometisteis acompañarme a buscarlo antes de abandonar Asunción! ¿Lo habéis olvidado?

—Cumpliré mi promesa cuando estemos en condiciones de ir. No insistáis más.

A la mañana siguiente fray Juan partió solo, con una bolsa de fibra llena de mazorcas que había cogido en uno de los fuegos del poblado.

Los indios lo encontraron cuatro días después durante una expedición de caza, y lo trajeron de regreso. Venía desgreñado, febril, hambriento, acribillado por los mosquitos y con la mirada perdida en su obsesión.

Mencía parió pocos días después. El niño se le adelantó dos meses, seguramente como consecuencia de las penurias que había padecido. Era un infante muy guapo y despierto, de vivaces ojos oscuros. Se parecía mucho a Salazar. Por desgracia, a Mencía no le bajó la leche y pensamos que el niño perecería. Unas ancianas de la tribu me estimularon para que la leche me volviera a manar de los pechos. Así pude amamantar a Mario… Aunque entonces aún no tenía ese nombre. Como fray Juan seguía ido y no estaba para dirigir ceremonias religiosas, Salazar lo bautizó con el nombre de Pedro y le dio el apellido que había usado en Potosí: Rocamunde.

Aquel niño tan tierno me devolvió el ánimo y las ganas de vivir después de la pérdida de nuestro hijo. Desgraciadamente, tuve que separarme de él al poco tiempo.

Cuando Mencía y yo nos recuperamos, determinamos volver a buscar a Irupé al poblado donde la habíamos dejado y regresar después a Asunción. Fray Juan intentó entonces convencer a Yagua para que lo acompañara a buscar El Dorado. Le prometió riquezas infinitas.

—¿Para qué quiero tanto oro, fray Juan? En la selva no me serviría de nada.

—Algún día podréis regresar a Potosí convertido en el hombre más rico de la villa.

—No me arrepiento de los años que allí pasé, pero nunca volveré. Me quedaré en el poblado de mi madre, donde no necesitaré riquezas ni el abambaí[49] de los blancos para ser feliz. Me bastará con el tupambaé[50] de mi tevy.

Emprendimos pocos días después el regreso a la aldea donde habíamos dejado a Irupé, con gran contrariedad de fray Juan. Los indios nos facilitaron una canoa y útiles para cazar y pescar. Gracias a su ayuda el viaje de regreso fue mucho más rápido y sosegado. Y pudimos disfrutar de la hermosura del paisaje. Recuerdo atardeceres increíbles en los que el sol, rojo como la grana, se hundía en el río y teñía el agua y la selva de púrpura. Y también la infinidad de pájaros que aleteaban constantemente sobre nosotros y las muchas serpientes, monos, carpinchos, yacarés y tortugas de agua que divisábamos desde la canoa.

Una mañana Salazar y Yagua pescaron en el Mamoré un extraño delfín de color rosa, y desembarcamos para comérnoslo. Mientras lo limpiábamos, Yagua nos habló de una leyenda de aquellas tierras a propósito de estos animales. Los delfines del Mamoré habían sido, supuestamente, guerreros muy valientes y apuestos a los que, por envidia, un dios había convertido en peces. Pero una vez al año se transformaban de nuevo en hombres, y seducían y preñaban a todas las mujeres, ¡tan irresistibles y atractivos eran!

Mencía y yo nunca habíamos visto un pez tan raro, y lo mirábamos con aprensión, sobre todo después de lo que nos acababa de contar Yagua. Este nos dijo que fuéramos a buscar leña para asarlo.

Cuando nos lo estábamos comiendo, Salazar y Mencía discutieron. Salazar dijo que había tomado la decisión de volver a España con Mencía y el niño. Pero ella se negó en redondo.

—Estás casado, Juan. No puedo deshacer lo que Dios ha unido… Ni tampoco olvidar la promesa que le hice a tu esposa de llevarte de vuelta a Asunción.

—¿Qué será de nuestro hijo?

—Saldrá adelante. Lo mismo que los otros hijos que tuviste con indias…

Recuerdo que, durante aquella conversación, no paraba de rascarme. No por culpa de los mosquitos, que me picaban de continuo, sino por la violencia que sentía al tener que escucharla. A Yagua le sucedía otro tanto, porque no apartaba la mirada del río, como si estuviera ausente. En cambio, fray Juan los miraba con rencor. No les perdonaba que no fueran a buscar El Dorado.

El niño se despertó, y yo me apresuré a apartarme para amamantarlo.

—¿No piensas que nuestro hijo merece, por su linaje, un destino mejor?

—Aquí en el Nuevo Mundo, eso carece de importancia, Juan.

—¡No para ti, Mencía de Calderón! —le reprochó Salazar—. Tú eres capaz de olvidarte de nuestro amor, de abandonar a nuestro hijo con tal de mantener tu prestigio. ¡La Adelantada, la madre del difunto Adelantadillo, no puede dejarse llevar por sus sentimientos! ¡No puede permitir que un amor ilícito acabe con su fama!

Mencía miró al niño, que seguía mamando de mis pechos. Se le inundaron los ojos de lágrimas.

—A las mujeres no se nos concede fama, Juan, solo honra…, y ya la tengo perdida. El vidrio y la honra no tienen más que un golpe.

—Entonces, ¿por qué quieres mantener oculto a nuestro hijo? ¡Eres una hipócrita, Mencía!

—Para una mujer es distinto que para un hombre. Tengo otras hijas…, no puedo enturbiar su nombre ni el de sus descendientes…

—¡Tus hijas ya son mayores! ¡Es tu orgullo el que te empuja a obrar de esa guisa!

—Isabel de Contreras es amiga mía. ¿Cómo se sentiría si supiese que la he traicionado? ¿Es que no piensas en los demás?

—¿Y tú? ¿No piensas en nosotros? Tenemos la posibilidad de ser felices…

El niño, asustado con los gritos, se echó a llorar.

Mencía tenía los ojos arrasados en lágrimas.

—Si fuera posible, me quedaría a tu lado, Juan…, aun sabiendo que solo me amarías por un tiempo…

—Te amaré siempre. ¡Te lo juro por la salvación de mi alma, Mencía!

—Sé que lo crees… Pero otra mujer te seduciría… y acabarías abandonándome.

—¡Jamás! ¿Cómo puedes pensar eso?

—Tu carácter es tu destino, Juan —dijo muy quedo.

—¡Maldita mujer! ¡Siempre has de salirte con la tuya!

Salazar se apartó de ella y, malhumorado, se metió en el río a aplacar su furia nadando.

El niño lloraba a lágrima viva, y Mencía lo cogió en sus brazos. El pequeño lloró aún más fuerte porque estaba acostumbrado a mí.

Mencía lo llenó de besos para acallar su llanto.

—Eres mi pecado. El más hermoso pecado que podía imaginar —susurró entre gemidos.

—¿Qué va a ser de él? —pregunté. Le había cogido tanto cariño a Pedro…, para vosotros Mario, que estaba dispuesta a quedármelo.

Mencía adivinó mi propósito al ver cómo miraba al pequeño.

—Ni lo pienses. No puedes quedarte con él.

—Le contaré a Alonso todo… Es un hombre de bien y aceptará al niño. Lo criaremos como si fuera nuestro hijo.

—Que te presentases en Asunción con un infante nacido durante la ausencia de tu esposo sería un escándalo descomunal. Se burlarían de Alonso por cornudo y a ti te harían la vida imposible. El niño acabaría con tu honra y tu matrimonio, Ana.

—No estoy segura de que mi matrimonio perdure… Le dije cosas muy duras a Alonso antes de que partiera…

—Os reconciliaréis, ya lo verás.

—Si se enterara de que perdí a nuestro hijo por seguiros…

—¡Ocúltaselo! Haz lo que sea para reconciliarte con él. Alonso te ama con locura y tú le amas a él. Seréis felices y tendréis otros hijos…

—Supongo que tenéis razón, pero Alonso y yo siempre nos lo hemos dicho todo…

—Hazme caso. Es lo mejor.

Recuerdo que no llegué a probar la carne de delfín. Tenía un nudo en la garganta al pensar en qué sería del pequeño Pedro.

Reanudamos el viaje, que aún duró tres semanas más. Poco antes de llegar a la aldea donde nos esperaba Irupé, le hice a Mencía la pregunta que me reconcomía desde hacía tiempo.

—¿Qué vais a hacer con el niño? ¿Lo habéis pensado?

—Llevo varios días dándole vueltas y creo que he encontrado la solución. Lo entregaré en la pequeña reducción de Ko’ê que un par de franciscanos fundaron hará unos dos años a diez leguas al sur de Asunción. Los conocí cuando fueron a pedirle dineros a Irala para fundarla. Son hombres buenos, justos y temerosos de Dios. Educarán a mi hijo cristianamente.

Se echó a llorar. Cuando se calmó, me hizo jurar que nunca contaría nada de lo acaecido durante aquel aciago viaje, ni de que Pedro Rocamunde, Mario para vosotros, era hijo suyo.

Lo juré por la salvación de mi alma…, y he faltado a mi juramento treinta años después…

Recogimos a Irupé en el poblado. Había crecido tanto que apenas la reconocí. En tan solo unos meses se había convertido en una mujer muy bella. De hecho, las muchachas de su edad que había en el poblado estaban a punto de emparejarse.

Nos abrazó con una alegría inmensa. Imagino que dudaba de que volviéramos a buscarla. Mostró mucha curiosidad por Pedro, que ya tenía tres meses, aunque como había nacido antes de tiempo, quizá aparentaba menos. Nos contó que la tevy de Yagua la había tratado y cuidado muy bien, pero cuando le preguntaron si quería quedarse, ella rehusó.

—Me gusta esta tekoa —contestó—, pero he sufrido mucho al pensar que no volvería a veros…, sobre todo a vos, madre.

Mencía la abrazó con lágrimas en los ojos.

Los hombres del corregidor habían dejado de perseguirnos. Imagino que, después de tantos meses sin tener noticias nuestras, nos dieron por muertos. Debieron de llevarse una sorpresa cuando, un año después, el Consejo de Indias mandó un visitador a Potosí. Les impusieron penas muy severas y alguno de los implicados fue condenado a galeras. Pero los más influyentes, o bien quedaron impunes, o tan solo perdieron su fortuna, porque las autoridades encargadas de ejecutar la condena tenían mucho que ocultar. Así es la condición humana.

La despedida de Yagua nos resultó muy emotiva, pues le habíamos tomado mucho cariño a aquel hombre bueno que tanto había hecho por nosotros. Y nos sentíamos responsables de que hubiera abandonado Potosí.

—No lo lamentéis. Veré florecer el taperigua y danzaré con los míos hasta que las flores se marchiten para agradecer a la Madre Naturaleza que nos haya proporcionado el maíz. No necesito más para ser feliz —dijo. Y le creímos.

Emprendimos el regreso a Asunción pocos días después. Tardamos en llegar tan solo dos meses gracias a que, por intercesión de Yagua, dos guerreros chané nos guiaron hasta el Pilcomayo y nos construyeron una canoa para que pudiéramos continuar el viaje por río.

En vez de entrar en la ciudad, nos desviamos hacia el sur para dirigirnos a la reducción de Ko’ê, que apenas contaba en aquel entonces con unas cuarenta chozas construidas alrededor de una capilla de adobe. Le pedimos a Irupé que entregara el niño a los frailes y dijera que era hijo de Rocamunde, el apodo que Salazar había usado en Potosí, mientras nosotros esperábamos escondidos en la selva. Irupé nos contó a la vuelta que una india a la que los frailes le habían pedido que amamantara al pequeño se había hecho cargo de él… con intención de criarlo.

No he vuelto a saber de ese niño hasta hoy…