TEKOA TAKUARAL
A cinco leguas de Potosí. Mes de diciembre del Año del Señor de 1556
Permanecimos unos veinte días escondidos en la tekoa Takuaral, cuyo tuvichá se llamaba Aruma, según recuerdo. Teníamos el propósito de esperar allí escondidos a que los soldados del corregidor se olvidaran de nosotros, y de paso dar tiempo a que Ana se restableciera. Después, reanudaríamos tranquilamente el viaje a Asunción. Pero las cosas se torcieron.
Yagua, que se movía con facilidad por los poblados de la sierra, vino una tarde con la noticia de que desde la Ciudad de los Reyes o Limaq, como la llamaban los indios, habían enviado una partida de cuatrocientos hombres para registrar todas las tekoas situadas a diez leguas a la redonda de Potosí. Este hecho da idea de lo poderosos que eran los implicados en la adulteración de la plata y del interés que tenían en silenciarnos.
—Quieren impedir a toda costa que lleguemos a Asunción, para que no contemos que están falsificando la plata —dijo el capitán—. A fe mía que son capaces de quemar todos los poblados de los alrededores con tal de darnos caza.
—Puede que nos hayan delatado y estemos poniendo en peligro a estas gentes que nos han acogido con tanta generosidad —opinó mi madre—. Deberíamos partir de inmediato.
Era evidente que debíamos evitar la ruta que iba a Asunción porque estaría muy vigilada, y Yagua propuso que nos refugiáramos en el poblado donde había nacido su madre, que era chané[46]. Estaba al norte de la villa de la Plata o Choquechaca, como la llamaban los charca, que eran quienes habitaban desde antiguo la ciudad.
—Dudo que los soldados nos busquen en esa dirección, pues es la contraria a la que vuestras mercedes deberían tomar para volver a Asunción —dijo Yagua.
Al amanecer del día siguiente, partimos por un camino del inca que él conocía hacia el poblado chané de su madre. Estaba empedrado, y el viaje nos resultó más cómodo y rápido de lo que esperábamos. Durante el trayecto mi madre y el capitán se prodigaban continuas muestras de cariño. Y Ana parecía preocupada y triste… Aunque por entonces yo tenía once años y no prestaba mucha atención a sus reacciones. Sí recuerdo que me acerqué mucho a ella, ya que sentía celos del capitán, que parecía acaparar toda la ternura de mi madre.
Nos quedamos dos meses en el poblado chané a la espera de que los soldados del corregidor se cansaran de buscarnos.
Ana ya no podía negar que estaba preñada, pues se le había abultado mucho el vientre. Salazar se mostraba muy solícito con ella. La ayudaba a traer agua desde el río, le proporcionaba madera y le encendía el fuego con los tizones que conservábamos encendidos bajo las hojas. Todos dimos por sentado que era el padre de la criatura.
Un día me di cuenta de que a mi madre se le estaba abultando el vientre.
—¿Vais a tener un hijo? —le pregunté en presencia del capitán y el fraile.
Ella se puso muy colorada.
—No, Irupé. Es una inflamación… por flatulencias…
—Habéis caído en lo que me reprochabais, capitán —se burló fray Juan.
—¡Qué sabréis vos de amor, fraile!
—Más que vos de religión.
Pocos días después de esta conversación, llegaron al poblado chané unos «cuñados» del tuvichá que llevaban diademas, brazaletes, torques y tobilleras de oro.
Fray Juan me llevó junto a ellos para que le sirviera de lengua. Me hizo preguntarles de dónde habían sacado aquellos adornos. Ellos contestaron que de la tierra del oro, que estaba al otro lado del gran río. Fray Juan se excitó mucho al oír su respuesta.
«El Dorado», recuerdo que musitó muy quedo. Inmediatamente me pidió que lo acompañara a buscar a Salazar, que estaba en el río pescando.
—¡Capitán, al fin tengo la prueba de que El Dorado existe! Irupé es testigo… Acaban de llegar unos indios que pueden conducirnos a él. Dicen que la tierra del oro está después de atravesar el gran río. Las señas coinciden con las que me dio el ava.
—Ese asunto tendrá que esperar.
Fray Juan le interrumpió furioso:
—Hicimos el viaje a Potosí con el propósito de buscar El Dorado… ¡Y prometisteis acompañarme!
—Solo os pido que demoremos la búsqueda unos meses hasta que Ana…
—¿Y Elvira? Cada día que pasa junto a su esposo es para ella una tortura insoportable.
—El matrimonio es una pesada carga que conviene repartir… Y Elvira ya tiene experiencia…
El religioso lo abofeteó.
—¡Si no me acompañáis a buscar El Dorado, os juro que toda Asunción se enterará de que os habéis amancebado con una mujer casada! ¡Con dos!
—¡Sois un miserable!
—¿Queréis acabar con su honra y vuestro buen nombre?
—¿Cómo vamos a internarnos en la selva con una mujer en ese estado?
—No será un viaje muy fatigoso. Los indios dijeron que la mayor parte del camino se puede hacer en canoa.
—¡Estáis loco, fray Juan!
El fraile se rio.
—Hablad con Mencía y con Ana. Decidles que partiremos mañana.
—¡Imposible!
—Entonces…, pasado mañana.
Salazar y fray Juan no hablaron ni una sola palabra durante el camino de regreso al poblado. Tan solo intercambiaban miradas coléricas. En cuanto entramos en la tekoa, buscaron a mi madre y a Ana, que estaban junto al fuego del tuvichá masticando maíz en compañía de otras tres mujeres para hacer chicha.
Mi madre había experimentado un cambio muy profundo desde que habíamos emprendido el viaje a Potosí cuatro meses atrás. Siempre había sentido respeto por los indios, pero ahora se prestaba a colaborar con ellos y ayudaba a las mujeres en sus tareas. Tampoco le importaba ponerse sus ropas, siempre que fueran decorosas, y hasta se bañaba en el río con Ana y conmigo cuando no la veía nadie más.
El fraile y el capitán se acercaron al grupo de mujeres que escupían la pasta de maíz masticado en una enorme vasija y dijeron a mi madre y a Ana que querían hablar con ellas. Los cuatro se dirigieron a una roza abandonada que quedaba a pocas varas de la empalizada del poblado. Yo intenté seguirlos, pero no me lo permitieron. Nunca supe de qué hablaron, aunque sin duda mantuvieron una fuerte discusión, pues oía sus gritos desde la empalizada.
Cuando regresaron, me dijeron que al día siguiente abandonarían el poblado chané. Yo empecé a reunir mis cosas. Pero mi madre, después de consultar a Yagua y al tuvichá, determinó que me quedara en el poblado. Jamás supe por qué.
Confieso que se me saltaron las lágrimas al despedirme de mi madre y de Ana, pues pensaba que me abandonaban y que no volvería a verlas.
—Irupé, te juro por la salvación de mi alma que volveré a buscarte. Confía en mí, hija —me susurró al oído al tiempo que me daba un beso en la mejilla.
Mi madre, Ana, Salazar y fray Juan tardaron ocho meses en regresar al poblado chané a buscarme. Ambas tenían el vientre liso y yo, después de abrazarlas, les pregunté dónde estaban los niños.
—No hubo más que un niño, Irupé —contestó mi madre mostrándome un infante de un mes que llevaba, como las indias, a la espalda envuelto en una manta de algodón.
Yo me lo quedé mirando enternecida. Le di un dedo y el pequeño me lo apretó con su manita.
—¿Es mi hermano? —pregunté.
Hubo un momento de silencio… Todos se miraron. Por fin, Ana se adelantó y dijo:
—No, es mi hijo.
Tomó al niño en brazos, lo estrechó contra su pecho y le dio un beso en la mejilla.