UN ENCUENTRO INESPERADO
San Lorenzo de la Cordillera de los Altos de Ybytyrapé. Mes de marzo del Año del Señor de 1588
La lluvia torrencial arrancaba nubes de vapor en el suelo empedrado. Docenas de personas corrían por la enorme plaza de la misión con el propósito de alcanzar los soportales para protegerse del violento chaparrón.
Nadie prestaba atención a la pareja, compuesta por una mujer de escasa estatura y un joven alto y esbelto, que acababa de cruzar el portón.
La mujer condujo al joven bajo uno de los soportales e hizo una pregunta en guaraní a un hombre que, a tenor de la azada llena de barro que portaba, regresaba de las rozas de cultivo.
Cuando averiguó que estaba en los talleres, la mujer tomó al joven del brazo y lo guio hasta allí. Caminaban con calma, como si a ninguno de los dos les importara el azote de la lluvia.
Irupé, Alonso y Manuela se volvieron al oír el chirrido de la puerta, pero en la penumbra en la que los había sumido la tormenta les costaba distinguir los rasgos de los recién llegados.
Un relámpago tremendo iluminó el taller.
Manuela se puso en pie y, más blanca que la cal, musitó:
—No…, no es posible…
—¡Manuela!
La joven corrió hacia su amado con los brazos abiertos y ambos se fundieron en un abrazo.
—Mario, amor mío, pensé que habías muerto —musitó con los ojos arrasados en lágrimas.
—Prometí que me casaría contigo, y siempre cumplo mis promesas.
Vio con el rabillo del ojo que Alonso se acercaba y, pensando que quería apartarla de su lado, Mario la besó apasionadamente, rompiendo las estrictas reglas del pudor que se aplicaban a la relación con las mujeres blancas.
Manuela intentó resistirse. Pero una oleada de calor le subió por el cuerpo hasta estallar en sus mejillas. Y correspondió al beso de Mario con idéntico ardor. Se besaron durante unos instantes interminables.
Luego ella se separó de golpe.
—¿Qué ocurre?
—No podemos casarnos, Mario… —musitó con un hilo de voz.
El joven se volvió bruscamente hacia Alonso con los ojos encendidos de ira.
—La habéis casado con otro, ¿verdad? ¿Conseguisteis vuestro propósito al fin?
—No, Mario. Hijo… No sabes cuánto me alegro de que estés vivo…
—¡A vuestro pesar, Alonso de Lanzós! ¡Porque habéis hecho todo lo posible por matarme! —Avanzó él con los puños crispados—. ¡Sois un miserable asesino! ¡Matasteis a los frailes que me criaron y a los indios de la reducción! ¡A un montón de seres inocentes! ¡Juré vengarlos y voy a hacerlo!
Rápido como el rayo se abalanzó sobre el cuello de Alonso y empezó a estrangularlo.
El hombre no se defendió. Aunque él no había ordenado aquellas muertes, se sentía responsable y el remordimiento le laceraba el alma. Pero no era solo eso. Su mundo se había venido abajo. Después de conocer lo acaecido en aquel viaje, su relación con Ana no volvería a ser igual. Podría haberle perdonado su infidelidad, mas su silencio había provocado un incesto y eso no podía pasarlo por alto. La situación de Manuela, preñada de su hermano, lo abrumaba. No se atrevía a animarla a deshacerse del niño. Tampoco a alentarla a que criase a un infante fruto del incesto. Era preferible morir a afrontar tanto sufrimiento.
—Lo siento… —musitó. Una lágrima se deslizó por su mejilla.
—¡Suéltalo, Mario! —Manuela tiraba de su brazo para deshacer la tenaza con la que apretaba el cuello de su padre.
El joven la apartó de un codazo.
—¡Tiene que pagar por lo que ha hecho!
Alonso cerró los ojos como si asintiera.
—¡Te he dicho que lo sueltes! ¡Es mi padre!
Irupé se acercó a Mario.
—Cuando conozcas las razones que llevaron a Alonso a actuar del modo en que lo hizo, podrás juzgarlo, Mario Rocamunde —dijo con serenidad.
—¿Quién eres tú?
—Me llamo Irupé.
Mario, atónito, musitó:
—Madre…
Yeruti sintió una punzada de dolor al oír que llamaba madre a la mujer que lo había abandonado. Aunque su rostro permaneció impasible, su mirada oblicua hizo que Irupé se percatara de su amargura.
—Tu verdadera madre no soy yo, Mario, sino la mujer que te crio…
—Pero nací de vuestro vientre.
—No… Yo tan solo te llevé a la reducción y te entregué a los frailes.
—Entonces, ¿quién fue mi madre?
Nadie contestó.
Manuela se acercó a él con las mejillas arrasadas de lágrimas.
—¡Vamos a tener un hijo, Mario!
—¿Y por eso lloras, amor mío? ¡A mí no hay nada que me pueda hacer más feliz! ¡Te quiero más que nunca! —La abrazó con ternura.
Ella dejó que la estrechara entre sus brazos. Quizá sería la última vez que lo hiciera…
—Nos casaremos mañana mismo, Manuela.
—No, no es posible.
—Si te han casado con otro, nos iremos lejos y criaremos juntos a nuestro hijo.
—Mario…, creo que… somos hermanos.
La miró incrédulo.
—¿Te han contado ese cuento para separarte de mí?
—No, Mario —intervino Irupé—. No es ningún cuento. Alonso envió a los jaques a perseguiros a Manuela y a ti porque quería separaros antes de que sucediera… lo que finalmente pasó.
El joven se quedó mudo, inmóvil, tratando de asimilar lo que acababa de escuchar. En la enorme sala tan solo se oía el golpeteo de la lluvia.
—¿Quién fue mi padre? —preguntó al fin con la frente cubierta de gotitas de sudor.
—El capitán Juan de Salazar y Espinosa. De eso no nos cabe duda. Eres su vivo retrato.
—Entonces…
Alonso se adelantó.
—Ana de Rojas, mi mujer y madre de Manuela, es también tu madre.
Mario lo miró con incredulidad. Si Alonso de Lanzós había sido capaz de ordenar la muerte de tanta gente, ¿por qué no iba a inventar esa patraña para separarlo de su amada?
Los rostros de Irupé y Manuela, congelados en una mueca de angustia, lo convencieron de que Alonso había dicho la verdad, y la rabia creció como una ola en su interior. ¿Por qué los hados se cebaban con él de esa manera? Había sido abandonado por sus padres, y el progenitor de la mujer que amaba había asesinado a los que lo habían criado y querido como a un hijo, excepto a Yeruti. Sus tíos, sus primos, sus hermanos y tantos de sus parientes, incluso Arandú y su hijo Tatarendy… Todos destripados o abrasados por culpa de aquel hombre. Si hubiera podido contar con Manuela, habría hallado consuelo, pero también debía renunciar a ella. Deseó golpear a todos los presentes, destruirlo todo, ¡incluso a sí mismo! Se había enfrentado en muchas ocasiones a la muerte, pero aquello era peor.
—Entonces…, está claro que debo desaparecer. —Su voz sonó tan lúgubre como un lamento.
Manuela hizo ademán de ir a consolarlo, pero se detuvo a mitad de camino. Si se acercaba, lo besaría, lo desearía… Sería incapaz de separarse de él.
Mario percibió su gesto. El dolor de tener que abandonar para siempre a la única mujer que había amado se extendió por su cuerpo como una bilis negra que le hacía renegar de todo lo que había creído y respetado. Ciego de ira, descargó su rabia contra el hombre al que responsabilizaba de todas las desgracias que había sufrido. Antes de abandonar el taller, se acercó al padre de su amada.
—Aunque Manuela sea mi hermana, eso no os libra de culpa, Alonso de Lanzós —le espetó—. ¡Juré que vengaría a mis muertos y lo haré! ¡Volveré a mataros! ¡Lo juro!
—¡No, Mario! ¡No puedes hacer eso! ¡Es mi padre! —gimió Manuela.
Mario cerró de un portazo la puerta del taller. Los demás se quedaron anonadados durante unos segundos, tratando de digerir en silencio la tragedia que los aplastaba. La lluvia azotaba el techado con tanta furia que las vigas gemían como si fueran a partirse.
Yeruti reaccionó al fin y salió corriendo en pos de su hijo. Lo alcanzó en los soportales de la plaza. Desde dentro del taller los oyeron gritar y discutir, aunque no entendieron lo que decían. Yeruti regresó un par de minutos después con el rostro desencajado y la mirada enloquecida.
—Mi hijo ha perdido el juicio… ¡Está desesperado! ¡Temo que…! —El llanto le impidió continuar.
Manuela, como impulsada por un resorte, corrió hacia la puerta del taller, apartó a Yeruti y gritó:
—¡Mariooo! ¡Espérameee! —La tormenta era tan fuerte que ahogó su voz.
A través de la lluvia vio que su amado ya había cruzado la plaza y se acercaba a la puerta de la misión. No podía asimilar la idea de no oír nunca más su voz, ni sentir sus manos sobre ella, ni volver a respirar el olor de su cuerpo. Y gritó con todas sus fuerzas:
—¡Marioooo! ¡Vuelve! ¡No importa que seas mi hermano! ¡Te quiero!
Él no la oyó, pero sí su padre, que la había seguido, y la cogió del brazo.
—Déjalo irse, hija. Es mejor así.
Ella se desasió y echó a correr enloquecida.
En mitad de la plaza, tropezó con una piedra y cayó de bruces contra el suelo. Notó un dolor terrible en el pecho que le cortó la respiración. Aun así, intentó gritar:
—Mariooo…
No podía respirar. Se ahogaba.
Después se hizo la oscuridad.
Alonso e Irupé corrieron a levantarla del suelo. Le salía sangre de la boca.
—¿Respira? —preguntó Irupé.
Alonso puso el oído sobre el pecho de su hija.
—Sí… Oigo un pitido, como si perdiera aire.
Irupé se alarmó. En el hospital de la misión ayudaban a cuidar a los enfermos y a los heridos, y el golpe que Manuela se había dado en el pecho no le gustaba nada.
—Iré a buscar ayuda —dijo.
Alonso trató de reanimar a su hija, pero viendo que no volvía en sí, la cogió en brazos y siguió a Irupé. La lluvia lo azotaba con tal ímpetu que se veía obligado a caminar inclinado. Con los ojos llenos de lágrimas, elevó al cielo una plegaria silenciosa: «Dios mío, llévame a mí, pero sálvala».
En la puerta del hospital se encontró con Irupé, que corría a su encuentro seguida del cirujano. Este los condujo a un cuarto repleto de estanterías con frascos, redomas y otros instrumentos médicos. Junto a la ventana había una cama, y Alonso depositó a su hija sobre ella. El cirujano tomó unas tijeras del estante y le cortó la saya y el jubón. La joven tenía la camisa manchada de sangre.
Un hombre con sayo oscuro hasta los pies y un bonete en la cabeza entró en la enfermería. Por la forma respetuosa con que el cirujano se inclinó para saludarlo, Alonso comprendió que se trataba del médico.
El galeno hizo un gesto de asentimiento al cirujano y este prosiguió con la inspección de la herida. Sin quitarle la camisa, presionó ligeramente la parte baja del pecho de Manuela.
—Tiene una costilla rota. El pitido que emite al respirar podría indicar que la membrana que envuelve el pulmón está perforada. —Se volvió al médico—. ¿Estáis de acuerdo con el diagnóstico, doctor?
—Sí…, pienso que sí.
—¿Qué puede hacerse? —preguntó Alonso con un hilo de voz.
—Si no mejora de aquí a mañana, abrir el pecho y enderezar la costilla para que no siga presionando el pulmón —replicó el cirujano—. Y si la membrana está perforada, coserla.
A Alonso se le cayó el alma a los pies. No se le ocultaba que muchos de los operados morían en la intervención o después, a consecuencia de las calenturas que esta provocaba.
—¿Morirá?
—Solo Dios lo sabe —musitó el médico.
Mario Rocamunde no paró de correr hasta llegar a un maizal. No quería que lo encontrasen. Necesitaba estar solo para curarse las heridas del cuerpo y las del alma. Pasó la noche en la roza, protegido por las altas varas del maizal, temblando de frío y de dolor.
Al amanecer cogió unas cuantas mazorcas y se internó en la selva. Tras alejarse lo suficiente para que no pudieran ver el humo desde la misión, encendió un fuego y asó las mazorcas. En tanto las comía, determinó que volvería a Buenos Aires a vengarse de Bocarrajada y de sus jaques.
«¡Y después te tocará a ti, Alonso de Lanzós, porque el principal responsable de la masacre de Ko’ê eres tú!», masculló con el puño cerrado.