REDUCCIÓN FRANCISCANA DE SAN LORENZO DE LA CORDILLERA DE LOS ALTOS DE YBYTYRAPÉ
Dieciséis leguas al este de Asunción. Mes de marzo del Año del Señor de 1588
Manuela se levantó precipitadamente de la silla, agarró a Irupé del tipoi y la zarandeó presa de una rabia infinita:
—¡Lleváis horas teniéndonos en vilo para, finalmente, decir que mi madre se quedó preñada de Salazar y que Mario era mi hermano! ¡Mi hermano! —repitió con horror.
Alonso agarró a su hija por la espalda para obligarla a soltar a Irupé.
—Ella no tiene la culpa, Manuela. ¡Cálmate!
—¡Me engañó! ¡Todos me habéis engañado! ¡Incluso mi madre! ¿Por qué? ¿Por qué?
Zarandeó de nuevo a Irupé, que permanecía impasible. Era una mujer templada, y sabía que convenía esperar a que Manuela se calmara. Soportó los empellones de la joven con serenidad al tiempo que le acariciaba el cabello.
Un relámpago iluminó el taller, seguido de un trueno espantoso.
Manuela, extenuada, se dejó caer a los pies de Irupé.
—Mario está muerto. ¡Muerto! Y lo único que me quedaba de él, su hijo, no podrá nacer… —Estalló en sollozos cada vez más intensos que, lejos de remitir, se incrementaban por momentos. De pronto perdió el aliento, como si se le hubiera atascado un gemido.
Irupé intentó incorporarla con ayuda de Alonso.
—Cálmate y respira, Manuela —susurró con dulzura.
La joven aspiró con todas sus fuerzas, pero sus pulmones parecían incapaces de recoger hálito alguno.
—No… pue… do —farfulló sin aliento.
Era verdad. Le resultaba imposible tragar aire. Su rostro se congestionaba y el corazón le latía desbocado.
Alonso, demudado, zarandeó a su hija.
—¡Respira, por amor de Dios! ¡Respira!
Pero la joven daba boqueadas estériles que sonaban como un estertor sin lograr que el aire llegase a sus pulmones.
Alonso, al ver que su hija se amorataba, se volvió a Irupé y musitó con el rostro descompuesto:
—¡Se muere!
Irupé agarró a Manuela de las manos y la sentó a su lado.
—No ocurre nada, pequeña. Cierra los ojos y aspira con sosiego. —Su voz era serena y plácida, como si se dirigiera a un niño—. Ahora echa el aliento por la boca poco a poco. Así… Muy bien, Manuela. Vuelve a coger aire y échalo.
Irupé repitió la operación varias veces hasta que la respiración de Manuela se normalizó.
—Ahora ya puedes llorar.
La joven comenzó a hipar. Sus hipidos se tornaron en un llanto desconsolado. Tras dejarla desahogarse unos minutos, Irupé hizo una seña a Alonso para que se acercara.
Alonso de Lanzós, pálido como un muerto, abrazó a su hija. Permanecieron unos minutos abrazados, llorando hasta que se les agotaron las lágrimas.
—Me cuesta creer que Ana… tuviera un hijo con Salazar —musitó con la mirada perdida.
—A mí también, padre.
Irupé echó hacia atrás la melena que le caía sobre la cara, y dijo con la calma que la caracterizaba:
—Si habéis acabado de compadeceros, continuaré con el relato.
—¿Para qué? Ya sabemos lo que habíamos venido a averiguar…
—Cuando llegasteis, os dije que no sabía de quién era hijo Mario Rocamunde, y es la verdad.
—Solo Salazar pudo ser el padre. —Alonso de Lanzós se pasó las manos por la cara—. ¡Dios, si Ana me lo hubiera dicho!… No me hubiera importado criar al hijo de otro… Pero me engañó, y no puedo perdonárselo. ¡No por mí, sino por nuestra hija, que no tenía por qué sufrir esto! —Los sollozos le impidieron continuar.
Relampagueaba cada vez con más intensidad, y los fogonazos de luz congelaban las muecas de dolor en sus rostros descompuestos. Al fin los cielos se abrieron y comenzó a diluviar.
Irupé habló con voz clara y sosegada.
—Durante años tuve la sospecha de que hubo algo más… Aunque era una niña, y no estoy segura. Si quería contaros esta historia hasta el final era para que me ayudaseis a desentrañarlo.