RUINAS DE LA REDUCCIÓN FRANCISCANA DE KO’Ê
Nueve leguas al sur de Asunción. Mes de abril del Año del Señor de 1588
Cuando Mario Rocamunde llegó a la reducción de Ko’ê, se le encogió el corazón. La mayor parte de las cabañas donde habían vivido sus amigos y parientes estaban quemadas, y algunas a punto de que la selva las devorase. La iglesia, en la que tanto habían trabajado sus amados padres fray Luis y fray Martín, era un esqueleto de paredes semidesplomadas. Pronto la vegetación lo engulliría todo, y Ko’ê desaparecería de la memoria de los vivos.
Cruzó la antigua plaza de la reducción y se dirigió a la iglesia. Tuvo que apartar la puerta desencajada, que colgaba de los goznes, para poder entrar. Dentro la desolación era aún mayor. Los jaques habían quemado la mayoría de los bancos, y el sagrario estaba en el suelo. Le habían arrancado los adornos de plata y le habían reventado la puerta para sacar el cáliz. También habían quemado la sacristía y se habían llevado todos los objetos sagrados. Fray Luis y fray Martín habían dedicado toda su vida a evangelizar a los indios, a construir aquella reducción, aquella capilla, y los matones lo habían destruido todo en un solo día. Conmovido al pensar en lo doloroso que habría sido para los frailes ver aquella pérdida, quizá más que la propia muerte, se arrodilló e hizo la señal de la cruz. Tras rezar una oración por sus almas, se puso en pie y avanzó hasta el altar. En su afán de encontrar objetos sagrados, los jaques habían destrozado la parte superior del altar con un pico. Recogió una cruz de madera tirada en el suelo y la colocó sobre el derruido altar. Notó que se le hacía un nudo en la garganta. Se sentía responsable de aquella catástrofe. Si no hubiera ido a la reducción con Manuela, nada de aquello habría ocurrido. Sus tíos, sus primos, sus amigos seguirían vivos, y sus padres, los frailes, podrían haber continuado durante años su labor evangélica. ¿Cómo iba a imaginar que Manuela era su hermana? ¿Y que Alonso, su padre, a quien creía un hombre de bien, enviaría a una partida de matones sin escrúpulos para deshacerse de él y de los suyos?
Se secó las lágrimas. Cogió un palo del suelo y le sacó punta. Contó las baldosas que había bajo el altar y, al llegar a la tercera, hundió el palo entre los bordes y la levantó. Allí estaban los ahorros que los frailes habían guardado a lo largo de muchos años. Procedían de la venta de tejidos y animales y los destinaban a comprar cuchillos, picos, palas y aperos de labranza para la reducción. Ya que no habían hecho uso de ellos en vida, por lo menos servirían para costear su venganza.