LA MUY NOBLE Y LEAL CIUDAD DE NUESTRA SEÑORA SANTA MARÍA DE LA ASUNCIÓN
Asunción del Paraguay. Mes de abril del Año del Señor de 1588
Cuando ya habían recorrido dos tercios del camino a Asunción, unas lluvias torrenciales, acompañadas de rayos, granizo y truenos, los obligaron a refugiarse durante un día entero bajo un saliente del terreno. Por culpa de este retraso, Alonso, Manuela, Yeruti e Irupé avistaron la muy noble y leal ciudad de Nuestra Señora Santa María de la Asunción cinco días más tarde de lo esperado a la hora del ocaso.
Al entrar en la ciudad, vieron que se habían desbordado los numerosos arroyos que la atravesaban provocando la inundación de las zonas bajas, por lo que les costó lo suyo llegar a la casa de Alonso de Lanzós, que estaba cerca de la catedral.
Ninguno de los cuatro imaginaba la sorpresa que les esperaba. Ana había regresado del Perú hacía una semana y se disponía a salir cuando ellos llamaron a la puerta. Bajó precipitadamente la escalera y corrió a abrazar a su esposo.
—Alonso, amado mío. ¡Te he echado tanto de menos!
Él se inclinó hacia atrás para zafarse de su abrazo. Pero Ana no se percató porque vio a su hija, que venía detrás, y se precipitó a abrazarla.
—¡Manuela, hija mía! ¡Tenía tantas ganas de verte! ¡Se me ha hecho tan largo el tiempo que pasaste en Buenos Aires! —La besó en las mejillas y la volvió a estrechar entre sus brazos con más entusiasmo que antes, sin darse cuenta de lo desmadejada que estaba la joven y de que no respondía a sus muestras de cariño—. ¡Mi pequeña! Tu padre me contó por carta que has conseguido establecer un negocio de cueros y cría de ganado en Buenos Aires, y que te has prometido con un joven… ¡Qué pálida estás! ¿Te encuentras bien?
Manuela cerró los ojos para controlar las lágrimas que se le enredaban en las pestañas. Fue entonces cuando Ana se hizo consciente de que a su hija le temblaban los labios y de que estaba pálida como la cal.
—¿Qué te ocurre? ¿Por qué lloras?
La joven intentó explicárselo, pero tenía un nudo en la garganta, una bola que se agrandaba por segundos y se le extendía hasta el pecho. Se desmayó.
—¡Hija!
Todos se agacharon para auxiliarla y no tardó en volver en sí gracias a las friegas que Ana le aplicó y a la infusión de ka’ay que le hizo beber.
—¿Qué le ocurre a nuestra hija, Alonso? ¿Por qué está tan demacrada?
Irupé se adelantó:
—Sufrió un accidente hace más de un mes y perdió… mucha sangre. Necesita descansar. Vamos a llevarla a su dormitorio.
—¡Irupé! ¡No te había reconocido! Hacía tantos años que no te veía…, y con la emoción de ver a Manuela y a Alonso…
—Esta es Yeruti —la interrumpió Irupé—, la madre de Mario Rocamunde.
Ana se sobresaltó al oír este nombre.
—Rocamunde… —repitió como para sí. Cerró los ojos y bajó la cabeza. Cuando volvió a alzarla, se estremeció al ver las miradas reprobatorias de su esposo y de su hija.
—¿Qué os pasa? —preguntó.
—Ana, tenemos que hablar —dijo Alonso.
—Sí, supongo que sí. Primero subamos a Manuela a su dormitorio.
Entre los cuatro sostuvieron a Manuela para que subiera las escaleras, aunque ella protestaba diciendo que ya se encontraba bien. Luego la acostaron. Ana la arropó con ternura e intentó darle un beso, pero la joven apartó la cara.
—¿Qué sucede? ¿Por qué me rechazas?
—Nunca me dijiste que habías tenido un hijo. Que había tenido un hermano.
Ana palideció. Un velo de ausencia cubrió sus ojos y sus labios se curvaron en una mueca de angustia.
—¿Por qué no contestas, Ana? —La voz de Alonso sonó implacable.
—Esposo, yo…
—¿Lo niegas?
—No. Tuve un hijo varón —musitó.
Los ojos de Alonso chispearon de furia.
—¿Por qué nunca me lo dijiste? ¿Por qué me tuviste engañado durante tantos años?
Ana comenzó a sollozar.
Ninguno de los cuatro allí presentes hizo nada para consolarla. Se limitaron a esperar su respuesta.
Al fin Ana se secó las lágrimas y dijo muy quedo:
—Me sentía culpable, Alonso… Temí que nunca comprendieras por qué hice aquel viaje.
—Es fácil de entender. Porque amabas a Juan de Salazar. Siempre lo amaste… En Sevilla bebías los vientos por él, y durante el viaje lo perseguías por la borda atenta a sus palabras, al más mínimo halago que te hiciera… Te casaste conmigo después de que él contrajera matrimonio inesperadamente con doña Isabel de Contreras… Me dijiste que tu amor por él había sido una ofuscación de juventud, que yo era el hombre con el que querías pasar el resto de tu vida…
—¡Y era cierto, Alonso! ¿No recuerdas que durante el viaje pasábamos la mayor parte del tiempo juntos? Compartíamos lecturas, ilusiones, deseos… Hablábamos de lo que era justo o injusto, de lo que encontraríamos en el Nuevo Mundo. Nunca hablé de nada de eso con el capitán Salazar. A él no le interesaban los libros…, y su opinión sobre las mujeres consistía en que lo mejor sería que ellas no tuvieran opinión.
—Pero estabas enamorada de él.
—¡Tenía quince años, Alonso! ¡Aquello no era amor!
Manuela se removió en el lecho incómoda. Pensaba que la conversación de sus padres debería ser privada y le resultaba harto embarazoso escuchar lo que se decían. Otro tanto les sucedía a Yeruti e Irupé, que permanecían inmóviles junto a la cama con la vista desviada, como ausentes. Pero sus padres no parecían darse cuenta.
—¡Era pasión! Si hubieras encontrado una mínima respuesta, te habrías entregado a él. ¿Vas a negarlo, Ana?
—No. Pero nunca lo habría querido como te he querido a ti, Alonso. Contigo he compartido penas y alegrías. Juntos hemos luchado para conseguir lo que tenemos… ¡Si tuviera otra vida, la pasaría a tu lado! ¡Lo juro! Hubiera sido muy desgraciada de haberme casado con el capitán.
—No lo dudo. Salazar era arrogante, apuesto, valiente… El hombre más deseado por las mujeres de Asunción… Aunque incapaz de hacer feliz a ninguna. Ni siquiera a su esposa. Sin embargo… —la voz de Alonso disminuyó de intensidad hasta convertirse en un susurro—, tú lo amabas como nunca me amaste a mí.
Ana replicó con las mejillas enrojecidas.
—¡No, Alonso! ¡Cómo puedes decir eso! ¡Tú has sido siempre el hombre en el que he confiado, mi compañero, mi amigo! Siempre te he amado, aunque tardé tiempo en descubrirlo.
Alonso sonrió amargamente. Le hubiera gustado creerla…, pero ¡cómo iba a hacerlo si después de haberse casado con él había tenido un hijo con Salazar!
Ana lo agarró del brazo.
—¿Acaso no te he demostrado mi amor durante todos estos años?
Él se apartó.
—Irupé nos contó que la dejasteis en un poblado chané mientras ibais en busca de El Dorado, y que tú estabas preñada. ¿Por qué abandonaste al niño?
Ana agachó la cabeza. Cuando volvió a levantarla, tenía otra vez las mejillas cubiertas de lágrimas.
—El niño… —musitó con la mirada perdida—. Fue culpa mía. —Dejó de hablar ahogada por el dolor—. Aún hoy no me lo he perdonado… Fue terrible, Alonso… —Los sollozos volvieron a ahogarla.
—¿Qué fue lo terrible? ¿Que Salazar te abandonara por Mencía? —preguntó Alonso con una dureza que estremeció incluso a su hija.
Ana se secó las lágrimas y fue a la mesa que estaba junto al espejo donde ardía una vela en su palmatoria. La puso sobre la mesilla de Manuela. Todos los presentes vieron que se le había formado un nido de arrugas alrededor de los ojos.
—Será mejor que cuente lo que ocurrió desde que dejamos a Irupé en el poblado chané —dijo con una pena inmensa.