XLIX

EN BUSCA DE EL DORADO. EL RELATO DE ANA DE ROJAS

Rumbo este. De febrero a junio del Año del Señor de 1557

Tras abandonar el poblado donde habíamos dejado a Irupé, nos dirigimos hacia el este siguiendo las instrucciones de los cuñados del tuvichá. Nos habían dicho que, para encontrar la tierra del oro, debíamos buscar el río Guapay, y desde él, remontar río tras río hasta dar con uno grande como el mar. Al norte de ese río-mar estaba, según nos contaron, la tierra del oro, El Dorado, para nosotros.

Aquel larguísimo viaje que nos disponíamos a emprender, sin canoas ni víveres, por un territorio desconocido y plagado de selvas y alimañas, era un completo desatino.

Mencía y yo así se lo hicimos saber a fray Juan cuando nos lo propuso. Tuvimos con él una fuerte discusión junto a la empalizada del poblado chané, pero no logramos convencerlo de que desistiera. Estaba obsesionado con encontrar El Dorado para hacerse rico y pasar el resto de su vida junto a su adorada Elvira. Nos amenazó a Mencía y a mí con divulgar a nuestra vuelta a Asunción que habíamos perdido la honra. Salazar estuvo a punto de romperle la crisma por esta amenaza. Él también consideraba descabellado ir a buscar El Dorado, pero al final accedió. Había jurado acompañar a fray Juan, y era un caballero: no podía faltar a su palabra.

Yo, viéndome preñada, le pedí a Yagua que me sirviese de lengua con el tuvichá. Le rogué que me permitiera quedarme en el poblado con Irupé, pero el tuvichá no lo consintió. Dijo que una mujer blanca despertaría la curiosidad y la envidia de otras tribus rivales. Podrían raptarme y, si eso sucedía, se desencadenaría una guerra. Por el bien de los suyos, era preferible que me fuera con los blancos. Yagua le dio la razón.

—Un tuvichá debe velar por su pueblo y ganarse su respeto —me dijo.

Recuerdo que me eché a llorar.

—¿Qué será de mi hijo? No me siento bien… No seré capaz de soportar ese viaje. ¡El niño morirá! ¡Moriremos los dos!

Yagua me abrazó.

—Yo iré con vosotros y os cuidaré, Ana. Os cuidaré en la medida de mis fuerzas —me dijo.

A finales de marzo, alcanzamos al fin el río Guapay, el que nos habían dicho los parientes del tuvichá que teníamos que seguir. Caminamos por su ribera hasta que desembocó en el río Mamoré que, según nos explicó Yagua, significa «madre de las aguas».

Era el Mamoré un río lleno de meandros y bifurcaciones y, por tanto, difícil de orillar. Nosotros íbamos muy despacio porque yo tenía ya bastante vientre y estaba cada vez más torpe.

A primeros de junio las inmensas llanuras por las que atravesaba el Mamoré se secaron, y no encontrábamos nada que comer. Pocos días después apenas circulaba una corriente de agua turbia.

Yo estaba muy débil y tan delgada que se me notaban los huesos de la espalda. Parecía una escoba preñada. Mencía estaba más delgada aún que yo. Salazar y fray Juan tenían los labios secos y los ojos hundidos. El que mejor resistía era Yagua, que desenterraba gusanos de la ribera y se los comía. Yo vomitaba cada vez que él me ofrecía uno, pues no soportaba meterme en la boca un animal vivo que se retorcía.

Un día el agua dejó de correr y, aunque el refrán dice: Agua detenida, agua podrida, nosotros la bebimos porque la sed nos abrasaba. A las pocas horas, sufríamos tales vómitos y diarreas que decidimos tumbarnos a esperar nuestro fin. Al acostarme noté un dolor muy fuerte, como un latigazo, que me recorría la espalda. Era insufrible. Di un aullido espantoso. Estaba resignada a morir, pero no había imaginado que fuera tan doloroso. Noté otro latigazo aún más intenso que el anterior. Fray Juan aumentó la intensidad de sus rezos para no escuchar mis aullidos. Y Mencía y Salazar se abrazaron para morir juntos. Pero yo estaba sola…

Me desmayé en uno de los dolores que siguieron.

Desperté al sentir un fresco sabor de agua limpia en la boca. Abrí los ojos. Una mujer me estaba dando de beber. Oí ruido de agua y cantos de pájaros. Estaba a la orilla de un lago. Al incorporarme me percaté de que era un lago artificial. Los indios habían construido un canal para llevar agua desde el Mamoré a aquel lugar paradisíaco rodeado de montañas.

De repente, sentí otro dolor terrible y di un alarido. La mujer me separó las piernas. Yo bajé la vista y vi que las tenía ensangrentadas. Un nuevo trallazo me hizo aullar. La india gritó como si llamara a alguien y vino otra mujer, que se colocó entre mis piernas y empezó a tirar de mí, mientras la primera me sujetaba los brazos. Noté como si mi interior se rompiese. Luego nació el niño. Me lo enseñaron. Me eché a llorar. Estaba muerto. Mi hijo estaba muerto. ¡Y yo era la responsable! ¡Por mi insensatez!