XLVII

A QUIEN TE LA HAGA, SE LA PAGAS

Ciudad de Santa Fe. Mes de abril del Año del Señor de 1588

Al llegar a las barrancas del río Quiloazas, divisó la torre de una iglesia y remó unas cuantas varas para arrimarse a la orilla. Se puso en pie sobre la barca y vio que, efectivamente, la torre pertenecía a la iglesia de San Francisco. Buscó un lugar frondoso donde esconder la barca, y se cambió de ropa.

Apenas media hora después entraba en la ciudad de Santa Fe ataviado con una garnacha negra con vueltas de velludillo en puños y capucha. Llevaba una enorme sortija en el pulgar izquierdo y se sujetaba unos anteojos a la nariz frunciendo el ceño. Pocos habrían reconocido bajo aquel disfraz de médico a Mario Rocamunde.

Quince días atrás, al poco de abandonar la reducción de Ko’ê, se había encontrado casualmente a Miguel Varela, un amigo de Buenos Aires. Este le había contado que Bocarrajada y sus jaques habían perdido en un garito todo el dinero que Alonso les había pagado por haberle devuelto a su hija.

—¡Sacrificaron a tantos inocentes para despilfarrar el dinero conseguido con su sangre en las cartas! —se lamentó Mario apretando los puños.

—Bocarrajada y los suyos siempre juegan de mala[47]. Pero en esta ocasión se tropezaron con unos vivanderos[48] que eran mayordomos del naipe y les hicieron perder hasta las bragas. Para saldar la deuda con los tahúres, robaron unas yeguas, fueron descubiertos y tuvieron que salir por pies de Buenos Aires, perseguidos por la justicia.

—¿Sabéis adónde se dirigieron?

Su amigo se encogió de hombros.

—Dicen que a Santa Fe, pero vete a saber… Esos jaques andan siempre de un lado para otro mostrando aceros.

Así que se había cortado el pelo y dejado crecer la barba y había entrado en Santa Fe disfrazado de médico para que Bocarrajada y sus jaques no lo reconocieran.

La ciudad estaba construida en torno a la plaza de Armas, donde se hallaba el cabildo y una posada. Rocamunde golpeó la puerta de esta última y pidió al posadero la mejor habitación, costase lo que costase. El posadero, oliendo negocio, lo invitó a chicha, y Mario se dejó tirar de la lengua. Contó que se llamaba Bienvenido del Pino y que era un médico afamado recién llegado de la Nueva España. Añadió con altanería que venía de Buenos Aires comisionado por el cabildo de esa ciudad.

A continuación le dio al posadero una generosa suma de dinero para que comprase carne fresca y se la preparase para el almuerzo. Cuando le dijo que podía guardarse la vuelta, el posadero comenzó a hacerle reverencias. Mario le preguntó dónde solían parar los tahúres, hampones y demás gente de la carda que visitaba la ciudad.

—No suelen salir del berreadero, señor doctor. Pues en él hallan todo cuanto ansían: mujeres, chicha, juego y fullerías.

En cuanto se hizo de noche, Mario Rocamunde, acompañado de un muchachito que portaba su supuesto instrumental médico en un saco de cuero, se presentó en la mancebía de Santa Fe, una casona de una sola planta situada en las afueras sobre las barrancas del río Quiloazas.

Antes de llamar a la puerta, se colocó la máscara de pájaro con un pico de una cuarta de longitud que los médicos usaban para tratar a los apestados.

Abrió la puerta un llevatrapos de unos doce años que se asustó mucho al ver la máscara. Y no era para menos pues, a la luz vacilante de la vela, la careta asustaba lo suyo.

¡Vade retro! ¡Protégeme del diablo, Señor! —exclamó santiguándose el atemorizado llevatrapos al tiempo que intentaba volver a cerrar la puerta.

Mario metió un pie para impedírselo. Luego apartó la máscara de pájaro de su cara, y le dijo:

—Mancebo, soy médico y quiero ver al padre de esta mancebía. Dile que me envía el cabildo de la ciudad de la Santísima Trinidad.

El muchacho lo condujo hasta el guardamarcas, el hombre de confianza del padre de la mancebía, que hacía guardia en el patio.

Tal como había dicho el posadero, aquella casona, además de mancebía, era pulpería y casa de conversación, y allí recalaban los varones de Santa Fe sin distinción de clases. En las mesas del patio, coimas, hamperos y gente de la peor calaña guitarreaban, bebían o jugaban a las cartas en buena armonía con comerciantes, clérigos y gentilhombres que se decían honrados.

El guardamarcas, un jaque con ojos inyectados en sangre, condujo al supuesto doctor a una salita situada en el lado opuesto del patio, donde el padre de la mancebía hacía cuentas.

Nada más entrar, Mario colocó la máscara de pájaro que llevaba bajo el brazo sobre la mesa. El padre hizo un gesto de aversión, pues sabía para qué usaban los médicos tales máscaras.

—Mi nombre es Bienvenido del Pino, licenciado como galeno y cirujano en la Nueva España —explicó Mario con voz nasal y mucho empaque—. El cabildo de Buenos Aires me ha comisionado para que os informe de que cinco hombres, que sospechamos están apestados, huyeron hará un mes del hospital, y nos han llegado noticias de que se han escondido en esta… mancebía.

El padre se puso en pie visiblemente alterado.

—¿Estáis seguro?

—Sí.

—¡Válgame el cielo! —Se santiguó devotamente antes de preguntar—: ¿Esa peste ataca también a los españoles?

—Especialmente.

Unas gotitas de sudor aparecieron en el labio superior del padre.

—¿Cómo se la reconoce?

—Por unas bubas que salen bajo las axilas, en las ingles o en la parte interior de las articulaciones. Al principio no producen ningún síntoma, pero, al cabo de un mes, estas bubas se inflaman y toman un color negruzco, producen calenturas y deshacen los pulmones. Cinco días después el infectado muere entre horribles dolores. —El padre se tocó con disimulo bajo la sisa—. Tranquilizaos —continuó Mario—. Estoy aquí para atajarla antes de que se extienda…

—¿Será necesario clausurar la mancebía?

—No si consigo localizar a los infectados. Para eso necesito vuestra ayuda. Y vuestra discreción.

—¡Contad con ella, ilustrísimo doctor! Estoy aquí para serviros.

—Los sujetos que busco son unos hombres que vinieron a vender yeguas hará algo menos de un mes.

—Los conozco. No han salido de este recinto desde que llegaron. —Se volvió al guardamarcas y le preguntó—: ¿Dónde están ahora, Zárate?

—Dos de ellos andan floreando con mucho ahínco. Han solicitado capa y orinal para no perderse ni una mano de la baraja. Y el tercero está con Ramona, la Aguanosa, aliviándose.

—¿Solo son tres? —preguntó Mario—. Me hablaron de cinco.

—El capitán y su segundo se fueron al día siguiente de llegar. Les oí decir que iban a machucar a no sé quién. Bocarrajada y Jayán viven del acero. ¿Los conocéis?

—No, no los conozco. Pero si no están todos aquí tendré que averiguar adónde han ido y detenerlos. Es peligroso que anden de un lado a otro propagando la peste.

—¿Cómo puedo ayudaros?

—Oigáis lo que oigáis, no os alteréis ni llaméis a la justicia.

—¡Por supuesto, doctor! Prefiero la discreción.

—En primer lugar he de reconocer a esos hombres para comprobar si efectivamente están infectados. ¿Tenéis alguna habitación apartada para ese menester? Lo digo porque seguramente se resistirán, y no quiero molestar a vuestra distinguida clientela.

—¡Claro! Aquí sobran habitaciones… ¿A quién queréis que os llevemos primero?

—A los jugadores.

El padre se volvió al guardamarcas.

—Zárate, pide a los porteros que te ayuden a encerrar a Faustino y a Macandón.

—¿Dónde?

—En la habitación de la Flaca, que en gloria esté. —Se santiguó y, volviéndose a Mario, aclaró—: La enterramos ayer.

—¡Dios la acoja en su seno!

Antes de entrar en el cuarto de la Flaca, Mario se colocó la máscara de pájaro en la cara y sacó de la bolsa de cuero dos pistolas de rueda que ocultó bajo la garnacha.

—Esperadme fuera, que no sé cómo será de contagioso el mal que padecen —advirtió al guardamarcas.

Cuando abrió la puerta del dormitorio con la cara cubierta con la máscara de alejar la peste, Faustino y Macandón lo miraron con altanería.

—¿Qué quieres de nosotros, pájaro de mal agüero? —le preguntó el segundo.

—Tumbaos sobre la cama y desnudaos —replicó Mario secamente.

—En Buenos Aires no hay peste. Es un truco del cabildo para apresarnos —apostilló el segundo.

—¿Cómo os llamáis?

—Yo, Faustino, y este, Macandón…, ¡por maula, falso y embustero! —Y soltó una risotada que olía a regüeldo de chicha.

—Si me decís adónde han ido Bocarrajada y Jayán, no os pasará nada. Es a ellos a quienes busco.

Los jaques soltaron una carcajada. Aquel doctorcillo con máscara de pájaro no les infundía ningún temor.

—¿Qué pasa si no te lo decimos? —preguntó Faustino.

—Os mataré.

—Harías mejor en pagarnos para que se nos suelte la lengua.

—¿Cuánto?

—Un real de a dos… para cada uno.

Mientras Faustino distraía al falso doctor con su charla, Macandón se deslizaba por detrás de él. Mario lo vio con el rabillo del ojo, pero fingió que no se percataba. Cuando el jaque sacó el puñal, le descerrajó un tiro con una de las pistolas que llevaba bajo la garnacha.

A continuación se quitó la máscara y tiró la pistola al suelo.

—¡Rocamunde! ¡Te hacía en el infierno! ¡Tienes siete vidas como los gatos, mestizo!

—¿Adónde han ido Bocarrajada y Jayán, Faustino?

—Esos putos se quedaron con nuestra parte del dinero. ¡Y no es la primera vez que lo hacen, vive Dios! También estafaron a los hombres que contratamos… Tengo tantas ganas como tú de vengarme de ellos. ¡Si dejas que te acompañe, los destriparemos juntos!

Faustino se acercó a Mario con la mano extendida. Antes de llegar, dio un traspié como si hubiera tropezado, y se llevó la mano al tobillo. Rocamunde vio que sacaba un puñal de la bota e instintivamente disparó la segunda pistola. El jaque cayó fulminado.

—¡Maldita sea! —Mario apretó los puños contrariado. Había matado a dos de ellos sin haber averiguado adónde habían ido Bocarrajada y Jayán.

«Tengo que poner más cuidado con el tercero», pensó.

Abrió la puerta del dormitorio y le dijo al guardamarcas:

—Estos dos estaban apestados. Tuve que matarlos porque me atacaron con un puñal.

El guardamarcas le hizo una inclinación de cabeza, dándole a entender que se había ganado su respeto por haberse enfrentado solo a aquellos dos rufianes.

—Ahora —continuó Rocamunde—, llevadme a reconocer al que falta. ¿Cómo se llama?

—Nicanor.

—Conseguidme una soga.

—¿Vais a ahorcarlo?

—No. Es para atarlo a la cama.

—Lástima. No me cae bien ese Nicanor.

—¿Qué os ha hecho?

—Remató a la Flaca de una paliza.

El padre de la mancebía, alertado por los disparos, los abordó muy nervioso.

—¿Qué ha ocurrido?

—El doctor ha matado a dos que se resistieron —respondió el guardamarcas.

El padre se pasó la lengua por los labios…

—Doctor, ¿creéis que habrán contagiado a las mujeres? Sería una gran pérdida tener que reponerlas…

—No. Las bubas no se les habían ennegrecido aún. Y hasta que eso no sucede no hay contagio.

—Me quitáis un peso de encima.

Mario asintió.

—Volved a vuestros asuntos, padre. Yo me encargaré del que queda…

El guardamarcas condujo al falso doctor hasta una habitación al otro lado del patio a través de cuya puerta se oían gemidos.

—Este es el cuarto de la Ramona —susurró el guardamarcas alargándole una llave de hierro.

Rocamunde se puso la máscara y abrió la puerta con determinación.

La Ramona, una viltrotona de carnes generosas y flácidas, que no se molestó en taparse el copo, lo recibió arisca:

—¡Vive Dios, qué impaciencia, pajarraco! ¡Espera a que acabe este cliente! ¿Tanta prisa te corre?

—¡Sal de la cama!

—¡Eh! —gritó Nicanor, poniéndose en pie con la verga aún erguida—. ¡Largo de aquí u os ensarto con la toledana hasta el puño!

Mario, sin molestarse en replicar, ordenó a los dos forzudos que venían tras él:

—Atadlo a la cama para que pueda reconocerlo.

—¿Cómo que reconocerme, bujarrón?

—Soy médico y necesito saber si estáis apestado.

—¡Dejad que me vista!

—Estáis bien así. Atadlo y salid todos.

Los dos forzudos ataron al jaque a la cama, lo que no resultó tarea fácil, pues tuvieron que pedir ayuda al guardamarcas para reducirlo. En cuanto este y los porteros abandonaron la habitación, Mario se quitó la máscara.

—¡Rocamunde!

—¿Dónde se esconden Bocarrajada y Jayán?

—¡Te vas a quedar con las ganas de saberlo, mestizo!

Mario sacó una sierra del saco de cuero y la puso sobre la pierna derecha de Nicanor.

—Si no me dices dónde están, te la corto.

Mario comenzó a mover la sierra.

—¡Aggg! ¡Maldito bastardo! ¡Gritaré para que venga alguien!

Mario soltó una carcajada.

—Estás a mi merced. Me creen médico, y me bastará decir que te están saliendo bubas en las ingles y que estás apestado. Aseguraré que para evitar el contagio tengo que amputarte la pierna. ¡Y me ayudarán a sujetarte!

Nicanor le escupió a la cara.

Mario le agarró la pierna derecha y comenzó a serrársela.

—¡Nooo! ¡Para, maldito! ¡Socorrooo! ¡Auxiliadme!

Viendo que nadie acudía a sus gritos, el rufián hacía intentos desesperados de desatarse agitando la pierna como un poseso.

—No pararé hasta que me digas adónde han ido Bocarrajada y Jayán.

—¡Te lo diré!

Mario dejó de cortar.

—Jayán se dirigía a Asunción.

—¿Y Bocarrajada?

—No lo sé.

Mario reanudó el serrado.

—¡Para, por Dios! Te he dicho que no lo sé, y es la verdad. ¡Lo juro por la salvación de mi alma! —El jaque tenía los ojos llenos de lágrimas.

Mario sabía que su juramento valía menos que un doblón de plomo, pero la mirada aterrada y su boca desencajada eran harto reveladoras. De haber sabido adónde había ido Bocarrajada, lo habría dicho.

—¿En qué lugar de Asunción para Jayán?

—Hace años me contó que tiene una cabaña en la selva a una legua al este de Asunción.

—¿No puedes precisar más?

—No, la usa para esconderse cuando tiene problemas con la justicia, y nadie sabe dónde está. Me habló de la cabaña en una borrachera…

—¿Es posible que Bocarrajada esté con él?

—No sabría decirlo…, pero me extrañaría.

En ese instante se abrió la puerta del dormitorio y se asomó el guardacoimas.

—¿Queréis que os ayude?

—No, ya he terminado… Me voy…

—¿Sin concluir la faena?

—No es menester… La ponzoña no le ha alcanzado la pierna.

Mario salió de la habitación al tiempo que se limpiaba la sangre de las manos en la garnacha.

El guardacoimas cogió la sierra que Mario había dejado en la cama y dijo:

—Yo, sin embargo, pienso que con la peste todas las precauciones son pocas.