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CASA DE ALONSO DE LANZÓS Y ANA DE ROJAS

Asunción del Paraguay. Mes de abril del Año del Señor de 1588

Alonso miró con estupor a su esposa durante unos instantes, tratando de asimilar lo que acababa de oír.

—¿Has dicho que el niño nació muerto? —preguntó al fin.

Ana gimió:

—Sí, por mi culpa. Si no hubiera hecho aquel viaje…

—¡Deja de llorar y explícate, Ana! ¿A qué niño te refieres? ¿Tuviste otro hijo después?

—Sabes perfectamente que tardé ocho años en volver a concebir…

Alonso se pasó las manos por el rostro, tratando de contener su impaciencia.

—¿Me quieres decir entonces de quién es hijo Mario Rocamunde?

Ana de Rojas titubeó.

—Juré no decirlo…

—¡Todo lo que has contado es mentira! ¡Has inventado esta farsa de que el niño murió para ocultar tu adulterio!

—¡No, Alonso! ¡Jamás te fui infiel! Lo único que te oculté fue que salí de Asunción preñada. Era solo una sospecha; la costumbre se me había retrasado un par de días. No tenía que haberme ido. Pero estaba furiosa contigo. Me habías defraudado al ocultarme que te ibas a Lisboa a traer ganado. Me sentía muy desgraciada. Quería huir de esta casa, vengarme de ti por haberme dejado sola. Cuando Mencía vino a pedirme dinero, le puse la condición de que me dejara acompañarla a buscar a Salazar. Se lo debía, pues había sido una madre para mí desde que salimos de Extremadura. Pensé que la búsqueda nos llevaría unas semanas. Pero el viaje se prolongó durante meses. Pagué muy cara mi imprudencia, Alonso, con la vida de nuestro hijo. ¡Porque era nuestro hijo, tuyo y mío! ¡Aún siento remordimiento por su muerte! Lo deseaba tanto… Decidí no decirte nada cuando regresaras a Asunción. Aquel viaje había sido una pesadilla terrible y no quería ni siquiera nombrarlo. Deseaba que tuviéramos otro hijo pronto. Pero pasaron los meses y los años y no venía… Pensé que Dios Nuestro Señor me había castigado secando mi vientre. ¡Lo tenía merecido por no haber previsto las consecuencias de mis actos! Cuando ocho años después nació Manuela, me consideré la mujer más feliz del mundo.

Alonso tenía la boca seca. No sabía si creer a Ana. La miró fijamente.

—¡Júrame que has dicho la verdad!

Su mujer retrocedió ofendida.

—¿No me crees? —preguntó mirándole a los ojos. La muda respuesta de Alonso la llenó de dolor—. Entonces, no me queda otra alternativa… —musitó— que irme de esta casa.

Caminó hasta la puerta trastabillando, como si una roca acabara de caerle encima. Manuela se levantó de la cama e impidió que su madre saliera.

—Antes de que os vayáis, necesito saber de quién es hijo Mario Rocamunde, madre.

Ana miró a su hija con los ojos arrasados en lágrimas.

—Juré no decirlo…

Manuela la sacudió con desesperación.

—¡Tenéis que hacerlo u os maldeciré el resto de mi vida!

—Manuela, es un asunto que solo nos incumbe a tu padre y a mí.

—¡A mí también me incumbe! ¡Amo a Mario!

Los rasgos de Ana, endurecidos por la tensión, se dulcificaron.

—¿Es que lo conoces?

—Sí. —En el rostro de Manuela la tirantez se mezclaba con la tristeza.

—¿Dónde está?

—Se fue para siempre al enterarse de que somos hermanos.

—¿Quién ha dicho que sois hermanos?

—Irupé.

—¿Irupé cree que yo soy la madre de Rocamunde?

—Sí, y también doña Isabel. Pensando que éramos hermanos, padre ordenó a unos jaques que nos persiguieran. Estos mataron a media reducción y a Mario lo hirieron gravemente. Lo di por muerto. Yo estaba preñada y me quedaba el consuelo de alumbrar a su hijo. Padre me dijo que Mario era mi hermano; y mi hijo, fruto del incesto. Pensé en deshacerme de él. Pero el niño murió. —Su rostro se replegó en infinitas arrugas de dolor—. ¡No imagináis el sufrimiento que he soportado, madre!

—Ana, hija, Mario Rocamunde no es tu hermano.

—¡Jurádmelo!

—Te lo juro.

—¡No basta con que lo jures, Ana! ¡Es preciso que lo demuestres! ¡O irás al infierno por permitir un incesto! —intervino Alonso.

Ana miró al vacío.

—Sabía que este asunto traería consecuencias… Pero nunca imaginé lo terribles que serían. No me queda más remedio que contar lo que sucedió después…

Parpadeó para dar salida a sus lágrimas y ocultó la cara entre las manos. Iba a romper la promesa que le hizo a una persona muy querida y por la que sintió un respeto infinito. Pero no quedaba más remedio. Si no lo hacía…, el mal sería irreparable.