XLVI

VUELTA A CASA

Camino de Asunción. Mes de abril del Año del Señor de 1588

Irupé dejó de hablar. Se le había puesto un nudo en la garganta. El recuerdo de lo sucedido en aquel viaje había marcado profundamente su vida y aún la conmovía. El pequeño infante al que había cuidado con tanta ternura hasta que lo dejó en la reducción franciscana de Ko’ê se había convertido en un hombre apuesto y valiente. En otras circunstancias se habría sentido orgullosa de él y habría dado gracias a Dios por haber tenido ocasión de verlo de nuevo. Su madre no le había permitido regresar a la reducción a visitarlo, aunque ella lo había insinuado más de una vez. En una ocasión que Irupé lo nombró, le advirtió que no volviera a hacerlo y que se olvidara de él para siempre.

Poco antes de morir, su madre le había hecho jurar que nunca revelaría lo sucedido en aquel viaje. Pero el destino tenía sus propias reglas y allí estaba, tratando de dilucidar treinta años después de quién era hijo Mario Rocamunde. Cerró los ojos. Respiró hondo, los abrió y miró a Alonso, a Manuela y a Yeruti. Sus caras reflejaban un profundo desencanto. Hubieran deseado que Mario Rocamunde no fuera hijo de Ana. Pero ella, por mucho que lo deseara, no podía asegurar que no lo fuera. Tan solo podía hacerlos partícipes de sus dudas.

—Durante todos estos años, pese a que mi madre siempre lo negó, tuve la sospecha de que hubo dos niños… —musitó con la mirada perdida.

Manuela dio un respingo.

—En caso de que fuera cierto, ¿qué fue del otro? ¿Se deshicieron de él? —preguntó.

—No lo creo. Ni mi madre ni Ana serían capaces de algo así. Quizá fue imaginación mía… que mi madre estaba preñada. Quizá el niño no llegó a nacer.

—Si fuera cierto que hubo dos niños, ¿cómo podríamos saber de quién de las dos era hijo Mario? —inquirió Yeruti.

Irupé negó con la cabeza.

—No lo sé… No lo vi nacer.

Tras unos instantes de silencio, Alonso intervino:

—Hay una forma… Pasó más de un mes hasta que llegasteis desde el poblado chané a la reducción. ¿No es así?

Irupé asintió.

—Mes y medio, quizá dos.

—¿Recuerdas quién amamantaba al niño, Irupé?

—Lo amamantaba Ana.

Un espasmo de dolor contrajo el rostro de Alonso.

Todos enmudecieron durante casi un minuto. Lágrimas silenciosas comenzaron a deslizarse por las mejillas de Manuela y de su padre.

Al fin Yeruti rompió el silencio:

—¿Era Mario ese infante? ¿Estás segura, Irupé?

—Sí, de eso estoy segura. Tenía un lunar detrás de la oreja, como Mario. Lo entregué yo misma en la pequeña reducción de Ko’ê, que dos frailes franciscanos habían fundado al sur de Asunción.

—Fray Luis y fray Martín —musitó Yeruti.

Alonso apretó la cabeza entre las manos, como si quisiera hacerla reventar.

—Todo está claro —musitó.

Media hora después reanudaron en silencio el regreso a Asunción. No volvieron a nombrar a Mario Rocamunde en todo el viaje.